LEO Grainger levantó la mano derecha y la agitó como gesto de despedida mientras el coche en el que iban Caspar y Helen se alejaba despacio del hotel, de vuelta a su feliz vida londinense, dejándole ahí solo, sintiéndose como un adolescente abandonado en un internado diciendo adiós a sus padres, en un lugar desconocido cuyas costumbres no conocía.
Le pareció ridículo sentirse así y, dentro de la chaqueta de cachemira, encogió los hombros. Después alzó la barbilla y fue a la terraza.
Su tía Arabella había visto algo único y especial en Kingsmede Manor, y él se fiaba del instinto de su tía. Arabella tenía un gusto exquisito y una habilidad especial para ver el potencial de una propiedad, habilidad que había cultivado durante años de trabajar en la industria hotelera en los cinco continentes.
Aminoró el paso y se detuvo un minuto para contemplar con admiración la impresionante casona de piedra a la luz del sol un domingo por la mañana en la campiña inglesa. La noche anterior no había podido verla bien; ahora, a plena luz, la casa parecía poseer gran carácter.
Su madre se había criado en una casa parecida en Italia. Él había visto fotografías del palazzo que su abuelo se había hecho construir con los años, después de levantar la cadena hotelera más importante de Europa. Era un palacete magnífico, diseñado con el fin de proyectar la imagen de poder y riqueza del dueño, sin que se notara los sacrificios que la familia había hecho para lograr acumular semejante fortuna.
La gente consideraba a su abuelo un hombre de negocios extraordinario y de gran éxito, pero todo tenía un precio en la vida.
Y su madre había pagado un alto precio por provocar la furia de su propio padre al casarse por amor y no por prestigio. Un precio que tanto su hermana como él todavía pagaban todavía, doce años tras la muerte de sus padres. Y a eso se debían todas las horas extras de trabajo por parte de su equipo y de él mismo con el fin de poder ir a Kingsmede.
Tenía un objetivo.
Había ido allí a realizar un trabajo, y parte de ese trabajo era compensar a su tía por el riesgo y la molestia que se había tomado al hacerse cargo de sus sobrinos huérfanos e incluso darles trabajo en uno de sus hoteles.
Le debía a su tía completa lealtad y quería hacer, por ella, el mejor trabajo posible. Por supuesto, su tía ya le había dicho que se consideraba recompensada con creces viendo el éxito que él había tenido en los negocios.
Pero para él, para Leo Grainger, eso no era suficiente. Ni mucho menos.
Arabella Rizzi le había dado la lección más importante que había recibido en la vida: le había dicho que la lealtad y la integridad eran lo más importante en la vida. Hasta la fecha, había comprobado que su tía tenía razón, y él tenía todos los motivos del mundo para seguir su consejo.
La lealtad hacia sus padres era más importante para él que el dinero, el poder o el renombre; más importante incluso que su obsesión por controlarlo todo.
Leo se dio la vuelta, de espaldas a la casa, y paseó la mirada por la explanada de césped, los árboles y los campos de cultivo que se extendían por cualquier sitio hacia el que se mirase.
Soleado y silencioso, era un lugar idílico y tranquilo.
¿Cómo sería en invierno?
Quizá tuviera razón el equipo Rizzi, quizá construir un balneario adosado a la casa era lo ideal para aquel pequeño hotel en medio del campo, algo que atraería clientes tanto en verano como en invierno. Desde luego, necesitaba una atracción especial.
¿Qué podía ofrecerle Kingsmede Manor a él, por ejemplo? ¿Qué podía hacerle elegir ese lugar por primera vez y repetir una y otra vez la experiencia? Su objetivo era encontrar algo único, algo que sólo ese hotel ofreciera.
Lo único especial en Kingsmede Manor para él hasta ese momento había sido Sara Fenchurch.
Pero tenía que darse prisa. Su tía iba a Londres el miércoles con el fin de ir al hotel antes de la reunión del viernes durante un almuerzo. Arabella le había pedido que presentara su proyecto, con las recomendaciones para el hotel, delante de toda la familia. La familia de su tía. La familia Rizzi. La familia que había desheredado a su madre.
El informe tenía que ser espectacular.
Iba a demostrarle a Paolo Rizzi que había cometido la mayor equivocación de su vida al repudiar a su hija y a los hijos de ésta.
