II. San Bruno

1. «Campaña» contra Feuerbach

Antes de concentrar nuestra atención en el solemne ajuste de cuentas de la autoconciencia baueriana consigo misma y con el mundo, debemos revelar un secreto. San Bruno solo promueve guerra y prorrumpe en griterío guerrero porque quiere «asegurar» ante el público, poniéndolos a salvo de su desagradecida propensión al olvido, su persona y su crítica ya pasada de moda y agriada, porque se cree obligado a demostrar que, incluso en las condiciones cambiadas del año 1845, la crítica se mantiene idéntica e invariable. Escribe el segundo tomo en defensa «de la buena causa y de su propia causa»; sostiene su propio terreno, lucha pro aris et focis[1]. Pero, procediendo de un modo auténticamente teológico, encubre este fin en sí bajo la apariencia de que se propone «caracterizar» a Feuerbach. Se había dejado caer en el olvido al buen hombre, como lo revela mejor que nada la polémica entre Feuerbach y Stirner, en la que no se le tuvo en cuenta para nada. Y esta es precisamente la razón de que se aferre a dicha polémica, para poder proclamarse, en cuanto a la antítesis de los dos términos antitéticos, como su unidad superior, como el espíritu santo.

San Bruno abre su «campaña» con una andanada contra Feuerbach, c’est-à-dire[2], con la reproducción corregida y aumentada de un artículo que ya había visto la luz en los Norddeutsche Blätter[3]. Feuerbach es armado caballero de la «sustancia», para poder dar así mayor relieve a la «autoconciencia» baueriana. En esta transustanciación de Feuerbach, probada al parecer por todas las obras feuerbachianas, nuestro santo varón salta inmediatamente, por encima de Leibniz y Bayle, hasta la Esencia del Cristianismo de Feuerbach, pasando por alto el artículo contra los «filósofos positivos» publicado en los Hallische Jahrbücher. Es una «omisión» muy «oportuna», por cierto, ya que en este artículo ponía de manifiesto, frente a los representantes positivos de la «sustancia», toda la sabiduría de la «autoconciencia», en una época en que todavía san Bruno se dedicaba a especular sobre la inmaculada concepción.

Apenas vale la pena mencionar que san Bruno, por aquel entonces, seguía dando tumbos sobre su caballo de batalla viejo-hegeliano. Escuchemos sin pérdida de tiempo el primer pasaje de sus novísimas revelaciones sobre el reino de dios:

«Hegel había compendiado en unidad la sustancia de Spinoza y el yo fichteano; la unidad de ambas, la trabazón de estas esferas contrapuestas, etc., dan a la filosofía de Hegel su interés peculiar, pero en ellas radica, al mismo tiempo, su endeblez […]. Esta contradicción, en la que se mueve y fluctúa el sistema hegeliano, tenía necesariamente que resolverse y destruirse. Y esto solo podía lograrse haciendo imposible para siempre la pregunta de ¿cómo se comporta la formulación de la autoconciencia con respecto al espíritu absoluto? Ello podía lograrse en dos sentidos. O bien se necesita, para ello, que la conciencia arda de nuevo en el fuego de la sustancia, es decir, que se retenga y se mantenga en pie la pura relación de la sustancialidad; o bien deberá ponerse de manifiesto que la personalidad es la creadora de sus atributos y de su esencia, que en el concepto de la personalidad va ya implícito en general el estatuirse limitadamente a sí mismo» (¿al «concepto» o a la «personalidad»?) «y el abolir a su vez esta limitación, que se estatuye por su ser general, ya que cabalmente este ser es solamente el resultado de su autodiferenciación interna, de su actividad» (Wigand, pp. 87-88).

En La Sagrada Familia, en la p. 220, la filosofía hegeliana había sido presentada como la unidad de Spinoza y Fichte, destacándose allí, al mismo tiempo, la contradicción que en ello va implícita. Lo que pertenece en propiedad exclusiva a san Bruno es que él no considera, al igual que los autores de La Sagrada Familia, el problema de las relaciones entre la autoconciencia y la sustancia como un «problema litigioso dentro de la especulación hegeliana», sino como un problema histórico-universal, más aún, como un problema absoluto. Es esta la única forma en que él acierta a expresar las colisiones del presente. Cree, en efecto, que el triunfo de la autoconciencia sobre la sustancia no solo influye del modo más esencial sobre el equilibrio europeo, sino también sobre todo el desarrollo futuro del litigio de Oregón[d]. Lo que no sabemos, pues hasta ahora aún se ha hablado poco de esto, es hasta qué punto condicionará la abolición de las leyes cerealistas en Inglaterra.

La expresión abstracta y transfigurada en que se convierte, para Hegel, tergiversándola, una colisión real, es considerada por esta cabeza «crítica» como la colisión real. Acepta contradicción especulativa y afirma una parte de ella frente a la otra. La frase filosófica en que se expresa el problema real es, para él, el problema real mismo. Vemos, pues, cómo, de una parte, en vez de los hombres reales y de su conciencia real, toma la simple frase abstracta: la autoconciencia, que se le antoja independiente de sus relaciones sociales y enfrentada a ellas, y, en vez de la producción real, la actividad sustantivada de esta autoconciencia; y cómo, de otra parte, sustituye la naturaleza real y las relaciones sociales realmente existentes por el compendio filosófico de todas las categorías o nombres filosóficos de estas relaciones en la frase «la sustancia», ya que, al igual que todos los filósofos e ideólogos, ve en los pensamientos, en las ideas, en la expresión ideológica sustantivada del mundo existente el fundamento de este mundo. Y huelga decir que, con estas dos abstracciones ya carentes de sentido y de contenido puede recurrir a una serie de trucos, sin necesidad de saber absolutamente nada del hombre real ni de sus relaciones. (Véase, por lo demás, lo que acerca de la sustancia dice Feuerbach y lo que dice san Max acerca del «liberalismo humano» y de lo «sagrado».) No abandona, pues, el terreno especulativo, para resolver las contradicciones de la especulación; maniobra desde este mismo terreno y hasta tal punto se mantiene él mismo en el terreno específicamente hegeliano, que le quita constantemente el sueño la relación «entre la autoconciencia» y el «espíritu absoluto». Nos encontramos aquí, en una palabra, con aquella filosofía de la autoconciencia anunciada en la Crítica de los Sinópticos, desarrollada en el Cristianismo descubierto y, por desgracia, anticipada de largo tiempo atrás en la Fenomenología de Hegel. Esta nueva filosofía baueriana ha sido totalmente refutada en La Sagrada Familia, pp. 220 y ss. y 304-307. Sin embargo, san Bruno logra volver a caricaturizarse aquí a sí mismo, al meter de contrabando la «personalidad», para poder presentar, con Stirner, al único como su «propia hechura» y a Stirner como la hechura de Bruno. Pero este programa merece que se le dedique una breve noticia.

