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ACTO FINAL
En la brecha de Hochwald, bajo las altas murallas Sigfrido, un destacamento de hombres y toda una legión del reino de Panonia se adentraban en los sobrias entrantes al Inframundo, los umbrales dejados abiertos por el difunto Honorio, rubricados bajo el sepulcral sello de la muerte, un pacto con Hades. Tras el destacamento se erigió una columna de dragón que dominaba toda la tenebrosa fisura, aquel conducto que comunicaba con Hades y ramificaba hacia Germania. Con antorchas en mano, se abrió igual que un sarcófago, chirriando como una vieja puerta de roble que no giraba sobre sus goznes desde hacía una eternidad. Quintus en cabeza escrutaba la impenetrable oscuridad de un tubo de gusano interminable, entre la luz que despedían las antorchas, comenzó a avanzar lentamente por entre las lisas paredes de granito, surgiendo grietas por todas partes.
Después de dos jornadas de trecho, parecía que ese subrepticio conducto terminaba frente a lo que parecía un paso hacia tierras germanas. Una columna con doble fondo fue echada a un lado y un acceso secreto comunicó con un pasadizo abovedado, por donde se introdujeron; se despejó ante ellos tan sinuoso, serpenteando y llegando a un umbral de rejas desde el que se veía un pequeño riachuelo desde las alturas. Eran unas cloacas que corrían a través de un túnel tenuemente iluminado con antorchas colgadas de sus vetustas paredes, las cloacas de Teutoburgo, según indicaba el mapa.
Las paredes se cerraron tras ellos con un fuerte portazo y se hizo la máxima oscuridad. Caminando por el pasadizo, el suelo se movió tras ellos y una rampa tobogán se erigió de frente, por la que cayeron desde unos cinco metros de altura dándose un tremendo chapuzón en aquellas aguas fecales de la cloaca. Tras largas horas entre una pluralidad de pasillos angostos y paredes ensambladas de claro metal, consiguieron adentrarse en los laberínticos dominios del castillo, ya que las paredes fueron presentando bocas ornamentadas con forma de arcos de estilo gótico y palaciego. El destacamento donde iban en cabeza Quintus, junto con Marcelo y Horacio, después de deambular sin rumbo fijo y a la deriva, bajo un agua que discurría procedente de las canaletas del tejado, dieron con una tronera que se divisó bajo sus pies y la cual estaban pisando. Se apercibieron de una extraña luz tras los barrotes de hierro procedentes de este. Luego vislumbraron la imagen de cientos de personas, tras el cristal de esa lupa de aumento de la tronera, pudieron distinguir los focos de luz de lo que se asemejaban a quirófanos clandestinos. Decenas de individuos se dilucidaron con traje de cirujano y mascarilla que con bisturí trataban de acometer e intervenir a sus gentes. Eran cámaras del terror, gabinetes de experimentación de truculentas operaciones donde eran intervenidos como cobayas. Aparecieron figuras deformes y horrendas, mutiladas como pavorosas máscaras sin epidermis, moldes de masa, enormes hogazas cubiertas de desagradables excrecencias cutáneas, las que troquelaban como a pellejas de las cuales solo se distinguían los ojos.
Quintus quedó cavilando por unos segundos sin pestañear, viendo cómo el agua seguía deslizándose a través de la canaleta; era un sonido asombroso y, a la vez, aterrador, en un lugar apartado donde el silencio dominaba sus aposentos. ¿En un lugar tan aislado, qué clase de cirugía se podía estar llevando a cabo a esas horas? ¿Qué clase de lugar era aquel que surgía tras el tragaluz?
La avanzadilla venida de Panonia desembocó perpetuando su marcha en una red de evacuación de aguas con forma de bóveda de cañón, muy estrechas, iluminadas por una hilera de hediondas antorchas que colgaban de sus paredes graníticas, las que evidenciaban una gran antigüedad.