Había llegado el momento de demostrarle a ese hombre que su nieto era un gran profesional y que Arabella Rizzi había tomado la decisión adecuada años atrás. Y Kingsmede Manor iba a ser el escenario de tan importante evento.
Y él iba a llevar el anillo de boda que su querida madre había deslizado en los dedos de su padre. Sí, claro que sí.
Lo que le hizo recordar la primera tarea del día.
Leo alzó la cabeza y se puso las gafas de sol.
Era hora de ver si Sara Fenchurch había encontrado su anillo en el cuarto de baño de su casa. Y tenía que presentarse delante de ella con una buena dosis de humildad.
Maldito Caspar por haber amañado una cita a ciegas.
Sara había sido un encanto hasta el momento de su metedura de pata. Interesante, fascinante y más que atractiva. Era una mujer especial y él había sido un auténtico cabestro con ella.
Desde luego, no sería difícil localizarla.
Salió por la puerta de la verja y se encontró con la pequeña carretera; al otro lado de la carretera, vio una pequeña casa de campo con tejado de teja roja, ventanas con parteluces y separada de la carretera por un seto de haya de poca altura. Era la clase de casa de campo que, en sus tiempos, habría tenido un tejado de paja y jardineras llenas de flores suavizando la fachada blanca y la estructura de madera pintada de negro.
En la otra dirección, la carretera acababa en la puerta de una valla de madera que daba a un huerto de árboles frutales. Reconoció los manzanos, perales y cerezos, todos ellos cargados de frutos listos para su recogida.
Pero lo que realmente llamó su atención fueron las construcciones que había más allá de los árboles frutales, a lo largo del huerto, tres extraordinarias estructuras de cristal. Lo más parecido posible a esas estructuras eran los ornamentales invernaderos de plantas exóticas de los hoteles de países más cálidos.
En vez de estructuras de acero con paneles de cristal, estas construcciones victorianas tenían estructuras de madera pintadas de blanco, tejados decorados con pequeñas esculturas de madera a semejanza de los capiteles de las iglesias medievales. Ésos no eran invernaderos, sino auténticas obras de arte arquitectónicas.
Le encantaban.
Algo deslumbrado, Leo cruzó la carretera y la pequeña portezuela de la valla de madera pintada de blanco, la entrada a la casita de campo, rodeada de rosales color rosa. Era una imagen digna de una postal.
Delante de la casa había un pequeño jardín lleno de flores, más o menos del tamaño de su coche. Lo que le faltaba de espacio le sobraba de exuberancia. Plantas de todo tamaño, color y forma llenaban el espacio. Era una combinación sorprendente que le hizo sonreír.
Leo fue a llamar al timbre cuando advirtió un trozo de papel rosa fluorescente pegado a la puerta. Alguien había escrito en letra grande: Venta directa al público. Compre orquídeas directamente del invernadero. Para llegar a Cottage Orchids, gire a la izquierda.
¡El letrero no había estado ahí la noche anterior!
Caspar le había dicho que Sara cultivaba orquídeas, pero no había imaginado que lo hiciera en su propio jardín. ¿Las orquídeas no procedían de países tropicales? Él había supuesto que ella las importaba, las tenía en algún almacén y las vendía.
Siguiendo la dirección que se le daba, dio la vuelta a la casa, continuó andando a lo largo de un muro y se vio en frente del primero de esos tres maravillosos invernaderos victorianos. A la entrada, había una bonita cabaña de madera. Una señal, una mano pintada de blanco en una de las paredes de la cabaña de madera, le indicaba que había llegado a Cottage Orchids, Kingsmede Manor. La puerta de la cabaña estaba cerrada con llave, pero se encontraba delante de la entrada de los invernaderos y, a través del cristal, vio movimiento en su interior. La puerta estaba entreabierta y, tras llamar dando unos pequeños golpes en la estructura de madera, la abrió y entró en el lugar más increíble que había visto en su vida.
Había largas hileras de plataformas de madera, a la altura de la cintura, cubiertas de plantas colocadas según el color y el tamaño. Delante de él estaban las plantas con flores de color pálido: blanco, marfil, crema, dorado y amarillo. Al acercarse, se dio cuenta de que todas las plantas que había allí tenían el mismo tipo de hoja y de flor. Las formas de las flores eran iguales, sólo cambiaba el color.