El lector debe, ante todo, cotejar esta caricatura con su original, con la explicación de la autoconciencia en el Cristianismo descubierto y, a su vez, esta explicación con el protooriginal, en la Fenomenología de Hegel, pp. 575 y 583 y en otros lugares. (Los dos pasajes a que nos referimos aparecen reproducidos en La Sagrada Familia, pp. 221 y 223-224.) ¡Veamos ahora la caricatura! ¡La «personalidad en general»! ¡El «concepto»! ¡«El ser general»! ¡«Estatuirse a sí mismo de un modo limitado y abolir después esta limitación»! ¡«Autodiferenciación interna»! ¡Véase, que gigantescos «resultados»! La «personalidad en general» es, o bien el disparate «en general» o bien el concepto abstracto de la personalidad. El concepto de la personalidad lleva, pues, implícito «en el concepto» el «estatuirse limitadamente a sí misma». Esta limitación, inherente «conceptualmente» a ese concepto, la estatuye inmediatamente la personalidad «por su ser general». Y, después de haber abolido nuevamente esta limitación, se revela que «este ser» es «cabalmente» el «resultado de su autodiferenciación interna». Todo el grandioso resultado de esta peregrina y complicada tautología se reduce, pues, al viejo y conocido truco hegeliano de la autodiferenciación del hombre en el pensamiento, que el infortunado Bruno no se cansa en predicarnos como la actividad única de la «personalidad en general». Hace ya mucho tiempo que se ha hecho ver a san Bruno que de nada sirve una «personalidad» cuyas actividades se limitan a estos saltos lógicos ya absolutamente vulgares. Pero, en este pasaje se contiene, al mismo tiempo, la simplista confesión de que el ser de la «personalidad» baueriana es el concepto de un concepto, la abstracción de una abstracción.

La crítica de Feuerbach por Bruno, en lo que tiene de nuevo, se limita a presentar hipócritamente como reproches de Bauer contra Feuerbach las objeciones de Stirner contra Feuerbach y contra el propio Bauer. Tal, por ejemplo, cuando se dice que «el ser del hombre es el ser en general y algo sagrado», que «el hombre es el dios del hombre», que el género humano es «lo absoluto», que Feuerbach escinde al hombre «en un yo esencial y un yo no esencial» (aunque Bruno, por su parte, declara siempre lo abstracto como lo esencial y, en su contraposición entre crítica y masa, se representa esta escisión de un modo todavía más monstruoso que Feuerbach), que debe lucharse contra «los predicados de dios», etc. Acerca del amor egoísta y desinteresado, Bruno copia casi al pie de la letra tres páginas de Stirner, pp. 133-135, en contra de Feuerbach, del mismo modo que copia bastante torpemente las frases de Stirner: «todo hombre es su propia criatura», «la verdad es un espectro», etc. En Bruno, además, la «criatura» se convierte en una «hechura». Pero, más adelante tendremos ocasión de volver sobre la explotación de Stirner por san Bruno.

Lo primero con que, por tanto, nos encontramos en san Bruno es con su continua supeditación a Hegel. No podemos detenernos aquí, naturalmente, en sus observaciones copiadas de Hegel, y nos limitaremos a seleccionar y reunir algunas frases de las que se desprende con qué firmeza de roca cree en el poder del filósofo y comparte su quimera de que, al cambiar la conciencia, al tomar un nuevo rumbo la interpretación de las relaciones existentes, puede derrocarse con ello todo el mundo anterior. Y, en esta fe, hace san Bruno que uno de sus discípulos, en el cuaderno IV de la revista trimestral de Wigand, p. 327, le extienda el testimonio de que aquellas frases acerca de la personalidad transcritas más arriba y proclamadas en el cuaderno III de dicha revista son «pensamientos que conmueven al mundo».

Dice san Bruno, p. 95, Wigand: «La filosofía no ha sido nunca otra cosa que la teología, reducida a su forma más general, a su expresión más racional». Este pasaje, dirigido contra Feuerbach, está copiado casi al pie de la letra de la Filosofía del Futuro del propio Feuerbach, p. 2: «La filosofía especulativa es la verdadera y consecuente teología, la teología racional». Bruno prosigue: «La propia filosofía, aliada a la religión, ha laborado siempre por la absoluta falta de independencia del individuo, logrando realmente esta falta de independencia, al hacer y proclamar que la vida concreta desaparezca en la vida general, el accidente en la sustancia, el hombre en el espíritu absoluto». ¡Como si «la filosofía de Bruno», «aliada a la» de Hegel y en su trato, que se nos sigue presentando como vedado, con la teología, no «proclamara» también, aunque no lo «haga» así, que «el hombre desaparece» en la representación de uno de sus «accidentes», de la autoconciencia, presentado como la «sustancia»! Todo este pasaje revela, por lo demás, con qué alegría sigue proclamando este padre de la iglesia, tan elocuente como predicador, su fe «conmovedora del mundo» en el misterioso poder de los sagrados teólogos y filósofos. En interés, naturalmente, «de la buena causa de la libertad y de su propia causa».

En la p. 105, tiene este varón imbuido del santo temor de dios la desvergüenza de reprocharle a Feuerbach: «Feuerbach hace del individuo, del hombre deshumanizado del cristianismo, no el hombre», «el hombre verdadero» (!), «real» (!!), «personal» (!!!) (predicados estos motivados por La Sagrada Familia y por Stirner), «sino el hombre privado de virilidad, el esclavo», afirmando con ello, entre otras cosas, el absurdo de que él, san Bruno, es capaz de hacer hombres con su cabeza.

Y, en el mismo citado pasaje, leemos también: «En Feuerbach, el individuo debe someterse al género, servirlo. El género de Feuerbach es lo absoluto de Hegel y, como este, no existe en parte alguna». Lo mismo aquí que en todos los demás pasajes, no puede regatearse a san Bruno la gloria de hacer depender las relaciones reales de los individuos de su interpretación filosófica. No sospecha siquiera cuál es la relación que media entre las ideas del «espíritu absoluto» de Hegel o las del «género» de Feuerbach y el mundo existente.

En la p. 104, el santo padre de la iglesia se escandaliza de un modo espantoso ante la herejía con que Feuerbach convierte la divina trinidad de la razón, el amor y la voluntad en algo que se da «en los individuos y sobre ellos», como si, en nuestro días, no se afirmase como un poder «en el individuo y sobre él» toda dote, todo impulso, toda necesidad, tan pronto como las circunstancias impiden su satisfacción. Así, por ejemplo, cuando el santo padre de la iglesia Bruno siente hambre sin disponer de los medios para aplacarla, hasta su estómago se convierte en un poder «en él y sobre él». El error de Feuerbach no está en haber señalado este hecho, sino en sustantivarlo de un modo idealizante, en vez de concebirlo como el producto de una determinada y superable fase del desarrollo histórico.

