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TODA CONVERSACIÓN ES UNA NEGOCIACIÓN

El juicio de Leroy Reed

—De acuerdo, damas y caballeros —dice el alguacil a las doce personas sentadas en torno a la mesa. Señala una montaña de papeles—. Estas son las instrucciones que les ha leído el juez —señala otra montaña— y estos son los impresos del veredicto.

La sala alberga a siete hombres y cinco mujeres con poco en común salvo que todos viven en Wisconsin y han comparecido en este tribunal, como se les ha ordenado, una fría mañana de noviembre de 1985. Ahora son un jurado, encargado de decidir el destino de un hombre llamado Leroy Reed.[37]

Durante los dos días anteriores, lo han averiguado todo de Reed, un exconvicto de cuarenta y dos años. Lo habían liberado de la penitenciaría estatal nueve años antes y, desde entonces, había llevado una vida tranquila en una zona deteriorada de Milwaukee. No habían vuelto a detenerlo ni había faltado a las reuniones de la condicional. Ni peleas ni quejas de vecinos. Según todos los tes­timonios, era un ciudadano modelo, hasta, claro está, que lo detuvieron por posesión de arma de fuego. Dado que Reed era un exconvicto, era ilegal que poseyera un arma.

Al inicio del juicio, el abogado de Reed había reco­nocido que las pruebas contra su cliente eran convin­centes.

­—Lo primero se lo diré inmediatamente —anunció al jurado—, Leroy Reed es un exconvicto. Y el 7 de diciembre del año pasado, hace once meses, compró un arma. Se lo diré desde el principio. Nadie va a ponerlo en duda.

Según la ley 941.29 de Wisconsin, eso significaba que Reed debía ir a la cárcel hasta diez años. Pero «deberían absolverlo de todos modos», continuó el abogado, porque Reed tenía una discapacidad mental grave que, combinada con las extrañas circunstancias de su detención, apuntaba a que no tenía ninguna intención de cometer un crimen. Un psicólogo testificó que el nivel de lectura de Reed era el de un niño de segundo curso y su inteligencia estaba «sustancialmente por debajo de la media». Cuando, más de una década antes, lo habían condenado por actuar sin saberlo como conductor en la huida de un amigo que había robado en una tienda, lo liberaron antes, en parte, porque las autoridades sospechaban que, aun después de ser condenado, Reed no había entendido que se había cometido un delito.

Ahora, en ese juicio, el jurado iba a enterarse de los extraños acontecimientos que condujeron al último arresto de Reed. Reed llevaba siete años intentando conseguir un trabajo estable cuando, un día, vio un anuncio en una revista de un curso de detective privado por correspondencia. Envió los veinte dólares que pedían y, a cambio, recibió un sobre grueso que contenía una placa de estaño e instrucciones que le decían que, entre otras cosas, hiciese ejercicio regular y se comprase una pistola. Reed siguió las instrucciones al pie de la letra. Salía a correr casi todas las mañanas y, alrededor de una semana después de recibir el sobre, cogió el autobús hasta una tienda de artículos de deporte, rellenó el papeleo correspondiente y salió de allí con un arma del calibre .22.

Después de eso se fue a casa y guardó el arma, aún en la caja, en su armario. Que nadie supiera, no volvió a tocarla nunca.

La compra del arma habría pasado desapercibida salvo porque, un día, rondaba el juzgado, esperando a que quizá le contratasen para resolver un crimen, cuando un agente de policía le pidió la documentación. Reed le entregó lo único que llevaba en el bolsillo con su nombre: el tíquet de compra de la tienda de artículos depor­tivos.

—¿Lleva esta arma encima? —le preguntó el agente.

—Está en casa —respondió Reed.

El poli le dijo que llevase el arma, en la caja, a la oficina del sheriff. Cuando Reed llegó, un agente introdujo su nombre en la base de datos de exconvictos y lo detuvo en el acto.

Ahora estaba siendo juzgado para determinar si debía volver a la cárcel. El fiscal ofrecía un simple argumento para la condena: independientemente de las limitaciones mentales de Reed, «el desconocimiento de la ley no constituye ninguna defensa», dijo. Era posible que el jurado deseara que la ley fuese diferente, pero Reed había, de hecho, reconocido su culpa. Debía ir a la cárcel.

El juez parecía estar de acuerdo. Indicó al jurado, antes de mandarlos a deliberar, que el estatuto 941.29 dictaba que había tres preguntas que necesitaban respuesta:

¿Reed era un exconvicto?

¿Había adquirido un arma?

¿Sabía que había adquirido un arma?

Si la respuesta a las tres era sí, entonces Reed era cul­pable.

El deber del jurado, les dijo el juez, era «no dejarse influir por la compasión, los prejuicios o la pasión... Solo deben decidir si el acusado es culpable o no culpable del delito».[38] Si se requería clemencia, el juez podría aplicarla después, durante la sentencia.

Sin embargo, ya en la sala de deliberaciones, los miembros del jurado parecen no estar seguros de cómo em­pezar.

—Escojamos a un presidente del jurado —dice uno.

—Tú mismo —responde otro.

Nadie tendrá permiso para abandonar la sala, salvo durante breves pausas para ir al lavabo, hasta que alcancen un veredicto unánime. Si las deliberaciones se alargan hasta tarde, empezarán de nuevo a la mañana siguiente. Nadie tendrá permiso para retirarse de la conversación, o permanecer en silencio, o aplazar el debate simplemente porque esté cansado de hablar. Tendrán que discutir los hechos y las teorías, e intentar convencerse unos a otros, hasta que todo el mundo está de acuerdo.

Pero primero necesitan averiguar cómo empezar la conversación. Necesitan negociar las normas tácitas de cómo hablarán y escucharán, y decidir lo que todo el mundo quiere y necesita. Esto es una negociación en la que todos participamos cuando se inicia una conversación, tanto si nos damos cuenta como si no. Y es más complicada de lo que pensamos.

¿CÓMO DECIDIMOS DE QUÉ HABLAR?

Intenta recordar la última conversación significativa que has mantenido. Quizá tu pareja y tú estabais hablando de cómo repartir las tareas de la casa. O quizá fuera una reunión de trabajo sobre el presupuesto del año que viene. Posiblemente estabas debatiendo con amigos acerca de quién debería ser el siguiente presidente, o cotilleando sobre si tus vecinos Pablo y Zach van a romper.

Cuando empezó la conversación, ¿cómo sabías lo que todos querían discutir? ¿Alguien anunció un tema («Tenemos que decidir quién lleva a Aimee al cole mañana») o surgió poco a poco («Eh, solo me preguntaba, ¿anoche a Pablo se le veía distraído?»)?

Una vez que averiguaste de qué hablar, ¿cómo intuiste el tono de la conversación? ¿Cómo sabías si debías hablar en tono informal? ¿Si era apropiado bromear? ¿No pasaba nada por interrumpir?

Es probable que no te planteases esas preguntas y, aun así, todas recibieran respuesta de alguna manera. Cuando los investigadores han estudiado las conversaciones, han encontrado una danza delicada, casi subconsciente, que normalmente se produce al inicio de un diálogo. Ese tira y afloja surge a través de nuestro tono de voz, de nuestra postura, nuestros incisos, suspiros y risas. Pero hasta que lleguemos a un consenso sobre cómo debería desarrollarse un diálogo, la verdadera conversación no puede empezar.