¡Así que eso era un invernadero especializado en un tipo de plantas! Interesante. Inteligente. Alguien había hecho los deberes. Le gustaba.
Un estrecho pasillo de menos de un metro separaba esas plantas de las que había en la hilera central. En esta hilera, los colores eran rosa fuerte, naranja y albaricoque. Plantas jóvenes, plantas maduras, plantas pequeñas, plantas altas… todas ellas colocadas en estricto orden dentro de pequeños contenedores de plástico transparente que contenían sus raíces, que sobresalían de cada contenedor como pequeños tentáculos verdes y grisáceos.
Miró en dirección al otro lado del invernadero, a lo que le pareció que era donde estaban las plantas más pequeñas. No había espacio libre, todo estaba cubierto de orquídeas de un tipo u otro.
De repente, un sonido le distrajo. En algún lugar ahí dentro, una chica estaba cantando con una voz sumamente dulce.
Leo volvió la cabeza y, de repente, la vio, vio a Sara Fenchurch. Y sonrió. Era la primera vez que sonreía ese día, pero tenía buen motivo para hacerlo.
Sara movía la cabeza de un lado a otro mientras cantaba. Y parecía como si estuviera lavando una planta.
Debía de ser la orquídea más grande que había visto en su vida, con largas y suculentas hojas verdes. Y Sara estaba lavando las hojas, una por una, con una esponja. Movía las manos lánguida y sensualmente, acariciando las hojas con sumo cuidado…
Y Leo no pudo evitar una oleada de calor.
A los pies de ella había un gato dorado tumbado en el suelo tomando el sol. El gato tenía los ojos cerrados, pero cuando él dio un paso hacia delante, el gato levantó la cabeza, le miró, bostezó, se estiró y volvió a dormirse.
La radio estaba a todo volumen, sintonizada una emisora de música pop. No le extrañaba que Sara no le hubiera oído; pero se alegraba de ello, ya que le había proporcionado una oportunidad para observarla de cerca.
Sara llevaba una camiseta color amarillo con el logotipo de la marca de un abono para orquídeas, pantalones verdes de media pierna y zapatillas deportivas.
El extraño y colorido atuendo conseguía hacerla aún más atractiva.
Aquella versión de Sara era todo un descubrimiento.
Mientras la miraba en silencio y con admiración, Sara llevó una planta al escurridero y llevó al fregadero lo que a él le pareció un grupo de contenedores de plástico. Sara se puso a fregar los diminutos contenedores, absorta en la sencilla tarea.
Una gorra de baseball naranja le cubría el corto cabello castaño y hacía sombra en sus ojos; pero, desde donde estaba, podía ver las pecas en la bronceada nariz y mejillas de ella.
En vez de la elegante mujer que había conocido la noche anterior, se encontraba delante de una chica delgada con ropa de trabajo que lavaba unos pequeños maceteros con gran cuidado un domingo por la mañana. No necesitaba maquillaje, ni ropa cara ni accesorios para estar guapa. Así, tal cual, estaba encantadora.
Y no sabía cómo tratar a una mujer así.
Helen y Caspar tenían dinero, éxito y se movían en los círculos de la alta sociedad londinense. Ése era su mundo también, lo había hecho su mundo. Pero… ¿quién era esa chica que había elegido pasar una calurosa mañana de domingo fregando maceteros? ¿Era ése su invernadero? ¿O era la empleada de una empresa más grande? Debería habérselo preguntado a Caspar aquella mañana; para negociar, cuanta más información, mejor. De repente, se sintió fuera de lugar; ése era el territorio de Sara, no el suyo. La bonita chica de la camiseta podía mostrarse poco cooperativa con él después de lo despreciativo que había sido con ella la noche anterior.
En cualquier caso, ahí estaba él, con un traje negro y camisa negra una mañana de verano, un atuendo completamente fuera de lugar; entretanto, ella estaba cómoda y fresca con su ropa de trabajo.
Nunca se había sentido tan perdido ni tan atraído hacia una chica.
De repente, ella se volvió, le vio y los maceteros que tenía en la mano se le cayeron de nuevo al fregadero.