Hasta allí llegaba la influencia de ese eje bipolar, el bien y el mal dirimían sus fuerzas en el tablero del infortunio bajo aquel nocivo eje en el que se movía la humanidad. Desde un sitio tan soterrado como aquel se podían hacer todas las conjeturas habidas y por haber, se sentía el cerco opresor que la noche iba extendiendo. Solo divisaban fantasmas, y las brumas ocultaban sus siluetas sibilinamente en las márgenes. Las aguas eran tibias y negras como las de Caronte1 sobre la Laguna Estigia2, y la luna comenzaba a asemejarse a la diadema del dios Sin cuando esta alcanzaba su plenitud, ¿o tal vez era Lucina la deidad que alumbraba la lobreguez a los romanos?, pero el Limbo se encontraba en un dilema, un nuevo amanecer se estaba despejando en los perpetuos abismos; eran las resplandecientes y colosales puertas que siempre se abrían ante Shamash3, el Dios asirio.
En eso que esos tramos de la muerte desembocaron en el interior del castillo por una escotilla de acero que produjo un ligero chirrido al ser abierta y por la que se filtró un tímido haz de luz procedente de una radiante vidriera, llenando los sombríos interiores de las cloacas, dividiéndola en una zona con luz y otra en sombra. Un trecho de amplia superficie se despejó ante sus retinas entre la nube de polvo, con un pasadizo escalonado en pendiente y techado con ménsulas; tras sus paredes se escuchaba un gran vocerío en alemán proveniente de algún remoto lugar.
Era una segunda red de evacuación de aguas de dos metros de alto, unas paredes de gran grosor se alargaron por más de una milla hasta conducirlos a un pórtico bloqueado por una losa monolítica de granito de espeso grosor.
Las manos de Quintus destaparon con duro forcejeo el enrejado de gruesas barras paralelas; tras la claraboya circular y el piso había un falso techo de medio metro por el que el agua caía a raudales; se introdujo por el desagüe y comenzó a recorrer los interiores del conducto. Desde el techo de bóveda de la cripta, las antorchas aún permanecían encendidas, pero se estaban apagando y ya casi ni iluminaban los contornos de aquellos bloques.
Era un conducto de metal, los cuerpos y pesadas armaduras de los soldados panonios se escurrían y a cada medio metro del tramo se filtraba una claraboya de luz proveniente de los aposentos reales.
Aquel contorneado camino llegó a su fin y el destacamento salió al exterior de un marmóreo palacete, una puertecita se entornó a un lado desde una figura adosada con cuerpo de demonio, la cual dominaba el canal; ante ellos sobresalió un alto precipicio bajo sus pies. Trataron de guardar buenamente el equilibrio y se agarraron a los asideros de aquella estatua sobre una fachada renacentista con sus columnas acanaladas, frontones triangulares en lo alto, sorteando los salientes de la pared sobre un puente levadizo.
El puente levadizo los condujo a una cámara sellada con unas vagonetas que surcaban una estrecha vía de raíles de las que ignoraban su destino. Atravesaron la estrecha cámara con paredes de acero reforzado y segmentadas con tramos desnudos de basalto, una especie de estructura de hormigón grisáceo; luego comprobaron que tenía forma de hangar y una compuerta cerrada, con un piloto rojizo parpadeante, allí las vagonetas iban a parar quedando estacionadas, la vía terminaba tras sus puertas.
Las vagonetas estaban vacías, pero las tres primeras disponían de enormes cajas de aprovisionamiento y munición, con el signo distintivo de Germania y con el (Waffen und Gerate/Munition: Armas y Aparatos / Munición).
De repente, el piloto mudó su luz por la de verde y unas compuertas de acero se abrieron, las vagonetas recibieron un impulso eléctrico, comenzando a moverse en dirección al hangar. Toda la tropa las siguió.
Los raíles pasaron al otro lado y las compuertas se cerraron, otro puente levadizo emergió comunicando con una alta torre del castillo.
Y es que en una noche tan infernal, ¿dónde estaba la verdadera línea divisoria entre lo real e imaginario?, era tratar de discernir algo en un desierto a través de las dunas dantescas de sus vientres y gibas, que eclipsaban la ruta a seguir en una cerrada velada; nada se advertía, pero sí se intuía, y los germanos se andaban con mil ojos ante todo lo que se aproximara a su recinto amurallado.
