CAPÍTULO 7

UNA hora más tarde, a Leo le estaba costando un gran esfuerzo centrarse en el trabajo que tenía entre manos.

La cocina de Sara era demasiado pequeña para trabajar los dos. Después del tercer golpe que le había dado en el tobillo al estirar las piernas, Sara le había sugerido que, en vez de sentarse en frente de ella, se colocara a su lado mientras ordenaban los papeles.

Por supuesto, él había accedido. Pero sólo porque eso facilitaba la tarea, no porque quisiera rozarle las piernas ni buscar una excusa para tocarla físicamente.

Estaba lo suficientemente cerca de ella para poder verle la diminuta cicatriz que tenía en el labio superior. Sara olía a champú y a tierra.

Lo peor era que, cada vez que se movía para agarrar algo, él la imaginaba en ropa interior, con la ropa interior con la que la había visto la primera noche. Y cada vez que pensaba eso, un calor insoportable le subía por el cuerpo.

En ese momento, Pasha, el viejo gato, se subió encima de él y le clavó las garras en los muslos para agarrarse, haciéndole lanzar un grito de dolor

–¡Oh, no! Pasha, no seas malo –dijo Sara.

Y, al instante, Sara echó su silla hacia atrás e, inclinándose sobre él, agarró a su gato y lo tomó en sus brazos. Al inclinarse, Sara le había permitido ver el sujetador por el escote.

Sí, la imaginación no le había engañado, Sara llevaba el sujetador rosa. Estuvo a punto de lanzar un gruñido. No podía moverse, y se le había olvidado el dolor del muslo.

–Perdona –dijo Sara–. No recibimos muchas visitas y a Pasha le encanta estar con gente. Es una pena que ya no pueda saltar con facilidad. ¡Venga, vamos, afuera! ¡Me has dejado en vergüenza!

Sara bajó el gato al suelo y, con una palmada, le empujó hacia fuera. Después, volvió a sentarse en la silla y le miró de soslayo.

–Llevas un rato muy callado. ¿Debería estar preocupada? Y no te lo tomes como queja –se apresuró ella a añadir–. Me gusta el silencio.

Y a él le gustaba el cuerpo de Sara al lado del suyo. También le gustaba la forma como se mordía el labio inferior y cómo protestaba cuando se encontraba una carta del banco sin abrir de hacía meses. Y, sobre todo, le gustaba cómo movía las manos cuando hablaba, Sara era expresiva y natural.

No se parecía en nada a ninguna de las mujeres que había conocido. Y eso le creaba una gran incertidumbre. Sus mecanismos de defensa no le valían de nada. Por extraño que fuera, se sentía mejor sabiendo que había gente como Sara Fenchurch en el mundo.

«Céntrate en la tarea a mano», se ordenó a sí mismo.

–Tu situación financiera deja mucho que desear, Sara –contestó él con voz suave, volviéndose hacia ella.

–Creo que prefiero que estés callado; pero sí, lo sé, y eso contando con los tres invernaderos. ¿Si perdiera dos de ellos? –Sara lanzó un prolongado suspiro–. Si se te ocurre algo, te agradecería que me lo dijeras.

Leo la miró en silencio durante unos segundos con expresión pensativa. Entonces, agarró una pequeña pila de recibos.

–No tienes una página web y, por lo que he podido ver hasta el momento, no gastas mucho dinero en decirle a la gente lo maravillosas que son tus orquídeas y dónde y cómo pueden ponerse en contacto contigo. Tus principales clientes son las floristerías de la zona, un centro de jardinería y unos cuantos hoteles y restaurantes; todo ello dentro de un radio de treinta kilómetros de aquí. ¿Me he equivocado en algo?

Sara se recostó en el respaldo de la silla y sonrió.

–¿Y todo eso lo has averiguado mirando unos cuantos papeles? Me dejas realmente impresionada. Y sí, tienes razón. Hasta ahora, he conseguido todos mis clientes por el boca a boca.

