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Sara, con los codos apoyados sobre el colchón de la amplia cama instalada en medio de su dormitorio, estaba terminando de leer los últimos capítulos de la novela romántica que Laura, su doncella, le había conseguido recientemente. Se trataba de la historia de un apuesto bucanero y una hermosa esclava que él había rescatado de seres horribles y siniestros. Mientras leía, la imagen de Alexander Yaron pasó por su mente. Le había conocido el día anterior y su cabello largo y negro le recordaba al protagonista. Él lo llevaba recogido en una cola de caballo que en esos tiempos estaba tan de moda, sin embargo, Sara trató de imaginarlo con el pelo cayendo sobre sus anchos hombros y con un arete en la oreja.
Suspiró embelesada. Acababa de convertir al hombre en su osado pirata de ensueño.
Sonrió para sí misma. El hombre era endemoniadamente guapo y muy atractivo, además, también tenía que admitir que era bastante ingenioso. Aún no sabía cómo él lo había hecho, pero esa misma mañana habían recibido una invitación para asistir a una reunión que ofrecía Andrew Yaron con la excusa de conocer a la familia Hamilton al completo. Y Sara imaginó que el tal Andrew sería algún familiar cercano de Alexander, de modo que esa noche volvería a verlo.
Sentía muchas ganas de hablar con él de nuevo, mucho más después de comprobar que el día anterior había logrado dejarlo sin palabras debido a su escandalosa franqueza.
Eric Hamilton, el padre de Sara, no había regañado a la muchacha por encontrarla la noche anterior en el salón charlado con el apuesto caballero. Muy al contrario estaba alegre por ello ya que Sara había jurado y perjurado que no acudiría al baile celebrado en honor de Erika, su hermana. Pero en el último momento dio su brazo a torcer y accedió a acompañarlos. Para Eric había sido muy importante ese cambio, tanto que comenzó a pensar que podía empezar a buscar pretendiente a su hija pequeña, al mismo tiempo que lo hacía para la mayor. Por otro lado, con Sara sabía que lo iba a tener mucho más complicado. Ella era un tanto orgullosa y cabezona. Leía demasiados libros de amor como para sucumbir ante algún petimetre y ostentoso ingles que hiciera de su vida un infierno o a lo sumo, un hastío total.
La familia Hamilton tenía su residencia en Escocia, pero habían viajado a Londres con la excusa de buscar un marido a Erika. Sin embargo, las razones principales eran que Eric tenía la sensación de que Sara se había encariñado con el hijo del herrero que vivía en Dundee. Realmente no le importaba mucho si Sara se casaba o no, lo que no iba a tolerar era que se uniese a alguien como Paul McTorton.
Al principio Sara se había negado a abandonar su hogar, todos sus amigos ahora estaban lejos de ella, y en cierto modo era verdad que le gustaba mucho Paul. Ambos habían sido amigos desde siempre. Se conocían tanto que los secretos entre ellos no existían. Quizá a la historia le faltara romanticismo, pero Sara adoraba el musculoso cuerpo del muchacho rubio, su risa seductora y la forma en que la trataba. Cierto era que antes de viajar Sara a Londres, Paul se despidió de ella con un ardoroso beso que la dejó más bien fría, sin embargo, todo había sido tan aprisa que no se paró a pensarlo el tiempo suficiente. Esperaba que la próxima vez sintiese los pajaritos aleteando en su estómago.
Sara prometió hacer todo lo posible por regresar cuanto antes a casa. Si con ello debía soportar varias fiestas y algunas presentaciones lo haría. Paul por su parte había prometido esperarla.
La joven se levantó de la cama cerrando el libro con fuerza. La primavera se acercaba a pasos agigantados y era una de las épocas que más le gustaba. Iba a ser difícil convencer a su padre de volver, pero su mente llevaba fraguando un plan desde hacía días, y con la aparición de Alexander esperaba lograr su objetivo. Nada podía fallar. Tan solo se trataba de fingirse atraída por este hombre y al mismo tiempo, hacerle llegar a su padre los rumores de quién era él. Alexander Yaron tenía fama de calavera libertino despojador de virtudes femeninas. Sara esperaba que cuando su padre se enterara la mandase de vuelta a su hogar apartándola de todo mal.
