SARA tiró del edredón y cambió de postura al oír la radio despertador. Trató de volver a dormirse, pero algo le molestaba en el cuello.
Se llevó la mano a la garganta y sus dedos chocaron con unas perlas.
¡Oh, no! Se había acostado con el collar puesto. Debía de tener las marcas de las perlas en la garganta y en la barbilla.
No era tan grave, aún disponía de tiempo suficiente para recuperarse de la fiesta y arreglarse antes de ir a la reunión que tenía en el hotel.
¡La fiesta! Eso explicaba por qué estaba tan cansada. Se pasó la lengua por los secos labios. Un zumo. Necesitaba un zumo. Y luego un té.
Abrió los ojos, agarró el edredón con ambas manos, lo alzó y se miró el cuerpo.
Era culpa de Helen Lewis. Hacía años que no se acostaba con la ropa interior. Miró a su alrededor y vio el vestido negro en el sillón a los pies de la cama.
Estaba sacudiendo la cabeza cuando el gato se lanzó a la cama y no paró de moverse hasta que ella no le acarició detrás de las orejas.
–Pasha, sabes que no puedes venir aquí.
Riendo, se levantó de la cama. Tenía muchas cosas que hacer y poco tiempo para hacerlas.
De repente, aún descalza, pisó algo redondo y duro que había encima de la alfombra que había heredado junto con la casa.
No se atrevía a bajar la mirada.
«No, por favor, no otra cosa que el gato ha traído a la casa».
En ese momento, Pasha se acercó a ella y comenzó a frotarse contra sus piernas.
–¡Pasha, vas a tener problemas si has estado revolviendo otra vez en la basura!
El viejo gato de su abuela tenía una habilidad especial para encontrar cosas tiradas por ahí, o perdidas, con las que jugar.
–Está bien, vamos a ver qué me has traído esta vez.
Sara levantó el pie y miró al suelo.
Y contuvo la respiración.
Era un botón. Un botón negro con un adorno plateado. Un botón típico de un abrigo. O de una capa negra. La clase de capa que un vampiro le echaría a una chica por los hombros.
Había muchas cosas que Eloise Sara Jane Marchant Fenchurch de Lambert no sabía, pero de una cosa estaba completamente segura: ese botón no era de ninguna prenda suya.
De repente, se dejó caer en la cama otra vez, tratando de ignorar a Pasha, que continuaba frotándose contra sus piernas.
Respirar hondo. Ése era el secreto. Respirar hondo y soltar el aire despacio. Despacio.
«Piensa, piensa. Anoche. ¿Qué es lo último que hiciste anoche?».
Cerró los ojos.
La fiesta. Drácula. La cena con Drácula después de escapar a la terraza. El baile en la terraza, con Drácula. Drácula había resultado ser el amigo de Caspar, Leo, y la había acompañado a casa. ¿Y luego? Leo había abierto la puerta de su casa. Las luces.
Abrió los ojos en el momento en que Pasha estaba jugando con el botón.
¡Claro! Había vuelto a su casa envuelta en la capa de él, pero se la había quitado al llegar y se la había devuelto. El botón debía de haberse caído y Pasha lo había encontrado y lo había llevado al interior de la casa.
Con alivio, se agachó y le arrebató el botón a Pasha de las garras.
–Lo siento, Pasha. Tengo que darle el botón a Caspar para que él se lo devuelva a su amigo.
Sacudiendo la cabeza, se levantó, salió al pasillo y fue directamente a su sencillo cuarto de baño de azulejos blancos. Tendría que tomarse dos cafés si quería impresionar al organizador de eventos del hotel. No le había resultado fácil conseguir una cita el fin de semana, y tenía que aprovechar la oportunidad para convencerle de que Kingsmede Manor contratara los servicios de Cottage Orchids para sus arreglos florales.
Se cepilló el cabello y se miró al espejo. No tenía tan mal aspecto, teniendo en cuenta que había dormido sin quitarse el maquillaje. El almohadón debía de estar manchado de carmín de labios. En fin, hora de darse una ducha… ¿Qué hora era?
Fue entonces cuando cometió el error de ir a agarrar su reloj de pulsera, que había dejado en el lavabo la noche anterior. Como siempre.
Pero no estaba allí.
El reloj estaba en una estantería, a salvo de las salpicaduras de agua del lavabo. Y en lugar del reloj, al lado de la jabonera en el lavabo, había un anillo de hombre. Era enorme.
Despacio, miró a su alrededor, medio temiendo lo que podía llegar a ver.
La bata, que había dejado a un lado de la bañera la noche anterior, estaba colgando de un gancho en la puerta. Y la toalla para la cara estaba en el toallero.
Pero ella solía dejar tirada la toalla en un borde de la bañera o en el lavabo, nunca en su sitio, en el toallero.