Ocasionalmente, los objetivos de una conversación se declaran de manera explícita («Estamos aquí para hablar de las proyecciones de este trimestre») hasta que nos damos cuenta, en pleno proceso, de que las preocupaciones reales de la gente yacen en otra parte («Lo que en realidad nos inquieta es si va a haber despidos»). A veces pasamos por varios comienzos —alguien cuenta un chiste; alguien más se pone demasiado formal; se produce un silencio incómodo hasta que una tercera persona toma la iniciativa— y, con el tiempo, se acuerda de forma tácita el centro de la conversación.

Algunos investigadores llaman a este proceso «negociación si­lenciosa»: un sutil toma y daca sobre temas en los que ahondaremos y que esquivaremos; las normas sobre cómo hablaremos y escucha­remos.

El primer objetivo de esta negociación es determinar qué quiere todo el mundo de una conversación. Esos deseos a menudo se revelan a través de una serie de ofertas y contraofertas, invitaciones y rechazos, que son casi subconscientes pero revelan si la gente está dispuesta a seguir el juego. Este trasiego puede llevar apenas unos minutos o durar tanto como la conversación misma. Y sirve a un propósito crucial: ayudarnos a encontrar un conjunto de asuntos que estamos dispuestos a tratar.

El segundo objetivo de esta negociación es descubrir las reglas de cómo hablaremos, escucharemos y tomaremos decisiones juntos. No siempre declaramos estas reglas de forma explícita en voz alta. En lugar de eso, llevamos a cabo experimentos para ver qué normas prevalecen. Presentamos nuevos temas, enviamos señales a través de nuestro tono de voz y nuestras expresiones, reaccionamos a lo que dice la gente, proyectamos distintos estados de humor y prestamos atención a cómo responden los demás.

Sin embargo, al margen de cómo se desarrolle esta negociación silenciosa, los objetivos son los mismos: primero, decidir qué necesitamos todos de esta conversación. Segundo, determinar cómo hablaremos y tomaremos decisiones. O, dicho de otra forma, averiguar qué quiere todo el mundo. ¿Y cómo tomaremos decisiones juntos?

Las tres conversaciones

¿DE QUÉ VA ESTO

REALMENTE?

¿Qué quiere todo el mundo?

¿Cómo tomaremos decisiones juntos?

¿CÓMO NOS

SENTIMOS?

¿QUIÉNES SOMOS?

La conversación «¿De qué va esto realmente?» con frecuencia surge cuando afrontamos decisiones. A veces estas giran en torno a la conversación en sí: ¿es lícito discrepar de forma abierta o deberíamos endulzar nuestras diferencias? ¿Esto es una charla amistosa o una conversación seria? Otras decisiones nos exigen que pensemos de manera práctica («¿Deberíamos hacer una oferta por la casa?»), demos una opinión («¿Qué piensas del trabajo de Zoe?») o analicemos una elección («¿Quieres que vaya a comprar o a recoger a los niños?»).

Bajo todas estas decisiones claras yacen otras, potencialmente más serias: si discrepamos de forma abierta, ¿podemos seguir siendo amigos? ¿Podemos permitirnos pagar tanto por una casa? ¿Es justo que recoja yo a los niños cuando tengo tanto trabajo que hacer? A menos que lleguemos a un acuerdo básico acerca de lo que realmente estamos hablando, y cómo deberíamos tratarlo, cuesta hacer progresos.

Pero, una vez que sabemos lo que todo el mundo quiere de una conversación, y cómo tomaremos decisiones juntos, puede surgir un diálogo más significativo.

CÓMO APRENDIÓ A COMUNICARSE UN CIRUJANO

En 2014, un destacado cirujano neoyorquino del centro contra el cáncer Memorial Sloan Kettering —alguien admirado por su amabilidad y su agudeza médica— se dio cuenta de que llevaba años comunicándose mal con los pacientes.

El doctor Behfar Ehdaie se había especializado en el tratamiento del cáncer de próstata. Cada año, cientos de hombres buscaban su consejo tras recibir la aterradora noticia de que les han detectado un tumor en los genitales. Y cada año, muchos de esos pacientes, a pesar de todos los esfuerzos de Ehdaie, eran incapaces de oír lo que él intentaba desesperadamente transmitirles en referencia a su enfermedad.[39]

Tratar el cáncer de próstata conlleva un sacrificio complicado: el curso de acción más seguro es la cirugía o la radiación para evitar que el cáncer se extienda. Pero dado que la glándula prostática está situada a lo largo de nervios implicados en la orina y la función sexual, algunos pacientes, tras el tratamiento, experimentan incontinencia e impotencia, a veces durante el resto de su vida.

Así, para la mayoría de las personas con tumores de próstata, los doctores desaconsejan la cirugía o cualquier otra forma de tratamiento.[40] A los pacientes de bajo riesgo, en cambio, se les aconseja que elijan «supervisión activa»: análisis de sangre cada seis meses y una biopsia de próstata cada dos años para comprobar si el tumor está creciendo. Pero, si no, nada de cirugía, radiación o ninguna otra cosa. La super­visión activa comporta sus propios riesgos, por supuesto: el tumor podría metastatizar. Pero el cáncer de próstata suele crecer muy despacio; de hecho, hay un dicho entre médicos sobre que los pacientes mayores normalmente morirán de viejos antes de que el cáncer de próstata los mate.[41]

Casi todos los días, un nuevo paciente entraba en la consulta de Ehdaie, abrumado por un diagnóstico reciente, y se enfrentaba a una elección difícil: ¿someterse a la cirugía y afrontar una vida potencial de incontinencia y disfunción sexual? ¿O dejarlo y esperar que, si el cáncer crece, las pruebas lo detecten a tiempo?

Ehdaie creía que esos pacientes habían acudido a él en busca de consejo médico práctico, así que seguía lo que, para él, parecía un guion lógico: para la gran mayoría, sentía que la supervisión activa era la decisión correcta y les proporcionaba pruebas que sustentaban lo acertado de ese enfoque.[42] Por lo general, empezaba a mostrarles datos de pacientes que indicaban que, para el 97 por ciento de los hombres que optan por la supervisión activa, el riesgo de que el cáncer se extienda es más o menos el mismo que para aquellos que se someten a tratamientos invasivos, de modo que salen beneficiados con un enfoque de espera cautelosa. Les entregaba estudios —con las frases importantes destacadas en amarillo— que explicaban que los riesgos de esperar eran ínfimos, mientras que las desventajas de la cirugía podían cambiarles la vida. Ehdaie tiende a hablar en párrafos enteros, como un libro de texto médico encarnado, pero mantenía estas conversaciones breves y dulces: la elección correcta era la supervisión activa. «Pensé que serían algunas de las conversaciones más fáciles de mi vida —me dijo—. Imaginaba que estarían encantados de oír que podían evitar la cirugía».

Sin embargo, una y otra vez, sus pacientes eran incapaces de escuchar lo que estaba diciendo. Ehdaie hablaba de opciones de tratamiento, pero por la mente de los pacientes pasaban cuestiones de índole muy distinta: «¿Cómo reaccionará mi familia a esta noticia?», «¿Estoy dispuesto a arriesgarme a morir para seguir disfrutando de mi vida?», «¿Estoy listo para afrontar mi mortalidad?».

Como resultado, los pacientes, en lugar de mirar los gráficos y estudios y experimentar alivio, inevitablemente empezaban a formular preguntas: ¿qué hay del tres por ciento de pacientes que no se habían beneficiado de la supervisión activa? ¿Habían muerto? ¿Sus muertes fueron dolorosas? «Nos pasábamos toda la reunión hablando del tres por ciento —dijo Ehdaie—. Y luego, cuando volvíamos a reunirnos, lo único que recordaban era el tres por ciento y decían que querían la cirugía».