Como ella no era ninguna mala persona había contado su estrategia al mismo Alexander Yaron. No le había detallado los motivos por los que deseaba regresar a su tierra, porque no era cosa que a él le importase, sin embargo por obra del Señor, el hombre había consentido en ayudarla.
Sara abrió el ropero, tenía hermosos y nuevos vestidos que Erika había elegido por ella. Paseó la mirada sobre las sedas y los rasos indecisa.
—¿Todavía está así, señorita? —preguntó Laura entrando en el dormitorio. Pasó por delante de Sara y escogió un modelo en verde oscuro con escote pronunciado—. Póngase este. —Tendió la prenda sobre la cama y se dedicó a buscar algunas alhajas que combinasen.
Sara obedeció y luego se dejó peinar. La doncella trabajó con su cabello plateado recogiéndolo en la coronilla, dejando que gruesos bucles cayeran sobre su cuello adornados con cintas entrelazadas de satén verdes y negras.
—Está preciosa. Ahora cambie la cara y diviértase mucho.
—Eso intentaré —musitó ella entre dientes—. Lo dudo, pero lo intentaré.
En el carruaje de los Hamilton, Eric advirtió a ambas hermanas sobre el comportamiento que debían tener. No era la primera vez que sostenían esta conversación, pero era obligatorio que Sara lo escuchase de nuevo.
—Nada de hablar de política, vosotras sois damas y no campesinas.
—Sí, padre —respondieron al unísono.
—A nadie le importa la necesidad que pasan algunas personas…
—¡A mí sí!
Erika dio un codazo a su hermana.
—Hoy no, Sara. Hazlo por mí, tesoro —reprendió Eric observando con el ceño fruncido cómo su hija pequeña se cruzaba de brazos y apartaba la vista de él—. No puedes hablar de las diferencias sociales. ¿Me has oído bien?
Ella asintió sin contestar.
—Por favor, no pases por alto mis advertencias, hija. Lo hago por tu propio bien, no deseo que vayan diciendo por ningún lado que no he sabido educaros.
—No se preocupe, padre —dijo Erika cogiéndole de la mano—. Nos vamos a portar bien. Lo prometemos, ¿verdad Sara?
La más joven asintió y con dulzura miró a su padre.
—Lo prometo.
Satisfecho, Eric Hamilton soltó un sonoro suspiro. Desde que habían subido al vehículo no había podido dejar de advertir lo bonita que estaba Sara. No se había dado cuenta de lo que había crecido en los últimos meses.
¡Sara! ¡Cuántos problemas tendría el hombre que la desposara!
Llegaron ante una lujosa mansión rodeada de bellos y cuidados jardines. Ya era de noche y varias farolas iluminaban la casa y las calles adyacentes. Tuvieron que esperar a que los carruajes que se hallaban ante la puerta abrieran la marcha para dejarlos entrar.
Por los vehículos se apreciaba que no serían muchos invitados y Sara se sintió feliz al saber que de ese modo no tendría que soportar a muchas personas, ni siquiera conocerlas. Era muy sociable, pero aborrecía las conversaciones con los ingleses de la clase alta que no sabían hablar de otra cosa que no fuera de sus increíbles fortunas y sus vidas aburridas.
Descendieron del coche y en la entrada fueron recibidos por Andrew Yaron y su esposa Rouse, un matrimonio de aspecto amable y que formaban una deliciosa pareja.
Un mayordomo recogió sus ropas de abrigo y los dirigió hacía el concurrido salón de baile donde la reunión se veía animada. Las arañas del techo brillaban y se reflejaban en los espejos que cubrían las paredes.
