CAPÍTULO 2

SARA se acercó a la mesa con el bufé; después de tres copas de Kaplinski, necesitaba algo sólido en el estómago. A pesar de los problemas que tuvo para utilizar las pinzas de servir con aquellos guantes, se vio recompensada con un plato lleno de deliciosa comida.

Acababa de detenerse delante de una bandeja con trocitos diminutos de pizza cuando los acordes de una canción que conocía muy bien comenzaron a sonar.

La mano le tembló por la emoción que la invadió. Siempre le ocurría. Asociaba sonidos y música a gente, a lugares y a acontecimientos, y no podía evitarlo.

Lo último que necesitaba en esos momentos era oír la música de uno de los musicales preferidos de su abuela. El recuerdo de su abuela, bailando con ella en esa misma sala en la que se encontraba, las dos cantando a pleno pulmón, hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

No, no iba a llorar. ¡Estaba en la fiesta de cumpleaños de Helen! Y aún tenía el invernadero de orquídeas de su abuela, mucho más importante para ella que esa casa. El hecho de que su abuela le hubiera dejado los invernaderos y la casita de campo compensaba con creces los comentarios despectivos de su madre.

Tenía motivos para sonreír y fingir que todo iba bien. No iba a decepcionar a Helen, después de todo lo que ésta había hecho por ella.

Acabó de servirse comida salada en el plato y se detuvo delante de los deliciosos postres. Acababa de agarrar un bombón con una cuchara de plata de servir cuando oyó la inconfundible voz de Helen por el micrófono. Se dio la vuelta y se quedó mirando a su amiga, de pie en una silla con un micrófono pegado a la boca.

–Hola a todos. Gracias por venir. Sólo quería deciros que faltan cinco minutos para que empiece el karaoke, así que acabar las bebidas y la comida y preparaos para cantar. Musicales de Hollywood. Lo vamos a pasar en grande. Gracias.

Tras esas palabras, Caspar la agarró en sus brazos, la bajó de la silla y se la llevó a la mesa, ambos riendo y felices.

Sara sintió que se le rompía el corazón al ver a su amiga y a su novio abrazados. ¿Encontraría ella algún día a alguien que la amara por ser quien era, sin verla simplemente como un trofeo por ser una chica aristocrática?

Estaba tan ensimismada con sus pensamientos que tardó en darse cuenta de que el resto de los invitados se estaban precipitando hacia la mesa con el bufé a por la comida que quedaba. Maldición. Tendría que terminar de servirse el postre inmediatamente. Y se dio la vuelta hacia el carrito de los postres.

Pero entre ella y el carrito se interponía el hombre de la capa. Y al dar un paso hacia delante, él se volvió hacia ella, la mano con la cuchara de servir con el bombón de chocolate chocó con el brazo de él y el bombón cayó al suelo.

–Vaya, lo siento –dijo Sara–. Qué torpeza la mía. Sara fijó la mirada en un par de ojos azul grisáceo, ojos que se clavaron en los suyos bajo la suave luz de la araña del techo. Le dio un vuelco el corazón.

Hacía mucho que no veía a un hombre tan guapo como aquel vampiro de rostro ovalado, barbilla pronunciada y pómulos dignos de una escultura renacentista, todo ello acompañado de una piel morena.

–No tienes por qué disculparte, ha sido culpa mía –respondió él–. Está claro que me he interpuesto entre una mujer y su ración de chocolate, me considero afortunado por haber sobrevivido.

Él se agachó para recoger el chocolate del suelo y, al agarrarlo con manos cubiertas por guantes blancos de vampiro y quizá con excesiva fuerza, el bombón se abrió y de él salió un líquido blanco, espeso y pegajoso.

Inmediatamente, Sara le ofreció dos servilletas.

–No te manches los guantes, las manchas de chocolate no se quitan.

Leo asintió, trató de limpiarse y acabó rindiéndose; entonces, tomó otro bombón de la bandeja y se lo llevó a la boca.

–Qué le vamos a hacer, ya me he manchado. Vaya, esto no está tan mal.

Leo agarró la bandeja de bombones con la habilidad de un camarero y la puso delante de ella.

–Señorita Golightly, permítame que le ofrezca otro chocolate.

–Muchas gracias, conde. Es usted muy amable –respondió Sara riendo.

Entonces, Sara volvió la cabeza y añadió:

–¿Listo para cantar? Helen no va a permitir que nadie se le escape.

Él miró a un lado y a otro; después, se inclinó hacia ella.