Alguien había colgado la bata y había colocado la toalla en su sitio. De hecho, lo único que estaba tal y como los había dejado eran un sujetador y unas bragas, ambas prendas ya muy usadas, secándose en el colgador encima de la bañera.
Sara no tuvo más remedio que enfrentarse a la verdad… Y lanzó un grito.
–¡Leo, eres idiota!
Leo Grainger lanzó un gruñido. Había poca gente que le conocía lo suficiente para llamarle idiota a la cara, Caspar era uno de los pocos que podía hacerlo, y en esta ocasión tenía razón.
–Sé que lo llevaba puesto en la fiesta. Me lo quité para lavarme las manos cuando fui al servicio en el hotel. Después de eso, no tengo ni idea.
–¿El servicio del hotel? –Caspar lanzó una mirada de sorpresa a su amigo–. ¿Quién se quita un anillo para lavarse las manos?
–Yo, por ejemplo. Siempre lo he hecho. Sabes que ese anillo es una de las pocas cosas que me dejó mi padre, así que le tengo mucho cariño. ¿Vale?
–Vale, vale –Caspar alzó ambas manos en señal de rendirse; después, se sirvió otra tostada–. ¿Y después de la fiesta? Vi que te escapaste con Sara Fenchurch. ¿Puedes haber perdido el anillo en el jardín…? ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que he dicho?
Leo dio unos golpes en la mesa con la cabeza antes de lanzar un gruñido y de volverse a incorporar en el asiento con los ojos cerrados. Se alegraba de que Caspar hubiera ido a su habitación a desayunar con él.
–¿Sara? ¿La amiga de Helen, mi supuesta pareja? ¿Era ésa, la chica del vestido negro y los guantes?
Caspar untó mantequilla en la tostada.
–Sí, claro. Os vi hablando delante de la mesa del bufé y, cuando quise darme cuenta, estabais en la terraza. Y… –de repente, Caspar se dio cuenta de lo que había pasado y lanzó un sonoro suspiro–. No sabías quién era, ¿verdad?
Leo sacudió la cabeza de lado a lado.
–Vaya, así que Helen no os presentó al final.
Entonces, Caspar sonrió abiertamente y le dio una palmada en el brazo.
–Bueno, dime, ¿acertó mi novia al elegir una chica para ti o no? ¡Ya te dije que Sara era estupenda! Helen se va a alegrar muchísimo. Adora a Sara. Al parecer, ha pasado por momentos muy malos, pero ya le va mejor. En fin, me alegro por los dos. ¿Qué? ¿Qué pasa?
Leo miró fríamente a su amigo.
–¿Crees que Sara sabía quién era yo? Me refiero a antes de la fiesta.
Caspar se encogió de hombros.
–No, no lo creo. De haberlo sabido, quizá no se hubiera puesto a hablar contigo. Tengo la impresión de que Sara era tan reacia como tú a que la emparejaran con un desconocido. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué importancia puede tener eso?
–Quizá la tenga. Es increíble el efecto que pueden tener un cóctel Kaplinski y unos recuerdos nostálgicos a la luz de la luna. Se disgustó y acabé llevándola a su casa al otro lado de la carretera.
Se hizo un breve silencio, hasta que Caspar le preguntó en voz baja:
–¿Que la acompañaste a su casa?
Leo asintió.
Caspar miró a la puerta antes de continuar.
–Antes de que Helen llegue… ¿pasó algo? Te lo pregunto porque Helen y Sara se lo cuentan todo. Todo –Caspar parpadeó varias veces.
–La acompañé a la puerta, entré con ella y, antes de marcharme, fui al cuarto de baño –respondió leo en voz baja–. Sara ya estaba dormida cuando salí.
Caspar lanzó un suspiro de alivio y se frotó las manos.
–Bien. Ahora está todo más claro. ¿Por qué no le preguntas a Sara si ha encontrado tu anillo en el cuarto de baño? Es muy sencillo, ¿no? ¿Leo? ¿Por qué estás sacudiendo la cabeza? Sabes perfectamente quién es y dónde vive.
Leo miró a su amigo a los ojos.
–Sí, ya. Justo después de decirle que fui yo quien le quitó el vestido y la metió en la cama. Sí, le va a sentar muy bien. Y más aún cuando me encuentre al lado de ella en tu boda y en un futuro próximo.
–¿Que le quitaste el vestido? –preguntó Caspar sorprendido, incluso algo horrorizado–. Vaya, eso podría ser un problema. ¿Sabías que Helen y Sara, en el colegio, se llamaban las Dos Mosqueteras? Si una se enfada contigo, la otra también.
–¡Gracias! Te agradecería una crítica constructiva. Y necesito el anillo de mi padre antes de reunirme con mi tía y con el resto del clan el viernes. Y necesito que tú evites que la encantadora Helen me tire a la fuente y me ahogue.
