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GERMANIA
El escenario era el perfecto y la luz del amanecer se filtraba con cierto pleocroísmo por las fisuras de las espigadas cúspides nevadas de Panonia, aquellos gigantes centinelas, perdiéndose hasta de la vista de las más altas torres vigía, antes de que el albor se convirtiera en un purpúreo espejo; en aquel cielo eternamente plagado de cirrocúmulos, cirros y cirroestratos, ultrajado de franjas rosáceas y mandarinas, de estelas vaporosas originadas en su mayoría por la singular natura del Limbo.
Las naves de los reinos de Renania y Moravia surgían amarradas al muelle real de la Westerplatte, la corte se despedía y el enorme carguero de lady von Thyssen había echado sus pasarelas embarcando gente del reino para Germania, por su alarmante despoblación en los últimos años. Una luz tenue se distinguía en el paisajístico escenario montañoso. La diosa del amanecer, Ushas1, esparció su luz amelocotonada, filtrándola a través de los arcos de pilastras adosadas, dando a la cubierta pizarra de sus tejados un tono rosáceo.
Una lejana figura bosquejó el tenue naranja de la mañana, esta era oscura como el tizón y, a medida que avanzaba, la luz matutina la fue cincelando como al bronce, y les salió al encuentro entre las sombras que las torres esparcían sobre el muelle y su fachada de sólidos contrafuertes de estilo gótico, coronados por pináculos, tras una caída capa negra resplandecían sus plateados encajes.
—Necesitamos gente, majestad, toda la que a vos os sea precisa y quepan en las entrañas de mi nave —le subrayó la baronesa a Honorio, llegando hasta él. Los soldados de Germania estribaban el equipaje de toda una atolondrada muchedumbre venida de todos los rincones del reino—. Mi reino agoniza, cual ramas de un viejo bosque que enlaza con sus sarmientos. La perenne y sabia natura la que siempre se creyó imperecedera ahora languidece, a la sombra de la muerte, hemos de sufragar los vomitivos envites de la desdicha, los que, al parecer, socavan nuestros reinos y sus fronteras, en todas sus hechuras y espesuras.
—Y la tendréis, estimada baronesa, a todo el reino del Limbo he dispuesto a tal fin, que la prontitud no hace buena rima con la impaciencia. Los enjutos y reumáticos bosques de Germania volverán a florecer en su riqueza como la misma Etruria, despojándose de su imberbe follaje, ahora doselados hasta sus camaranchones por el trepador musgo y el muérdago arrogante —le contestó el rey Honorio.
—Pero ¿qué tenemos aquí? —dio la baronesa un alto en el camino a unos soldados que escoltaban a una niña con su madre. Era de estimable belleza—. ¿De dónde provenís, jovencita? —la baronesa se agachó observándola y acariciando su lacio cabello rubio.
—Es una de mis hijas, una de mis gemelas, venimos de Delmenhorst; hemos acudido a palacio bajo orden y requerimiento real en la partida hacia Germania —le informó la madre.
—Sin duda, sin duda, allí podréis labraros una nueva vida llena de futuro y esperanza, pero ¿dónde está su hermanita? —los ojos de la baronesa escrutaron su contorno como los de una lechuza siniestra, la madre apartó a la niña de sus manos y hasta el rey quedó pelitieso y arrobado.
Lejos de allí, en medio de la caterva humana de la Westerplatte, el ciego Falco cogía a la hermana gemela y la separaba del grupo de embarque, adentrándose con ella en las dependencias de palacio, donde las lucernas lucían tenebrosas con aquellas volutas que disfrazaban su estilo gótico.
—Venid, pequeña. Rápido —se apresuró Falco.
—¿Adónde me lleváis, buen señor? He de buscar a mi madre —le preguntó la niña.
—Luego os llevaré con vuestra madre. Pero ahora debéis esperar aquí y no moveros ante nada que se presente, pues una malvada bruja vendrá a buscaros. Cuando la veáis aparecer, cerrad los ojos y aguardad con cautela, yo velaré por vos con la ojeriza de un centinela —trató de calmarla Falco.
La escondió tras un pequeño nicho en un frontón decorado a base de policromías de mármol heleno, alabastro y verde pálido, entre cariátides de ébano en las hondas entrañas palaciegas, donde vulgares esculturas manieristas llenaban los huecos de su arquitectura.
