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TEUTOBURGO
Si había un lugar en la galaxia que rompiera todos los moldes y la monótona arquitectura clásica, esa era Germania. Una metrópolis con rascacielos tubulares de más de mil pisos, rematados con cumbres cónicas y cúpulas troqueladas de material hialino, como espejos donde admirarse en los bellos atardeceres; a Germania se le había permitido un estado de gobierno autónomo diferente a los demás sitios habitables del Limbo, también, porque era distinta a cualquiera conocida. Sus estructuras arquitectónicas la hacían poseer ricos órdenes artísticos, pero el más utilizado era el llamado «vanguardista» con sus terrazas anillo. Los altos estamentos de Warendorf nunca buscaron enemistarse con una plaza tan económicamente importante; si la modernidad debía de estar agradecida a algo o a alguien, ese privilegio recaía, sin duda alguna, en Germania.
Todo estaba hecho de resistente y transparente cristal, la blancura de las estancias de aquellos andenes en las alturas eran de auténtico lujo, una borrachera de ostentación. En la lejanía se podía observar el skyline de la ciudad, con sus columnas de edificios recortarse en el atardecer, con sus miles de luces que parecían trepar y disiparse en los confines de los cielos. Pero la atemorizante verdad que envolvía aquel ambiente hacían mantener bien despiertos los sentidos, cualquier visitante debía templar sus nervios y afinar la vista, ya que su vida pendía de un hilo fino y sutil. Horacio se mantenía preso de la inexorable verdad que se cernía sobre su cabeza, como una espada maliciosa, y es que cuando el cazador pasaba a ser la presa, las tornas cambiaban y el desasosiego se apoderaba de hasta del hombre más avezado y experto. Uno se preguntaba cuál era su estado de ánimo, pero a juzgar por su semblante, era claro y evidente. No había duda de que se encontraba en un estado de éxtasis, exasperado por la traición del curso de la vida, y, aunque podía ser consciente y capaz de entender los motivos que le llevaron a aquel nefasto engaño, aún podía haber espacio para las cábalas y conjeturas. Tal vez algo de ese pasado tormentoso, las vívidas experiencias recientes estaban volviendo, porque había sido espectador de ese sueño brutal, el de un mundo aterrorizado y devastado por su propia y egocéntrica inercia. En cualquier caso, desapareció de prisa de su mente como si se corriera un velo.
Las suaves terminaciones en las estructuras de Germania la hacían detentar un estilo audaz y sencillo. Los altavoces repetían llegadas y salidas en una infinidad y diversidad de idiomas que hacían volverse loco a uno. Algunas figuras holográficas de publicidad sobresalían en cada terminal o muelle, con efectos visuales realmente magníficos, todo aquello le causaba desorientación. El murmullo de su gente era casi inapreciable, porque nadie se hablaba; era como estar en una vasta ciudad fantasma de seres controlados o autómatas, o, al menos, daba esa sensación, el hermetismo en sus maneras y la inhibición en sus gestos.
Una vez en el nivel superior, Horacio anduvo silencioso y más sosegado hacia otras rampas secundarias y automáticas de escape, en compañía de Graco y la embajada de Bessarabia, escoltados por un destacamento de la guardia germana, su traje plateado concoideo, con blindaje y casco con forma de caperuza era peculiar e inimitable.
Iba fijándose en los rasgos fisonómicos de la gente, se descubrieron ante él ojos de espanto de inquietud y desorden, solo hallaba falta de entelequia en sus semblantes; seres hermafroditas de particulares gestos afeminados, personajillos con escafandras plateadas deambulaban tropezando con cuerpos corpulentos, muchos otros personajes vestían de extravagantísimas maneras, entre zafios y ordinarios; la línea espacial de chaleco y capa destacaba entre los más atrevidos, algunos con casacas, en reiterantes y groseras burlas se alzaban. El silencio dio paso al sordo bullicio, algunos rincones estaban infectados de una ruidosa algazara, de comentarios insanos, de conversaciones que versaban sobre historias referentes al Limbo, sucesos los cuales pregonaban en altas voces; con pueril arrogancia e inflamando el ambiente con exhalaciones eléctricas, hombres de uniforme de aspecto funesto confiándole algo al oído a su leal subalterno, tal vez algún importante secreto entre susurros y, estos, soportando con aserción el enojoso sermón de su superior, circunloquios y comadreos entre contrabandistas, bellas siervas en compañía de caballeros de abolengo, las caricias menudeaban tanto como la sabia ligereza de sus manos y labios; comburentes roces de metálicos bríos, procedentes de combosos fondos mal iluminados, una voz interna le incitaba a esconder el ánima de su propia mortalidad.
