8
TERROR EN BESSARABIA

En la sala capitular del palacio de Bessarabia entraba por sus puertas y junto a un grupo de guardias custodios de casaca verde su consejero y emisario Graco, a la diestra de la princesa Lucilla se hallaba Falco en espera de sus noticias.

—Bienvenido, estimado Graco, ¿qué nuevas tenéis que mostrar?, cual fiel portador de un sacrificio, ya me hacéis caer en maleficio, cual trance que al abismo conduce, ¿qué malas nuevas debéis de arrastrar para entrar con esa cólera indomable circunscrita a vuestro ceño y con la psique tortuosa de un proscrito?, pues si el eucarístico misterio ha de engrandecer la creación, pareciera que su dicha menguara con desorbitada prontitud a cada paso que dais al frente —le preguntó la princesa.

Lucilla resplandecía a la luz de las llamas de sus candelabros bajo un vestido tafetán renacentista de una sola pieza decorado con perlas y sujeto con cordones en la parte posterior. La parte superior surgía deshuesado y alineado.

Graco llegó hasta su trono subiendo las escalinatas y haciendo una reverencia, más bien breve y concisa. Luego le hizo partícipe de un pergamino, el cual le pasó en mano a Falco.

—Nada bueno, princesa, en esa torre fortaleza donde esa bruja cría a sus mejores gerifaltes, su ojo a puesto en vos y en todo el Limbo, mas carente de mesura y sin pecar con ello de locura, nos tiende celada con la impronta depravada del mismo Hades, que desde su soterrado reino infernal lanza dardos cual esporas hacia el Limbo y su final, y en sus traidoras maquinaciones, aquí ha interpuesto sus pretensiones. Efectivamente, alteza, esa bruja erige extrañas chimeneas en las altas tierras del Weser; han sido atestiguadas por Marcelo y Horacio, donde inmola a su gente bajo el mudo cauce del Rhenus y su corriente, reduciendo a mero polvo el propio alma inmortal, cual trigo molido que en su uniforme gestación se ha de apilar en ese silo de ánimas pútrido e irracional —le informó Graco.

—Flameante pira de heroicos fervores, donde ahora yacen cual despojos de sus perros ladradores, ya su mugre espanta como la peste, como un vago claroscuro que la noche disfraza cual telón de macabro conjuro. Esta revelación mortifica los sentidos, cual patíbulo afrentoso, en un atoramiento de espiral calamitoso —declamó la princesa Lucilla—. Luego era cierto, todo ese rumor era cierto.

Falco asintió ante la princesa compungido ante las nuevas de Graco.

—Si acudimos en pos de vuestra ayuda, y la salvación del Limbo, claro es que cotejado quedó su mortífera causa, cual puro maleficio que no se extingue, sino que fluctúa y se ramifica en su sincopado disloque. No existe recompensa equitativa ante tanto oprobio, cual gruta sombría y dormida que consagra a sus más pavorosas ninfas las cráteras y ánforas de la vergüenza y la muerte —expuso el ciego Falco—. Ya el brumoso ponto y sus presagios toman forma, cual pesadilla que no se arredra al despertar, sino que fragua su venganza con la afilada ardid de un Tarquino. Hades intenta colapsar el Limbo, instaurar culto a su figura y, en esa paranoia sin fin, someternos a la degradante postración, cual torso de un dios decapitado, e implantar la aguzada cornamenta del más taimado.

—Si todo esto ha de ser cierto, mandad una misiva a Panonia y despejad la más solapada duda de su aturdido discernimiento para dejar una luz duradera ante tan acelajado encubrimiento —le ordenó la princesa Lucilla a Graco.

Graco dio varios pasos al frente y se fue hacia un espejo oval de palacio, adyacente al estrado, en la parte izquierda de la nave.

El espejo refractó su figura y luego se diluyó con una turbia niebla que corrió por todo el recinto. Frotó la pulida superficie para poder entrar en conversación con la Casa Real de Panonia.