–Al Príncipe de las Tinieblas no le gusta cantar en público. No, no, no. No es elegante.

–¿Tan mal se te da?

–Peor. Imposible. No voy a hacerlo. No voy a ponerme en evidencia de esa manera.

–Tengo una idea –le susurró Sara en tono secreto.

Miró en torno suyo. Una máquina de karaoke bloqueaba las puertas que daban a la terraza y al jardín, como también lo hacían Helen y algunos de sus amigos con el fin de impedir que alguien se escapara.

Pero ella podía ser muy creativa.

–¿Y si te dijera que conozco una salida secreta al jardín que nos permitiría evitar cantar y tomar nuestra cena tranquilamente en el jardín?

La sorprendente respuesta de Drácula fue agarrarla por la cintura con un brazo y, con el otro, sujetar con firmeza su plato de comida.

–Si me dijeras eso, te seguiría al fin del mundo, preciosa. Pero vámonos ya. Caspar está a la caza de víctimas.

–Lo reconozco, estoy intrigado –le susurró su compañero de escapada mientras se paseaban por la ancha terraza que corría a lo largo de la fachada frontal del hotel–. ¿Cómo es que conocías la escalera secreta que bajaba del vestíbulo a la puerta posterior?

Sara le miró y sonrió traviesamente antes de contestar.

–Conozco todos y cada uno de los pasadizos, habitaciones y escaleras secretas del hotel. No lo sabes, pero soy de… por aquí.

Entonces, se apiadó de la expresión confusa de él, sonrió y añadió:

–Me crié en esa casa. Kingsmede Manor era mi casa.

De repente, Sara se detuvo, echó los hombros hacia atrás y le señaló un punto en la parte alta de la fachada.

–¿Ves aquel pequeño balcón, a la izquierda, en la esquina, con ventana arqueada y vidrio de color? Ésa era mi habitación. Podía ver las estrellas y los árboles por la ventana. ¡Era pura magia!

–Ahora sí que no entiendo nada –respondió él–. ¿Quieres decir que esta casa era de tu familia?

–Sí, eso es –respondió ella encogiéndose de hombros–. Oficialmente, soy la última de un linaje de excéntricos, de los tiempos victorianos, que construyeron esta mansión. Mi abuela murió hace tres años y le dejó la casa a mi madre.

Sara ladeó la cabeza y se alegró de la oscuridad que impedía que él viera el súbito brillo de sus ojos. Hablar de ello aún le hacía sufrir.

–Mamá no quería vivir aquí; además, había que cubrir bastantes deudas y supongo que mantener una mansión así, para utilizarla como casa de vacaciones, debe de costar mucho dinero –Sara hizo un gesto con la mano antes de volverse a él de nuevo–. Y ahora es un hotel precioso.

–¡Vaya! ¿En serio? ¿De verdad te criaste en esta casa?

–Sí, de verdad –respondió ella con un leve encogimiento de hombros–. Me metieron en un internado a los ocho años, pero aquí venía cuando no estaba en el colegio. No teníamos mucho dinero, pero, para una niña, esto era el paraíso.

Sara guardó silencio unos momentos mientras contemplaba la fachada de la mansión.

–Guardo maravillosos recuerdos de esta casa –se volvió hacia él con una sonrisa–. ¿Y tú? ¿Qué tal tu viejo castillo en Transilvania?

–Ah, bueno, ya sabes, los problemas típicos de vivir en una mazmorra. Las corrientes. El frío. La humedad…

–respondió él–. ¡Y cómo está el servicio! Ah, y el sistema de calefacción central deja mucho que desear.

–Estoy totalmente de acuerdo –dijo Sara asintiendo con la cabeza–. Los vampiros modernos necesitan una buena calefacción central.

–De todos modos, te envidio por haberte criado aquí –dijo Drácula, apoyándose en la balaustrada de hierro forjado de la terraza para contemplar el jardín.

Sara se le acercó y apoyó los brazos en la barandilla de hierro. Los cerezos estaban adornados para la fiesta con lucecillas blancas y la entrada principal parecía salida de un cuento de hadas. En el lado oeste de la casa, había una pérgola con rosas blancas y clemátides de flores rosas y moradas, y tanto el vampiro como ella respiraron su perfume y su fragancia.

Era una noche mágica y, por primera vez en muchos días, lograba relajarse. Una luna nueva apareció en el cielo, despejado y estrellado.

De repente, se alegró de haber aceptado la invitación de Helen a la fiesta.