Quintus franqueó los umbrales del puente, absorto, contemplando aquella obra de la ingeniería; nunca había estado tan cerca de un lugar tan siniestro, se olía fuertemente a combustible y supuso que habría dependencias próximas destinadas a este. Aquello los germanos lo habían tomado muy en serio. ¿Qué podía esconderse realmente detrás de aquel pergamino? ¿Algo que no acertaba a comprender? ¿Qué secreto intrínseco realmente guardaban en aquella ratonera? Le hizo sospechar, pero ¿en qué dirección se movían las pesquisas? Se sentía como un explorador que no sabía qué ruta seguir, todo era enredoso y parecían cruzarse en los agrestes caminos de la soledad y el abatimiento, era serpentear una ruta sinuosa que no llevaba a ninguna parte.
La tierra se curvó ante ellos, el firmamento se marcaba cayendo en su circunferencia implacable y los estratos superiores de la atmósfera comenzaron a oscurecer el puente y los compartimentos interiores. Pasando de una tonalidad clara y azul celeste a un negro cada vez más acentuado, muy próximo al anochecer.
Luego sintieron un frío espectacular, un frío atroz que corrió por todas sus venas, todo se hizo oscuro, las sombras dejaron caer su manto sobre las altas pilas de cajas y vagonetas, y en especial, la de aquella torre que como siniestra esfinge ocultó su horrible rictus en su sueño infernal.
Los motores de los raíles dejaron de emitir sonido, se hizo el silencio más absoluto y una extraña inseguridad se apropió de todos.
Por los interiores de palacio llegaron a un pasaje repleto de tragaluces discoidales, a la luz de sus antorchas fueron desenmascarando con cierta claridad meridiana aquel tugurio; las velas tremolaron de sus candeleros en las estancias sobrias de aquel templo, parecía una colección inimaginable de trazas dantescas, razas estremecedoras, dada su fisonomía, de parentescos tan dispares que era realmente arduo de digerir para un recién llegado e incluso hacer una lectura acertada de ellas; era una vasta colección de retratos de seres sumidos al espantoso trance de la tortura, otros deformes y contrahechos, algunos candelabros de las paredes daban un toque de distinción, primaba un ambiente decadente y caricaturizado en sus características propias, la de su especie; la moraleja estaba en que profetizaban un algo nada alentador, eran abominaciones ancestrales venidos de un pasado cavernoso.
A veces no era sencillo dictaminar y, a la vez, admitir que lo más próximo al aislamiento total podía ser la mentira, un aislamiento de tal degradación y naturaleza que la fuerza humana era incapaz de afrontar y abarcar en su entera magnitud; ese mundo externo representaba una especie de pozo o caverna, igual que el misterio íntimo de un cuerpo extraño. Los que vivían y pululaban componiendo todo aquel detestable bestiario, como una omnipresente serpiente que te retorciera, mostrando sus órganos extraños y volubles, tan anormales, los que componían aquellos cuerpos nunca antes vistos, los que hacían temblar al más venturoso, acallarle de por vida y convertirlo en el más humilde y sumiso de los hombres vivos.
Así se curtía y reinventaba uno mismo en un mundo lejano, en el más allá, y así se creaba todo lo demás; los círculos del pensamiento y las experiencias no dejaban de ser un círculo concéntrico del pensamiento, lo interno, y al otro lado, el hostil mundo externo. Uno se podía imaginar esos círculos de pensamiento como algo abstracto, con esas imágenes dantescas e imperfectas, gestos retorcidos y espantosos, abominaciones del terror, vagos recuerdos en las márgenes de la realidad; parecía algo ficticio y de ensueño el que habitara en las peores pesadillas. En el mundo interior surgían los motivos, los que posteriormente eran aplicados en sus actos en el teatro de la realidad, a través de los dialectos y diferentes lenguas que componían los hábitats exteriores y reinos del Limbo, con sus formas, costumbres, ese círculo tantas veces replanteado en el que la mente humana se expandía y engrandecía, como en una tragedia sublime. Esa era la imagen, en la cual mente y realidad interrelacionaban mutuamente.