Resultaba algo enfático afirmar que era «una sucia tarde» germana. El barómetro iba en bajada y en picado en aquella carrera tumultuosa, pues desde el amarillo sobrio de la tarde, cercano ahora al crepúsculo, el cielo se convertía de un rojo amenazador, con la figura de su potente sol. Los rosáceos rayos aún brillaban en la candorosa morada de la inmundicia, atravesando el espeso dosel del apocalíptico éter del Limbo, jugando con el pelo exuberante de sus gentes y coloreando sus mejillas, rostros dispares, donde la hermosura rivalizaba con lo indecoroso, despertando el ojo de la mente, el rostro en sí del ser, con sus líneas delicadas y puras; era, sin duda, de una belleza fascinante, pero carecía de la profundidad del alma, las que hablan y dan vida al expresionismo de lo humano, otorgándole de mayor encanto. Detrás de esta algarabía radiante se podría haber buscado en vano alguna señal de empatía, pero no existía en aquel mundo ni siquiera el más leve sentimiento hacia su persona. Era esa carencia, sin embargo, lo que reducía el atractivo de Germania, la que contrastaba con su bello aliento rosado como una dama fría y distante, así era ese mundo.
Ante un hondo vacío, tres líneas de «expreso» recorrían una vaporosa zona aérea de la ciudad. Venían en hileras con treinta vagones a lo sumo de largo. Horacio aspiró aire entre sus dientes.
Germania era una exagerada hipérbole que circulara de boca en boca, pues como un singular paradigma se extendía y ramificaba por cada rincón del cosmos, haciéndose eco de su existencia. La pomposidad de la ciudad y su proyección futurista eran todo una superación de inteligencia, orden y predisposición, donde confluían lo novedoso y lo vanguardista, con la gracia y finura del arte; aquella nación no se había dejado llevar de la mano de ese paroxismo ciego que reclama siempre la innovación, el mundo del mañana podía ser incierto, pero no por ello debía pecar de presuntuosidad y de la inquina antipatía del presente, pues no por ser incierto el futuro debía de plasmarse como una quimera pomposa y adúltera, o de las retribuciones que propia y comúnmente peca siempre lo innovador; el estilismo de Germania debía confluir en unos cánones donde futuro y pasado pudieran darse la mano, avanzando juntos hacia el mañana, y es que se podía marchar hacia un albor caprichoso salvando ese casticismo destacado, lo primoroso y exquisito ante todo, si se sabían guardar sabiamente las formas y, por ende, Germania había mantenido una encomiable disposición hacia esa reinvención de los elementos, como en una metamorfosis que evolucionara hacia una abstracción geométrica de las cosas, y que a pesar de su proclive tendencia a lo remozado y exótico no la hacían olvidarse de las suaves y redondeadas terminaciones de sus siempre majestuosas líneas. Germania era el quicio sobre el que giraba y se apoyaba todo el cosmos conocido, pues detentaba una unidad indivisible e indefectible en la concepción de la modernidad, y el mismo prurito de simetría física y alegórica reinaba en sus rasgos, tanto en decoro como ostentación.
La tecnología punta se palpaba en los aledaños de los gigantescos bloques de superrascacielos que sobrepasaban las nubes. Las Strasse también suspiraban esa modernidad en sus complejos, las más concurridas de cualquier otro lugar conocido del Limbo.
De día era una ciudad pálida y blanca, de sol radiante y hermoso donde los hubiera, y de noche, un multicolor mosaico de luces bajo su cielo.
Los distritos aglomeraban a su andariega población, la que respiraba su aire autónomo y liberal cada vez más turbio y enrarecido, sobre todo por las inquietantes noticias que llegaban del mundo exterior, y el cerco asfixiante que había caído sobre todo el Limbo, donde sus gentes tendían a desaparecer; hasta la misma Germania había sucumbido a esta desgracia quedando mermada a más de la mitad de su población y sobre la cual recaía la oscura sombra de la duda. Mientras tanto, su gente iba de un lado para otro aquel atardecer bajo la siempre colosal mirada de los rascacielos.
Los agentes metropolitanos que velaban por la seguridad y el orden guardaban el viejo uniforme de la Antigua Federación con sus pomposos cascos, fajas celestes y grandes aretes de reflejos plateados.
Colgando en las alturas de los superrascacielos surgían mastodónticas pantallas de publicidad con modernos efectos visuales. Todo estaba desquiciado, el reino sufría un hervidero de contradicciones que hacía imposible adivinar su impronta, su verdadera impronta, su verdadero significado, lo real de lo imaginario, la verdad del mito. El lenguaje soez e imberbe resultaba algo desmoralizante para los foráneos venidos de mundos rurales y fronterizos, más allá del perímetro central, en aquel paraíso de las imágenes, de la biomecánica, donde el gran peso corporativo manejaba a las masas como a títeres, con esa influencia de los efectos especiales en los luminosos publicitarios; las más hermosas mujeres habitaban aquellos mundos ultraterrenos, mas no era de extrañar verlas en grandes clubs, donde la noche y el placer se adueñaban de los sentidos; era un estereotipo que siempre se dejaba propalar por esos lares, el que siempre tiende un puente invisible hacia el amor fraudulento, hacia el vicio y la promiscuidad, el de las nice girl, mademoiselle française, femmes arabes, rostros retocados y adulterados con colorantes, polvos y antimonio, igual que el de una ruta misteriosa, una ruta que llevara a un Oriente hermético a golpe de gong a ese lado incógnito la otra cara de la fría esfinge.