P. 111: «Feuerbach es un siervo, y su naturaleza servil no le consiente llevar a cabo la obra de un hombre, reconocer la esencia de la religión» (¡hermosa frase esta de «la obra de un hombre»); «no reconoce la esencia de la religión, porque no conoce el puente por el que pasa a la fuente de la religión». San Bruno sigue creyendo a pies juntillas que la religión tiene una «esencia» propia. Por lo que se refiere al «puente» «por el que» se llega a la «fuente de la religión», no cabe duda de que este puente de los asnos tiene que ser por fuerza, un acueducto. San Bruno se erige aquí, al mismo tiempo, en un Caronte maravillosamente modernizado y colocado en situación de retiro por la invención del puente, al situarse como tollkeeper[4] en la entrada del puente que lleva al reino religioso de las sombras, para pedir su medio penique de barcaje a cuantos pretenden cruzarlo.

En la p. 120, observa el santo varón: «¿Cómo podría existir Feuerbach si no existiese una verdad, si la verdad no fuese» (¡Stirner nos asista!) «más que un espectro que hasta ahora infundía temor al hombre?». El «hombre» que se asusta ante el «espectro» de la «verdad» no es otro que el mismo venerable Bruno. Ya diez páginas antes, en la p. 110, lo vemos lanzar ante el «espectro» de la verdad este grito de angustia que conmueve al mundo: «La verdad, que no encontraremos en parte alguna como un objeto acabado y que solo se desarrolla y compendia en unidad en el despliegue de la personalidad». Como vemos, aquí no solo se convierte la verdad, este espectro, en una persona que se desarrolla y compendia, sino que este truco se lleva a cabo, además, a la manera de los gusanos roedores de libros en una tercera personalidad fuera de ella. Acerca de las relaciones amorosas del santo varón con la verdad en tiempos pasados, cuando todavía era joven y sentía hervir en su sangre el ardor de la carne, véase La Sagrada Familia, pp. 115 y ss.

Cuán purificado de todos los apetitos carnales y de todos los afanes del mundo se siente hoy el santo varón lo revela su violenta polémica contra la sensualidad feuerbachiana. Bruno no ataca, en modo alguno, el modo extraordinariamente limitado cómo Feuerbach reconoce la sensualidad. Considera ya como un pecado, en cuanto tal intento, el intento fracasado de Feuerbach de escabullirse de la ideología. ¡Naturalmente, la sensualidad, el placer de los ojos, el placer de la carne, las costumbres cortesanas, son un escándalo abominable ante dios! ¿Acaso no sabéis que el aferrarse a la carne es la muerte y que es en el espíritu donde están la vida y la paz, y que todo lo carnal es de este mundo? ¿Y no sabéis también lo que dice la Sagrada Escritura de que las obras de la carne son patentes y manifiestas, son el adulterio, la prostitución, la impureza, el desenfreno, la idolatría, la magia, la hostilidad, la discordia, la envidia, la ira, la disensión, el arrebato, el odio, el asesinato, la embriaguez y la gula, y tantas cosas más por el estilo, de las que ya os he dicho y os digo ahora una vez más que quien las cometa no es digno de entrar en el reino de la crítica, sino que ¡ay de ellos, pues siguen el camino de Caín y caen en el error de Balaam, corrompidos por el placer y se dejan arrastrar a la sedición de Cora? Estas inmundicias se estrellan contra vuestras limosnas sin pudor, se alimentan de sí mismas, son nubes sin agua, arrastradas por el viento, árboles pelados y estériles, dos veces muertos y desarraigados, olas locas del mar que vuelcan en espumarajos su propia abominación, estrellas errabundas entre las tinieblas eternas. Pues hemos leído que en los últimos días vendrán tiempos espantosos, hombres infatuados, abominaciones, gentes impúdicas más aficionadas a la voluptuosidad que a la crítica y propensos a la sedición, en una palabra, seres carnales. Seres aborrecidos por san Bruno, que solo vive para el espíritu y odia el ropaje manchado de la carne; por eso condena a Feuerbach, a quien considera como la Cora de la sedición, a quedarse en la puerta, con los perros y los magos y los prostituidos y los homicidas. «La sensualidad», ¡qué horror!, no solo produce en el santo padre de la iglesia estremecimientos y convulsiones, sino que lo hace, incluso, cantar, y así le vemos entonar, en la p. 121, «el cántico del final y el final del cántico». La sensualidad… ¿acaso sabes, desdichado, lo que la sensualidad es? La sensualidad es… «un palo», p. 130. En sus convulsiones, san Bruno se debate una de las veces con una de sus tesis, como en su día se debatiera Jacob con dios, con la diferencia de que dios deslomó a Jacob, mientras que el santo epiléptico desloma y destroza su tesis, esclareciendo de este modo, a la luz de varios ejemplos palmarios, la identidad del sujeto y el objeto:

«Diga lo que quiera Feuerbach…, destruye» (!), «sin embargo, al hombre… pues convierte la palabra hombre en simple frase, ya que no hace» (!) «y crea» (!) «al hombre en su totalidad, sino que eleva a toda la humanidad al plano de lo absoluto, puesto que no convierte tampoco a la humanidad, sino más bien a los sentidos en órgano de lo absoluto y acuña como lo absoluto, como lo indudable, como lo inmediatamente cierto, el objeto de los sentidos, de la intuición, de la sensación, lo sensual». Con lo que Feuerbach –así opina san Bruno– «podrá tal vez hacer estremecerse las capas de aire, pero no puede aplastar las manifestaciones del ser humano, porque su ser más íntimo» (!) «y su alma vivificadora […] destruyen ya el sonido exterior» (!) «y lo convierten en un sonido hueco y chirriante», p. 121.

El mismo san Bruno nos da una explicación, ciertamente misteriosa, pero decisiva, acerca de las causas de su oposición: «¡Como si mi yo no tuviese también este determinado sexo, único por delante de todos los demás, y estos determinados y únicos órganos sexuales!». (Además de sus «únicos órganos sexuales», el virtuoso tiene, como se ve, un «sexo único» aparte.) Este sexo único se explica en la p. 121, donde se dice que «la sensualidad devora, como un vampiro, toda la médula y la sangre de la vida del hombre y es la barrera infranqueable en la que el hombre tiene necesariamente que asestarse el golpe de muerte».