Era desconcertante. Ehdaie se había pasado la vida entera perfeccionando su conocimiento de los tumores de próstata —¡de hecho, esos pacientes habían acudido a él porque era un experto!— y aun así, por más que les decía que no necesitaban cirugía, muchos insistían en someterse a su bisturí. A veces los pacientes se llevaban los estudios subrayados a casa y empezaban a buscar online pruebas en contra, sumergiéndose en revistas poco conocidas y sumarios de ar­tículos médicos hasta que se habían convencido de que los datos era todos contradictorios o de que los médicos no sabían de qué estaban hablando.

«Luego volvían con recelo —me explicó Ehdaie—. Decían “¿Eres el tipo de la supervisión activa? ¿Por eso sugieres esto?”». Otros pacientes se limitaban a ignorar su consejo. «Decían: “Tengo un amigo que sufrió cáncer de próstata y me dijo que la cirugía le fue bien”». O: «Tengo una vecina que sufrió cáncer cerebral y murió al cabo de dos meses, así que es demasiado arriesgado esperar».

Este problema no se limitaba a Ehdaie. Hay estudios[43] que indican que, aun hoy, en torno a un 40 por ciento de los pacientes con cáncer de próstata optan por cirugías innecesarias. Eso es más de cincuenta mil personas, cada año, que no escuchan —o deciden ignorar— el consejo que les dan sus médicos.[44]

«Cuando ocurre una y otra vez, empiezas a darte cuenta: esto no es un problema de mis pacientes —me dijo Ehdaie—. Es un problema mío. Estoy haciendo algo mal. Estoy fracasando en esta conversación».

Ehdaie empezó a pedir consejo a amigos y, con el tiempo, un colega le recomendó que hablase con un profesor de la escuela de negocios de Harvard llamado Deepak Malhotra. Ehdaie le envió un largo e-mail en el que le preguntaba si podían hablar.

Malhotra formaba parte de un grupo de profesores que estudiaban cómo se producen las negociaciones en el mundo real. En 2016, un colega suyo había ayudado al presidente de Colombia a negociar un acuerdo de paz para poner fin a una guerra civil que se había prolongado cincuenta y dos años y había matado a más de doscientas mil personas.[45] Tras el cierre patronal de la liga estadounidense de hockey de 2004, que canceló media temporada, Malhotra analizó por qué se habían roto las negociaciones entre jugadores y propietarios de equipos y qué hacía falta para volver a encauzarlas.[46]

Cuando recibió el e-mail de Ehdaie, Malhotra se sintió intrigado. Su investigación a veces describe negociaciones formales en las que, pongamos, líderes sindicales y gerentes batallan en torno a una mesa de conferencias.[47] Pero la situación de Ehdaie era distinta: el doctor y sus pacientes tomaban parte en negociaciones de alto riesgo; solo que, la mayor parte del tiempo, nadie reconocía que estaban negociando entre ellos.

Cómo averiguar de qué

va esto realmente

Primero, reconoce

que esto es una

negociación.

Malhotra voló al Sloan Kettering para recabar más información y, mientras seguía de cerca a Ehdaie, detectó oportunidades para mejorar estas conversaciones. «Un paso importante en cualquier negociación es clarificar lo que quieren todos los participantes», me dijo Malhotra. A menudo lo que desea la gente de una negociación no resulta evidente al principio. A veces una líder sindical podría decir que su objetivo es una subida salarial. Pero luego, con el tiempo, se revelan otros objetivos: también quiere quedar bien ante los miembros del sindicato, o una facción espera quitarle poder de otra, o los trabajadores valoran la autonomía a la par que sueldos más altos, pero no saben cómo expresarlo en la mesa de negocia­ciones. Puede llevar tiempo, y las exigencias correctas, ayudar a definir los deseos de la gente. Así que una tarea importante en cualquier negociación es hacer montones de preguntas.[48]

Pero cuando Ehdaie interactuaba con pacientes, no formulaba las cuestiones más importantes. No preguntaba a los pacientes qué les importaba. No les preguntaba si querían extender sus vidas si el tratamiento les arrebataba cosas como los viajes y el sexo. ¿Querrías cinco años extra de vida a costa de un dolor constante? ¿Qué parte de la decisión de alguien dependía de sus propios deseos frente a lo que quería su familia? ¿El paciente esperaba en secreto que el médico solo le dijera qué hacer?

El mayor error de Ehdaie era asumir, al inicio de una conversación, que sabía lo que quería el paciente: consejo médico objetivo, una visión general de opciones para hacer una elección informada.

—Pero no quieres empezar una negociación dando por sentado que sabes los deseos del otro lado —dijo Malhotra.

Esta es la primera parte de la conversación «¿Dé qué va esto realmente?»: averiguar de qué quiere hablar todo el mundo. El método más sencillo para descubrirlo, por supuesto, es preguntar sin más «¿Qué quieres?». Pero ese enfoque puede fallar si la gente no lo sabe, o le avergüenza decirlo, o no está segura de cómo expresar sus deseos, o le preocupa que revelar demasiado los deje en desventaja.

Cómo averiguar de qué

va esto realmente

Primero, reconoce

que esto es una

negociación.

A continuación determina:

¿qué quiere todo el mundo?

Así que Malhotra sugirió que Ehdaie adoptara un enfoque distinto. En lugar de iniciar la conversación presentando a los pacientes una visión general de opciones, debía formular preguntas de respuesta abierta diseñadas para hacerles hablar de sus valores y de lo que querían de la vida.

—¿Qué significa este diagnóstico de cáncer para ti? —preguntó Ehdaie a un paciente de sesenta y seis años unas semanas más tarde.[49]

—Bueno —dijo el hombre—, me hace pensar en mi padre, porque murió cuando yo era joven, lo cual fue duro para mi madre. Odiaría hacer pasar por eso a mi familia.

El hombre le habló de sus hijos y de que no quería traumatizarles. Habló de sus inquietudes en relación con el mundo que iban a heredar sus nietos, con el cambio climático y todo.

Ehdaie había esperado que el hombre le hablara sobre sus preocupaciones médicas o su mortalidad, o que le hiciera preguntas acerca del dolor. En lugar de eso, sus inquietudes se centraban en su familia. Lo que realmente quería saber era qué tratamiento haría que su mujer y sus hijos se preocupasen menos. No le importaban los datos. Quería hablar de cómo evitar disgustar a la gente a la que amaba.

En otras conversaciones surgió un patrón similar. Ehdaie empezaba con una pregunta general —«¿Qué te dijo tu mujer cuando le comentaste el diagnóstico?»— y, en lugar de hablar de la enfermedad, los pacientes lo hacían de su matrimonio, de recuerdos de la enfermedad de un progenitor, o acerca de traumas no médicos como divorcios o bancarrotas. Algunos hablaban del futuro, de cómo esperaban pasar la jubilación, de lo que querían dejar como legado. Empezaban a calcular cómo encajar la idea del cáncer en sus vidas, debatiendo sobre lo que significa esta enfermedad. Así es como funciona una negociación silenciosa: es un proceso en el que las personas decidimos, juntas, de qué temas hablaremos y cómo. Es un intento de averiguar lo que todos queremos de una conversación, aun cuando ni nosotros mismos estemos seguros al principio.