Sara empezó a morderse la uña del pulgar, pero la dejó y puso ambas manos encima de los muslos.

–Tenía pensado anunciarme, además de comprar un ordenador y crear una página web. Me parece que lo he ido dejando demasiado tiempo, ¿verdad?

–No necesariamente –respondió Leo. Entonces, se inclinó hacia delante y apoyó un codo en la mesa–. Lo que quiero es encontrar la forma de conferir un carácter único a tu invernadero de orquídeas. Una vez que encontremos ese factor sobresaliente, podremos crear un marca exclusivamente tuya y empezar con el marketing. Será entonces cuando necesites un ordenador y una página web. Con un nombre nuevo y una imagen profesional nueva, podrás empezar a subir los precios de las orquídeas.

Leo recostó la espalda en el respaldo de la silla y, con un gesto, indicó la ventana.

–Más pedidos, más ingresos, más tierras para arrendar. ¿Qué te parece? ¿Qué pasa, Sara? ¿Por qué estás sacudiendo la cabeza? Creía que querías que te hiciera sugerencias.

–Sí, así es. Pero la verdad es que lo que tú sugieres, eso de un nuevo nombre y una nueva marca, me asusta. Era de lo que quería huir cuando dejé mi trabajo en Londres. Y no quiero cambiar el nombre de mi empresa. Me gusta Cottage Orchids, dice mucho sobre mí. El nombre se queda tal y como está.

–¿Y dónde está esa casita de campo? ¿Y qué la hace especial? Por el nombre, no se sabe dónde crecen esas plantas ni quién las cultiva. Cottage Orchids podía ser un almacén en mitad de Londres.

Sara lanzó un grito de horror y le tiró un sujetapapeles, que le dio en el pecho.

–Lo que has dicho es horrible. ¿Cómo quieres que lo llame? ¿Te gustaría que le pusiera a mi negocio un nombre altisonante que se le ocurrió a mi abuela? Espera, te voy a enseñar algo que te va a dejar patidifuso.

Sara se acercó al aparador y, al cabo de unos minutos de tirones y empujones, sacó una tarjeta, blanca en sus tiempos, en la que, con letra florida, se leía: Lady Fenchurch’s Kingsmede Manor Heritage Orchids.

Sara le pasó la tarjeta, suspiró, y repitió lo escrito en la tarjeta con voz altisonante. Después, fue a rellenar la tetera con agua caliente y dijo:

–¿Te lo imaginas? Se me inundaría esto de turistas esperando ver un museo dedicado a mis antepasados, todos ellos cazadores de orquídeas, por supuesto; y científicos en busca de especies en extinción para clonarla. Y, probablemente, tendría que montar un café y, al lado, una tienda de regalos con fotos de mi abuela con su tiara en la cabeza.

Sara lanzó una hueca carcajada.

–¡Y tendría que cobrar entradas! Hasta que la gente se diera cuenta de que lo único que me queda de mis antepasados es un invernadero de orquídeas y acabara pidiéndome que devolviera el dinero de las entradas –Sara lanzó un suspiro–. No, Leo, no. No quiero hacerme pasar por lo que no soy. Las orquídeas de mis antepasados deberían cultivarse en Kingsmede Manor, punto. ¿Y qué prefieres, café o té?

–Té, gracias. Y me encanta.

–¿Qué es lo que te encanta? –respondió Sara mirando a su alrededor, hasta que se dio cuenta de que Leo miraba la tarjeta son una sonrisa de oreja a oreja.

Fue entonces cuando lo entendió.

–No, no es posible que estés pensando eso. No, por favor, no. Eso, no –dijo Sara–. Piensa. En mi familia, tres generaciones han trabajado en el cultivo de estas orquídeas. Puede que, al contrario que ellos, yo no sea una exploradora que haya ido por todo el mundo buscando orquídeas, pero tengo que hacer algo por seguir la tradición. Si no lo hiciera, todo lo que ellos consiguieron se perdería, y no puedo permitir que eso ocurra.