Ése era el motivo por el que nunca se había sentido a gusto en Londres. Ese lugar era parte de ella misma.

Agarró la barandilla con ambas manos y respiró profundamente, aspirando la atmósfera, sintiéndose cada vez más al margen de la fiesta, que parecía progresar perfectamente sin ellos. También era consciente de la proximidad de ese hombre al que acababa de conocer. Estaba tan cerca de él que podía oírle respirar.

¡Eso era nuevo! Hacía mucho tiempo que no estaba a solas con un hombre atractivo. Y menos con uno que parecía disfrutar el entorno y el silencio. También parecía satisfecho con dejarla hablar de lo que quisiera, y ella se sentía lo suficientemente relajada en su presencia para charlar de todo y de nada en particular.

–No suelo venir aquí a menudo –dijo ella en un susurro, a pesar de que estaban solos en la terraza–. Mi casita de campo está muy cerca, justo al otro lado de la carretera, por lo que puedo ver el hotel desde mi casa. Pero ahora el jardín es sólo para los huéspedes del hotel, a los antiguos propietarios no se les permite la entrada. Así que estar aquí esta noche es todo un lujo para mí.

–Eso es porque echas de menos este lugar –respondió él con voz tierna. Y luego, al notar la sorpresa de ella, lanzó una suave carcajada–. Sí, se te nota mucho. Y más…

–¿Y más…? –le instó Sara al ver que se interrumpía y guardaba silencio.

–Y más teniendo en cuenta que tu familia te envió a un internado cuando sólo tenías ocho años de edad –él soltó aire y parpadeó–. ¡Ocho años! Me cuesta creerlo. Debiste de sentirte fatal.

¿Fatal? ¿Cómo podía contarle a un desconocido la tristeza que la embargó al tener que dejar su casa en uno de los momentos más traumáticos de su vida? Abandonada por su madre, que no sabía qué hacer con ella; y también por un padre al que adoraba, cuando éste decidió marcharse a Sudamérica a buscar fortuna tras la decepción sufrida al darse cuenta de que el lujo con el que había soñado al casarse con una aristócrata no se había materializado.

El mundo entero se había derrumbado a su alrededor. Pero ahora, desde hacía tres años, vivía en su diminuta casa de campo, una casa que le pertenecía y de la que nadie la podía echar. Y también tenía su invernadero de orquídeas, y ella era la propietaria.

Sara parpadeó al tiempo que hacía un esfuerzo por contener los tristes recuerdos. Su madre había tenido que vender la casa y todo lo que en ella había; a cambio, ambas habían conseguido ser independientes. No obstante, había sido un proceso sumamente doloroso.

Instintivamente, sintió la mirada del hombre que la acompañaba en ella, observándola, esperando una respuesta a su pregunta.

–Bueno… tenían sus motivos –respondió ella evasivamente–. No fue tan terrible, sabía que podía volver a esta casa en vacaciones. Mi abuela estaba aquí y lo pasaba muy bien con ella. A mi abuela le encantaba la casa; sobre todo, los jardines.

–¿Los jardines? –repitió él mirando largas zonas de césped–. ¿Qué tienen de especial estos jardines? A mí me parecen muy normales.

–Bueno… –una amplia sonrisa le arrugó el rostro–. Hoy en día, los jardines no tienen nada que ver con lo que eran. Eran… extraordinarios. Únicos. La gente solía venir de todas partes a visitarlos –Sara se volvió, miró las zonas de césped, por detrás de los cerezos, hacia los setos de haya y el sendero hasta la carretera secundaria–. Del hotel al centro del pueblo sólo son unos minutos andando, y los jardines, en cierto modo, formaban parte de la vida de esta comunidad. Mi abuela daba muchas fiestas aquí; y, por supuesto, aquí se celebraban las fiestas del pueblo. También se celebraban bodas, cumpleaños y todo tipo de eventos sociales.

Dedicó una sonrisa a Drácula, que la observaba con intensidad, y continuó:

–Me acuerdo como si fuera ayer de la fiesta que mi abuela dio cuando cumplió ochenta años. La fiesta empezó a primeras horas de la tarde, para el té, continuó con una cena y después vino a tocar un grupo de música. Hubo baile y canto, y fuegos artificiales. Muchos fuegos artificiales.

Sara sacudió la cabeza. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz.

–Fue una noche mágica. El fin de una era.