¡Pero, ni siquiera el más santo de todos es puro! Todos son pecadores y carecen de la gloria que debiera revestirlos delante de la «autoconciencia». San Bruno, que a media noche se debate con la «sustancia» en sus camarillas solitarias, vuelve su mirada, tentado por los pecaminosos escritos del hereje Feuerbach, hacia la mujer y hacia la belleza femenina. De pronto, su mirada se oscurece; la pureza de la autoconciencia se ve manchada y la reprobable fantasía sensual tienta con sus cuadros lascivos al atemorizado crítico. El espíritu se mantiene propicio, pero la carne es débil. El espíritu tropieza y cae, olvida que es la potencia «cuya fuerza ata y desata y domina el mundo» y que estos abortos de su fantasía son «espíritu de su espíritu», pierde toda su «autoconciencia» y balbucea, embriagado, un ditirambo a la belleza de la mujer, «a lo delicado, lo blando, lo femenino», a los «mórbidos y bien torneados miembros», al «ondulante, vibrante, cálido y cantarino cuerpo» de la mujer. Pero la inocencia brilla siempre, incluso allí donde peca. ¿Quién no sabía que «un cuerpo ondulante y vibrante» es algo que ningún ojo ha visto todavía, que ningún oído ha escuchado aún? Por eso, ¡oh alma tranquila y amada!, el espíritu se impone pronto de nuevo a la carne rebelde y pone a los turbulentos apetitos una «barrera» infranqueable, «en la que» el hombre no tendrá más remedio que asestarse enseguida «el golpe de muerte».

«Feuerbach» –tal es el resultado a que, por fin, llega el santo mediante la comprensión crítica de La Sagrada Familia– «es el materialista desplazado y desintegrado por el humanismo, es decir, el materialista que no acierta a mantenerse en la tierra y en su ser» (san Bruno conoce, como se ve, un ser de la tierra distinto de esta y sabe qué es lo que hay que hacer ¡para «mantenerse en el ser de la tierra»!), sino que quiere espiritualizarse y volar al cielo, y el humanista que no puede pensar y construir un mundo espiritual, sino que, impregnado de materialismo, etc., p. 123. Y así como, según san Bruno, el humanismo consiste en «pensar» y en «construir un mundo espiritual», el materialismo consiste en lo siguiente: «El materialismo solo reconoce el ser actual, el ser real, la materia» (¡cómo si el hombre, con todas sus cualidades, incluyendo la de pensar, no fuese también un «ser actual», un «ser real»!) «y la materia como expandiéndose y realizándose activamente en la pluralidad, la naturaleza», p. 123. La materia es, ante todo, un ser actual y real, pero solo en sí, de un modo oculto; solo al «expandirse y realizarse activamente en la pluralidad» (¡¡un «ser actual y real» que «se realiza»!!), solo entonces se convierte en naturaleza. En primer lugar, existe el concepto de la materia, lo abstracto, la idea, que luego se realiza en la naturaleza real. Es, literalmente, la teoría hegeliana de la preexistencia de las categorías creadoras. Desde este punto de vista, se comprende enseguida también el que san Bruno tome las frases de los materialistas acerca de la materia por el meollo y el contenido reales de su concepción del mundo.

2. Consideraciones de san Bruno sobre la lucha entre Feuerbach y Stirner

Después de que san Bruno haya llamado la atención de Feuerbach, como vemos, acerca de algunas palabras importantes, se para a contemplar la lucha que se libra entre este autor y el único. Y la primera muestra que da de su interés por esta lucha es una sonrisa metódica, una sonrisa triple.

«El crítico sigue su camino sin detenerse, seguro de su victoria y victorioso en su camino. Se le calumnia, pero él se sonríe. Se le tacha de herejía, pero él se sonríe. El mundo viejo se levanta en cruzada contra él, pero él se sonríe.»

San Bruno, como él mismo nos dice, sigue su camino, pero no como otras gentes cualesquiera, pues el camino que él sigue es un camino crítico, y lleva a cabo este acto tan importante con la sonrisa en los labios. Como Malvoglio en Shakespeare, «la sonrisa dibuja en su rostro más trazos que los que figuran en el mapa del mundo con sus dos Indias. Y si la dama le abofetea, le contestó con una sonrisa y lo reputó como un gran arte».

San Bruno no mueve ni un dedo para refutar a sus dos adversarios. Recurre, para desembarazarse de ellos, a un medio más hábil, que es el de abandonarlos –divide et impera[5] a su propia disputa. A Stirner le opone el hombre de Feuerbach, p. 124, y a Feuerbach el único de Stirner, pp. 126 y ss.; sabe que la furia del uno contra el otro es tan grande como la de los dos gatos de Kilkenny en Irlanda, que se devoraron el uno al otro sin que, al final de la pelea, quedaran más que los rabos. Y, acerca de estos rabos, pronuncia san Bruno el juicio de que son «sustancia» y de que, por tanto, se hallan condenados por toda una eternidad.

En su contraposición de Feuerbach y Stirner, repite lo mismo que Hegel había dicho acerca de Spinoza y Fichte, donde, como es bien sabido, se presenta el yo puntual como uno de los aspectos de la sustancia, que es, además, el más duro de todos. Y, aunque anteriormente había dicho pestes del egoísmo, considerándolo incluso como el odor specificus[6] de las masas, ahora, en la p. 129, acepta de Stirner el egoísmo, pero «no el de Max Stirner», sino, naturalmente, el de Bruno Bauer. Al de Stirner lo condena con la mácula moral de «que su yo necesita, para apoyar su egoísmo, de la hipocresía, el fraude y la violencia exterior». Por lo demás, san Bruno cree, p. 124, en los milagros críticos de san Max y ve en esta lucha, p. 126, «un esfuerzo real para destruir radicalmente la sustancia». En vez de entrar en la crítica stirneriana de la «crítica pura» de Bauer, afirma en la p. 124 que la crítica de Stirner le tiene tan sin cuidado como cualquier otra, «ya que él es el crítico mismo».

Finalmente, san Bruno los refuta a ambos, a san Max y a Feuerbach, aplicando casi al pie de la letra a Feuerbach y a Stirner la antítesis que Stirner establece entre el crítico Bruno Bauer y el dogmático.

Wigand, p. 138: «Feuerbach se coloca y se halla, por tanto (!), frente al único. Es y pretende ser comunista y este es y debe ser egoísta; –él, el santo, este, el profano; él, el bueno, este, el malo; él, el dios, este, el hombre. Y ambos dogmáticos». Por tanto, el quid está en que echa en cara a los dos su dogmatismo.

«El único y su propiedad», p. 194: «El crítico teme convertirse en dogmático o sustentar dogmas. Con ello, se convertiría, naturalmente, en la antítesis del crítico en dogmático; y, si como crítico es bueno, pasaría a ser malo, o se convertiría de un altruista (comunista) en un egoísta, etc. Nada de dogmas: este es su dogma».