La empresa en la que Horacio, de hecho, se había embarcado y aventurado a tomar parte lo hacía sentirse como un blanco móvil, en el punto de mira de toda clase de sujetos, pero lo verdaderamente importante era que se sentía un objeto muy codiciado dentro de una colección de elementos extraños, de historias desclasificadas y sin portada, hojas traspapeladas y arrancadas a la fuerza por la vorágine de la vida que se escribían con la piel y la sangre de los mortales, donde se aglutinasen las narraciones más macabras y las que nadie se atrevía a contar. A excepción de unos pocos hechos, la mayor parte de su tiempo allí se había transformado en incidentes tan sonoros que podían ser diseccionados cronológicamente y vinculados de forma sin par, a las que conformaba la mayor parte de un tomo que podría muy bien haberse llamado Infortunios de los reinos del Limbo; no existía historia capaz de ser desdeñada ni la más nimia que no tuviera el mérito suficiente de estar incluida en el volumen de antologías del caos social. Muchos personajes importantes pululaban por la vida con hechos tan dignos de ser referidos que muy bien podrían haber sido motivo de las mejores portadas e introducidos en el susodicho tomo de la vergüenza y la locura humana, y, por ello, sin quitarles el incuestionable mérito de poder ser hallados en cualquier lugar, con otra apariencia, al igual que una leyenda distorsionada o una fábula, pero que en su concepto venían a significar lo mismo.
Era una sociedad ambivalente, obsesionada en la búsqueda de nuevas sensaciones, de la cual se excluían las razones y la moral; aquello no importaba, no había distinción entre el bien y el mal, lo ortodoxo o heterodoxo, es por ello, que el malhechor o impostor no podía o debía hallarse en un lugar como el Limbo. Así, pues, la tarea de selección y revisión de las historias más controvertidas y atrayentes eran, por regla general, un descubrimiento social que se generalizaba y propalaba por los cuatro rincones del cosmos, igual que una grotesca crónica no quedaba en tierra de nadie, sino que era lanzada con redobles de tambores, a bombo y platillo, reflejas en las mastodónticas pantallas a color de Germania; era un efecto mediático tan sonoro que podía repercutir y ser escuchado hasta en las orillas más recónditas del Limbo conocido; un héroe o una heroína eran escritores diligentes de historias que no hacían distinción de gustos ni clases. Se escribían con la firma de una buena rúbrica, pues eran la mayor parte ediciones pretéritas que nunca pasaban de moda, forjadas en el tiempo y acaecidas en el mundo de los vivos, convirtiéndose en remarcables leyendas del ayer y del tiempo presente, las cuales se compilaban a la manera de un obituario injustificable.
Resulta un poco paradójico desentrañar las causas que habían dado lugar al restringido flujo o movimiento rebote de todas estas antologías, lo sucedido se convertía pronto en leyenda, en un imborrable acontecimiento que viajara a través del insondable espacio sideral para narrar al cosmos sus hechos, distorsionados o no, fidedignos, o, por el contrario, retomados nuevamente, avanzando en su efecto rebote como en un hervidero fluctuante que burbujeara con historias cortas y que germinaban de la realidad y no de la mente humana; era el verdadero telón de ese escenario, el ojo de la mente, las antologías más famosas y distinguidas, la propia voluntad de los actos, no la pluma de un dogmático o un erudito inspirado.
La causa implicaba movimiento y ese movimiento implicaba a su vez un efecto del cual siempre se hablaba una y otra vez; era el verdadero hacedor de historias, no el de la pura invención, así era donde arrancaban y donde el clímax del heroísmo se convertía en breve lírica.
Germania resultaba un auténtico enjambre de luces extenuante. Tal borrachera de luz fue lo que deslumbró a Horacio. Iban a ser embarcados sobre un muelle en un transporte consular de la Passauer Strasse; era un cohete con forma de proyectil con una cabina de mando burbuja desde donde se transparentaban sus pilotos.
Continuó por al pavimento del muelle y, justo enfrente, en el arcén paralelo, en medio del tránsito de sus gentes, surgió un escaparate vidriado, el de una centro-muelle muy peculiar, donde se agrupaban un conglomerado de viajeros con vestimentas de corte futurista. Entre ese vestuario de escafandras, cascos y seres, encontró la figura de un personaje que le resultó conocida; alcanzó a distinguirla aunque de un principio mal definida y amorfa, como una sombra, y vestía de negro, ¿dónde la había avistado antes?, le resultaba familiar, pero no supo relacionarla de un principio. Iba ataviada con vestido de piel de la más fina gamuza, con sutiles bordes de encaje vertical que acentuaban la parte delantera y el cierre en la espalda con cordones para asegurar un ajuste exacto. Unas enaguas cubrían la parte inferior del conjunto, con una holgada capa a su espalda; departía con miembros de la Sicherheitsdienst, ya que se les distinguía por su inconfundible uniforme. Cubrían todos sus miembros y cuerpo con un equipo blindado, más análogo a un arnés tranzado, con una antena de comunicación que le salía tras su espalda, espuelas, rodelas, cubre brazos de plástico irrompibles, muñequeras de metal ribeteado, mostraban en su pecho una efigie dorada grabada en el metal con un ofidio, una serpiente enrollada, el emblema de la (SD); era una disertación bastante violenta, con aspavientos y gesticulaciones drásticas por parte de la dama. Horacio sintió escalofríos, quedó paralizado por unos segundos; mientras observaba sus gestos, juraría que el misterioso personaje era nada más ni menos que lady von Thyssen.