Entonces, miró al cielo y sintió las lágrimas aflorando a sus ojos. Recordaba a su abuela, con su vestido de noche y sus joyas, bailando. Pero en el momento en que Drácula cambió de postura, ella volvió a la realidad, al hecho de que esas fiestas de antaño ya no se celebrarían más en esos jardines.

–Lo siento –dijo Sara con un nudo en la garganta–. No debería haberme puesto a hablar de gente a la que no conoces y de un mundo que ya no existe. ¡Qué vergüenza! No suelo ponerme tan sentimental respecto a esta casa. De todos modos, gracias por escucharme.

Drácula inclinó la cabeza hacia ella.

–Tenía la impresión de que necesitabas hablar y estaba en lo cierto. Y ha sido muy interesante.

La fuerza viril de él la sobrecogió mientras la miraba con intensidad, como si fuera la mujer más fascinante que había conocido.

Él estaba tan cerca que, de querer hacerlo, podía tocarle. Casi podía sentir la suavidad de la respiración de él en la piel mientras la miraba. En la distancia, oía risas y música, pero sus sentidos estaban centrados en ese hombre que la cautivaba.

No podía moverse.

No quería moverse.

Entonces, él hizo algo extraordinario: se inclinó hacia delante, hasta que sus cuerpos casi se rozaron. Ella contuvo la respiración, aterrorizada y excitada en igual medida. ¿Iba a besarla? Pero, con una leve sonrisa, él alzó la barbilla, apartó los ojos de ella, agarró una rosa de un rosal trepador a espaldas de ella y, a los pocos segundos, tenía una perfecta rosa blanca en la mano.

Sara agrandó los ojos al verle pasar los dedos por el tallo de la rosa.

–Una preciosa rosa para una preciosa dama. Las espinas están prohibidas. ¿Me permites?

Sin saber para qué le pedía permiso, Sara se limitó a asentir y sonrió cuando él le agarró una muñeca y, con cuidado, pasó el tallo de la rosa por debajo de la correa del reloj de pulsera de ella.

Sara sonrió, contenta de que la oscuridad de la noche pudiera ocultar su rubor.

–Gracias.

–Y ahora… ¿Sería tan amable de concederme este baile, señorita? –con un exagerado ademán, él hizo una profunda inclinación–. Haré lo posible por no pisarla ni mancharle la espalda del vestido de chocolate.

–No sé… –Sara lanzó un suspiro y miró a un lado y a otro–. En fin, supongo que puedo concederle unos minutos.

Al instante, sintió la mano derecha de él en la cintura y, acto seguido, la otra mano cerrándose sobre la suya.

–Están tocando nuestra canción –él sonrió y la atrajo hacia sí hasta rozarle el pecho con la chaqueta del traje.

Sara parpadeó y tragó saliva.

–¿Nuestra canción? ¿Tenemos una canción? –alzó la mirada y se encontró con los ojos de él fijos en los suyos.

–Por supuesto –él la condujo hacia el centro de la terraza mientras bailaban–. Presta atención a la música.

Era un vals. La música de los salones de baile vieneses de tiempos pasados, música de películas. Y ahora, esa música, sonaba en la terraza de una mansión inglesa. Y la dejó sin respiración.

–Sé lo que estás pensando –le susurró su pareja de baile–. ¿Es el Danubio realmente azul? ¿Hay bosques en Viena?

–Me has pillado –respondió Sara, contenta de que él no hubiera adivinado lo que realmente había estado pensando, que tenía mucho que ver con la proximidad de sus cuerpos.

–Hay algo que me gustaría preguntarte –dijo él en voz baja–. ¿No te ha resultado difícil venir a esta casa como una invitada?

–Sí, ha sido bastante duro –respondió ella con sinceridad–. Pero tenía que venir, por Helen. Estamos tan ocupadas que casi no nos vemos.

Entonces, Sara alzó el rostro y miró al alto hombre cuyos ojos apenas la habían abandonado desde que estaban en aquella terraza.

–¿Y tú? ¿De qué conoces a Caspar? Te vi hablando con él cuando llegaste. No te ofendas, pero no tienes pinta de abogado.

Él sonrió, fue una sonrisa que le iluminó el rostro y suavizó la dureza de sus rasgos, confiriéndole aún más atractivo.

–No, no me ofendo –respondió él–. Caspar estuvo saliendo con mi hermana menor un tiempo. Y ahora, da una vuelta.

Él dio un paso atrás y alzó el brazo izquierdo por encima de la cabeza de ella, lo suficiente para permitirle girar sobre sí misma en el peor giro imaginable cuando la música fue en crescendo. Los dos se echaron a reír.