3. San Bruno contra los autores de La Sagrada Familia

San Bruno, después de haber terminado, del modo que hemos visto, con Feuerbach y Stirner, después de haber «cortado todo avance al único», se vuelve ahora contra las supuestas consecuencias de Feuerbach, contra los comunistas alemanes, y especialmente contra los autores de La Sagrada Familia. Y basa fundamentalmente su hipótesis en la expresión de «humanismo real» que encuentra en el prólogo a esta obra polémica. Recordará, seguramente, este pasaje de la Biblia: «De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales» (en nuestro caso, ocurre exactamente al revés), «como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda, porque aún no podíais, ni aún podéis ahora» (1.a Cor. 3, 1-2).

La primera impresión que La Sagrada Familia causa al venerable padre de la iglesia es la de una profunda tristeza y una seria y honrada melancolía. La única cosa buena del libro –el «poner de manifiesto en lo que debía acabar Feuerbach y en lo que podía convertirse su filosofía, al querer luchar contra la crítica», p. 138, el combinar, por tanto, de un modo espontáneo, el «querer» con el «poder» y con el «deber»–, no compensa, sin embargo, los muchos lados tristes que en él se encierran. «El crítico no puede ni debe comprender» la filosofía feuerbachiana –que aquí se da, cómicamente, por supuesta–; «no puede ni debe conocer ni reconocer la crítica en su desarrollo; no puede ni debe saber que la crítica es, frente a toda trascendencia, un continuo luchar y vencer, un continuo destruir y crear, lo único» (!) «creador y productor. No puede ni debe saber cómo ha trabajado y sigue trabajando el crítico para establecer y hacer» (!) «como lo que realmente son las potencias trascendentes que hasta ahora han tenido sojuzgada a la humanidad, sin dejarla respirar ni vivir: como el espíritu del espíritu, como lo interior de lo interior, como lo más entrañado» (!) «de la patria, como los productos y las criaturas de la autoconciencia. No puede ni debe saber cómo única y exclusivamente el crítico ha roto la religión en su totalidad, el Estado en sus diversas manifestaciones, etc.», pp. 138-139.

¿No es esto por un pelo el viejo Jehová que corre tras su pueblo abrasado, viendo que encuentra mayor placer en los alegres dioses de los paganos, y le grita; «¡Escúchame, oh Israel, no me cierres tus oídos, oh Judá! ¿No soy yo, acaso, tu dios y señor, el que te ha conducido desde Egipto hasta la tierra en que manan la leche y la miel? Y he ahí que desde vuestros años jóvenes habéis hecho siempre lo que me contrista, y me habéis irritado con los trabajos de vuestras manos, y me habéis vuelto la espalda y no el rostro, sin seguir mis enseñanzas; y vuestras atrocidades han invadido mi casa, impurificándola, y habéis construido las alturas del Baal en el valle de Ben Himmon, sin órdenes mías y sin que se me hubiese pasado jamás por las mientes que pudieseis cometer semejantes abominaciones; y os he enviado a mi siervo Jeremías, para que os hablara en mi nombre, a partir del decimotercer año del rey Josías, el hijo de Amón hasta este día, y él os ha predicado sin cansarse por espacio de veintitrés años, sin que jamás hayáis querido oírle. Por eso ahora os habla el señor y os dice: ¿cuándo se ha escuchado jamás que la virgen Israel cometa tales abominaciones? Pues antes de que discurra el agua de la lluvia mi pueblo se olvida de mí. ¡Oh tierra, tierra, tierra, escucha la palabra del señor!»?

San Bruno afirma, pues, en un largo discurso sobre el poder y el deber que sus adversarios comunistas no le han comprendido bien. Y el modo como vuelve a pintar la crítica en este discurso y como convierte las potencias anteriores que sojuzgaban «la vida de la humanidad» en potencias «transcendentes» y estas potencias transcendentes en «espíritu del espíritu»» y cómo hacer pasar «la crítica» por la única rama de producción, demuestra al mismo tiempo que la supuesta mala interpretación no es otra cosa que una interpretación desgraciada. Al demostrar que la crítica baueriana está por debajo de toda crítica, nos hemos convertido necesariamente en dogmáticos. Más aún, nos echa en cara con toda seriedad la desvergonzada falta de fe en sus frases manidas y tradicionales. Toda la mitología de los conceptos sustantivos e independientes, a la cabeza de la cual figura la autoconciencia, el Zeus, pastor de las nubes, desfila de nuevo aquí, con «el sonido de cascabeles de las frases de toda una música de jenízaros en forma de categorías» (Literatur-Zeitung[7], cfr., La Sagrada Familia, p. 234). Abre la marcha, naturalmente, el mito de la cosmogonía, es decir, el mito del amargo «trabajo» del crítico, «lo único creador y productivo, un constante luchar y vencer, un continuo destruir y crear», un «trabajar» y «haber trabajado». El venerable padre reprocha, incluso, a La Sagrada Familia el haber interpretado «la crítica» tal como él mismo la interpreta en su presente réplica. Después de haber rechazado y arrojado a la «sustancia» «a su tierra natal, la autoconciencia, y a los hombres criticantes y» (desde La Sagrada Familia) «criticados» (la autoconciencia parece ocupar aquí el lugar de un trastero ideológico), prosigue: «Ella» (es decir, la supuesta filosofía feuerbachiana) «no puede saber que la crítica y los críticos, desde que existen» (!), «han dirigido y hecho la historia y que hasta sus adversarios y todos los movimientos y reacciones del presente son criaturas suyas, que son ellos y solamente ellos quienes tienen el poder en sus manos, por tener la fuerza en su conciencia y por extraer el poder de sí mismos, de sus hechos, de la crítica, de sus adversarios, de sus criaturas; que solo con el acto de la crítica adquiere su libertad el hombre, y con él los hombres, con lo cual se crea» (!) «el hombre y, por tanto, los hombres».