Las preguntas de Ehdaie revelaron que algunos pacientes tenían miedo y querían apoyo emocional. Otros deseaban sentir que seguían con el control. Algunos —que buscaban pruebas sociales de que no estaban tomando riesgos inusuales— necesitaban oír que otras personas habían tomado aquella decisión. Otros querían los tratamientos más avan­zados.

A menudo, Ehdaie solo conseguía averiguar de qué quería hablar un paciente haciéndole las mismas preguntas básicas, una y otra vez, de formas distintas.

«Al final decían algo que revelaba lo que les importaba», me contó.

Esto explicaba por qué Ehdaie había sido incapaz de comunicarse con tantos pacientes a lo largo de los años: no había estado haciendo las preguntas correctas. No había inquirido acerca de sus deseos y necesidades, qué querían de aquella conversación. Había dado por sentado que ya lo sabía. Y como no se había molestado en averiguar lo que importaba, había abrumado a pacientes con información que les daba lo mismo. Decidió cambiar cómo se comunicaba: dejó de aleccionar y empezó a formular mejores preguntas, para comenzar a tener diálogos como es debido.

Menos de seis meses después de que Ehdaie adoptara este enfoque más inclusivo, el número de sus pacientes que optaban por la cirugía descendió un 30 por ciento. En la actualidad forma a otros cirujanos para negociar sobre temas como el uso de opioides, tra­tamientos para el cáncer de mama y decisiones sobre el final de la vida.[50] Se trata de un enfoque que podemos utilizar todos, incluso en conversaciones menos extremas, cuando hablamos con un amigo de, pongamos por caso, su vida amorosa, o con un compañero de trabajo sobre un proyecto inminente, o con nuestra pareja acerca de cómo deberíamos criar a nuestros hijos. En numerosas conversaciones hay un tema superficial, pero también uno más profundo y significativo que, cuando lo sacamos a la luz, revela lo que más quiere todo el mundo de la conversación.

—Es importante preguntar lo que quieren —me dijo Ehdaie—. Es una invitación a que la gente te cuente quién es.[51]

EL SUPERCOMUNICADOR EN LA SALA DEL JURADO

—Sé que algunos jurados votan de inmediato —dice el presidente recién nombrado al resto de los miembros del jurado. Pero tal vez, sugiere, podrían evitar adoptar posiciones de inmediato y, en lugar de eso, dar una vuelta por la sala y transmitir sus impresiones generales del juicio.

Su objetivo es evidentemente eludir reacciones instintivas, pero algunos miembros del jurado no pueden evitar tomar bando. Uno, un bombero llamado Karl, dice que en su mente está clarísimo que Leroy Reed es culpable.

—Para mí, lo han probado más allá de toda duda razonable —le dice—. Las circunstancias atenuantes, en lo relativo a cuál era su intención, su consciencia de la ley, su capacidad de lectura y comprensión, no debemos determinarlas nosotros, en lo que respecta a su culpabilidad o inocencia. Eso debe considerarlo el juez cuando dicte sen­tencia.

Recuerda a todo el mundo las tres preguntas que el juez les ha ordenado que respondan: ¿Reed era un exconvicto? ¿Había adquirido un arma? ¿Sabía que había adquirido un arma?

­—En lo que a mí respecta, cumple con los tres puntos, la carga de las pruebas —dice Karl.

Dos miembros más del jurado enseguida se muestran de acuerdo con Karl: Leroy Reed es culpable.

Otros, sin embargo, no están tan convencidos.

—Me da la impresión de que el acusado es culpable de los tres cargos técnicamente, pero supongo que siento que también deberíamos considerar el hecho de que tiene dificultades para leer —interviene una maestra de escuela llamada Lorraine.

Otro miembro del jurado, Henry, se muestra también inseguro.

­­—Técnicamente, el hombre es culpable, está clarísimo ­—dice—. Pero quiero exculpar a Leroy porque no creo que fuera del todo consciente de las reglas.

Después de que hablen todos, parece que hay tres personas seguras de que quieren condenar a Reed, dos que se decantan claramente por la absolución y siete indecisos.

—Tenemos un debate muy filosófico entre manos —dice una de los indecisos, una psicóloga llamada Barbara—. ¿Estamos obligados, como jurado, a seguir la ley al pie de la letra y declararle culpable? ¿O estamos obligados, como jurado, a utilizar a nuestro nivel de cons­ciencia es­pecial?

Si, en este punto, pidiésemos a un observador instruido que formulase una conjetura acerca de cómo acabaría esto, la respuesta sería fácil: Leroy Reed va a ir a la cárcel. Numerosos estudios han concluido que los jurados, con independencia de las inseguridades iniciales, normalmente acaban votando por condenar, en especial si el acusado tiene antecedentes delictivos.[52]

Sin embargo, hay algo distinto en este jurado. Al principio resulta imperceptible, pero poco a poco sale a la luz cuando toma la palabra un hombre en la treintena llamado John Boly. Boly parece entender que todos los miembros del jurado participan en una negociación. También reconoce que el primer paso de ella es descubrir lo que todo el mundo quiere de esta conversación.

—La verdad es que yo no estoy nada seguro de lo que pienso o siento en este caso —dice Boly a los demás cuando le llega el turno de hablar—. No hay duda de que este hombre es un exconvicto ni tampoco de que compró un arma de fuego. —Su tono es algo formal—. Este tipo lee revistas y vive en un mundo de fantasía —continúa—. No estoy seguro... —empieza—. Quiero escuchar a otras personas y quiero que hablemos y dilucidemos esto juntos a medida que avanzamos.[53]

El resto del jurado parece algo desconcertado por Boly. Algunos van vestidos con vaqueros mientras que él lleva traje. Algunos han indicado que están jubilados, o trabajan en fábricas o son padres que se quedan en casa. Boly es profesor de Literatura contemporánea en la Universidad de Marquette, donde su especialidad es Jacques Derrida. Como más tarde me dijo un miembro del jurado: «En un momento dado, cuando se puso a hablar de Kafka y de juicios, yo me puse en plan ¿de qué estás hablando, tío? ¿De qué planeta has salido?».

Sin embargo, Boly también es distinto en otro sentido, uno menos evidente: es un supercomunicador. Sabe que debe averiguar lo que cada miembro del jurado quiere de esta conversación, lo que necesita, y sabe que eso requiere, como primer paso, formular un montón de preguntas. De modo que empieza a hacerlas a medida que la conversación se mantiene activa por la sala: «¿Qué opinas de las pistolas?», «¿Qué pensaste cuando Leroy se confundió?», «¿Tienes algún arma?», ¿«Podemos hablar de lo que significa “posesión”?», «¿Qué es la justicia?».

Para el resto de los miembros del jurado, estas preguntas parecen inocentes, casi como incisos informales. Pero Boly está prestando mucha atención a cómo responde la gente, catalogando a todos los miembros del jurado en su mente, intentando averiguar los objetivos en la conversación de cada persona. Algunos quieren hablar de moralidad y justicia («No me importa lo que diga la ley. ¿Se ha hecho justicia?») o de autonomía («No soy un ordenador [...] Quiero sentarme aquí y hablar de ello y pensar en ello y no decir sin más, de inmediato, que se le imputan los tres cargos, por lo que es culpable») o sencillamente se aburren («Podemos debatir sobre semántica y quedarnos así para siempre»).

Mientras Boly escucha, elabora una lista mental de lo que busca cada persona: Henry busca orientación. Bar­bara quiere compasión. Karl desea seguir las reglas. Él está ocupado en la primera parte de la conversación «¿De qué va esto realmente?»: averiguar qué quiere todo el mundo.