En cuanto atravesaron las dobles puertas, Sara tuvo que soportar, en contra de sus deseos, varias presentaciones, además de saludar a personas que habían acudido la noche anterior a la fiesta de Erika.
Sin darse cuenta se vio envuelta por tres atentos jóvenes que luchaban por llamar su atención con tonterías. Al principio todo aquello le pareció divertido e incluso logró mostrarse de buen talante frente a ellos, sin embargo, a medida que fueron avanzando los minutos se concentró sobre todo en no desairarles.
Nunca había escuchado tantos elogios en tan pocos minutos. Ni siquiera sabía que existían tantos.
Recordando las advertencias de su padre, sonrió hasta que la mandíbula empezó a dolerle.
—Me alegro de volver a verla, señorita Hamilton —saludó Alexander Yaron que se acercó al grupo con dos copas de champan en la mano. Las miradas de sus acompañantes y la de ella misma se volvieron a él.
—¡Señor Yaron, qué alegría! —exclamó observándole con admiración. ¡Era mucho más guapo que la noche anterior!
Alexander Yaron, con mucho arte, apartó a la joven de los ansiosos caballeros para dirigirla hasta la chimenea.
—¿Tiene sed?
Sara tomó una de las dos copas y bebió su contenido de un sorbo.
—Gracias —respondió ante la atónita mirada del hombre—. ¿Por qué ha tardado tanto en venir a rescatarme, señor Yaron?
Él arqueó ligeramente las cejas.
—Pensé que se estaba divirtiendo con tantos pretendientes a su alrededor.
—¡Por favor! ¿Divertirme? ¡No puedo soportarlos! Si no llega a venir a tiempo los habría retado a todos a un duelo —respondió con una sonrisa burlona—. No crea que no sé que la culpa es suya por haber convencido a sus parientes para que nos invitaran, ¿o lo va a negar?
Alexander soltó una sonora carcajada. Hacía tan solo unos minutos había sentido cierta rivalidad con los hombres que rodeaban a la hermosa muchachita, y ahora entendía que no tenía motivos. Esa joven era espontánea y vivaz pero, sobre todo, tenía muy claro lo que deseaba, y sin duda no era estar con ninguno de aquellos mozalbetes.
—Tiene razón. Me responsabilizo de conseguir que usted esté hoy aquí. No puede culparme de ello, su belleza me ha cautivado. Para que vea que cargo con mi penitencia prometo no dejarla sola ni un solo minuto de la velada.
—¿Y si nos apartan? ¿Vendrá a rescatarme?
—Raudo y veloz —juró haciéndola reír—. Supongo que ya le han dicho lo bella que se encuentra, ¿verdad?
Ella se ruborizó bajo la atenta mirada de Alexander. Él tenía los ojos de un color azul turquesa, perfilado el iris en un tono mucho más oscuro. Impresionaba esa mirada, entre otras cosas porque era indescifrable.
—Gracias por el cumplido. Señor Yaron, ¿usted en verdad es de aquí? Su acento es algo diferente —dijo, curiosa. Se había dado cuenta de que tenía una entonación muy marcada.
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—Sin embargo, puedo dilucidar que usted no lo es.
—Cierto, soy de Escocia.
—De haber sabido que vivía allí sin duda habría ido hace años.
Sara soltó una carcajada alegre y burbujeante.
—Si lo hubiese hecho se habría encontrado a una chiquilla de largas trenzas y el rostro cubierto de pecas. Lo mejor es que no haya ido.
—Tiene razón. Hubiera sido horrible enamorarme de una niña, ¿verdad?
Sara asintió. Con una sonrisa perezosa observó el salón.
—Cuando hablamos ayer pensé que me invitaría a salir a un lugar menos público, a pasear por el parque o a conocer la ciudad. Creo recordar que le dije que no soy muy entusiasta de las reuniones.
—¿Quiere salir mañana? Podríamos pasar el día fuera y hacer todo lo que dice.