Por tanto, la crítica y los críticos son, en primer lugar, dos sujetos completamente distintos, que aparecen y actúan cada uno por su cuenta. El crítico es otro sujeto que la crítica y esta otro que el crítico. Esta crítica personificada, la crítica en cuanto sujeto, es cabalmente la «crítica crítica», contra la que iba dirigida La Sagrada Familia. «La crítica y los críticos, desde que existen, han dirigido y hecho la historia». Que no podían hacer semejante cosa «antes de existir» es evidente, como lo es también que «desde que existen» han «hecho historia» a su manera. Finalmente, san Bruno llega hasta a «poder y deber» darnos una de las claves más profundas acerca de la fuerza de la crítica para romper el Estado, cuando nos dice que «la crítica y los críticos tienen el poder en sus manos, porque» (¡hermoso porque!) «tienen la fuerza en su conciencia», y, en segundo lugar, que estos grandes fabricantes de historia tienen «el poder en sus manos», porque «extraen el poder de sí mismos y de la crítica» (es decir, una vez más de sí mismos), pero sin que se nos demuestre, desgraciadamente, que allí dentro, en «sí misma», en «la crítica», haya algo que «extraer». Por lo menos, habría que creer, a juzgar por el propio testimonio de la crítica, que debiera ser difícil «extraer» de allí otra cosa que la categoría de la «sustancia», allí «encerrada». Por último, la crítica «extrae» todavía «la fuerza» necesaria para pronunciar un oráculo extraordinariamente enorme a base «de la crítica». Nos revela, en efecto, el misterio, hasta ahora oculto para nuestros padres e ignorado por nuestros abuelos, de que «solo con el acto de la crítica es creado el hombre y, con ello, los hombres», siendo así que, hasta ahora, se consideraba la crítica como un acto de los hombres previamente creado por otros actos muy distintos. El mismo san Bruno parece, según esto, haber venido «al mundo, del mundo y hasta el mundo» gracias a «la crítica», es decir, por medio de una generatio æquivoca. Pero, tal vez esto no sea más que otra interpretación de aquel pasaje del Génesis que dice: Y Adán conoció, id est[8], criticó, a Eva, su mujer, y esta quedó encinta, etcétera.

Vemos, pues, cómo vuelve a presentarse aquí, una vez más, con todas sus patrañas, como si nada hubiese pasado, toda la vieja y conocida crítica crítica, suficientemente fichada ya en La Sagrada Familia. Pero ello no debe extrañarnos, pues el mismo santo varón se queja, en la p. 140, de que La Sagrada Familia «corta a la crítica todo progreso». San Bruno echa en cara a los autores de La Sagrada Familia, con la más grande indignación, el que, recurriendo a un proceso químico de evaporación, conviertan el aglutinado «fluido» de la crítica baueriana en una formación «cristalina».

Por tanto, las «instituciones de la mendicidad», la «fe de bautismo de la pubertad», la «región del pathos y de los aspectos tonitruantes», la «afección conceptual musulmana» (La Sagrada Familia, pp. 2-4, según la crítica Literatur-Zeitung) resultan un puro absurdo, si se las concibe «cristalinamente»; las veintiocho meteduras de pata históricas que se le han demostrado a la crítica en su digresión sobre las «cuestiones inglesas del día», ¿dejarán de ser meteduras de pata, porque se las considere de un modo «fluido»? ¿La crítica insiste en que no ha construido post festum[9] la colisión nauwerckiana, después de haber pasado desde largo tiempo eras por delante de sus ojos y en haberla profetizado a priori?[10]. ¿Sigue insistiendo en que la palabra maréchal, «cristalinamente» considerada, puede significar herrero, mientras que, considerada «fluidamente», debe necesariamente traducirse por mariscal? ¿En que, aunque para la concepción «cristalina» un fait physique puede ser «un hecho físico», la verdadera y fluida traducción de ese término es «un hecho de la física» y en que la malveillance de nos bourgeois juste-milieux[11], en estado «fluido», sigue significando «la despreocupación de nuestros buenos burgueses»? ¿Y en que, considerada la cosa «fluidamente», «un hijo que no se convierte, a su vez, en padre o en madre es esencialmente una hija»? ¿En que alguien puede tener como misión «representar en cierto modo la última lágrima de nostalgia del pasado»? ¿O en que los diferentes porteros, petimetres, modistillas, «marquesas», rateros y «puertas de madera» de París, en su forma «fluida», no son otra cosa que diversas fases del misterio «que lleva implícito en su concepto, en general, el estatuirse a sí mismo de un modo limitado y el anular a su vez esta limitación, ya que esta esencia no es sino el resultado de su autodistinción interna, de su actividad»? ¿En que la crítica crítica en sentido «fluido» «marcha incontenible, victoriosa y segura de su victoria» cuando comienza afirmando ante un problema haber descubierto «su verdadera significación general», para reconocer después que «no quería ni podía ir mis allí de la crítica» y acabar confesando «que habría debido dar un paso más, pero que ello era imposible, por ser imposible ese paso» (p. 184, La Sagrada Familia)? ¿En que, considerado «fluidamente», «el futuro sigue siendo la obra» de la crítica, aunque «el destino pueda decidir como quiera»? ¿O en que, «fluidamente» considerada, la crítica no cometía nada sobrehumano cuando «incurría en una contradicción con sus verdaderos elementos, contradicción ya resuelta en aquellos elementos»?

Es cierto que los autores de La Sagrada Familia cometieron la frivolidad de concebir esas frases y cientos de frases más como frases que expresan un absurdo sólido, «cristalino», pero la verdad es que hace falta leer a los sinópticos de un modo «fluido», es decir, en el sentido de sus autores, y no, ni mucho menos, de un modo «cristalino», o sea con arreglo a su verdadera falta de sentido, para poder abrigar la verdadera fe y admirar la armonía de la economía doméstica crítica.

«Por tanto, Engels y Marx solo conocen la crítica de la Literatur-Zeitung», mentira consciente que demuestra cuán «fluidamente» ha leído el santo varón un libro en que sus últimos trabajos se presentan simplemente como la corona de todo su «haber trabajado». Pero el padre de la iglesia no goza de la tranquilidad de haber leído cristalinamente porque teme encontrar en sus adversarios competidores que disputen su canonización, que «quieren arrojarlo de su santidad para santificarse ellos».

Consignemos, además, de pasada, el hecho de que, según el actual testimonio de san Bruno, su Literatur-Zeitung no se proponía en modo alguno fundar la «sociedad social» o representar «en cierto modo la última llama de nostalgia» de la ideología alemana, ni hacerse pasar por el espíritu en la más acusada contraposición a la masa, desarrollando la crítica crítica en toda su pureza, sino «exponer en su mediocridad y en su fraseología el liberalismo y el radicalismo del año 1842 y sus resonancias», es decir, luchando contra las «resonancias» de algo ya desaparecido. Tant de bruit pour une omelette![12]. Por lo demás, es aquí precisamente donde vuelve a revelarse bajo su luz «más pura» la concepción de la historia de los teólogos alemanes. El año 1842 pasa por ser el periodo de esplendor del liberalismo en Alemania porque en ese año la filosofía participó en la política. Para el crítico, el liberalismo desaparece al dejar de publicarse los Deutsche Jahrbücher[13] y la Rheinische Zeitung[14], los órganos de la teoría liberal y radical. Y solo deja subsistir las «resonancias», cuando en realidad es precisamente ahora, en que la burguesía alemana siente y aspira a realizar la verdadera necesidad del poder político, necesidad engendrada por las relaciones económicas, cuando el liberalismo alemán tiene existencia práctica y, con ella, probabilidades de éxito.