Los sumideros subterráneos de la Passauer Strasse esparcían gases hacia el exterior, desde estertores, y era difícil distinguir con precisión sus contornos entre la humeante atmósfera. En medio de los andenes, la gente se mantenía de pie, erguida, asida de correajes colgantes, compartiendo el claustrofóbico espacio; se apreciaba un murmullo ininteligible y cortante, manteniendo gestos, hablando en una lengua la cual desconocía en su mayor parte. Se escuchaba sus charlas distendidas, que giraban en debates argumentativos y se extendían como remolinos de contradicción, pero estos patrones se esfumaban y terminaban tan bruscamente como se percibían las esclusas repercutir y abrirse sobre los muelles de par en par; eran charlas retrospectivas en pretérito, como una fría melodía venida de una oscuridad dantesca, era lo más parecido a un sacrilegio. Y en medio de todo, Horacio, aquel violinista de Salzburgo en un mundo extraño y tal vez hostil, sacado de su atmósfera, como una exhibición vergonzosa de la condición humana.
La dama de negro se levantaba como un colosal autómata, casi terriblemente impersonal, se cernía siempre por encima de las gentes que merodeaban por las atestadas rampas próximas a ese centro-muelle, arrojando su sombra poderosa sobre la calzada. A medida que la fue advirtiendo con más claridad se convirtió para él en la encarnación de lo oculto, el de una poderosa, amenazante y desagradable autoridad. Ignoraba realmente su identidad, ya que la tapaba un cartel luminoso de la compañía Lunar-Voyager; actuaba como fideicomisario, guardián, de aquella empresa que se le iba de las manos. Un intenso sentimiento de soledad le inundó de repente, pues no podía explicar el verdadero significado de esa sospechosa y fantasmal presencia.
Una pasarela fue echada desde el transporte y la embajada y la escolta penetraron en el cohete. La escotilla fue cerrada y el transporte se deslizó paulatinamente por un mecanismo de engranaje que hizo vibrar los aledaños. Los segundos transcurrían eternos, el sudor caía por la cara de Horacio; en pocos segundos la cápsula saltó catapultada por una rampa con forma de tobogán, propinando una deflagración de sus toberas, con un despegue autónomo y un rumbo fijo predeterminado en los ordenadores de a bordo. Distinguió una alargada cabina de servicio flotante a una metódica distancia, ofrecía suculentos y apetitosos manjares. Después de adelantar a algunos módulos por el lado izquierdo, un «expreso» pasó con una potente deflagración de sus toberas, a gran velocidad, con sus cabinas independientes de miradores acristalados, donde se transparentaban sus pasajeros; sus vagones enlazaban como eslabones concatenados. Aquel gusano de metal salió expulsado por el espacio aéreo de la congestionada vía. Viajar en el interior de esos transportes multitudinarios era un lujo y, a la vez, se podía convertir en una mala experiencia, ya que se debía compartir asiento con toda clase de gentes en el largo trayecto sideral.
Grandes edificios se elevaban como enormes monstruos que llegaban a rebasar las mismísimas nubes, era demasiado para los sentidos, para asimilar por alguien que viniera de lejos y fuera un forastero, incluso Graco que como emisario ya conocía Germania y la había visitado en numerosas ocasiones tiempo atrás, aún no se acostumbraba a tan sugestiva modernidad.
Eran ríos de luces lo que congestionaban sus vías aéreas, por allá «metrosiderales», plataformas con andenes, distintos niveles de vías, una ciudad distribuida en vertical.
Se ubicaban en el nivel tres mil, y el ascenso lo llevó a recorrer varios niveles a través de las distintas vías.
Discernió un gran ojo de cíclope en lo alto de un superrascacielos, del cual su gran párpado se abría y cerraba emitiendo rayos láser, convirtiendo su iris en una mezcla de luminosos colores tránsfugos que escapaban en el aire; sus rayos escupían letreros y anuncios holográficos subliminales con su más recurrente slogan: «Germania - Land der Möglichkeiten».
Llegaron al recinto amurallado y centro neurálgico, a la fortaleza del castillo de Teutoburgo, la residencia de la baronesa Eva von Thyssen, ubicado en los recónditos y verdes valles de la Alta Silesia y alejado del mundanal ruido de la gran urbe.
El módulo consular comenzó a aminorar; amarró a un andén circular con aspecto discoidal, del cual se apearon. La carlinga acristalada se descorrió, abriéndose el cielo anaranjado de la tarde que iluminó sus rostros, dilatando sus córneas. La embajada contempló la cúspide celeste de Teutoburgo, el escarpado contorno de encaramados montes y hondos valles, era algo que transmutaba los sentidos, una puesta en escena maravillosa hecha a la medida para atraer los sentidos.
La gigantesca cúpula de mármol y granito de la Großer Platz era monstruosa, colindante se alzaba el castillo de Teutoburgo con su prominente torre de Vorchdorf dominando todos los montes y valles de la Alta Silesia; era algo espectacular, con un contraste chocante en comparación con la urbe.