—No logro contactar, alteza, hay interferencias, ¿cómo es eso posible? —farfulló Graco al comenzar a tomar forma una negra figura ante él, la que cada vez iba agrandándose en tamaño y dilucidándose con más nitidez a sus ojos.

De repente, el cuerpo de una negra dama salió del interior del espejo ante una sonora bofetada, la que repercutió en Graco, con la diestra libertina de la mano enguantada de lady von Thyssen, pues él emergió.

Falco comenzó a respirar con dificultad y entrecortado, y la princesa casi se desmaya. Graco, en cambio, no pudo oponer resistencia alguna, pues hasta su espada quedó sellada a su vaina sin poder hacer uso de la misma.

—Esto por lo de «indigesta», que con esta mi diestra se manifiesta —le recordó la baronesa alzando su índice. Lady von Thyssen aludía con aquel bofetón a la afrenta que recibió en la cena del palacio de Wewelsburg y se fue ahora hacia el tembloroso Falco—. ¡Apestáis a miedo, anciano! —luego se personó frente al trono de la princesa y mirándola de cerca, le dijo—: ¡Con qué ensoberbecido mandato ofrecéis vuestra más asquerosa ralea!, a husmear en la hermosa dicha que me rodea, ya con Horacio y Marcelo en Villa la Puta, ¡por si hubiera alguna puta! Bien, pues que sea. Y vos, emisario, raudo como el pensamiento, huis sin premisa ni llamamiento, ¿cuál fue la causa de semejante espantada, milord?

—Oh, alma adultera y lasciva, ¿cómo os atrevéis a allanar mi morada con semejante desvarío y hostigamiento, en medio de las tercias y oblaciones de mis más fieles oradores? —le espetó enfurecida la princesa.

—¿Oradores?, si fueran oradores, milady, este triste resto contrahecho y mugriento no temblaría ante el prosaico verso con tan débil llamamiento —en presencia de todos volvió a susurrar al oído de Falco las mismas palabras que acaecieron en las lúgubres estancias de Warendorf, allí repercutieron con un eco aterrador—: Arbeit macht frei. ¿Queréis que os diga, milady, quién fue en su día vuestro honorable Falco? Decídselo vos mismo, gran Falco.

Falco estaba tembloroso, tieso y blanco como un muerto, apenas podía articular palabra.

—¿Qué hicisteis con mis pobres hijas, maldita hija del Averno infortunado? —farfulló Falco entre palabras casi inaudibles.

—Bien, tal vez yo pueda: fue el cómplice de mis pasiones, el Sepulturero de Auschwitz, o así lo llamaban. ¿Verdad que eso no lo confesasteis nunca, anciano? —le sonrió malévolamente la baronesa.

—Oh, bruja inmunda y desalmada. Ponéis en labios de un simple ermitaño solo la torpeza que mueve al engaño. Eso no es posible ni por alma alguna concebible, que si lo que oliera a azufre hubiera de parecernos infernal todos los caminos conducirían al mal. Mas este no es el caso y sé de la fama que os precede, baronesa, o Ángel de la muerte, así os llamaban por aquellos lares, ¿no es cierto? —le inculpó la princesa

La baronesa quedó traspuesta por unos instantes, no pudiendo reprimir una risa de histeria.

—¡Oh, cómo os escabullís, maldita!, ya atrapada entre margas y gredas, cual vencejo y avefría en busca del caldeado reposo, lejos de los gélidos humedales del espacio brumoso —le espetó Graco, encolerizado.

—Cuidado, princesa —le apercibió la baronesa—, que trífida es la raíz de Hades y su tridente, igual que el que todo lo sopesa, con la justa balanza que nos procesa, la nutricia tierra que ahora os envuelve atada y condenada está a crueles ligaduras, las que fija Hades bajo argollas y amarguras con el triste dolor de los argivos1 arrastraréis vuestras penas, y, si eximios son los nobles caballeros que han de conjugar sus versos y mostrar el entrecejo con arrestos perversos, cual hijo predilecto de Ilión que desconoce el poder de la ambición, ya os aviso: que no hay fuerza capaz de retar a Hades en este entuerto.