Pero también hay una segunda parte de «¿De qué va esto realmente?»: decidir cómo hablaremos unos con otros y cooperar para tomar decisiones. Hay montones de decisiones que se producen durante cada conversación, que van desde las poco importantes («¿Nos interrumpiremos?») hasta las cruciales («¿Deberíamos enviar a este hombre a la cárcel?»). Así, en plena negociación, también debemos averiguar cómo tomaremos decisiones juntos.

Cómo averiguar de qué

va esto realmente

Primero, reconoce

que esto es una

negociación.

A continuación determina:

¿qué quiere todo el mundo?

Luego,

¿cómo tomaremos

decisiones juntos?

EL OBJETIVO DE UN NEGOCIADOR ES AGRANDAR EL PASTEL

Nuestro entendimiento de esta segunda parte de la conversación «¿De qué va esto realmente?» —«¿cómo tomaremos decisiones juntos?»— se ha transformado en los últimos cuarenta años.

En 1979, un grupo de profesores ahora famoso —Roger Fisher, William Ury y Bruce Patton— fundó el Proyecto de Negociación de Harvard. Su objetivo era «mejorar la teoría y la práctica de la negociación y la resolución de conflictos», que, hasta ese momento, apenas habían recibido atención especializada. Dos años después, publicaron un libro basado en su investigación, Obtenga el sí, que puso patas arriba el entendimiento popular de las negociaciones.[54]

Hasta entonces, muchas personas habían dado por sentado que las negociaciones eran juegos de suma cero: cada vez que yo ganaba algo en la mesa de negociaciones, tú perdías.

«Hace una generación —se lee en Obtenga el sí—, al contemplar una negociación, la pregunta habitual en la mente de la gente era: “¿Quién va a ganar y quién va a perder?”». Pero Fisher, profesor de Derecho en Harvard, pensó que ese enfoque era del todo equivocado.[55] De joven, había colaborado en la implementación del Plan Marshall en Europa y, más tarde, ayudó a buscar formas de poner fin a la guerra de Vietnam. Había trabajado en los acuerdos de Camp David en 1978 y en garantizar la liberación de cincuenta y dos rehenes norteamericanos de Irán en 1981.

En esas y otras negociaciones, Fisher vio algo distinto en acción: los mejores negociadores no batallaban sobre quién debía llevarse la mayor parte del pastel. Más bien, se centraban en agrandar el pastel, buscando soluciones en las que todo el mundo ganaba y se marchaba más contento que antes. La idea de que ambas partes podían «ganar» en una negociación, escribieron Fisher y sus colegas, podía parecer imposible, pero «cada vez se reconoce más que hay formas cooperativas de negociar nuestras diferencias y que, incluso si no puede encontrarse una solución con la que ganan todos, a menudo sigue siendo posible alcanzar un acuerdo que beneficie a ambas partes».[56]

Desde que Obtenga el sí se publicó por primera vez, cientos de estudios han hallado pruebas más que suficientes para respaldar esta idea. Diplomáticos de élite han explicado que su objetivo en una mesa de negociaciones no es hacerse con la victoria, sino más bien convencer a la parte contraria de que se conviertan en colaboradores para descubrir nuevas soluciones en las que nadie ha pensado antes. La negociación, entre sus practicantes más destacados, no es una batalla. Es un acto de creatividad.

Este enfoque se ha dado a conocer como «negociación basada en intereses» y el primer paso se asemeja mucho a lo que hizo Boly en la sala del jurado o a lo que hizo el doctor Ehdaie con sus pacientes en el Sloan Kettering: formular preguntas abiertas y escuchar con atención. Hacer que la gente hable sobre cómo ve el mundo y lo que más valora. Aunque no descubras, de inmediato, lo que buscan otros —es posible que no lo sepan ni ellos—, al menos les inspirarás para escuchar a su vez. «Si quieres que el otro lado valore tus intereses —escribió Fisher—, empieza por demostrar que aprecias los suyos».

Escuchar, no obstante, es solo el primer paso. La siguiente tarea es abordar la segunda pregunta inherente a una conversación «¿De qué va esto realmente?»: ¿cómo tomaremos decisiones juntos? ¿Cuáles son las reglas de este diálogo?

Con frecuencia, la mejor forma de desentrañar esas reglas consiste en probar distintos enfoques conversacionales y ver cómo reaccionan los demás. Por ejemplo, los negociadores a menudo llevan a cabo experimentos —«primero te interrumpiré, y luego seré educado, y luego sacaré un tema nuevo o haré una concesión inesperada, y veré lo que haces tú»— hasta que todos deciden, juntos, qué reglas se aceptan y cómo debería desarrollarse esa conversación. Estos experimentos pueden tomar la forma de proposiciones o soluciones, o sugerencias inesperadas o nuevos temas que se introducen de pronto. En cada caso, el objetivo es el mismo: comprobar si este sondeo revela un camino abierto. «Los grandes negociadores son artistas —afirmó Michele Gelfand, profesora de la escuela de negocios de Stanford—. Llevan las conversaciones hacia direcciones inesperadas».

Entre los métodos más efectivos para desencadenar este tipo de experimentación está introducir nuevos temas y preguntas en una conversación, añadiendo elementos a la mesa hasta que esta ha cambiado lo suficiente para que se revelen nuevas posibilidades. «Si estáis negociando sueldos, por ejemplo, y estáis atascados —dijo Gelfand—, entonces cuela algo nuevo: “Nos hemos centrado en el salario, pero ¿y si, en lugar de subir el sueldo, damos más días de ausencia por asuntos personales? ¿Y si dejamos que trabajen desde casa?”».

«El reto no es eliminar el conflicto —escribió Fisher en Obtenga el sí—, sino transformarlo». Todos llevamos a cabo este tipo de experimentos en nuestras conversaciones cotidianas, a menudo sin darnos cuenta. Cuando bromeamos, o hacemos una pregunta de tanteo, o de repente nos ponemos serios o tontos, en cierto modo, estamos llevando a cabo una prueba para ver si nuestros interlocutores aceptarán nuestra invitación, si nos seguirán el juego.

Como la negociación basada en intereses, la conversación «¿De qué va esto realmente?» resulta fructífera al transformar una conversación de una lucha en una colaboración, un experimento de grupo, cuyo objetivo es descubrir lo que todo el mundo busca y los objetivos y valores que todos compartimos. Para un observador externo, es posible que parezca que simplemente estamos hablando sobre quién recogerá a los niños y la compra. Pero nosotros —la gente que participa en esta negociación silenciosa— somos conscientes de subtextos y trasfondos, de los experimentos en marcha. Formulamos preguntas de respuesta abierta («¿Hago lo suficiente para ayudar?») y añadimos elementos a la mesa («¿Y si yo recojo la compra y friego los platos, y tú vas a buscar a los niños y doblas la ropa?») hasta que la conversación ha cambiado lo suficiente para dejar claro lo que todo el mundo quiere realmente y las reglas que hemos acordado todos: «Quiero respetar tu tiempo, y el trabajo es importante, así que ¿y si compro comida para llevar y le pido al tío Arvind que recoja a los niños, para que los dos podamos volver tarde a casa?».

La conversación «¿De qué va esto realmente?» es una negociación, solo que el objetivo no es ganar, sino ayudar a todos a acordar los temas que trataremos y cómo tomaremos decisiones juntos.

De vuelta en la sala del jurado, Boly ha concluido la primera parte de «¿De qué va esto realmente?». Ha formulado preguntas y se ha esforzado en entender lo que quiere cada uno de los miembros del jurado.