El castillo-palacio de Wewelsburg se ubicaba al final de la avenida de la Wilhelm Strasse, en una arteria intermedia, entre todo un conglomerado de palacios bizantinos y góticos. Sobre una colina suave como una pechina se erigía el castillo fortaleza, entre lucernas con pináculos y arcos, linternas y chimeneas, con un reticulado de pilastras corintias y sus pisos más altos calados por barandillas de fina balaustrada. Subieron por el interior de una larga torre en espiral a todos los miembros de las diferentes embajadas y reinos periféricos y del Limbo. El tejado inclinado de pizarra era característico, con chimeneas góticas.
Una gran cena era presidida por su anfitriona Eva von Thyssen, allí habían acudido desde todos los rincones del Limbo y sus embajadas, entre abrigos y tabardos, de opulentos trajes, desde el rey Alberto de Renania, Leopoldo de Moravia y una embajada de la princesa Lucilla desde Bessarabia, con el consejero Graco a la cabeza, junto con Horacio y Marcelo.
La baronesa presidía el salón comedor, entre débiles lamparillas y candelabros que alumbraban el interior de una amplia cámara. La luna se reflejaba con su luz en las transparentes telas que caían de los arcos de las ventanas; los siervos de palacio vestían piezas de chaqueta elaboradas en algodón y brocado rojo, de decorados cuellos, de mangas y hombros bordados en oro, calzaban altas botas ecuestres de cuero y botones ocultos en la parte delantera daban a las mismas un aspecto muy pulido. Llevaban alabardas y candelabros para dar iluminación a las sobrias estancias; alrededor del salón comedor había dispersas librerías de estilo victoriano que acumulaban colecciones antiguas de incalculable valor, con puertas correderas de vidrio que encerraban estantes ajustables flanqueados por pilastras de león talladas y que algunas servían como punto de apoyo sobre las caras alfombras Savonnerie.
Sobre una robusta mesa con una pulida tabla de roble macizo rodeada por un amplio friso de estilo gótico, y aposentada sobre patas talladas en tracería francesa, aparecieron toda clase de bebidas, entre licores y ginebra Stobmeyer, vino Veure Clicqot, Wildlinger-Guldgenberg de las colinas de Widlingen-Main, caros vinos del Rin, Mosela y el mejor Borgoña. Frente a ellos, sentada tras una alta silla, una dama de glabro lampiño a la que fácilmente se le podía tener cierta aversión sorbía una copa de vino, era la imagen de un sangriento cuervo carroñero en la noche. Vestía una exagerada gorguera y su escultural cuerpo iba prieto y ceñido a un corsé bajo una «gamurra» florentina, con blusa y mangas bordadas con perlas le caía una capa por detrás dándole una apariencia funesta. De sus carnosos labios se desparramaba aquel líquido prótido, ese vino de sangre que se filtraba por sus comisuras como por el borde de un estilete envenenado.
Lady von Thyssen tomó la palabra como anfitriona de la noche:
—¡Guten Abend!, desde Roma y sus cimientos y sus cuatro mandamientos, hoy Germania ha de hacer sus abluciones y purificaciones, cual mente despierta en su más temidas aflicciones; circunstancia que se ha de temer si su cauce y su frío no hacen rima con su río. Que mi reino es bello y frondoso como el mismo Albis, harto es sabido, mas si para llegar a Moravia se han de cruzar los montes Cemenos, los que colindan con sus santones, sin desdeñar las ocasiones, hacia Germania solo hay dos pasos posibles: por las tierras de los ceutrones y las altas tierras del Weser, que intransitables son tanto para hombres como para bestias. Ante este opúsculo de erratas, las que muy bien se comen las gatas, así ilustran a mi reino los más doctos de la afamada Panonia, desde Bohemundo a Segismundo, mas no siendo uno Ortelio, Tácito o Estrabón, no eluden perder la ocasión. ¡Esto en lo que a mí respecta!, en esta velada de recogimiento y celebraciones, que si el Weser como muy bien dicen ha de pasar por Teutoburgo, por donde crezca un alcornoque, que allá por el mismo desemboque. ¡Así es de conocido mi reino! —ironizó la baronesa.
La anfitriona optó por levantarse de la mesa y así hicieron todos los comensales, poniéndose en pie junto a ella.
—Pero, real señora, si tan transitable es vuestro reino, ¿por qué llevamos seis días con sus respectivas noches recluidos aún en palacio?, si ni los mejores cartógrafos del Limbo han conseguido aún trazar mapa exacto de tan estériles tierras, las que rara vez se ajustan a la fiel realidad, ¿cómo va a poder recaer en nos tan quimérica labor y especulación? —le censuró Marcelo—. ¿Dónde para vuestro pueblo y su gente?, ¿dónde sus acólitos y valientes?, ¿acaso yacen escondidos y sin dientes?
—Cuidado, emisario, que desde Dacia a Sarmacia, bien os podría mostrar la clase de bestias que engendra mi reino y en la propia Hercina capaces de embucharos y en sus tripas desahuciaros para toda la eternidad, porque en el fango donde ha de crecer el zarzo no suele emerger espíritu alguno una vez caído. ¡Que no seáis vos! —le señaló con su diestra lady von Thyssen desde su rincón—. ¡Oh Germania!, que cuando vuestros más distinguidos y adictos prosélitos inundan con licenciosas y amaneradas invenciones, poniendo en duda la honra y castidad de mi distinguido reino, hoy nos acechan con el vituperio puesto en su ceño, pues no contentos con tan pantagruélico banquete aún me piden entremés cual preso que no condena y dispuesto a darme la cena.