—¡Genial! —Apoyó la mano en el duro brazo del hombre sorprendiéndose de la fuerza que desprendía—. Alex... ¿puedo llamarle Alex? —Él afirmó con la cabeza—. No soy rara, solo necesito un amigo.
—Eso me dijo ayer, pero ¿puedo preguntarle por qué yo? Quiero decir, cualquiera podría… ayudarla en su plan. Me dijo que su padre no consentiría que usted se sintiera atraída por un inglés.
—¿Eso es lo que dije? —Se hizo la sorprendida—. No era eso lo quería decir. Más bien se trata de que en cuanto mi padre se entere de su reputación no tendrá más remedio que enviarme de nuevo a casa.
—¿Mi reputación? —preguntó intrigado.
—He oído cosas de usted y no le dejan en muy buena situación. Dicen que es… un mujeriego.
Alexander se sorprendió. No porque los chismes no fueran ciertos, pero nunca había tratado este tema con una mujer y por muy bonita que esta fuera tampoco le iba a confesar sus secretos más íntimos.
—¿Y aun sabiendo cómo soy se arriesga a salir conmigo?
—¡Podría haberme dicho que los rumores eran exagerados! —respondió ella con una deliciosa mueca infantil.
El hombre cruzó los brazos tras la espalda y fijó sus ojos azules en ella.
—No me molesta lo que hablen de mí pero, dígame, si vengo tan poco a Londres, ¿cómo es posible que la gente sepa eso de mí?
—Buena respuesta, eso quiere decir que yo tenía razón y usted no es de aquí. ¿Cierto?
Alexander rio entre dientes.
—Nací aquí, pero mi residencia está en Virginia.
—¿Qué vinculo tiene con los anfitriones?
—Andrew es mi hermano mayor.
—Tiene una bonita casa y su cuñada parece encantadora.
—¿Quién? ¿Rouse, encantadora? No la conoce bien, ¡tiene un genio de mil demonios!
Sara encontró a la mujer conversando tranquilamente con otros invitados, Erika estaba entre ellos.
—¿Y usted no ha pensado en seguir los pasos de su hermano y casarse, señor Yaron?
El hombre tomó la mano de la joven después de deshacerse de las copas y la dirigió a la pista de baile con una sonrisa traviesa.
—Hasta la fecha no había conocido a nadie que me interesara.
Ella se puso seria de repente. Alzó levemente el mentón.
—Habla como si ahora la hubiese conocido y, déjeme decirle, que si lo dice por mí está confundido. Lo que le dije ayer era cierto, no he venido aquí para casarme ni a buscar marido.
—¿Qué haría si el hombre de su vida se cruzase en su camino?
—Difícilmente pueda ocurrir eso —respondió con un profundo suspiro.
Comenzaron a bailar al ritmo de una suave melodía perdiéndose entre las demás parejas.
—¿Qué tiene en contra del matrimonio?
Sara sonrió por ese comentario.
—Realmente no estoy en contra. —Se encogió de hombros—. Solo creo que cada cosa tiene su tiempo.
—Cuénteme de su vida, Sara. ¿Puedo llamarla Sara?
La joven pestañeó ligeramente. ¿Alexander se burlaba de ella?
En aquel momento el hombre la hizo girar ante el grupo de admiradores que antes estaba con ella. Sara les regaló una sonrisa y de nuevo se vio apartada de ellos.
—No tengo mucho que contar, mi padre se ocupó mi hermana Erika y de mí al morir mamá de una pulmonía. Como me negué a ir a una escuela, me educaron unas cuantas institutrices y cuando mi hermana volvió de Europa donde estudiaba, se convirtió en mi educadora. He tenido una vida fácil y una infancia feliz. Mi historia es una de las más simples del mundo.
—Ha debido ser toda una aventura el haber venido a Londres —comentó él entre risas.