Parte de lo que oye Boly indica que cada vez es más probable que el veredicto sea de culpabilidad. El presidente dice que tiene intención de condenar, y luego otro miembro del jurado, que previamente estaba indeciso, se muestra de acuerdo con él. Karl, el bombero, interviene para apoyarles. Leroy Reed esta vez no ha hecho daño a nadie, dice, pero ¿y la próxima?

—Por eso está ahí la ley, para que los exconvictos no puedan poseer armas —dice Karl. Otros asienten—. ¿Y si el señor Reed hubiese matado a algún transeúnte inocente por el camino tras comprar el arma?

Según distintos estudios en torno a la dinámica de los juzgados, este es el momento en que a menudo empieza a consolidarse el veredicto de un jurado. Es entonces —cuando uno o dos miembros del jurado adoptan una posición fuerte, y otros, por indecisión o flexibilidad, se suben al carro— en que se vuelve inevitable un veredicto de culpabilidad.

Pero Barbara, la psicóloga escolar, no está del todo lista.

—Me pregunto si podríamos contemplar la posibi­lidad —dice— de que quizá no supiera, en el sentido estricto de la palabra, que era un exconvicto, y tampoco supiera, en el sentido estricto de la palabra, que poseía un arma de fuego.

—Lo único que me preocupa —replica el presidente— es que el juez ha dicho algo al efecto de que la ignorancia no es una excusa.

La conversación se está acalorando. Se alzan algunas voces.

Es en este punto cuando Boly vuelve a tomar la palabra, pero de un modo distinto al de antes. Ha acabado de hacer preguntas. Ha llegado el momento de la segunda parte de una conversación «¿De qué va esto realmente?»: descubrir cómo tomarán decisiones juntos.

Empieza presentando algo nuevo en la conversación e imaginando cómo es ser Leroy Reed.

—Una de las cosas que he notado —dice Boly, interrumpiendo la tensión creciente con un tono ligero— es algo acerca del arma de Reed. Si la miras bien —dice— parece de juguete. —Este comentario surge de la nada. Los demás le miran confundidos—. Bueno, estaría dispuesto a apostar a que, si yo me comprase un arma —continúa— y me dieran una funda con ella, lo primero que querría hacer sería ponérmela aquí —se lleva la mano al cinturón— e ir por Mil­waukee y, ya sabéis, cada vez que cruzo ese puente o por debajo de ese paso subterráneo, o algo así, no tengo que preocuparme por lo que vaya a salirme de detrás de una farola. ¡Mido tres metros! ¡Llevo una pipa!

Sus compañeros del jurado están confundidos. ¿Qué está pasando? ¿Qué es una «pipa»? Lo único que todos saben seguro es que Boly nunca debería hacerse con un arma.

Pero Boly no está hablando de pistolas en realidad, sino de algo más importante. Está llevando a cabo un experimento.

—Bueno —continúa—, el hecho de que, ya sabéis, la maneje casi como si fuese un objeto sacramental, y la guarde en una caja y la meta en un armario y cierre la puerta —es un detalle importante, les dice—. No la mete en la funda ni se la guarda en el bolsillo o la lleva en la cadera ni nada parecido.

Otro miembro del jurado —alguien que, hasta el momento, parecía dispuesto a dejarse llevar por el impulso del veredicto de culpabilidad— retoma el hilo.

—Es verdad —dice—, no la sacó de la caja.

Interviene otro miembro del jurado:

—Ni siquiera podemos decir que supiera utilizar un arma.

Esto son puras conjeturas. Durante el juicio no se han presentado pruebas de que Leroy Reed no sepa cómo usar un arma de fuego. Pero los miembros del jurado están erigiendo una historia en su mente: «Tal vez no sepa cargar un arma. Tal vez ni siquiera se dé cuenta de que una pistola necesita balas». En apenas unos minutos se ha materializado una versión completamente nueva de Leroy Reed: alguien que, aunque se hallara en posesión de un arma, quizá no hubiera entendido que la poseía. En cuyo caso, la tercera pregunta del juez —«¿Sabía que había adquirido un arma?»— ha cobrado una nueva dimensión.

Boly ha alterado la conversación. Ha dado un nuevo marco a esta conversación experimentando con una idea, invitando al jurado a imaginar nuevas posibilidades, soñando con distintas formas de analizar las preguntas que les ocupan. Están negociando cómo tomarán juntos una decisión.

El impulso hacia un veredicto de culpabilidad se ha ralentizado, pero siguen lejos de alcanzar una elección unánime.

CÓMO SE PRODUCE LA PERSUASIÓN

Las conversaciones «¿De qué va esto realmente?» tienden a entrar en una de dos categorías. Hay algunos diálogos en que las personas señalan que están en una mentalidad práctica: quieren resolver un problema o pensar en una idea. Quieren decidir cuánto ofrecer por esa casa (¿y qué significa eso acerca de nuestra vida juntos?) o a quién contratar para el trabajo que han estado anunciando (¿y de verdad necesitamos a otro empleado?). Estas conversaciones exigen análisis y razonamiento lúcido. Los psicólogos se refieren a este tipo de pensamiento como «lógica de costes y beneficios».[57] Cuando la gente abraza un razonamiento lógico y cálculos prácticos —cuando acuerdan que la toma de decisiones racional es el método más persuasivo para una elección juntos— está acordando contrastar costes potenciales con beneficios deseados.

Pero en otras conversaciones «¿De qué va esto realmente?», el objetivo es distinto. A veces las personas quieren tomar decisiones juntas que quizá no se alineen con la lógica y la razón. Quieren explorar temas más allá de la fría racionalidad. Quieren aplicar su compasión, hablar de valores, tratar el bien y el mal al tomar decisiones conjuntas. Quieren recurrir a sus experiencias, aun cuando no coincidan exactamente con la situación que les ocupa.

En este tipo de conversaciones, los hechos son menos convincentes. Si alguien dice algo acerca de sus sentimientos, su pareja no se pone a debatir con él. En lugar de eso, comprenden, se ríen, comparten una sensación de indignación u orgullo. En general, en este tipo de conversaciones, tomamos decisiones no analizando costes y beneficios, sino observando nuestras experiencias pasadas y preguntándonos: «¿Qué suele hacer alguien como yo en una situación como esta?». Estamos aplicando lo que los psicólogos llaman la «lógica de similitudes». Este tipo de lógica es importante porque, sin ella, no sentiríamos mucha compasión cuando alguien describe la tristeza y la decepción, o no sabríamos cómo calmar una situación tensa, o decir si alguien habla en serio o está bromeando. Esta lógica nos dice cuándo empatizar.

¿Qué tipo de lógica estamos utilizando?

Estos dos tipos de lógica coexisten en nuestro cerebro.[58] Pero a menudo son contradictorios o mutuamente exclusivos. Así que, cuando negociamos cómo se desarrollará una conversación —cómo tomaremos decisiones juntos— una de las preguntas que hacemos es: ¿qué clase de lógica encuentra convincente todo el mundo?

Para el doctor Ehdaie, comprender la diferencia entre la práctica «lógica de costes y beneficios» y la empática «lógica de similitudes» era crucial. Algunos pacientes llegaban con preguntas analíticas y pedían datos. Estaban claramente en una mentalidad práctica, analítica; y así sabía que les convencería a través de pruebas: estudios y datos.

¿Esto es una conversación

práctica?

Respáldate en datos

y razonamiento.