–En ese caso, mira este nombre desde otra perspectiva. Es sensacional. Lo digo en serio. ¿Es que no lo ves? –Leo miró la tarjeta como si se acabara de desenterrar un tesoro–. Necesitas algo que te haga destacar y es justo esto. Lo único que tienes que hacer es combinar tu nombre con la tradición de tu familia respecto al cultivo de orquídeas. Será todo un éxito.

Leo sonrió traviesamente, haciendo un esfuerzo por contener el entusiasmo que sentía.

–¿Por qué no me habías dicho que tenías un título? La nobleza vende, Sara.

Sara plantó una mano en la mesa; en la otra, tenía la tetera y ésta tembló, derramando té encima de los papeles.

–Sí, claro, vende. Perfecto. La historia entera de la familia de mi madre se reduce a que yo venda. Qué tonta he sido al no darme cuenta antes.

Leo la miró fijamente mientras ella añadió:

–Me gustaría dejar algo muy claro. No poseo un título nobiliario y nunca lo tendré. Mi abuela era la hija de un conde, pero le dio la espalda a la aristocracia cuando se casó con un plebeyo. Lo siento, Leo, pero con ella se acabó la herencia del título. Y si he aprendido algo en esta vida, es que un título nobiliario es una maldición. Por eso no voy a hacerlo. No voy a mentir. Y, desde luego, no me voy a apropiar del título de mi abuela para vender orquídeas.

Leo levantó la mirada mientras Sara intentaba servir un té. Pero a aquella bonita chica le temblaban las manos de tal modo que la cucharilla se le cayó a las baldosas de piedra del suelo. Tan sobrecogida estaba que, al final, tuvo que agarrarse al mostrador de la cocina.

Instintivamente y sin pensar en las consecuencias, Leo se levantó de la silla, recorrió los escasos pasos que le separaban de ella y pegó el pecho a la espalda de Sara, rodeándole la cintura con los brazos, abrazándola.

Quería besarla hasta disipar sus temores, hasta hacer desaparecer el sufrimiento. Lo deseaba tanto que casi podía imaginar el sabor de Sara. Un sabor honesto. Un sabor auténtico. Un sabor hogareño. Todo Sara.

Pero eso sería demasiado y demasiado pronto, para ambos.

Así que se conformó con apoyar la barbilla en el hombro de Sara y estrecharla contra sí dentro del círculo de sus brazos. Y se deleitó en la calidez de la mejilla de Sara pegada a la suya mientras esperaba a que ella dijera algo, cualquier cosa, pero tratando de evitar que se rompiera el fuerte lazo de unión que se había establecido entre ellos sin necesidad de palabras.

Poco a poco, la sintió relajarse en sus brazos.

Una inmensa alegría le invadió. Durante unos momentos, se permitió sentir en su vida algo que la gente llamaba felicidad; y, sorprendido y encantado, respiró esa sensación desconocida.

Al instante, Sara se puso tensa, le agarró las manos, se las apartó de la cintura y dejó que se posaran en las caderas.

Leo retrocedió ligeramente, lo suficiente para permitir una leve separación entre los dos con el fin de que ella pudiera darse la vuelta y mirarle a la cara.

Sara le puso las palmas de las manos en el pecho y el corazón le latía con tanta fuerza que él casi pudo oírlo. El instinto le gritaba que lo que había entre los dos era algo profundo, pero Sara aún no había levantado la cabeza.

Sara no estaba preparada para eso. Todavía no.

Entonces, Leo alzó una mano y le acarició la nuca, y la intensidad del placer que eso le produjo hizo que le temblaran los dedos.

Mientras la acariciaba, casi pudo sentir cómo se derrumbaban las barreras físicas y mentales entre ambos, y dio un paso atrás y le levantó la barbilla para mirarla.