A juzgar por los aplausos y los silbidos que se oyeron en el interior de la casa, no habían sido los únicos en intentar aquella pirueta.

Al instante, el vals dio paso a una canción de un programa de televisión infantil al son de la cual bailaban unos utensilios de cocina. Fue entonces cuando el vampiro la miró encogiéndose de hombros.

–Estoy de acuerdo –murmuró Sara sacudiendo la cabeza–, será mejor que dejemos el baile. De todos modos, gracias, señor. Y ahora, soy yo quien querría hacerte una pregunta, si no te importa… ¿Te molesta ver a Caspar y a Helen juntos? Teniendo en cuenta que es evidente que se adoran.

Él arqueó las cejas y lanzó una queda carcajada mientras volvía a apoyarse en el parapeto de hierro de la terraza.

–Naturalmente que sé que se adoran. Y no, no me molesta en absoluto. La verdad es que me alegro por Caspar. Lo de mi hermana y él fue hace años. Ahora, mi hermana está felizmente casada y embarazada, y Caspar ha encontrado a una mujer que le quiere mucho. Les deseo toda la suerte del mundo.

Entonces, él se volvió de lado.

–Por cierto, bailas muy bien. Todavía no te he dado las gracias por ayudarme a escapar –lanzó otra carcajada y se metió las manos en los bolsillos del pantalón–. ¡La encantadora Helen me había citado con una amiga suya a la que no conozco! ¿Puedes creerlo? Aunque no pongo en duda el encanto de la chica en cuestión, no tenía ninguna gana de ser la pareja de una chica de pueblo que, evidentemente, necesitaba que Helen le buscara a alguien para acompañarla a la fiesta esta noche. Gracias, pero no. No me gustan el campo ni las chicas de pueblo. Nunca me han gustado y nunca me gustarán.

Muy despacio, Sara se apoyó en la barandilla de la terraza y miró a los jardines, evitando los ojos del vampiro. ¿Era posible? ¿Era ése el famoso Leo con quien Helen la había citado? ¿El amigo de Caspar?

¡Sí, claro que lo era!

La humillación y la vergüenza hicieron que las mejillas le ardieran. ¿Cómo había podido ser tan tonta?

Y ahora, ¿qué iba a hacer? ¿Decirle quién era?

¿Reír como si no hubiera tenido importancia? ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, como invitado a la boda, descubriría quién era ella. Pero no, en ese momento ese hombre no tenía ni idea de que ella era la pueblerina en cuestión.

De repente, la energía y el entusiasmo que había sentido la abandonaron, dejando al desnudo la triste y patética chica que despertaba compasión en sus amigos.

Drácula tenía razón, ella era una pueblerina, la clase de chica que él claramente despreciaba, tal y como su madre había dicho que ocurriría: torpe, inculta y carente de atractivo; condenada a pasar el resto de la vida sola porque ningún hombre se tomaría la molestia de fijarse en ella. Casi podía oír el tono de decepción y desprecio en la voz de su madre el día siguiente al funeral, cuando su exnovio la dejó y regresó a Londres a toda velocidad en su deportivo.

«En fin, mamá, al final resulta que tenías razón».

De repente, se sintió sobrecogida y un temblor le recorrió el cuerpo. No podía seguir en la fiesta, era hora de volver a casa.

–¿Tienes frío? –le preguntó Drácula. Y sin esperar respuesta, él se quitó la capa y la cubrió con ella.

Sara aspiró el perfume del cuerpo de ese hombre y, sin poder evitarlo, dejó que el calor de la prenda le penetrase el cuerpo hasta que los temblores cesaron.

–Gracias –murmuró Sara, pero sin mirarle a los ojos–. Y ahora, si me disculpas, creo que me voy ya a casa. He tenido una semana de mucho trabajo. Haré que Caspar te devuelva la capa antes de que te vayas. Gracias por la compañía.

–Eh, espera un momento, Cenicienta –dijo él mientras ella echaba a andar–. Me has dicho que estabas en una casa al otro lado de la carretera, ¿verdad? Deja que te acompañe. Es lo menos que puedo hacer por ti, después de lo que tú has hecho por mí.

Y antes de que ella pudiera aceptar o rechazar la oferta, Drácula echó a andar a su lado, en silencio. La garganta se le había cerrado y las lágrimas amenazaban con desbordar sus ojos. Era incapaz de pronunciar palabra.