Pero otros pacientes contaban a Ehdaie historias sobre su pasado y sus ansiedades. Hablaban de sus valores y creencias. Estos pacientes tenían una mentalidad empática. Así que Ehdaie sabía que debía convencerles a través de compasión e historias. Entonces les decía que él —un cirujano que amaba la cirugía— aconsejaría a su propio padre que evitase ese tipo de operación. Les decía lo que habían hecho otros pacientes, porque en una mentalidad empática nos vemos influenciados por narrativas. «Las historias evitan el instinto del cerebro de buscar razones para recelar», dijo Emily Falk, profesora de la Universidad de Pennsylvania. Nos vemos atraídos hacia las historias por que nos cuadran.

¿Esto es una conversación

empática?

Respáldate en historias

y compasión.

Aquí tenemos una lección: el primer paso de una negociación silenciosa es averiguar qué quiere la gente de una conversación. El segundo paso es determinar cómo vamos a tomar decisiones juntos, y eso significa decidir si esto es una conversación racional o una empática. ¿Vamos a tomar decisiones a través del análisis y la razón, o a través de la empatía y las narrativas?

¿Esto es una conversación

práctica?

Respáldate en datos

y razonamiento.


¿Esto es una conversación

empática?

Respáldate en historias

y compasión.

Es fácil entenderlo mal. De hecho, esto me ha pasado muchas veces. Cuando un primo mío empezó a hablar de disparatadas teorías de la conspiración («¡Las tiendas de colchones son tapaderas de lavado de dinero!»), intenté convencerle de que se confundía utilizando datos y hechos («En realidad, la mayoría cotizan en bolsa, así que puedes ver las finanzas online»). Entonces me sorprendió cuando dijo que me habían lavado el cerebro. Estaba utilizando una lógica que recurría a historias que había oído sobre élites que se aprovechaban de otras personas, una «lógica de similitudes» que afirmaba que debíamos sospechar de las corporaciones porque habían mentido antes. Mis argumentos, razonables, y mi «lógica de costes y beneficios» no le convencían en absoluto.

O digamos que has llamado a un servicio de atención al cliente con una queja. Podrías dar por sentado que el operador quiere oír tu historia («Mi hijo estaba jugando con mi móvil y de alguna forma se las ha arreglado para pedir Legos por valor de mil dólares»), pero enseguida descubres que le da igual («Señor, por favor, solo deme la fecha de la transacción»). No necesita la historia de fondo. Ha adoptado una mentalidad práctica, y solo quiere encontrar una solución y pasar a la siguiente llamada.

Cuando John Boly oyó que sus compañeros del jurado contaban historias acerca de su vida y hablaban de conceptos como la justicia y la ética, sintió que algunos estaban buscando una conversación que fuese más allá del análisis y el razonamiento. Estaban de un talante empático. Boly respondió hablando de qué se sentiría al llevar un arma, imaginando lo que pensaba Leroy Reed. Empezó a contar historias: «La maneja casi como si fuese un objeto sacramental». No se trataba de historias profundas o elaboradas, solo briznas de una narrativa, pero basta para incitar a otros a empezar a imaginar cómo es ser Reed, empezar a contar sus propios relatos.

—Ni siquiera podemos decir —comenta un miembro del jurado— que supiera utilizar un arma.

Boly ha cambiado, de un modo levísimo, su forma de hablar y la lógica que emplea, y eso basta para convencer a sus compañeros de que esta conversación no ha termi­nado.

LA NEGOCIACIÓN CONCLUYE

Los miembros del jurado llevan algo más de una hora en la sala cuando uno sugiere que ha llegado el momento de una votación formal. Cada persona garabatea su veredicto en un trozo de papel. El presidente del jurado cuenta los votos. Las opiniones han cambiado: ahora están en nueve votos a favor de la absolución y tres en contra.[59]

Pero un veredicto, por supuesto, debe ser unánime. Cualquier otra cosa motiva un juicio nulo. Estudios de deliberaciones de jurado indican que momentos como este —cuando un pequeño grupo se ha comprometido de forma expresiva con un veredicto específico— son peligrosos. Una vez que personas como Karl y el presidente apuestan por una fuerte declaración de culpabilidad, es difícil para ellos cambiar de opinión. Con un solo miembro del jurado inflexible, seguro de que el acusado debería ir a la cárcel, puede declararse un juicio nulo.

En esta sala, aún hay tres personas que piensan que Leroy Reed es culpable.

Pero las historias reverberan en la mente de todos.

El presidente carraspea.

—Tengo algo que decir —anuncia.

Él había votado culpable, continúa. Pero, al escuchar al resto de los miembros del jurado, empezó a ponerse en la piel de Leroy. En especial, me contó después, recordó un momento en que le habían parado para ponerle una multa por exceso de velocidad. «Cuando el poli me hizo señas para que me detuviera, le dije que no estaba bien que me pusiese una multa, que no era justo, porque no estaba poniendo en peligro a nadie más por ir unos kilómetros por encima del límite de velocidad».[60]

Esa lógica había tenido sentido para él en aquel momento. Y ahora, en la sala del jurado, se le ocurre que Leroy Reed está en la misma posición, acusado de un crimen que no puso a nadie en peligro. Si compras un arma y la escondes en tu armario, es posible que técnicamente hayas quebrantado la ley, pero ¿significa eso que deberían castigarte? ¿Se alinea eso con las historias que nos contamos a nosotros mismos acerca de la justicia y la ecuanimidad?

—Veo un motivo de duda en cierto modo, por pequeño que sea —dice el presidente a los demás.

Está cambiando de opinión.

Otro miembro del jurado ha cambiado de opinión también. Mirar los hechos desde el punto de vista de Reed, dice, le hizo volver a pensarse las cosas.

A veces, las historias que oímos bastan para ayudarnos a ver una situación a través de los ojos de otra persona, a enfatizar y reconsiderarla. En otras ocasiones, un razonamiento desapasionado nos asegura el éxito. Pero solo podemos tomar decisiones juntos si estamos todos de acuerdo en qué tipo de lógica es más convincente. Una vez que estamos alineados, nuestras mentes se vuelven más abiertas a lo que los demás tengan que decir.

Ya solo queda un voto de culpable. Una última negociación y el trabajo del jurado habrá concluido.

Pero ese voto es Karl e, incluso tras todo este trasiego, sigue estando convencido de que habría que condenar a Reed.

—Estamos ahondando demasiado en sus pensamientos psicológicos —les ha dicho a sus compañeros del jurado—. Estamos imaginando lo que pensaba, lo que sabía, lo que no sabía.

Leroy Reed era un exconvicto que había comprado un arma. Esa es toda la historia que necesita Karl.

A lo largo de esta deliberación, Karl no ha contado ninguna historia sobre sí mismo. Otros miembros del jurado han salpicado sus comentarios de incisos —anécdotas de su vida, revelaciones de su pasado—, pero no Karl. El hijo de Karl me dijo que su padre, que murió en 2000, era el bombero ideal, «la clase de tío que seguía las normas y respetaba la cadena de mando de verdad». Karl había aprendido a confiar en la lógica de costes y beneficios, práctica y analítica, porque, durante una emergencia, ese tipo de pensamiento salva vidas.

De modo que Boly se lanza a otro tipo de negociación.

Empieza cuando un miembro del jurado plantea una pregunta a Karl, una de respuesta abierta:

—A mí me parece que tu decisión de que este hombre es culpable es muy importante y completa en tu mente. Comparte más detalles con nosotros, por favor.

Karl se revuelve en su asiento.