Siempre supusieron que iban a tener problemas en Germania, dada su situación en aquel tétrico castillo de desabrida apariencia; bajo su cúspide, la gigantesca torre de Vorchdorf se ubicaba un enorme ojo de cíclope.
Salieron a una terraza giratoria sobre la que se apreciaba el anochecer y, desde las alturas, la bella estampa de los bosques germanos y sus dominios, para ser precisos, muy cerca de una zona de atraque, un ascensor cilíndrico de cristal ascendía al nivel superior del castillo. Cruzaron una pasarela que comunicaba con otro sector palaciego por entre las branquias de aquel coloso de acero, sumergiéndose entre un tropel de cuerpos apretujados.
Una poterna hexagonal apareció frente a una pared metálica al final de la pasarela, la cual se abrió, dando paso a un largo pasaje de paredes lisas y suelos plomizos relucientes. Se encontraba despejado, sin presencia alguna de nada ni de nadie.
Con sumo cuidado, comenzaron a recorrerlo: pequeños compartimentos se bifurcaban hacia cámaras donde se perdía la vista entre tenebrosidades y sombras. En aquella extensa cámara, un siniestro silencio se apoderaba de su alma. Unas rutilantes losas de tono café se extendían por toda su superficie, un tragaluz con forma de ojo giratorio transparente dejaba diluir los rayos blancos y magentas de los deflectores de las torres custodias. En uno de los lados de la cámara se hallaba un extractor de aire por el que penetraba con furia impetuosa el viento; hacía agitar violentamente unas tiras de tela hechas girones, provenientes del conducto de refrigeración. Daba la apariencia de mover tentáculos a voluntad propia. Cuatro columnas centrales se alzaban majestuosas en el centro.
Fuera del perímetro pudieron comprobar a un destacamento de soldados germanos bajo negros trajes y cascos de burbuja de cristal montando guardia. Unos largos tubos canalizaban el oxígeno llegando al suministrador, una gran bombona de oxígeno colgaba por detrás a sus espaldas, era una especie de sistema vital.
Minutos después la escotilla de un torreón se abrió y una pasarela fue echada tocando tierra; de ella vieron bajar a un pelotón de la Einsatzgruppen. Desde un pequeño elevador situado al final de la plataforma emergió la figura de un oficial con escafandra de ojos adustos y mirada frívola, alzaba su cuello manteniendo un impecable porte marcial; era enjuto y estirado, dando órdenes por doquier, iba precedido por el destacamento militar que transportaba un aparato sofisticado que lo arrastraba a lo largo de la pista por medio de unas ruedecillas. Llevaban trajes presurizados espaciales color negro, así que el monótono feld-grau había dado paso al negro schwarz, sus miembros tanto brazos como piernas estaban protegidos por una capa plastificada y plisada semejante a los muelles.
La traición germana había sido consumada y aquel complot urdido y llevado en la clandestinidad a espaldas del mundo por fin se descubría.
El oficial dio tres pasos al frente hasta personarse frente a las tropas, se aproximó al aparato acompañado por dos soldados que portaban Machinenpistole 38 de cañón modificado, acabado en una especie de cañón atrompetado de línea futurista; pasó su mano y limpió una leve capa de arena de sus bajos, carraspeó nervioso a través del cristal de su casco. Observó cómo se encendía aquel aparato que traían consigo, se trataba de un difusor holográfico que proyectaba una imagen que se podía percibir en 360º con un correcto paralaje horizontal. A dos sendos lados se levantaban dos alternadores con dos pilotes en espiral puestos en paralelo.
La rampa comenzó a chisporrotear y el aparato hizo temblar todo el muelle, luego saltaron unos rayos rojizos que se fundieron en una imagen concéntrica tridimensional, dando forma a una horrible cabeza, la cual flotaba voluminosa, habiendo sido aumentada por las lentes de la máquina; ese holograma mono-color de luz rojiza, entre chirriantes chasquidos de rayos hizo contener el aliento a todos.
Un fuerte olor a aire quemado recorrió las estancias limítrofes y todo ese ambiente carente de gérmenes y esterilizado, bajo las máximas condiciones de asepsia, comenzó a emanar un hedor difícil de describir, una mezcla entre hierro calcinado, combustible y vieja madera de roble.