—¡Habla como si mi vida fuera aburrida y no lo es! —rebatió Sara con tono áspero—. Si conociera mi país se daría cuenta… Aquello no es como esto. Allí las personas me tratan como a uno más sin importar mi condición social, sin mirarme sobre el hombro pensando que no soy más que una rica engreída. A veces llegan nuevos ricos y se creen seres superiores, llenándolo todo de lujos y de fiestas aburridas donde la comida sobrante se regala a los perros en vez de donárselo a los pobres que luchan por sobrevivir, que se preocupan por las cosechas y con los puestos de trabajo que comienzan a escasear. —Buscó con la mirada a su padre y al no verle cerca se animó a seguir—. Gente que ve esta clase de reuniones con miradas condescendientes mientras piensan que esta noche nosotros tocaremos las gaitas, bailaremos y daremos palmas a la luz de las hogueras, y dejaremos que esta gente vea cómo disfrutan los escoceses. ¿Ha bailado alguna vez bajo la luna, Alex? ¿Ha sentido cómo las risas se pierden en la noche mezclándose con el rumor de los grillos? ¿Se ha descalzado en medio de tanto alboroto dejando que la húmeda hierba acaricie sus pies?
Alexander la miró absorto. Habían dejado de bailar y estaban parados en mitad del salón haciendo que los demás bailarines les esquivasen.
—Todo lo que dice es como un cuento.
—¿Usted cree?
Él retomó el baile otra vez. Tenía veintiocho años y siempre había sido algo así como la oveja negra de la familia. Acudía a algunos actos sociales para conformar a sus hermanos, pocas veces, pues casi nunca estaba en Inglaterra.
Poseía una flota de barcos mercantes que comerciaban con distintos países y tripulaba el Diábolo que hacía menos de un mes había arribado el puerto de Londres después de haber estado un año en Virginia, donde era dueño de una plantación de tabaco y algodón.
Cuando zarpaba en el Diábolo era un hombre totalmente diferente, libre y vivo. Amaba su barco y adoraba su país de adopción.
Tanto Andrew como su hermano pequeño, Philip, estaban felizmente casados, y solo faltaba por hacerlo su hermana Andrea, y ese era el motivo por el que estaba en Londres: se había prometido al Conde Lareston y en breve celebrarían la boda.
Esa misma mañana él había logrado convencer a su cuñada para que celebrasen una pequeña reunión y conociesen a los Hamilton. Una excusa para poder volver a ver a la bella joven de ojos dorados que tanto había llamado su atención la noche anterior al hablarle tan abiertamente de su plan. Si él no se oponía a esa tremenda farsa era porque pensaba conseguir algo a cambio. Necesitaba una mujer que entibiase su cama durante su estancia en Londres y le hiciera olvidarse un poco de la bella y apasionada Kristin, que le esperaba en Virginia.
—¿Por qué está en Londres y no en su hogar? —preguntó Alexander.
—Ya se lo dije, mi hermana sí que quiere casarse y tengo la ligera sensación de que mi padre querrá que yo también lo haga. Si… si usted y yo nos vemos algunas veces, muy pronto la gente comenzara hablar de nosotros. Mi padre se horrorizará y hará que vuelva a la seguridad de mi hogar. Después de todo usted también se marchará a… Virginia.
—¿Esta trama la pensó al conocerme o ya se le había pasado por su linda cabecita?
Sara se encogió de hombros y al girar, las faldas revolotearon en la pista.
—Llevaba un tiempo pensando algo y al conocerle a usted y todo lo que decían… —Sara se calló durante unas décimas de segundo y le miró con ojos entrecerrados—. ¿Está molesto conmigo? ¿No quiere ser mi amigo y ayudarme?
El hombre arqueó las cejas.
—¿De modo que eso es lo que quiere? ¿Un amigo? —preguntó en un susurró sensual contra su oreja.
Ella asintió con rotundidad y con el corazón latiendo descompasado en su pecho.
—Solo amigos.
Alexander sonrió de un modo que Sara no pudo interpretar.
—Será como usted quiera, Sara.