–Buenos días, señorita Fenchurch –dijo Leo con calma y una media sonrisa–. Siento haberla asustado, pero como no había nadie en la cabaña…
Ella le miró agrandando los ojos; después, volvió la cabeza y apoyó una mano en la pila.
–No tiene importancia, señor Grainger. ¿Ha venido a comprar una orquídea? Como verá, tengo una gran variedad.
Entonces, le miró directamente a los ojos, y él se dio cuenta inmediatamente de que Sara le llevaba ventaja. Sara sabía quién era él, por qué estaba allí y no tenía intención de pasarle nada por alto.
Leo asintió.
–En realidad, he venido para pedirle disculpas por estropearle la noche. Después, voy a comprar una orquídea. ¿Le parece bien?
Sara volvió a sus maceteros, a fregarlos y a aclararlos. Por fin, cuando acabó de fregarlos todos, se quitó los guantes de goma y se volvió de cara a él, de espaldas a la pila.
Leo se preparó, se merecía lo que se le echaba encima. Por eso, cuando Sara habló, lo que dijo le sorprendió más de lo que había podido imaginar.
–¿Es por eso por lo que me ha recomendado a los del hotel? ¿Como compensación por el desafortunado comentario sobre la cita a ciegas que tenía y de la que tanto se alegraba de haber escapado?
Leo parpadeó y asintió. No tenía sentido negarlo.
–En parte –admitió Leo–. Por supuesto, le pido disculpas por haberla insultado. No tenía ni idea de que fuera la amiga de Helen.
Entonces, Leo respiró hondo. Estaba perdiendo demasiado el tiempo, y el tiempo era dinero. Mejor ir directo al grano.
–Pero hay algo más. Creo que me dejé un anillo en su cuarto de baño anoche y me gustaría recuperarlo. Ese anillo significa mucho para mí.
–Por supuesto. Lo comprendo –Sara abrió la boca como si quisiera decir algo; después, titubeó. Por fin, pareció cambiar de idea y sacudió la cabeza–. Y le agradezco lo que ha hecho por mí. Gracias. Es una gran oportunidad y voy a aprovecharla. Quiero que sepa que Manor puede contar conmigo. Aunque cabe la posibilidad de un ligero retraso mientras me organizo. Pero lo haré. Encontraré la forma de hacerlo. Lo único es que me va a llevar más tiempo del que imaginaba, eso es todo.
Al notar que a Sara le había temblado la voz, Leo dio un paso hacia ella.
–¿Un retraso? –preguntó lanzando una mirada a su alrededor–. El director del hotel está muy interesado en hacer tratos con usted y es evidente que tiene suficientes plantas para vender… suponiendo que éstas sean sus plantas.
Sara lanzó una queda carcajada.
–Sí, son todas mías. Y hay otros dos invernaderos del mismo tamaño que éste. En fin, aunque en estos momentos tenga plantas…
Entonces, Sara tragó saliva y pareció no saber cómo seguir. La vio darse media vuelta y apoyar las manos en la pila antes de continuar.
–Esta mañana he recibido una mala noticia. Al parecer, van a hacer una ampliación en el hotel. Todavía no sé qué voy a hacer ni cómo lo voy a hacer, pero le aseguro que, tal y como he prometido, presentaré mi propuesta el viernes.
Leo recorrió la distancia que los separaba. Se detuvo delante de ella y la miró a la cara. Sara estaba parpadeando; evidentemente, algo la tenía muy disgustada.
–Un balneario de lujo dará puestos de trabajo a la gente de la zona y atraerá inversiones a Kingsmede –comentó él en tono bajo, el tono que utilizaba cuando hablaba de negocios–. Atraerá más clientes al hotel, lo que significa más oportunidad para usted de vender sus flores. No veo cómo eso puede ser una mala noticia.
Al instante, ella dejó caer los hombros y le miró a los ojos.
–En ese caso, es evidente que no tiene ni la más remota idea de lo que el balneario va a afectar a mi negocio –dijo ella en voz baja y tranquila, con los ojos clavados en los de él.
Hasta ese momento, a Leo le había parecido que los ojos de ella eran marrones, pero ahora los veía verdes con reflejos ámbar y chocolate. Tuvo que parpadear y apartar la mirada de esos ojos para poder concentrarse en la conversación.
–Entonces, explíquemelo –respondió él.
Sara asintió.