Las sillas eran estilo Enrique II, con una rica interacción de vegetación tallada y volutas, todas en madera de nogal francés, tapizadas en rojo y beige; su estructura general era perpendicular y recta.
—¿Daros la cena?, distinguida señora, creo que aún no habéis respondido a nuestras inquietudes y solicitudes, porque nunca llega fruta madura por el sendero que más perdura, ¿y vuestro pueblo?, ¿dónde paran sus gentes?, a todo esto con temor, sin poner tedio a vuestros oídos, que entre tanta exquisitez no perdure la estupidez, ¿dónde para ese éxodo que desde la misma Panonia tiempo ha partió cual suculento venado en vuestro carguero con destino a Germania? —le preguntó el rey Alberto de Renania, sujetando la mano de su esposa doña Matilde, embozada en corpiño y falda en cuero de ante de línea medieval. Era bastante más joven que el monarca, de aspecto raquítico y fisonomía caucásica, ojos azulados: sus pupilas se contrajeron ante la mirada de la baronesa.
—¡Qué hermosa alegoría intuyo en vuestras hermosas palabras, estimado soberano!, pero bien sabéis de las hechuras de este mi reino y qué animales acontecen y pululan ahí fuera —señaló con su diestra alzando la misma y apuntó a uno de los enormes vitrales que circundaban la sala—. Muchos desaparecen en salvajes páramos; que el estupor no os arrebate la vigorosa voz que ha de impregnar vuestro incierto bocudo, olisqueando como si fueseis mudo, que en el umbral de mi aposento urdís con astucia con el ciego arrebato dispuesto, ¡el de vuestro juicio!, barruntando infortunios donde nadie hasta ahora ha logrado poner pie aún.
—¡Pues dejadnos salir de este redil de alacranes, señora!, para que podamos aunar conclusiones y verificar con nuestros fanales si esos dichos son verdades y no puras trivialidades —le replicó, entrando en la discusión Marcelo.
—Por cierto, ¿a vos no os he visto antes? —le señaló lady Von Thyssen, acercándose como una sombra y escrutándole de arriba abajo. Marcelo quedó aterrado, la baronesa era enorme y le sacaba más de media cabeza—. Decidme, ¿qué lomo es el que ha de hacerte ir más ligero si no hay atajo por un sendero?
Marcelo miró confuso a Horacio en la distancia que estaba subido sobre el proscenio del escenario, amenizando con su violín a los títeres y bufones que actuaban en la velada. Una pulida barra se apreció al fondo, bajo un techo cúpula rodeado de un peristilo, de peculiares triglifos y metopas de línea gótica. Las hornacinas concoides de la pared estaban provistas de focos de luz multicolor, donde contorneaban sus cuerpos danzarinas de vientre y, en un estrado bastante retirado, una banda de músicos, entre ellos Horacio, animaba el ambiente con una música orquestada de antemano.
El cabello oscuro y la altura de la baronesa eran amedrentadores. Con una capa que colgaba a su espalda igual que un cuervo, su figura era envidiable y sus largos y sedosos mechones caídos tapaban sus orejas llegando hasta sus hombros, la hacía dar una apariencia y un misticismo especial. Marcelo evitó mirarla y trató de no prestarle el menor interés; ella apartó su mano de afiladas uñas con las que tan sigilosa y sutilmente había palpado su antebrazo. Con la misma galantería con que se posaron se desembarazaron de él.
Eso no gustó nada a las demás embajadas y damiselas, se les oyó blasfemar en un soliviantado lenguaje de ultrajantes insultos, que salieron de sus voluptuosos labios.
—¡Señora, exigimos una aclaración a nuestro reclamo! —la apremió ahora Graco—. Os hago esta petición con la armónica alma de los más agraviados, que en su desconsuelo recae semejante aflicción, con la apremiante voz que hoy se postula corpulenta, barruntando con tormenta.
Lady von Thyssen pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Ya basta! Dicen que los reflujos por los esteros son capaces de embucharos por enteros, ¡qué altamente carroñeros y peligrosos!, milord, yo andaría con sumo cuidado por tierras que jamás habéis tenido el gustoso placer de hollar y menos, vanagloriar en su justa medida. ¡El que se enfrenta a su exilio sin ser consecuente con su destino!, y osa traspasar las puertas de mi reino con desatino, ignora los insípidos trances que la dicha reserva en este mi reino que deleita y sazona sus mejores condimentos ante los más ilustres llamamientos, los del Limbo y su espera, y su más desaborida ralea —les contestó la baronesa.
—¿Qué se esconde en las altas tierras del Weser, señora? —interfirió otra vez el rey de Renania vestido con una sobrevesta, sin separarse ni un milímetro de la mano de su esposa doña Matilde—. Los rumores son contradictorios e impregnados de consternación.
—Cuidado, majestad, que no soy carro de caballo ni aparejo, ni con dócil timón me manejo, mas sabed que solo donde el mundo de los vivos delimita sus fronteras, con la gris y mustia niebla placentera, en el redoble de su reclamo, trata de aprehenderte, allá donde se escudan los ocultos retozos, del sempiterno reposo. Aguzadas son las hoces que despierta el camino, ¡apresuraos a descubrirlas! Por cierto, ¿no tendréis complejo de cornudo? —le preguntó la baronesa al atestiguar que no se separaba ni un instante de las manos de su esposa en todo lo que llevaban de velada.