El oficial con porte castrense se cuadró ante esta y colocándose delante del holo, tratando de entablar comunicación, bajándose una doble visera ahumada del propio casco para que no le quemara la retina, lo mismo hicieron todos. Desde la distancia Quintus y los soldados panonios corroboraron atónitos que esa imagen no era otra que la de la propia baronesa von Thyssen, con alguna orden especial y de urgencia, por lo visto debía saber o percibir la intrusión enemiga.
El séquito germano se apartó a un lado para que aquel terrible espectro contemplara el panorama, su imagen se alargó del interior de aquellos dos transformadores sobresaliendo su frente dibujando una maléfica sonrisa.
La imagen comenzó a hablar en una lengua desconocida para todos, aquel rostro tan espantoso puso los pelos de punta a las pertrechadas tropas de Quintus. La delegación germana entablaba y asentía a los mandatos de la baronesa, ese demonio con apariencia de mujer quedó fijamente mirando al visor del oficial al mando, comprimiéndose de avidez y contrayendo una sonrisa cruel y sardónica; tras los visores de sus cascos todos percibieron su gozo. Pero de repente, la imagen holográfica lanzó un grito de histeria espeluznante que se propagó con un eco ensordecedor por todo palacio. La baronesa había avistado a las tropas de Quintus acantonadas tras los altos pilares circundantes, de alguna forma los descubrió aunque no se sabe cómo.
La legión de hombres armados panonios al mando de Quintus no demoró más la espera e hizo acto en la escena; se intercambiaron disparos, las lanzas de los caballeros de Panonia repercutían en las pilastras de palacio y los soldados germanos trataban de repeler el ataque desde sus potentes Machinenpistole. Los escudos de los caballeros panonios repelían los impactos y hubo una lucha sin cuartel cuerpo a cuerpo con el hierro de sus espadas.
Horacio topó de lleno con la figura del Jorobado, que acurrucado y escondido desde una columna en el interior de castillo, lo llamó en la distancia:
—¡Mi señor Horacio!, ¡venid, es por aquí, yo os guiaré! —le gritó.
Allí acudió Horacio secundado por Graco y el general Quintus.
—¡Por Dios bendito!, Jorobado, bien hallado seáis, debéis llevarnos a la mayor prontitud hacia el puente del Tiergarten para que podamos acceder a las tierras más septentrionales y, donde exhaustas, las fuerzas del Limbo en su espera puedan hendir el pendón de una paz duradera —le solicitó un ansioso Horacio.
—Estimado Horacio, yo os guiaré, abriendo brecha, entre esta rugiente algarabía que nos acecha —le contestó el Jorobado— y, en el más severo alegato, consagraremos nuestro regocijo contra el que, parapetado desde su más recóndito escondrijo, impregna de quebranto la voluntad de todo un pueblo, subyugando y agravando en su mengua pertinaz, cual plúmbea e indecorosa es su estrechez, de ultrajante mirada y desfachatez. Descabellada es la opresión, como impío su reino de desconsiderada pasión.
—¡Oh, guardián del imperecedero reclamo!, como el que habla con sobrado desdeño de la suculenta progenie de la que vos nacisteis genio —exclamó ahora Graco—. No sois desmerecedor de tan noble gesta, raudo os presentáis como el vulturno matutino, el que sopla hacia el orto incorpóreo del sol desde su predominante dominio.
—Avancen vuestras gracias, al regazo de mi sombra, que yo os guiaré cual Hermes4 en su alfombra, pues desde aquí equidista medio trecho hasta el Tiergarten, el que robustecido en su más inmediato discernimiento, surge tiznado y maltrecho desde tan pétreo cimiento sin arbotante ni contrafuerte sobre el que la noche en su graciosa odalisca no logre traspasarlo con su hendidura morisca, entrelazando guirnaldas y cimbras y proyectando sobre el abismo la ciega paranoia de su espejismo —proclamó el Jorobado.
—Pues raudo hacia él llevadnos, Jorobado, ya sea endriago o quimera, el mal se afianza en la contigua estrechez de esta ardua ratonera y, en la vaguedad de su conjunto y trasiego, con el más casto desasosiego —le apremió con diligencia Quintus mientras mantenía un fuego cruzado con las guardias germanas dentro de las estancias.