Lo que vio en esos ojos le hizo contener la respiración. Qué intensidad. Qué confusión. Qué pena.

Esa mujer se merecía la verdad respecto a él.

–Te comprendo, porque mi madre también renunció a una vida de lujo y privilegio para vivir con el hombre al que amaba. Su familia la repudió por irse con mi padre, pero mi madre jamás se arrepintió de lo que hizo. Por eso es por lo que comprendo muy bien la admiración que sientes por tu abuela.

Leo continuó acariciándole la cabeza mientras ella le miraba a los ojos con expresión de perplejidad.

–Y por eso es por lo que voy a ayudarte todo lo que pueda a honrar su memoria –Leo sonrió.

–¿Honrar su memoria? –Sara respiró profundamente y agrandó los ojos–. ¿Qué quieres decir con eso?

–Por lo que me has contado, tus invernaderos son el vivo recuerdo de todo lo que ella creó aquí y del amor que le tenía a este sitio. Y eso es demasiado especial como para que se pierda. ¿Tengo razón o no?

–Sí, por supuesto. ¡Son sus orquídeas! Yo sólo continúo el trabajo que ella empezó y, al mismo tiempo, intento devolverle el amor que me dio durante toda la vida. Y sí, mi abuela adoraba este lugar. Lo mismo que yo.

Despacio, Leo bajó las manos, acariciándole los brazos, y la vio suspirar de placer.

–En ese caso, será mejor que volvamos al trabajo. Aunque, antes, me gustaría hacerte una pregunta. ¿Cómo va uno a la caza de orquídeas?

–Se va a buscarlas a sus lugares de origen, por supuesto –respondió ella lanzando una carcajada–. La obsesión por las orquídeas surgió a principios del siglo XIX y alcanzó su punto álgido en la época victoriana y durante el reinado de Eduardo VII. Todo el mundo quería tener orquídeas, se convirtió en una moda. Muchos exploradores fueron por todo el mundo a por cientos de especies de orquídeas de todo tipo de tamaños, formas y colores, y era una empresa peligrosa.

Sara hizo una pausa momentáneamente para señalar una foto en sepia que estaba colgada en una pared. La foto era de un hombre con bigote, estaba cruzado de brazos sobre un rifle y vestía lo que parecía un incómodo traje de paño de lana.

–Alfred Fenchurch casi murió de fiebre amarilla y también se vio metido en medio de una revolución; pero además, estaban los peligros de todo tipo de enfermedades tropicales, animales salvajes, tribus indígenas y desastres naturales. Viajar a Centroamérica o a Nueva Guinea en aquellos tiempos no era un juego de niños.

Sara se apartó de él lo suficiente para seguir preparando el té. Y, al instante, él sintió su falta.

–La familia Fenchurch estaba obsesionada con las orquídeas y, desde entonces, el resto lo llevamos en la sangre. ¿Te gustaría ver fotos de la casa en sus buenos tiempos?

Sara cruzó la pequeña cocina, más contenta y entusiasmada de lo que Leo la había visto desde la fiesta. Le dejó maravillado mientras rebuscaba en el aparador hasta que, por fin, sacó la caja de un sombrero con la tapa sujeta con una cuerda.

En un abrir y cerrar de ojos, Sara apartó las facturas y papeles del banco a un lado de la mesa, con mucho más entusiasmo del que había mostrado mientras los ordenaban. Él, sonriendo, la observó mientras Sara abría la caja y sacaba sus variados contenidos para ponerlos encima de la mesa.

Leo suspiró y sacudió la cabeza, no podía hacer otra cosa. Esas viejas fotografías tenían un gran valor histórico, pero ahí estaban, en una caja de cartón algo rota y dentro de una cocina con una tetera hirviendo un momento y, en otro, un horno encendido.

¿Acaso Sara no era consciente de lo valiosos que eran esos recuerdos de familia?