–Déjame pensar, déjame pensar –Caspar tamborileó en la mesa con los dedos–. Se nos tiene que ocurrir algo por lo que Sara y Helen acaben jurándote amor eterno… ¡Ya lo tengo! Flores. A Helen le preocupa mucho el estado en el que se encuentra el negocio de Sara.
Caspar se interrumpió un segundo, apoyó los codos en la mesa y sonrió traviesamente.
–Leo, amigo mío, ¿te gustaría convertirte en el príncipe azul de Sara y conseguir el anillo de tu padre al mismo tiempo? Ha llegado el momento de tirar de tus contactos con la familia Rizzi.
Sara Fenchurch fingió buscar algo en la cartera hasta que el resto de la gente abandonó la recepción del hotel. Entonces, se acercó con calma a la oficina del organizador de eventos sonriendo y esperando que nadie la notara temblar.
Iba con dos minutos de adelanto. Dos minutos para calmarse antes de tratar de convencer al organizador de eventos, el señor Evans, de que debía elegir sus flores para los arreglos florales de las bodas y todo tipo de fiestas y celebraciones.
Se trataba de su negocio. Era una mujer de negocios. Necesitaba clientes como ese hotel.
«Levanta la barbilla y endereza los hombros». Iba a entrar.
A punto de llamar a la puerta, ésta se abrió.
–Vaya, buenos días, señorita Fenchurch. Justo en el momento preciso –él le estrechó la mano con tal entusiasmo que las gafas se le movieron–. Encantado de volverla a ver. Ah, y admiro la puntualidad. ¿Le apetece un té o un café? Y, por favor, no se quede ahí, entre. Me gustaría empezar cuanto antes.
Ella logró esbozar una sonrisa, ocultando su sorpresa ante tan cálido recibimiento.
–Gracias, señor Evans. Y no, gracias, hace poco que he desayunado.
Siguió al organizador de eventos al interior del despacho, antaño el dormitorio del mayordomo, y se sentó con la espalda muy recta. Tony Evans acomodó su corpulento cuerpo en la enorme silla de cuero al otro lado de la mesa de despacho.
–¿Sabe por qué este hotel es tan especial, Sara? –preguntó él señalando la vista de los jardines desde la ventana–. Espero que no le moleste que la llame Sara. Sé que nos vamos a llevar de maravilla.
Tony Evans no esperó una respuesta.
–Los pequeños detalles. Nuestros huéspedes quieren algo especial y lujo, y eso es lo que queremos darles. Y quieren que nuestros proveedores sean de la zona. Ya sabe, reducción del impacto ambiental y todo eso. Y su invernadero no puede ser más de la zona, ¿no?
Antes de que ella pudiera contestar, él prosiguió:
–Quiero que sea una de nuestros proveedores, Sara. He examinado su portafolios y me ha gustado lo que he visto. Sus flores tienen calidad. Veo en usted un gran potencial y estoy dispuesto a darle una oportunidad.
Sara contuvo la respiración. Sí, ésa era su oportunidad. Después de tres años de duro trabajo, alguien iba a darle una oportunidad con las plantas que ella misma había criado. Y lo mejor de todo era que lo había hecho por sí misma, sin ayuda de nadie.
–¿Una oportunidad, señor Evans? –no pudo evitar que le temblara la voz ligeramente.
–Va a haber celebraciones en este hotel todos los fines de semana hasta el día de San Valentín. En estos momentos, dos floristerías nos proporcionan los arreglos florales que hay en todas y cada una de las habitaciones del hotel y también los de los eventos y fiestas. Quiero que me demuestre que, si la elijo a usted como proveedora, puedo reducir el impacto medioambiental y tener arreglos florales de primera calidad y ajustados a mi presupuesto.
Entonces le pasó un dossier por encima de la mesa.
–Ahí, dentro de esa carpeta, está el programa de la reunión de negocios más importante del año que va a tener lugar a lo largo de fin de semana. Antes de firmar ningún contrato, quiero ver cómo se las arregla con un evento de semejante calibre.
Sara miró la primera página del dossier y soltó el aire muy despacio.
–Es un encargo grande, pero le presentaré varias propuestas en unas semanas. Es decir, si le parece bien, señor Evans.
Tony Evans se recostó en el respaldo del asiento y cruzó los brazos.
–Nuestro cliente tiene un programa muy apretado. Ya me ha pedido un presupuesto detallado y le he prometido que, como muy tarde, lo tendrá el viernes que viene.
Sara guardó silencio unos segundos antes de contestar:
–Eso es estupendo. Pero… ¿ha dicho el viernes que viene? ¿Dentro de cinco días?
Tony Evans asintió en silencio.