—Multiplicad vuestras preces por mil, que yo velaré por vos desde el Tiergarten hasta el confín —respondió el Jorobado, observando a Horacio.
Casetonadas bóvedas de cañón que terminaban en sendos ábsides se abrían hacia una terraza anillo.
Deambularon entre las tétricas galerías y las profundidades de aquella fortaleza, contemplaron abstraídos y helados entre los espacios y paredes de policromías de mármoles, una pálida luz que se filtraba procedente del techo cóncavo. Llegaron a una terraza anillo emplazada en una alta torre, arribando a un puente levadizo bastante angosto que cruzaba hacia otro edificio-torre de diminutas claraboyas bajo la estrellada cúspide del cosmos. Era la terrorífica torre de Vorchdorf. Era una vista realmente sorprendente y sobrecogedora, se podía contemplar en toda su magnitud el espacio exterior mientras que, a un lado, la esfera luminosa y lunar colgaba de ese negro telón; un pequeño muelle de atraque surgía adosado de esta. Y allí sobre el puente de Tiergarten desembocaron, en una marabunta de cuerpos apelotonados, en vanguardia las fuerzas de Quintus, y a la retaguardia las germanas, con espada en mano hacían crujir sus hojas en un combate fiero y sin tregua, los cuerpos yacían sin vida sobre el piso; cuando de repente y haciendo estragos, los cuerpos de los soldados panonios comenzaron a ser arrojados por el Tiergarten como simples marionetas, una fuerza descomunal con apariencia fémina y oscuro disfraz se fue abriendo paso hacia el grupo comandado por Quintus, entre un compactada guarnición de guerreros que se apretujaban sobre el angosto piso. Lanzaba blasfemias y maldiciones en alemán, gritando sumida en una histeria colectiva. Los fogonazos se volatilizaban en el aire y se oyó un impacto lejano, era como si una de las descargas de la guardia panonia hubiera chocado contra algo extremadamente sólido rebotando en él; en efecto, un disparo había alcanzado de lleno a la baronesa, pero el mismo no había conseguido dañar su integridad física.
—¡Qué engreída cornamenta engalana la noche con tan sublime osamenta! —exclamó lady von Thyssen, desvelándose ante los insurrectos comandados por Quintus en referencia a los yelmos panonios que dejaban ver sendos pitones en lo alto de estos, la baronesa redujo y fue mermando el reducido grupo en el que batallaba Quintus, decapitando sus cabezas a golpe de sable, o con zarpazos con sus manos que hacían caer a los hombres a sendos lados del puente—. Convencidos en circunscribir con el arrebato de su espada, lo que no pudieron desterrar ni en su arrojo ni en su causa, a esta perra tan taimada, ¡cuán puestos se presentan estos esbeltos y ágiles mancebos!
La baronesa lucía cabellos crespos y frisados, portaba un negro uniforme de cuello plisado y hombreras almidonadas, la hacían sustentar un aire místico y de potestad con su capa. Unas espinilleras de plástico reforzado sobresalían por encima de sus botas y unas coderas antichoque de los antebrazos.
Precipitaba con sus manos a los guerreros panonios abocándolos al más infernal de los finales, atestiguando cómo caían despeñándose por el cruel abismo desapareciendo de sus retinas.
—¡Acallad, hija del Averno!, no hay causa que desmerezca más mi arrebato si por este quebranto hoy salto y me mato; en el destierro y en tu morada, hoy surgís revuelta y algo arrobada. Estériles son tus mañas y libaciones, pécora incestuosa, detentora y brizadora de la más acuciante mentira —la desafió Quintus con espada en mano.