A él le habría encantado tener un tesoro semejante y así poder examinar su pasado, pero eso era imposible. Su tía le había contestado a las muchas preguntas que él le había hecho tras la muerte de sus padres, pero no era lo mismo que sentarse en la cama con su madre y que ésta le enseñara fotos de la familia explicándole quiénes eran y qué habían hecho durante sus vidas.

Quizá fue eso lo que le hizo sonreír y lanzarse de lleno al examen de la caja, y compartir la alegría de Sara y su entusiasmo al contemplar esas viejas fotografías. Sara le pasó una imagen tras otra, explicándole quiénes eran esas personas, lo que estaban haciendo en el momento en que se les hizo la foto y dónde estaban.

Pero justo cuando ella le pasó la fotografía de su tatarabuelo, Leo vio un papel doblado a un lado de la caja.

–¿Es el mapa del lugar donde estaban? –preguntó él.

–No, no –respondió Sara.

Entonces, Sara agarró el papel, lo desdobló y explicó:

–Es el diseño original de los invernaderos tropicales. Eran los tiempos en los que la familia tenía dinero de verdad y podían permitirse contratar a uno de los paisajistas más famosos del país para que les diseñara un invernadero para sus orquídeas. Por aquel entonces, tenían cientos de plantas de todo el mundo y los suficientes empleados para cuidarlas.

–¿Me permites? –preguntó Leo–. Siempre me han gustado los planos arquitectónicos.

Leo sonrió al ver la exquisitez del dibujo a mano realizado hacía más de cien años. Era una maravilla e, inmediatamente, reconoció el nombre del autor.

–Esto es increíble –susurró Leo con la respiración entrecortada, consciente de que Sara estaba sentada muy cerca de él, rozándole el cuerpo, mientras contemplaban el plano juntos–. ¿Llegaron a construir estos invernaderos?

–No, se les acabó el dinero –respondió ella–. Los dos invernaderos victorianos que utilizo para mis orquídeas son una versión en pequeño del plano; pero, por supuesto, esto era sólo parte de un proyecto mucho mayor. La otra noche, en la terraza, ¿te acuerdas que te dije que los jardines habían sido muy bonitos cuando mi abuela era joven? La orangerie y el invernadero principal aún estaban ahí por aquel entonces.

–¿Qué pasó con ellos? ¿Los derribaron?

–No. Mi bisabuela los vendió después de la guerra porque estaban pasando apuros económicos. Mi bisabuela era viuda, estaba sola y no tenía dinero para pagar a los empleados que se necesitaban para cuidarlos. Hay algunas fotografías de ellos, si quieres verlas.

Leo, encantado, vio a Sara sacar más y más fotos de la familia, de los empleados y de unas hermosas estructuras de cristal junto a la casa que ahora era el hotel Kingsmede Manor.

Y fue entonces cuando una idea acudió a su mente. Una idea de algo extraordinario, de un proyecto sumamente ambicioso.

¿Y si convencía a su tía de que restaurara los jardines?

Había estado pensando en qué podía ser lo que confiriese un carácter especial al hotel Kingsmede Manor, algo que lo diferenciase de los demás de la zona, algo que llamara la atención, que atrajera a más clientes. Cabía la posibilidad de que Sara Fenchurch le hubiera dado una idea y, al mismo tiempo, él pudiera salvar el negocio de ella.

Era muy frustrante no poder decirle a Sara lo que estaba pensando sin antes pedirle permiso a su tía para hacerlo. De todos modos, no quería crear en ella falsas esperanzas hasta no tener algo tangible. Entonces se lo contaría todo. Entretanto, se dedicaría a recaudar toda la información que le fuera posible.

De súbito, volvió a sentirse feliz. Y eso sólo le ocurría cuando estaba con Sara. Extraño.

–Sara, esto es fantástico. Me encantaría ver todo lo que tengas sobre los planos del jardín original y los invernaderos. ¿Podrías ayudarme?