Sara tragó saliva antes de responder:
–Le agradezco la confianza depositada en mí, pero me gustaría disponer de más tiempo…
–A nuestros proveedores de flores les encantaría continuar trabajando con nosotros –le interrumpió Tony Evans–. Y, por supuesto, con otros de los hoteles del grupo. Le agradeceríamos que pudiera mostrarnos las ventajas de tener un proveedor local en vez de una gran empresa. ¿No está de acuerdo?
Sara parpadeó e hizo un esfuerzo por no lanzar un grito de alegría. ¿Otros hoteles del grupo? Claro que podía ser su proveedora, sin problemas.
–Por supuesto, estoy convencido de que nos proporcionará algo espectacular. Leo Grainger me ha dicho que es la mejor en su campo y no hay mejor recomendación que ésa.
Sara abrió desmesuradamente los ojos y se quedó mirando a Tony Evans con incredulidad.
–¿Leo? ¿Leo Grainger ha recomendado mis orquídeas?
–Sí, así es –contestó Tony–. Y es toda una recomendación, viniendo de un hombre así. Le confieso que me preocupa el traslado de su negocio a otro sitio. Encontrar un terreno para arrendar en este pueblo no va a ser fácil. Pero estoy seguro de que nos mantendrá informados.
Sara estuvo a punto de saltar de la silla.
–¿El traslado de mi negocio? Perdone, pero creo que hay un malentendido. No tengo pensado trasladar mi negocio a ningún otro sitio.
Tony dejó de sonreír.
–Ah. Debería haber recibido la carta de nuestros agentes en la que se le explican los motivos por los que no se le va a renovar el contrato del terreno que nos tiene arrendado. Es por motivo de nuestro plan de ampliación del negocio.
Sara trató de hacer acopio del valor suficiente para preguntarle qué demonios estaba diciendo, cuando sonó el teléfono.
–Perdone, pero tengo que atender a esta llamada –dijo Tony Evans con alivio–. ¿Puedo contar con usted para recibir las propuestas antes del viernes, Sara? Excelente. Que pase un buen día.
Sara se había levantado y estaba a punto de volverse cuando, en tono casual, preguntó:
–Leo Grainger. ¿Cómo es que le conoce?
–Al parecer, Leo es familiar de los propietarios del hotel. Es asesor, de negocios –Tony Evans se encogió de hombros–. Entonces, Sara, ¿hasta el viernes?
Unos segundos más tarde, Sara estaba en el pasillo sintiéndose como si el mundo se le fuera a echar encima.
Leo Grainger era el asesor que la había llevado a su dormitorio, la había visto en ropa interior y había colgado la toalla en el toallero. Y, peor aún, era familiar de la familia Rizzi, la famosa familia de hoteleros que habían comprado aquella mansión.
No le extrañaba que le hubiera dado las gracias por ayudarle a evitar una cita con una desconocida… ¡Con ella!
Pero luego… la había recomendado.
¿Qué pasaba? ¿Le daba pena?
De repente, no sabía si besar a Leo o darle una patada en la espinilla.
Debería darle las gracias por haberla recomendado, había sido muy amable por su parte.
Sin embargo, se sentía desilusionada.
No obstante, no tenía elección. Aquélla era una oportunidad maravillosa y tenía que agarrarla con ambas manos.
Sara suspiró y comenzó a caminar hacia la curva escalinata que conducía a las habitaciones de los huéspedes. Helen y Caspar saldrían para Londres pronto, después del almuerzo, con los padres de Caspar. Aquélla era una oportunidad perfecta para darle a Helen el anillo de Leo, el que había encontrado en su cuarto de baño, y dejar claro que no le daba importancia a la supuesta cita a ciegas.
Pero… ¿no se sentiría el famoso Leo algo culpable por los comentarios de la noche anterior? Sin duda alguna, Helen y Caspar le habían preguntado qué tal con ella la noche anterior. Y si la noche anterior no había sabido quién era ella, ahora sí que debía de saberlo.
Y ella tenía su anillo.
Entonces, Sara se detuvo al pie de la escalera y se quedó pensativa.
No. Si Leo Grainger, el famoso asesor de negocios, quería recuperar su anillo, iba a tener que ir a su casa a pedírselo. De esa forma, podría darle las gracias en persona por haberla recomendado y disipar las tensiones que pudiera haber, tanto por Helen como por ella misma.
Y entretanto, tenía que llamar al agente inmobiliario. No quería que a sus clientes les preocuparan tontos rumores respecto al traslado de su negocio. ¡Qué idea tan ridícula!
El terreno que tenía arrendado había sido antiguamente el huerto de la casa, y su abuela lo había vendido para arreglar el tejado a condición de que ella pudiera usar los invernaderos que estaban en un rincón del terreno, al lado de la casa del jardinero.
Era imposible que el agricultor hubiera vendido ese terreno al hotel. ¿O no?