Acto seguido, Falco desapareció y en pocos instantes, cual sombra de una serpiente, apareció husmeando como un sabueso lady von Thyssen. La niña percibió sus pasos y luego la pudo ver con toda claridad, allí quedó plantada la baronesa como apreciando la cercanía y el calor corporal de su cuerpecillo contraído tras el nicho de la pared.
La baronesa alzó al vuelo su capa y partió expedita del lugar, pero en medio de las sobrias estancias topó con el cuerpo de Falco, al que tembloroso encontró por el camino; lo husmeó de arriba abajo, percibiendo su miedo y un temblor en todo su cuerpo. Él había quedado petrificado, sin apenas poder articular palabra, erguido y firme, pues parecía como si sus ojos pudieran sentir la presencia de la baronesa.
Ella se acercó a sus oídos donde le susurró unas palabras inteligibles, en una lengua extraña, con un eco que se propagó por todo palacio, hasta el rey Honorio y séquito, y toda la masa humana que se disponía a embarcar, quedaron tiesos como si ese susurro fuera el prolegómeno de algo monstruoso.
La baronesa desapareció del interior de palacio llegando al muelle, subió la rampa cogiendo con energía a la otra gemela y a su madre de las manos.
—Vuestra hija ha sido embarcada, os la traerán más tarde —le comunicó la baronesa—. Venid conmigo.
Allí extendió su brazo izquierdo, despidiéndose de la corte del rey Honorio, y luego hizo una señal con una V, bajándola en sentido inverso, para posteriormente desaparecer.
Tras el rey llegó Falco, en presencia de Marcelo y Horacio que presenciaban toda la escena. La nave soltó amarras, desacoplándose de la terraza anillo, desprendiéndose del tubo umbilical de abordaje. Los oficiales desde el amarradero se apercibieron de la maniobra, la carcasa de acero exterior comenzó a rechinar y estrujarse en un sonido hueco, amortiguado en la robustez de su armazón y rebotando.
—Petrificado como un carámbano estáis, mi fiel Falco —le manifestó Horacio al percibir su cara pajiza—, ¿qué ocurre?, ¿a qué esa triste melancolía que baña ese semblante de imperturbable apariencia y madurez?, ¿dónde subyace su causa y cuál es la procedencia de tan apesadumbrado aspecto?, pues cual sombra de un espectro se alza ante vos, ¿qué apego de clarividencia y rigor imaginado es capaz de impediros murmurar una sola sílaba tras este frío telón, el que extiende la mañana sin compasión? Responded, noble Falco.
—Buen Horacio, ¿vislumbrasteis despedirse a la baronesa? —le interpeló Falco.
—Sí, Marcelo y yo lo presenciamos —contestó Horacio.
—¿Cómo lo hizo? Decidme —le preguntó bastante alterado y nervioso Falco.
—Que yo recuerde, aprehendía por su diestra a una de las gemelas de cierta madre venida de Delmenhorst, primero extendió el brazo izquierdo hacia el cielo, y luego dio un saludo con su mano e hizo cierto signo… Creo recordar el de la victoria, pero…
—Pero invertido, ¿no es cierto?
—Santo cielo, así lo hizo. ¿Por qué decís eso, buen Falco?, ¿con qué eslabón concadena este insensato e interminable atadero?, pues si ha de llevarnos a todos al matadero, ¿con qué cautela y arbitrio sumido en anónimo mandato se ha de doblegar una mente obstinada como terca para no desembocar en tan impenitente locura? —le preguntó Horacio.
—Que eso sea cierto solo lo corroboran unos hechos abominables venidos de las orillas de otro mundo, de otra vida. Si esto llega a oídos del rey, puede ser el final del Limbo y su espera, mas debo actuar con cautela. Debemos acudir a presencia de la princesa Lucilla, del reino de Bessarabia. Entonces os contaré la ardua historia que trato de recomponer. Marcelo, conseguid un pasaje lo más rápido a Bessarabia y concertad una cita en privado con la princesa, lady Beatriz os la facilitará, y con un poco de suerte tal vez aún estemos a tiempo —le subrayó Falco.