—¿Por qué lo decís? —al apercibirse el rey, ruborizado, soltó la mano de su esposa.
—Oh, víbora incestuosa —rezongó doña Matilde al escucharlo y darse por aludida.
La baronesa no pudo reprimir su risa y se volvió a sentar, lo mismo hicieron todos. No darse por aludida la hacía aparentar una cierta y enigmática personalidad, un tanto hermética, pero a la vez armoniosa. Lady von Thyssen poseía la hermosura de una porfiada y contumaz amazona, era un ejemplar que haría soñar a cualquier hombre. Ni la dulce princesa Lucilla con sus exóticos vestidos de hotoze turcos ni los blancos atuendos de rigueur de la reina consorte Matilde de Renania lograban eclipsarla, ni siquiera la bella princesa Beatriz. En medio de toda esa pesadilla, su templanza la hacían aguantar la cadena de acontecimientos que se iban sucediendo a una velocidad vertiginosa y, en la que cada movimiento, se convertía en un jaque mate sobre un tablero en el que sus vidas se desplazaran de casillero en casillero, con una sorpresa imprevista en cada uno; su sensual y voluptuosa boca era de un púrpura atenuado, la cual había sido retocada por alguna forma extraña de la naturaleza, entre aquellos contornos sobrecogedores de palacio, sus labios se contrajeron por sí solos con un vago mohín, vista de perfil, parecía un busto diabólico con esas cejas remarcadas y cejijuntas. Trataba de mantenerse erecta sobre la silla, evitando contornearse en aquella comprometida posición.
—Como iba diciendo, no he de ocultar nada; este es un reino libre, podéis partir cuando os plazca —las embajadas hicieron el acto de abandonar la sala cuando la baronesa pegó un fuerte exabrupto interponiendo a todas sus vélites con alabardas y espadas en mano, obligándolos a volver a sus asientos nuevamente, todos quedaron aterrados—. ¿Y quién dice que no fuerais vos el de Renania, o vos el de Moravia?, el responsable de tan impías maquinaciones, pues hasta aquí ha llegado el ineludible eco de tales rumores, las de ciertas desapariciones, que sin causa ni por qué a todos nos coge del revés.
La baronesa se había levantado nuevamente con un brinco y se abalanzó sobre el cuerpo de ambos, avasallándoles y señalándoles con su diestra.
—¡Qué voluble es vuestro ánimo, real señora!, ante tales aseveraciones no hay dádiva provechosa que no sepa regocijar más que olvidar la dura cornamenta de vuestro retribuido trono, tan remiso en desvelar lo que otros son incapaces de avizorar —le habló ahora el rey Leopoldo de Moravia.
—¡La estrechez del camino no os permite regodearos, milord!, conque dura cornamenta, ¡bendita la gracia!, pero no dejaré a la improvisación tan burdas ofensas, desterrada a la degradación de la bochornosa inspiración. Así que os mostraré de lo qué están hechos los cauces que alimenta Germania, de turbios reflujos y sucia alimaña —proclamó lady von Thyssen.
Se presentó un descomunal hombre llamado Friedrich, de facciones desabridas y rudas, bastante fornido, con un arete de plata en la oreja izquierda y cierto estrabismo. Iba embuchado en un conjunto de larga túnica y una sobretúnica verde, tapando su poca espesa cabellera mediante una capucha de fieltro. No era muy alto, de metro y medio a lo sumo, una gran joroba le crecía a la espalda y un enorme quiste en el centro de sus dos cejas, que se dilataba y crecía cuando fruncía o sonreía; su gesto entonces se transformó en un enorme monstruo. Sus brazos eran como mazas de gran pilosidad, unas sandalias de mugrientas uñas sobresalían como enormes losas, arrastraba una gran pecera con ruedas, auxiliado por cuatro soldados de palacio, dejándola al descubierto ante su bullente chapoteo.
—Milady —se inclinó el Jorobado, era un mortífero sicario y su más fiel subordinado.
La baronesa se enfundó sus guantes e introdujo su mano en el estante, donde forcejeó con una criatura de la que no se sabía condición u origen, y ante ellos apareció, agarrado por sus branquias, una enorme lamprea carroñera, de la que mostró su horripilante orificio bucal, a medio entre ventosa y mandíbula siniestra, con sendos ojos bulbosos y gelatinosos. La misma comenzó a dar coletazos de improviso; al menos debía medir metro y medio.
Se aproximó a las personalidades allí concurridas y ante la presencia del de Renania, arrimó la boca del animal ante la cara amilanada del monarca.
—Y es que a mi mente aviesa no le caben las razones, sino hechos y traiciones. Ahora decidme, ¿cuál es la famélica congoja que tanto os embarga? Recobrad el aliento ante el recatado sufrimiento del que sois participe —con una de sus manos comenzó a acariciar el lomo del animal—, suele ser tan fibroso, seco y correoso. ¡Retractaos de vuestras injurias o juro por mi honor que os come las pelotas! —luego se personó frente al rey de Moravia que empalideció al verla llegar—. ¡Y vos, el de Moravia, retractaos o juro que brincaréis como un cabrito!, que Germania no otorga sus dones precisamente con libreas, sino con lampreas.