La profunda amargura que La Sagrada Familia causó a san Bruno no le permitió criticar esta obra «por sí misma y a través de sí misma y en sí misma». Para poder dominar su dolor, tuvo que procurársela ante todo bajo una forma «fluida». Y encontró esta forma fluida en una recensión confusa y plagada de errores e incomprensiones publicada en el cuaderno de mayo del Westphälisches Dampfboot[15], pp. 206-214. Todas sus citas aparecen citadas de los pasajes citados en dicha publicación, sin la cual no se cita nada de cuanto es citado.

El mismo lenguaje del sagrado crítico aparece condicionado por el del crítico westfaliano. Lo primero que se hace es trasladar a la Wigandsche Vierteljahrsschrift, pp. 140-141, todas las frases que el westfaliano (Dampfboot, p. 206) toma del prólogo. Este traslado forma la parte principal de la crítica baueriana, conforme al viejo principio recomendado ya por Hegel:

«Confiarse al sano sentido común y, para avanzar por lo demás con los tiempos y con la filosofía, leer las recensiones de las obras filosóficas y tal vez, incluso, los prólogos y los primeros parágrafos de ellas, en los que se contienen los principios generales, que son los que interesan, y en aquellas, además de una reseña histórica, un juicio, que, por serlo, trasciende incluso por sobre lo enjuiciado. Este camino usual se recorre con la bata de andar por casa; pero, revestido con la túnica del gran sacerdote, avanza el augusto sentimiento de lo eterno, lo sagrado y lo infinito, camino» que también san Bruno, como hemos visto, sabe «recorrer» con aire «fulminante» (Hegel, Fenomenología del Espíritu, p. 54).

El crítico westfaliano, tras unas cuantas citas tomadas del prólogo, prosigue: «De este modo, el prólogo mismo nos lleva al campo de batalla del libro», etc., p. 206.

El sagrado crítico, después de trasladar estas citas a la Wigandsche Vierteljahrsschrift, matiza con gran finura, y dice: «Tal es el terreno y el enemigo que Engels y Marx eligen para la lucha».

El crítico westfaliano se limita a añadir una conclusión a manera de resumen sacado de la disquisición en torno a la tesis crítica de que «el trabajador no crea nada».

El sagrado crítico, creyendo realmente que es esto todo lo que se ha dicho acerca de la tesis, copia en la p. 141 la cita westfaliana y se alegra del descubrimiento de que a la crítica solo se le opongan «afirmaciones».

El crítico westfaliano, p. 209, se apropia en parte el corpus delicti[16], a la vista del esclarecimiento de las expectoraciones críticas sobre el amor y extrae luego algunas frases de la refutación sin ilación alguna, que trata de invocar como autoridad en apoyo de su fofo sentimentalismo amoroso.

El sagrado crítico lo copia literalmente, en las pp. 141-142, frase por frase, por el mismo orden en que las cita su predecesor.

El crítico westfaliano exclama sobre el cadáver del señor Julius Faucher: «¡Tal es el destino de lo bello sobre la tierra!».

El sagrado crítico no acierta a llevar a cabo su «amargo trabajo» sin apropiarse esta exclamación en la p. 142, sin que venga a cuento.

El crítico westfaliano ofrece en la p. 212, una supuesta síntesis de los razonamientos contenidos en La Sagrada Familia contra el mismo san Bruno.

El sagrado crítico copia estas siete cosas, tranquila y literalmente, con todas las exclamaciones westfalianas. No piensa ni por asomos que en ninguna parte de toda la obra polémica se le acusa de «convertir el problema de la emancipación política en el de la emancipación humana», de «tratar de matar a los judíos», de «convertir a los judíos en teólogos», de «convertir a Hegel en el señor Hinrichs», etc. El sagrado crítico repite como un papagayo la aseveración del crítico westfaliano de que Marx se brinda, en La Sagrada Familia a escribir cierto tratadillo escolástico «como refutación de la necia autoapoteosis de Bauer». Ahora bien, en ninguna parte de La Sagrada Familia aparece esa «necia autoapoteosis» que san Bruno transcribe como una cita; donde aparece es en el crítico westfaliano. Y tampoco se ofrece en La Sagrada Familia, pp. 150-163, el tal tratadillo como refutación de la «autoapología» de la crítica, sino en la sección siguiente, p. 165, a propósito de la cuestión histórico-universal de «por qué el señor Bauer se ha visto obligado a polemizar».

Finalmente, en la p. 143, san Bruno presenta a Marx como un «ridículo comediante», después que su modelo westfaliano, en la p. 213, ha reducido «el drama histórico-universal de la crítica crítica» a «la más ridícula comedia». Así «pueden y deben», como se ve, los adversarios de la crítica crítica «saber cómo el crítico ha trabajado y todavía trabaja».

4. Necrología de «M. Hess»

«Lo que aún no pudieron lograr Engels y Marx, lo lleva a cabo M. Hess».

¡Grande y divino tránsito que tan firmemente ha quedado adherido a los dedos del santo varón por obra del relativo «poder» y «no poder» de los evangelistas, que necesariamente tiene que encontrar acomodo, venga o no a cuento, en todos y cada uno de los trabajos del padre de la iglesia!

«Lo que aún no pudieron lograr Engels y Marx, lo lleva a cabo M. Hess». ¿Y qué es «lo que» «aún no pudieron lograr Engels y Marx»? Nada más ni nada menos que criticar a Stirner. ¿Y por qué Engels y Marx «no» «pudieron lograr» «aún» criticar a Stirner? Por la sencilla y suficiente razón de que el libro de Stirner aún no se había publicado cuando aquellos escribieron La Sagrada Familia.

Este ardid especulativo de construirlo todo y de reducir lo más dispar a una supuesta conexión causal es algo que a nuestro santo le brota realmente de la cabeza y le corre por los dedos. Este ardid alcanza en él la más completa vacuidad y desciende hasta una manera burlesca de decir con gesto muy importante las mayores perogrulladas. Así, por ejemplo, ya en la Allgemeine Literatur-Zeitung[17], I, 5: «La diferencia entre mi trabajo y las hojas que llena de escritura, por ejemplo, un Philippson» (es decir, las hojas en blanco en que escribe, «por ejemplo, un Philippson») «tiene que ser necesariamente la que en efecto es».