—Sonáis como una absurda paradoja a destiempo, como un vulgar devaneo que corriera a contratiempo, ante los clamores de vuestras trompetas y en sus más furiosos arreboles, con la intención de someter a todo el Limbo y sus temores, vos, intercesora de lo maligno, con el solo propósito de uncir su corona entre estériles y yertos páramos, los que solo acatan en su magisterio los torreones de la infamia, sonáis con la placentera elocuencia del sordo murmullo, el de mil almas desterradas, y contraídas en su agonía desesperada —le inculpó la princesa Lucilla.

—Oh, alma descarriada —le censuró Graco—, pondera tu más taimada procela sobre el raudo corcel de tu espuela bajo el firmamento infecundo de tu reino, donde tiñen pavorosos doseles a los ojos de los hombres, donde la herrumbre acorta su velo contrahecho con la vana esperanza de un mañana en tu provecho, alma deprimente que perturba y acrecienta las dudas y los pesares, sombra de macilento desvelo, la que muda su virtud en deprimente saeta a los que guardas insepultos tras tu gruta más secreta. ¿Qué hiciste?, pues el Limbo acorta ya sus días, recoges con tu bieldo las sobras de sus pastos, más te hubiera valido un verraco semental para trocear y cocer a su gente, separando su alma de su cielo, oh, frígida ramera impetuosa, ¿qué infecundo misterio ha de caber en tu profuso ornato para contravenir las más veneradas leyes profanando hoy su templo? Decidme, heraldo del maligno.

—¿Aún no conocéis la triste verdad, valiente Graco?, es tu rey, tu honrado rey, quien hizo un pacto con Hades, que si turbia es la causa más confusa es su gracia, ¿y todo por qué? —proclamó la baronesa.

—Oh, falacia de incierta apariencia, cual galgo galopante que asomas distante, hoy nos acometes en esta noche descarriada con el gozoso espíritu del que se vale de la burda añagaza para arremeter con furia desenfrenada su más alto atributo en contra de la raza de los hombres, el que solo el diablo vio en vos si eso ha de ser verdad, más valdría ser clemente bajo una noche creciente, la que goza del frío llanto del infortunio con el cáliz sangriento y del mismo bebiendo —le espetó la princesa—. Deportando al incierto destino a los más mancos, tullidos y fingidos, desde Panonia a Moravia.

—Cuánto me temo, querida, que vuestro adorado rey se haya dejado una puerta más abierta que su entrepierna, tan irreversible es su causa como vana tu ignorancia, pues de ese pacto salió vuestra hermana, ¡rescatada del mismo Hades!, cual canje que no se olvida; y ante esta severa revelación, un pacto secreto y sellado, la de una entrante, como el orto de un ignorante —la baronesa cogió a Graco por su brazo y le hizo mirar el gran torbellino del agujero negro de Criptus en el cielo estrellado bajo la cúpula de palacio—. Mas si aquello han de ser las tragaderas de Criptus, ese coladero del que os hablo no ha de hacerle ascos, que hasta un ciego como Falco podría entrar y salir todo un trienio y no morir, flanquear los más tenebrosos umbrales del inframundo y estar de vuelta a la cena sin más ayuda que su bastón, y no lo digo con intención.

—¿De dónde os llegó esa historia? —le preguntó arrugando su ceño Falco—. ¿Quién os la contó?

—¿Que de dónde me llegó? —se le echó encima como una áspid lady von Thyssen—. ¡Qué callado lo tenías, sepulturero!, ponle tapa a tu trasero, si una epístola ha de empezar, ponle rimas al acabar.

—Oh, Germania, lienzo de fértiles llanuras, de frígida luna y su amargura, ¿dónde puso con su arrojo su dardo más gélido y venturoso? Hoy descubres tu diáfana congoja, como duende con guirnaldas puso el tedio a tus entrañas —declamó la princesa.

—Y descubierta queda su verdad, princesa, más que la aguda flecha que hiela y abrasa, pues hasta las risueñas candelillas de la noche me ocultaron la realidad, ¿desde cuándo, estimado Falco, desde cuándo lo sabéis que jamás me lo pudisteis advertir? —le apeló herido en su semblante Graco.