–Está bien, lo haré. Mire a su alrededor, señor Grainger. ¿Qué es lo que ve?
Leo miró a un lado y a otro.
–Veo un invernadero extraordinario lleno de orquídeas –entonces, sonrió–. Por favor, tuteémonos como anoche, ¿te parece? De ahora en adelante, Leo. Por favor.
Sara alzó la barbilla.
–Está bien, Leo. Y sí, tienes razón, el invernadero es extraordinario y yo soy su afortunada dueña. El terreno en el que este hermoso invernadero se asienta venía con la casa –Sara se volvió y miró hacia los ventanales antes de continuar–. Mi abuela también me dejó los otros dos invernaderos, pero éstos están aposentados en un terreno que es de mi vecino y que yo tengo arrendado.
Sara indicó el muro de ladrillo rojo a la derecha del invernadero.
–Todo este terreno, hasta el muro de piedra, era el huerto de la casa. El muro era el límite sur de los jardines. Mi abuela tuvo que vender este terreno para cubrir los gastos de los arreglos del tejado hace unos diez años, pero con intención de volverlo a comprar. Sin embargo, murió sin poder hacerlo.
Sara suspiró. Después, inspiró hondo, como si quisiera darse fuerzas para continuar.
–Hoy por la mañana me he enterado de que el agricultor que compró este terreno a mi abuela hace diez años acaba de recibir una oferta del hotel, y el dinero que le han ofrecido le va a permitir jubilarse. De todos modos, los del hotel le han pedido que no diga nada hasta que no lo hagan ellos públicamente. En fin, eso es lo que me pasa.
Sara se metió una mano en un bolsillo del pantalón y sacó un sobre marrón.
–Es la carta que el hotel me ha enviado, la carta de notificación –Sara apretó los labios y se encogió de hombros–. Puede que estés acostumbrado a que, con el fin de obtener más beneficios, los hoteles Rizzi causen la quiebra de muchos negocios pequeños. Y espero que me perdones, pero mi egoísmo me impide alegrarme de ello.
Leo la miró fijamente y reconoció la expresión de su rostro. La había visto en muchos de sus clientes. Lo último que esa chica necesitaba era que un hombre egoísta fuera ahí a pedirle un anillo que se había dejado en el cuarto de baño.
¡No, no! El anillo de su padre era lo único que le importaba. Ése era el motivo por el que había ido allí. ¿No?
De repente, pensó realmente en lo que ella había dicho. Y se dio cuenta de que Sara tenía razón. Había innumerables víctimas, proveedores y trabajadores por igual, a causa de las fusiones y las compras de empresas que él aconsejaba a diario.
Pero ése no era su problema y nunca lo sería. Sus clientes le pagaban, y muy bien, por realizar análisis objetivos y recomendaciones de lo que era necesario hacer para incrementar los beneficios de sus empresas. Ésa era su especialidad. Nada más.
Por supuesto, hasta ahora nunca se había tenido que enfrentar al dueño de una pequeña empresa que iba a quebrar a causa de sus recomendaciones. Pero, en este caso, incluso había bailado con esa chica la noche anterior. Sara se enfrentaba a un futuro incierto y todo porque su tía quería incrementar los beneficios de ese hotel.
Sara dejó caer el sobre en el escurridero, sin importarle si se mojaba o no.
–He sido una estúpida. Me parece que estoy diciendo tonterías. La noticia me ha afectado mucho y no sé qué voy a hacer de ahora en adelante.
Sara parpadeó para contener las lágrimas; después, le sonrió.
–Acepto tus disculpas. Y gracias por venir, pero me gustaría que te marcharas ahora.
Entonces, Sara alzó la cabeza y añadió:
–Tony Evans me ha dicho que eres miembro de la familia Rizzi. Sé que eres amigo de Caspar también, pero te agradecería que me dejaras sola, necesito pensar. Así que, gracias otra vez, y que pases un buen día. Suerte. Adiós.
Y antes de que Leo pudiera reaccionar, ella agarró la orquídea que tenía más cerca, que era de casi un metro de altura y llena de flores, y se la dio con tal fuerza que no tuvo más remedio que agarrarla.
Y cuando quiso darse cuenta, estaba fuera del invernadero, abrazado a un tiesto con orquídeas amarillas y sin saber qué hacer.