Tal fue la congoja de ambos que no tuvieron más que agachar y postrarse con una muda reverencia ante las retorcidas artes de la baronesa.
Al comprobar la palidez de ambos, la baronesa dio varios pasos hacia atrás, forcejeando con la lamprea que comenzaba a dar coletazos.
—Friedrich, ayudadme, y no tomadla por la cola o quedaréis más chamuscado que un churrusco —ordenó la baronesa a su fiel lacayo para que se aprestara a introducirla de nuevo en el estanque, pero este lo entendió al revés y puso la mano justo por su aleta caudal. Tal fue la sacudida y el shock eléctrico que recibieron ambos, que a lady von Thyssen se le transfiguró la cara por la de un siniestro demonio, al menos, veinte veces seguidas, en el corto intervalo que abarcan diez segundos. Su vasallo no paraba de saltar ante semejantes descargas, tres guardias cubiertos con casaca y parlota tuvieron que intervenir para desembarazarlos de él, en un tira y afloja que parecía interminable—. ¡Os dije que no lo agarrareis por la cola, gilipollas! —amonestó la baronesa a su vasallo, luego pudieron depositar al animal en el estanque y por fin taparlo—. ¡Lleváoslo!, ¡aprendiz de sastre, si esto es ayuda el diablo bien me arrastre! —la baronesa se persignó descompuesta, tratando de sobreponerse con la dentera de una tigresa, intentando a escondidas recomponer su cara y su faz, la que todos miraron absortos, pues de un principio parecía deforme. Poseía exuberantes ojos felinos, contrastando con la palidez de su tersa piel; luego como emergiendo de la nada, la baronesa dio un giro drástico y se sentó frente a los comensales, los que en un principio se habían levantado completamente alarmados.
El Jorobado hizo una genuflexión en señal de disculpa, y los guardias empujaron el receptáculo hacia fuera de las estancias.
—¡Si esto es hospitalidad, encadenados en tan indecorosa hostilidad!, no veo por qué seguir degustando de sus gratos manjares, señora mía, que el que tamiza sus pruebas con semejante doblez de vicios y exalta su amor patriótico hasta el orgasmo más consumado, en la incisiva turba de su arrojo, ya nos mira con la dentera de una fiera en su despojo, y entre el pugilato, la danza y el canto, bien haríais en escoger a un buen tenorio si no es mucho jolgorio. Ya sea salada o ahumada esta carne se me hace indigesta si mucho no os molesta. Quién lo diría, hoy me sabe a muerto —le censuró Graco, arrojando su servilleta sobre el plato sin poder disimular una sonrisa la que no pudo evitar exteriorizar en su semblante.
—¿Indigesta?, ¿creéis que yo segrego a mi gente como a los carneros?, ¿a cuento de qué ese jactanciosa y burlesca ironía, milord, la que os cuelga como una absurda parodia por el cerco de tus dientes y esos labios tan grotescos e insolentes?, ¿a qué ese giocoso drama, esa aria bufa de desacato y desacierto, tan cómplice y susceptible, cual oprobio de lo indecible? —lady von Thyssen hizo paréntesis de unos segundos mordiéndose nerviosa los labios—. Quisiera saber por qué vuestra reina se ha mostrado tan dispuesta al delegar en vos tan alto privilegio y preferir la fértil alfalfa que rezuma en Bessarabia por los verdes prados de Teutoburgo —le contestó la baronesa.
En la baronesa eran notorias sus facciones contraídas, una lívida sonrisa algo hipócrita colgaba en su semblante y la penumbra tergiversaba deformándola tras la mesa. La conversación ahora era exigua, tan fría y calculadora, tan retraída y tan vana, tan carente de sentimientos que la hacían poseer ciertos aires de macabro, sin lugar a dudas.
—Está atacada por una grave afección.
—Razonadme la misma, emisario —le rogó la baronesa.
—Tiene cierta aprensión al polvo y las liras, hacia el negro hollín y sus piras, por eso os traje un buen violinista, a Horacio de Salzburgo, que al menos sabrá amenizaros la velada, como un hada en su morada —le contestó Graco, que dio unas palmadas desde la mesa a Horacio situado en el proscenio para que se dispusiera a tocar.
Antes de que la baronesa pudiera articular palabra, comenzó a sonar la Sonata de la muerte, en ese instante el semblante de Lady von Thyssen quedó petrificado sin poder mover a penas su cuello y enderezar la mirada hacia la figura de Horacio. Por unos segundos quedó tiesa con los ojos al frente, los comensales comenzaron a extrañarse. Alzó tal grito que su onda expansiva rompió las cuerdas del violín de Horacio, haciendo acallar de improviso su música.
—¡Largo, largo de mi presencia, buitres!, abandonad ya mismo estas estancias. Mañana embarcaréis de vuelta al Limbo, ¡y sin esperas!, ¡bien derechos a vuestras sucias ratoneras!, esta mofa no quedará impune, os lo aseguro —clamó como un volcán en erupción, dando un puñetazo a la mesa la baronesa.