Lady von Thyssen agarró por el cuello a Graco y lo llevó al centro del techo cúpula de palacio, donde se divisaba el glorioso cielo estrellado.

—Mirad, condenado, si no sois tardo y algo mermado, esa matriz luminiscente de estrellas, pues allí refulge Moravia, a su rebufo Panonia, a su diestra Renania, y allá la esplendente estrella de Corvino, al que a un ingrato bien le convino, mas justo en su centro, ¿qué veis? —apuntó la baronesa con su mano al enorme agujero abisal de Criptus.

—Germania, señora —se encogió, acongojado, Graco.

Lady von Thyssen se mordió los labios y frunció el entrecejo, alzando sus ojos al cielo, desconsolada y enfurecida.

—¿No será el ojete de Cerorrinco? ¡Ah! —bramó la baronesa fuera de sí.

—Lo desconozco, señora.

—¡Pues por el culo te la hinco! —exclamó hecha un poseso la baronesa, luego prosiguió—: Y en su confín, Germania, un pequeño mundo desangelado, en la periferia del espacio ocupado, donde la muerte te asediará —alzó su mano la baronesa hacia la cúpula palaciega la cual permanecía corrida en parte mostrando el negro cosmos y sus dominios.

—Asediado de bosques de verde oscuro como los tejos, ¿se me olvidaron los consejos? —replicó ahora Graco.

—Pero el mañana nunca espera y solo a un abismo es adonde conlleva —le contestó la baronesa.

—El rey me mandó callar, pues si esta historia tan ardua es de recitar, hasta la piedad desprovista de su más excelsa barda y su bondad lloraría a los ojos de un mortal, mas todo el Limbo desertaría hacia el oscuro e incierto orto en su final —Falco apuntó con su mano hacia el estrellado Criptus.

—Excelente declamación, sepulturero, bien que fuiste mi más valiente pregonero que entre los más fatuos y tullidos siempre de los más queridos, ¡a la hora de enterrar!, ¡que harto es de olvidar! —la baronesa se fue hacia la figura de la princesa, con una artificiosa sonrisa aproximó su rostro—: Del dolor que os pretendo inferir, señora, ni las más fieles escrituras se atreverán a desvelar tan perdurable primor a los ojos de un mortal, mas si esto ha de suceder con el porte angelical de una ninfa al natural —la baronesa mostró sus negros guantes—, moldearé en vos a imagen y semejanza de una sílfide, más ondina que Diana y más sumisa que guardiana, las que solo el arte sabe concebir en su esmero, los prodigios del arte han de imitar a la hermosa fragancia y, en su más temprano arcaísmo, al pavor con la más sobria pujanza.

—Oh, ¿qué vais a hacerme, engendro demoniaco?, jamás os confesaré nada, antes muerta, mas sé de vuestras acechanzas, las que no quedarán en silencio, nadie osará someter al Limbo ni en su espera ni desde esa podrida ratonera —le advirtió la princesa Lucilla.

—Cuán estériles concúbitos son estos mortales que en su sapiencia ya maquinan y conciben actos atroces sin apenas llegar al más leve y lúcido descernimiento y, en su propia flaqueza, ¿qué es lo que tanto os aqueja? —le interpeló sarcástica la baronesa.

La figura de lady von Thyssen se contoneó ante la princesa sumida en sus miedos y gemidos.

—Qué purgada y libidinosa os cuelga esa lengua tan mezquina y pretenciosa —rezongó la princesa.

Falco y Graco trataron de poner tierra de por medio; antes de que pudiera amedrentarlos, la princesa accionó desde su trono una palanca que hizo que una losa corredera granítica y polvorienta se corriera mediante un mecanismo rocoso bajo sus pies, y el cuerpo de ambos cayó precipitadamente desapareciendo por un gran foso, ante aquella mensajera del miedo, que se preparaba para castigar a la princesa, entre gritos desgarradores que con un eco atroz corrieron por todo palacio.


1 Argivos: (Od. Canto XI)