EL MIÉRCOLES al mediodía, Sara salió de la ducha y se miró en el espejo del cuarto de baño.
Estaba agotada y se le notaba, tenía unas ojeras enormes. Ya había preparado la propuesta para Tony Evans, el organizador de eventos del hotel; pero incluso con la ayuda de Leo, le había llevado el doble de tiempo del que había supuesto fotografiar las orquídeas para las habitaciones del hotel. Al final, había conseguido acostarse a las dos de la madrugada.
Leo seguía trabajando en la mesa de la cocina cuando ella había empezado a quedarse dormida sentada en la silla. Recordaba vagamente el calor del cuerpo de él al levantarla en sus brazos y llevarla al dormitorio.
Al despertarse, ya había pasado la mañana y Leo se había ido.
Se pasó la mano por el corto cabello, echándoselo hacia atrás, y se preguntó cómo había conseguido arreglárselas sin Leo hasta entonces. Sin la ayuda de él, le habría sido imposible hacer todo lo que había hecho.
Pero no era eso sólo. Leo Grainger había irrumpido en su vida y la había cambiado para siempre. Y ése era el problema.
Ahora, se sentía indefensa.
¿Cómo había ocurrido?
Hasta la aparición de Leo Grainger disfrazado de vampiro, había llevado una tranquila y rutinaria existencia. Ahora, era como si él le hubiera abierto una puerta y una luz potente hubiera iluminado un rincón oscuro, exponiendo lo que había allí.
Y a ella no le gustaba mucho lo que había visto.
Sara volvió el cuerpo desnudo a un lado y a otro, tratando de verse con objetividad. En apariencia, era la misma chica de siempre: alta, delgada y sin mucho pecho.
¿Cómo podía una chica así aspirar a ser suficiente para un hombre como Leo Grainger? ¿Qué podía ella ofrecerle?
Su relación no tenía futuro y era una estupidez por su parte creer lo contrario. Sus vidas eran completamente diferentes.
¿Acaso esperaba que él fuera al pueblo a verla todos los fines de semana? Y ella no podía ir a Londres y dejar plantados a sus clientes y descuidar sus plantas.
¿Había alguna solución al problema?
Pensar en la posibilidad de un futuro juntos no era más que una ilusión, como los jardines victorianos de los planos que Leo había estado examinando con tanto placer.
Sintió a Pasha frotándose contra sus piernas y, al instante, se agachó para tomar en brazos al animal.
–Es el final de una época, Pasha –murmuró al gato–. A partir de ahora, las cosas van a ser muy distintas. Pero seguiremos bien, ya lo verás.
Sin embargo, al mirarse al espejo, vio a una chica con triste mirada.
Y eso le causó un impacto mayor del que nunca habría podido imaginar.
¿Iba a ser así siempre de ese momento en adelante? No, si podía evitarlo.
–Bueno, Pasha, si esto es el final de una época… hagamos de esta noche una noche memorable –Sara sonrió al espejo–. No me esperes levantado, puede que vuelva tarde.
A primeras horas de la tarde, desde la ventana de su habitación en el hotel Kingsmede Manor, Leo miró los intricados tejados de los invernaderos al otro lado de la carretera. Sabía que había una pequeña casa de campo en la que vivía una chica que hacía que le temblara el cuerpo. También sabía que, de querer, estaría allí en cuestión de minutos.
Pero no iba a hacerlo.
En unos pocos días, Sara Fenchurch se había convertido en la única mujer con la que quería estar. La persona con la que necesitaba hablar nada más despertarse por las mañanas y al acostarse por las noches. Habían pasado horas charlando de todo y de nada en particular, y el tiempo había volado.
Sara le gustaba. Le gustaba mucho. Y quizá… él a ella también. Pero eso tenía un precio.
Al día siguiente iba a reunirse con su tía y con la familia Rizzi para presentarles su proyecto, algo en lo que llevaba pensando muchos años.
Pero en vez de estar trabajando y ultimando los detalles de la presentación, sólo era capaz de pensar en Sara, en sus orquídeas y en el mundo que ella se había creado. Un mundo ajeno a él. Sin embargo, aquel mediodía en el coche, mientras volvía desde Londres, se había sorprendido a sí mismo por estar deseando regresar a Kingsmede.