«M. Hess», por cuyos escritos no asumen Engels y Marx responsabilidad alguna, representa para el sagrado crítico un fenómeno tan singular, que ante él no puede hacer otra cosa que transcribir largos pasajes de Los Últimos Filósofos y emitir el juicio de que «esta crítica, en algunos puntos, no ha sabido captar a Feuerbach, o de que también» (¡oh, teología!) «la vasija pretende rebelarse contra el alfarero», cfr., Ep. a los Rom. 9, 20-21. Y tras un nuevo «amargo trabajo» de citas, nuestro sagrado crítico llega por último al resultado de que Hess copia a Hegel, porque «combina» las dos obras y emplea la palabra «desarrollo». Como es natural, san Bruno tenía que rechazar la prueba de su total supeditación a Hegel, aportada en La Sagrada Familia, mediante un rodeo por Feuerbach.

«¡Véase, así tenía necesariamente que acabar Bauer! Ha luchado contra todas las categorías hegelianas», con excepción de la autoconciencia, «como y en lo que pudo», especialmente en la famosa lucha de la Literatur-Zeitung contra el señor Hinrichs. Cómo luchó contra ellas y las venció, ya lo hemos visto. Para mayor abundamiento, citaremos todavía el pasaje de Wigand, p. 110, donde afirma que la «verdadera» (1) «disolución» (2), «de las contradicciones» (3), «en la naturaleza y en la historia» (4), «la verdadera unidad» (5), «de las relaciones dislocadas» (6), «el verdadero» (7), «fundamento» (8), «y el abismo» (9), «de la religión, la verdadera» «personalidad» (10), «infinita» (11), «irresistible, autocreadora» (12) «aún no se han descubierto». En tres líneas, no dos categorías dudosas, como en Hess, sino toda una docena de «verdaderas, infinitas e irresistibles» categorías, que, además, se demuestran en cuanto tales por «la verdadera unidad de las relaciones dislocadas»: «¡véase, así tenía necesariamente que acabar Bauer!» Y si el santo varón cree descubrir en Hess a un cristiano creyente, no porque Hess «espere», como dice Bruno, sino porque no espera y porque habla de la «resurrección», el gran padre de la iglesia nos pone en condiciones de demostrarle, a la luz de la misma p. 110, el más acusado judaísmo. Declara allí «que el real, vivo y corpóreo hombre aún no ha nacido» (!!!) (nueva clase acerca del destino del «único género») y que «la forma híbrida engendrada» (¿¡Bruno Bauer!?) «no se halla aún en condiciones de dominar todas las fórmulas dogmáticas», etc.; es decir, que el Mesías aún no ha nacido, que el hijo del hombre tiene que venir todavía al mundo y que este mundo, como el mundo de la Antigua Alianza, se halla aún bajo la vara disciplinaria de la ley, «de las fórmulas dogmáticas», etcétera.

Del mismo modo que, más arriba, san Bruno utilizó a «Engels y Marx» como un paso hacia Hess, Hess le sirve aquí para volver a poner a Feuerbach, por último, en conexión causal con sus digresiones sobre Stirner, La Sagrada Familia y Los Últimos filósofos:

«¡Véase cómo tenía necesariamente que acabar Feuerbach!» «La filosofía no tenía más remedio que acabar piadosamente», etc., Wigand, p. 145.

Pero la verdadera conexión causal está en que esta exclamación no es sino una parodia de un pasaje de Los Últimos filósofos de Hess, prólogo, p. 4, dirigido, entre otros, contra Bauer: «Así […] y no de otro modo tenían necesariamente que despedirse del mundo los últimos descendientes de los ascetas cristianos […]».

San Bruno pone fin a su alegato contra Feuerbach y supuestos consortes con un discurso dirigido a Feuerbach en el que le reprocha que solo sabe «trompetear», «emitir trompetazos», mientras que B. Bauer o Madame la critique[18], «la forma hibrida engendrada», para no mencionar la incesante «destrucción», «se pasea en su carro triunfal y recoge nuevos triunfos», p. 125, «se yergue en el trono», p. 119, envía «mandobles», p. 111 y «truenos», p. 115 hacia abajo, «lo pulveriza todo», p. 120, lo «hace trizas», p. 121, solo permite a la naturaleza «vegetar», p. 120, construye «cárceles» «más rígidas» (!), p. 104 y, finalmente, desarrolla lo «existente de un modo fijo y firme» con anudadora elocuencia de púlpito, lozana, contenta y jubilosa, p. 105; Feuerbach, p. 110 lanza a la cabeza «lo rocoso y la roca» y, por último, supera también a san Max con un giro de pasada, complementando la «crítica crítica», la «sociedad social», lo «rocoso y la roca», mediante «la más abstracta abstracción» y la «mis dura dureza», p. 124.

Todo esto lo ha llevado a cabo san Bruno, «por sí mismo y en sí mismo y consigo mismo», puesto que él es «él mismo»; más aún, es «siempre y por sí mismo el más grande y puede serlo» (¡lo es y puede serlo!), «por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo», p. 136. Sela[19].

No cabe duda de que san Bruno sería verdaderamente peligroso para el sexo femenino; sabiendo que tiene una «personalidad irresistible», no teme «aplicar a la otra parte, igualmente» «la sensualidad, como el límite en que el hombre tiene necesariamente que asestarse el golpe de muerte». Por eso, «por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo» no recogerá, probablemente, ninguna clase de flores, pero sí las dejará marchitarse, llevado de un incontenible anhelo y de un angustioso histerismo hacia la «irresistible personalidad» que «posee este sexo único y estos únicos y determinados órganos sexuales».

[1] Por el altar y el hogar (n. del ed.).

[2] Es decir (n. del ed.).

[3] Páginas del Norte de Alemania (n. del ed.).

[d] Cuestión de Oregón. La zona de Oregón, en la costa norteamericana del Pacífico, era reclamada conjuntamente por los Estados Unidos y por Gran Bretaña, que la reivindicaba como perteneciente a sus dominios coloniales de Canadá. El 15 de junio de 1846, ambas potencias llegaron a un acuerdo sobre la división de esta zona, señalando como línea fronteriza el grado 49 de latitud norte.

[4] Aduanero (n. del ed.).

[5] Divide, y vencerás (n. del ed.).

[6] Olor específico, peculiar (n. del ed.).

[7] Gaceta de la Literatura (n. del ed.).

[8] Es decir (n. del ed.).

[9] Después de la fiesta, es decir, a la vista de los hechos (n. del ed.).

[10] De antemano, independientemente de toda experiencia (n. del ed.).

[11] La malignidad (y también las intenciones hostiles al gobierno) de nuestros burgueses del «término medio» (n. del ed.).

[12] ¡Tanto ruido para nada! (n. del ed.).

[13] Anales Alemanes (n. del ed.).

[14] Gaceta Renana (n. del ed.).

[15] Vapor Westfaliano (n. del ed.).

[16] El cuerpo del delito (n. del ed.).

[17] Gaceta General de la Literatura (n. del ed.).

[18] La señora crítica (n. del ed.).

[19] ¡No hay más que hablar! (n. del ed.).