—No hay fuerza con qué oponerse a la retadora voluntad del que plañe sobre las cornisas del deseo y en su más alto apogeo, la muerte que tanto mordisqueo —replicó ella con una glacial sonrisa, con esos ojos adustos y mirada frívola; alzaba su cuello manteniendo un impecable porte marcial, era enjuto y estirado, su labio superior vibró, síntoma inequívoco de un irrefrenable acceso de hilaridad—. Ensañarse ante el error venial de un simple depravado, queda en la aflicción del sordo peregrinaje donde tan exentas palabras de franqueza siempre otorgan sus grandezas y, en la hueca y despótica férula de su abatimiento, yacen tan nubladas en su entendimiento. Triste despojo contrahecho, ante la severa obstinación, ¡es aquí donde se alzan siempre los proscritos!, ¿dónde cuelgan tus espadas, infeliz valiente?, ¿dónde el trono de tus reyes? ¡Oh, Panonia de vaporosas ninfas!, ¿dónde yacen tus cimientos?, ya sumida en la sombra y el recogimiento. La sabia franqueza nunca ha de obviar sus buenos principios y, en el carácter voluble que mueve al nublado juicio, es donde ha de regir la cordura y no la resonante voluntad de un proscrito, ceñido a su armadura, ¿qué ciega verbosidad os condimenta y solivianta?, ¿la de un rey que tan sumido anduvo en la discrepancia?
—Enramadas en la armonía, así son las brisas de tu melancolía, pero con qué infundio repercute su perfumado desaliento, cuajado de carmines en su más puro abatimiento. ¡Oh, bruja deslenguada!, que en tu pertinaz y soez lenguaje desoyes la llamada de los justos, pábulo y burla de las almas descarriadas, saciada de instigar disputas y en la contienda y en la reyerta, con la diestra bien cubierta, con la mano que borda la urdimbre más devota, ciñendo el hierro y la espada, en tan muerte dilatada —replicó Quintus.
—¡Con qué espurio atetizan estos muertos!, con el empalagoso circunloquio de un demente, triste heraldo sumido en el destierro, aquí yacerás insepulto en tu dicha y en tu hierro —lo acechó la baronesa, acorralando en última instancia al general, después de haber reducido a todo el grupo—. Divina soberana es la persuasión, la que cohabita en el limbo de los que nunca acatan sumisión. Pues bien, que así sea —Lady von Thyssen después de haberse abierto un hueco entre una guardia de hombres que lo cubrían, a golpe de sable, atrapó por el cuello al general Quintus, ahogándole en un gemido espantoso que nadie pudo sofocar. Unos dedos gélidos se abalanzaron sobre su cuello, fue levantado en volandas por una mano. Luego el general la pudo ver cara a cara, eran unos ojos sin vida, plomizos como el cielo, con aquel porte de otro mundo; en la distancia Horacio gritó horrorizado ya a las puertas de la gran torre en compañía del Jorobado y Marcelo—. Oh, balbuciente agonía, ¿qué drupa nos ha de dispensar la letanía para cuando sin causa ni juez yazcáis sujeto sin vida ni nuez?
—¡No! —gritó Horacio cayendo de rodillas ante tan espantoso crimen.
Quintus fue alzado del suelo y luego decapitado de un sablazo por la diestra mortal de la baronesa, que blasonó mostrando su cabellera cual suculento trofeo al aire. Horacio no pudo reprimir su angustia desde el final del puente, las fuerzas de Panonia sintieron tan honda impotencia que, exangües y arrinconadas, apenas pudieron contener a las fuerzas contrarias.
Lady von Thyssen tuvo un acceso tan lascivo y lleno de placer como un verdugo que sintiera verdadero orgasmo por su oficio, una locura desenfrenada en una loca velada donde los sinsentidos se escapaban de su tarro de formol para impregnar con su frenesí todo cuanto abarcaba en su camino.
Frente a la poterna de la gran torre de Vorchdorf, el Jorobado arrastró a Horacio y a Marcelo hacia el interior.
—¡Vamos, señor Horacio! —le persuadió el Jorobado, abriendo sus compuertas de acero—, no hay tiempo que perder, llevaremos el plan previsto o esa bruja nos acometerá como un basilisco, adentraos en la Torre, por el amor de Dios, mi señor.
—¡Oh, qué agreste turbación y desconsuelo!, con qué injusto desliz cayó un rayo desde el cielo —Marcelo con el corazón palpitante aún no se lo creía.
—Vamos, vamos, señores —el Jorobado los contuvo y empujó cerrando las compuertas.