—¡Ay, ojos de prietas sedas! —declamó Marcelo alarmado y consternado—, llenas de afeites han de surgir las más ostentosas alcaicerías de todo el Limbo si impregnados de su más exótico elixir hemos caído cual ánimas inocentes presos de su encanto, cual mofeta que en su argucia se profesa. Con un hondo sentimiento de abnegación, siento este frío epitafio, el de esas pobres gentes idas al confín, ¿qué clase de suerte les deparará aquella ratonera?
—Es por ello, alma inconsciente, que debemos acudir al amparo de la princesa Lucilla y ponerla al corriente, la de todas estas adversidades. Siempre fue enemiga acérrima de las costumbres germanas, y de las tretas y artimañas de lady von Thyssen. Ojalá pudiera taladrar con un trépano el oscuro telón que esa bruja extiende alrededor, para así inflamar mi pupila con el ojo de un Cíclope; ya oigo crujir sus huesos y armaduras, los que han de articular sus artejos, pues allá en su mundo no hay píos penitentes que deleiten con endechas ni bufos magos que embelesen con sorpresas, sino solo muerte y desolación —argumentó Falco.
Ah, raudo como el Dniéster,
pon tu fe en féminas hacendosas
y muestra las más sutiles notas,
las que hoy imponga el destino,
porque escrito lo dicho está,
como ancho y fiero su caudal,
y que a todos conduce al mar.
—entonó Horacio, tocando su violín.
Horacio pretendía ordenar todo un número de cosas y detalles, amueblar un poco la cabeza, diseccionar los pensamientos y experiencias, destriparlos y quedarse solo con lo positivo no era fácil, eso que normalmente se requiere a la hora de llegar a la edad madura, cuando se van perdiendo facultades ante la vida y se empiezan a desechar las cosas malas, pues definirse a uno mismo era un drama personal bastante laborioso; sentía que el esfuerzo realizado en el pasado le había servido de muy poco, solo para saber diferenciar entre el bien y el mal, pretendía descubrir las inconsistencias y las lagunas que están siempre al acecho en los momentos y en los lugares más insospechados. Tenía una historia que contar al mundo, una vivencia que no se la deseaba ni al peor de sus enemigos, experimentando cosas que no le gustaría haber visto jamás, pero necesitaba relatar esa historia al mundo, mas no sabía cómo ni tal vez expresarla; sentía flaquear y le faltaban palabras para poder llegar incluso a describirlo, mientras, en su activa lucidez, muchos detalles del pasado llegaban a ser borrosos y alterados, aún sobrevivían bajo su carne, frescos como su propio nombre. Pero esta historia se escribía con sangre, no era una historia para ser narrada, sino de la cual huir, no estaba hecha para una persona con dos dedos de frente, él era un simple humano, y necesitaba expulsarla, desahogarse, aunque no encontraba el medio ni el momento apropiado para ello, los propios miedos, los miedos que propagaba hervían dentro como un volcán, tan inaccesibles y, a la vez, capaces de prender el cosmos de una punta a otra; era la verdad de la vida, la verdad, tan solo eso. Tenía la intención de dejarlo, de dejarlo todo, y volver al retiro, pero ahora estaba allí arriba por una cuestión bien distinta. Hubo un tiempo en que el violín fue su mejor aliado, la consolación de un loco, un ser que huía de la realidad, el único medio de expresar sus remordimientos, sus penas, su venganza, su ira; pero llegó el día en que todo se desmoronó, sentía la cúspide, como si el cielo cayera sobre él en completo desorden, de hecho, nunca había hablado a nadie de ese tema. Él era joven e inmaduro, la confusión y la perplejidad se adueñaban de sus actos y voluntades, por suerte era algo que no se perpetuó. De esas sombras y brumas sobre las que había vagado ciego no quedaba ni un solo instante del que no pudiera lamentarse, notaba cómo se desconectaba de su entorno, de la vida, y la propia existencia de él, en una descomposición deshumanizada y orgánica; sus pensamientos se rebelan formando espíritus, seres o entelequias que quedaron atrás, seres cercanos, otros desconocidos; de repente, se le manifestaban en sueños, quejumbrosos y exhalando gemidos moribundos, su última voluntad, la indulgencia nunca iba pareja con el sacrificio, eran quimeras y monstruos inimaginables, todo un bestiario para salir corriendo, eran solo eso, almas errantes, un viento pasado que se evaporaba con un leve pestañeo.
1 Ushas: diosa hindú del amanecer.