—No puedo... —Hace una pausa—. No tengo la educación ni la formación para incluirme en vuestra clase en cuanto a la capacidad de comprender la mente humana y cómo funciona y lo que piensa la gente —añade—. Suena muy frío y simplista mirar las tres razones y decir, sí, esta y esta se cumplen. —Pero, para Karl, ese es el caso en­tero.

—Deja que te haga una pregunta rápida —dice otro miembro del jurado—. ¿Crees que existe algún caso en el que puedan hacerse excepciones?

—Claro —responde Karl—. Veo al señor Reed ahí fuera y lo miro, y para mí no es alguien que vaya a hacer daño a nadie. No creo que tenga ninguna mala intención. No siento que sea una amenaza para la sociedad.

Pero Karl explica que hay que considerar un tema más importante, un elemento de compensación entre costes y beneficios. Si los miembros del jurado dejan de hacer cumplir las leyes, eso es anarquía. Exculpar a Leroy Reed podría empujar a otras personas a la ilegalidad.

Si fuese de ayuda para la seguridad pública, dice Karl, podría verse a sí mismo haciendo una excepción y dejando libre a alguien. Pero en el caso de Leroy Reed no puede ver tal beneficio.

Acaba de ocurrir algo importante: Karl ha revelado su más profundo deseo. Valora la seguridad pública por encima de todo lo demás. Por eso presiona en busca de un veredicto de culpabilidad; en su mentalidad práctica, este tipo de veredicto preserva la ley y el orden, mantiene a la gente protegida.

Boly reconoce esto como una oportunidad de añadir algo nuevo a la mesa, de experimentar con un enfoque distinto. Por ejemplo, ¿y si un veredicto de inocencia proporciona aún mayor seguridad a la gente?

—¿Sabéis? —dice, dirigiendo sus palabras a la sala, aunque el público al que van destinadas es Karl—, creo que es una buena ley, y no quiero decir o hacer nada que sugiera que no me la tomo en serio. —Aun así, está frustrado—. Parte de lo que me motiva es que tengo muchas cosas más que hacer. Es la semana de los finales —y tiene mucho trabajo en la universidad. Es más—, mis alumnos han sido víctimas de delitos. Hace una semana, una de mis estudiantes venía caminando a mi clase, y la asaltaron [...] Otra alumna de una de mis clases que daba fue asaltada. Le dieron una paliza y la violaron.

»Entonces, quiero decir, me gustaría cumplir con mi deber cívico —continúa—. Tengo un montón de cosas más que hacer. Vengo aquí, al juzgado, y el fiscal del distrito me da este caso, y a pesar de esta sala increíble, y estas personas muy serias, y a pesar de esta pantomima, y el galimatías legal, yo me quedo un poco pensando, esto es Mickey Mouse. Quiero decir, no siento realmente que este gasto de mi tiempo esté justificado.

Podrían estar metiendo entre rejas a un ladrón, o a un violador o a un asesino. En lugar de eso, están debatiendo si Leroy Reed —alguien que no supone ninguna amenaza real para la seguridad pública— debería ir a la cárcel.

—Estoy pensando en un mensaje que me gustaría enviar al despacho del fiscal. Creedme, me encantaría mandárselo y el mensaje sería: maldita sea, ¡me da miedo caminar hasta mi coche en el aparcamiento! Tengo alumnas a las que atracan, a las que golpean, a las que violan. Lo mismo les está ocurriendo a mis alumnos. Les atracan. Y vosotros me dais a Leroy.

Si absuelven a Reed, dice Boly a la sala, están enviando un mensaje a la policía y al fiscal: centraos en los criminales de verdad. Centraos en mantener a la gente protegida de verdad. Al encontrar inocente a Reed, en realidad están colaborando con la seguridad pública. Es una visión creativa de la situación, claro, pero está aplicando la razón, comparando desventajas potenciales con beneficios esperados. Está utilizando la lógica práctica y analítica para incorporar nuevas opciones a la conversación. Está alineándose con Karl y, argumentando que si les preocupa detener la delincuencia, la elección racional es dejar libre a Reed.

—Decididamente, no debería estar aquí —dice Karl.

Sin embargo, sigue sin estar del todo convencido.

De modo que Boly ofrece un último regateo:

—Tengo un respeto enorme por tu sentido de la importancia de la ley —le dice a Karl—. Tu sentido de la importancia de interpretarla bien y tu dedicación a la integridad del proceso judicial.

Cambiar de opinión tiene un coste, Boly lo sabe, un gasto que paga nuestro ego. Pero también existe un beneficio: el amor propio y el respeto por uno mismo que surgen de hacer lo correcto.

A medida que prosigue la conversación, no está claro cómo procesa todo esto Karl. Pero está pensando.

—Entonces ¿lo votamos? —pregunta el presidente cuando se acercan a las dos horas y media de deliberación.

Cada miembro del jurado toma un trozo de papel y garabatea su veredicto:

No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable. No culpable.

Leroy Reed saldrá libre.

¿Cómo conectamos durante una conversación «¿De qué va esto realmente?».

El primer paso es intentar averiguar qué quiere cada uno de nosotros de una conversación, lo que buscamos de este diálogo. Así es como llegamos a las cuestiones más profundas bajo la superficie.

Boly conectó con los demás miembros del jurado comprendiendo que cada persona quería algo diferente. Algunos querían hablar de justicia; otros deseaban centrarse en la ley y el orden. Algunos querían hechos; otros ansiaban empatía. El doctor Ehdaie conectaba con sus pacientes preguntándoles por lo que más les importaba. Sacamos a la luz este tipo de deseos tomándonos el tiempo de preguntar «¿De qué va esto realmente?».

Cuando alguien dice: «¿Podemos hablar de la reunión inminente?» o «Esa circular era una locura, ¿no?», o se preocupa en voz alta: «No estoy seguro de que él pueda hacer el trabajo», nos está invitando a una conversación «¿De qué va esto realmente?», señalando que hay algo más profundo que quiere tratar. Boly sabía prestar atención a esas señales y el doctor Ehdaie aprendió a buscarlas.

A continuación, una vez que sabemos lo que quiere la gente de una conversación, necesitamos averiguar cómo dárselo —cómo entablar una negociación silenciosa— para suplir sus necesidades, además de las nuestras. Eso requiere llevar a cabo experimentos para revelar cómo tomaremos decisiones juntos. Es el principio de encaje en acción, reconociendo qué clase de conversación se produce y luego alineándonos con los demás, e invitándolos a alinearse con nosotros. Boly y Ehdaie entendían que ese encaje no es imitación; no es limitarse a parecer preocupado y repetir lo que han dicho otros.

En lugar de eso, el encaje es comprender la mentalidad de alguien —qué clase de lógica encuentra convincente, qué tono y en­foque tiene sentido para esa persona— y luego hablar su lengua. Y esto requiere explicar con claridad cómo pensamos y tomamos decisiones para que otros puedan encajar con nosotros a su vez. Cuando alguien describe un problema personal contando una historia, está señalando que quiere nuestra compasión, no una solución. Cuando despliega todos los hechos analíticamente, indica que está más interesado en una conversación racional que en una emocional. Todos podemos aprender a mejorar al advertir estas pistas y llevar a cabo los experimentos que las revelan.

El regalo más profundo de la conversación «¿De qué va esto realmente?» es una oportunidad de averiguar de qué quieren hablar otros, qué necesitan de una conversación, e invitar a todo el mundo a tomar decisiones juntos. Es entonces cuando empezamos a entendernos unos a otros y comenzamos a hallar soluciones que superan cualquier cosa que pudiéramos imaginar por nuestra cuenta.