Dentro de la sala se despejó la misma a sus ojos con su cielo estrellado de cúpula y el gran Riesenteleskop de castillo; era sorprendente poder ver la cantidad de artilugios que invadían y acampaban a sus anchas por la cámara, el conjunto de madera de los muebles contrastaba con las sólidas estructuras metálicas de las máquinas que abastecían a aquel lugar, repleto de las más grotescas y atrevidas formas. Las paredes de su fuselaje parecían de aluminio y sus escotillas tenían formas cilíndricas con graciosas ventanillas, con contrachapados y juntas soldadas a la antigua.
—En cuanto esa hechicera, esa bestia con cuerpo de mujer penetre, paralizadla, estimado Horacio, con una oda sublime, la que solemne al alma cautive. Yo, mientras tanto, la atraeré mediante este rayo tractor —se fue hacia el gran Riesenteleskop—, y si la suerte y los hados están de nuestro lado, la autoproyectaré al infinito, al oscuro abismo de Criptus, el que desde su angosta solidez condimenta el vientre de la harpía más sangrienta.
—Así sean los hados con nos, que no cejaré en mi intento, de resarcir con el más fruncido aliento, este desagravio que ha echado un telón tan negro como el pensamiento, un dosel que deberemos acibarar entre negros sufrimientos, cual lúgubre es el afán del abstruso entendimiento —declamó Horacio, afinando su violín.
Los golpes demoledores de una fuerza sobrenatural que aporreaba la poterna repercutieron en la torre, acto seguido emergió de entre los escombros y un boquete horadado, lady von Thyssen.
—¡Qué pesado es el fardo de la aflicción! —exclamó la baronesa con una sarcástica sonrisa, sacudiéndose el polvo de su capa con sus negros guantes—, pero ¿quién mueve sus hilos? ¡Ay, quien busca el abrigo que incita al engaño!, cuán grave si ignora el provecho que mueve al rebaño, que en suplencia de hogazas tragan malvas por bocazas, y vos, Jorobado, el gravamen que impuse una vez a vuestra ánima difunta es solo una minuta con lo que os pretendo hacer de verdad, mas esto también incumbe a vos, Horacio, y a vos, Marcelo, ¡qué exquisito desconsuelo!
—Oh, bruja inmunda, ni el más esbelto ajimez arabesco tuvo un porte tan funesto, no hay paridad ni armilla alguna que en el cosmos os posicione, pero dejad que improvise con algo que os traicione —le contestó Marcelo.
—¡Tocad, Horacio! —le encomendó el Jorobado acoplado desde la mira del Riesenteleskop, apuntando hacia la figura de lady von Thyssen.
—Con ese ingénito amor que tanto os mueve, señora, no desdeñaremos la ocasión, la que conllevará a vuestra perdición —le enervó el ánimo Horacio.
Se oyó un aullido estrepitoso que repercutió como un Hosanna en la bóveda celeste. Horacio tocó la Sonata de la muerte y logró paralizar por completo como un carámbano de hielo el cuerpo de la baronesa.
Luego, añadiendo una vieja oda inconclusa, consiguió despejar el celaje y el encapotado y bruno cielo germano, haciendo emerger a la luna de entre la oscura noche; era una luna llena, clara como el marfil. Ante ella quedó deslumbrada lady von Thyssen, tratando de no mirarla, estaba paralizada por completo; sus ojos se dilataron como una pantera, ocasión que aprovechó el Jorobado para mover la esclusa de lanzamiento, accionó un botón del panel de mandos y los propulsores del Riesenteleskop se pusieron en ignición, produjeron una onda expansiva de choque que casi rompe las escotillas circundantes con un sonido a reacción tal como un temblor de tierra autoproyectando a la baronesa mediante una deflagración del rayo tractor hacia el inmenso vacío sideral, lanzándola catapultada al inexorable confín y hacia las enormes e ineludibles tragaderas de Criptus.
FIN
1 Caronte: el remero del Averno.
2 Laguna Estigia: río infernal mitológico.
3 Shamash: dios acadio del sol.
4 Hermes: es conocido por ser el guía de los espíritus.