Lo que era ridículo. Le gustaba Londres, él era un animal de asfalto, y le gustaba el orden. Sara era feliz en espacios abarrotados de objetos y entre plantas.
Sabía que debía estar entusiasmado con la presentación del día siguiente, seguro de salir airoso y triunfal de la reunión con su familia. En vez de eso, sentía un gran vacío al pensar en dejar Kingsmede y a Sara.
Había cambiado.
Sara le había cambiado la vida.
Ella le había dado tanto… Y él, ¿qué le había dado a cambio? Su tiempo, sus opiniones, pero no la verdad. No le había dado la verdad y Sara se lo merecía.
Ocurriera lo que ocurriese, Sara se merecía oír la verdad de sus labios.
Leo se apartó de la ventana.
Aquélla iba a ser la última vez que iba a estar con Sara asumiendo el papel del hombre que ella creía que era.
Y estaba dispuesto a hacer que Sara no se olvidara nunca de ese día.
Sara se estiró la falda del vestido de cóctel azul y respiró hondo antes de alzar la cabeza y adentrarse en el vestíbulo del hotel Kingsmede Manor. No estaba allí como repartidora ni como proveedora de orquídeas, sino como cliente, invitada por un huésped importante del hotel.
Esa noche, era una chica normal que iba a cenar con un hombre atractivo y encantador que la había invitado.
Le temblaba el cuerpo sólo de pensarlo, y casi se le doblaron los tobillos con aquellas sandalias de tacón que hacía tres años que no se ponía. Era un misterio cómo había sido capaz de llevar ese tipo de calzado y aguantar el dolor. No, realmente no era la chica de ciudad que había fingido ser; aunque, en el fondo, siempre lo había sabido. Por eso le resultaba tan increíble que Leo Grainger tuviera el mínimo interés en ella y estuviera dispuesto a pasar la velada en su compañía.
Sonriendo a la recepcionista, continuó andando en dirección al bar del hotel. Sólo había dado unos pasos cuando la puerta del ascensor se abrió y apareció el hombre con el que había ido a reunirse allí.
Leo llevaba una camisa azul cielo, que contrastaba con su bronceada piel y enfatizaba la anchura de sus hombros. Y ella tuvo que contenerse para no echársele encima, arrastrarle al ascensor y dar un espectáculo. Pero, por supuesto, jamás haría una cosa así.
–Por una vez, llego a tiempo –dijo Sara con voz algo quebrada–. Bonita camisa.
Leo se miró la camisa.
–Llegas justo a la hora. Y me he puesto esta camisa porque he pensado que te gustaría que, por una vez, no fuera de negro. Sólo por esta vez, ¿de acuerdo?
–En ese caso, me siento halagada –Sara ladeó la cabeza–. Además, sabes que ese color te sienta muy bien.
–Y tú estás sensacional –le susurró Leo en tono insinuante.
–¡Leo, compórtate! –exclamó ella en voz baja, aunque estaba encantada–. Éste es un hotel muy respetable.
Leo, al instante, se puso firmes.
–Por supuesto, milady –entonces, Leo le indicó el ascensor–. La carroza está esperando, milady.
Sara agarró con fuerza el bolso y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
–¿Es que no vamos al bar a tomar una copa antes de la cena? –preguntó ella.
«¿Es que nos vamos a saltar la cena y las copas e ir directamente a la habitación? No estaría mal».
–Para usted, milady, el bar no es un establecimiento lo suficientemente bueno –entonces, Leo le sonrió y le ofreció la mano para acompañarla al interior de la supuesta carroza–. Por aquí.
Y Leo la condujo al interior del ascensor.
Después de que el ascensor comenzara a subir, Sara tardó varios segundos en reconocer la música de fondo. Entonces, parpadeó y miró a Leo con expresión de perplejidad.
–¿Están tocando un vals? –preguntó ella sin disimular su sorpresa–. Desde luego, la música ha mejorado mucho en este lugar.
–Eso espero –respondió Leo con una sonrisa–. He tenido que utilizar todos mis encantos para convencer a la recepcionista de que cambiara la cinta y pusiera la que yo quería –entonces, acercó los labios a su oído y añadió–: tenía que ser nuestra canción.
–Por supuesto –respondió ella–. Estoy completamente de acuerdo contigo. Gracias, ha sido todo un detalle.
–De nada –Leo le sonrió y le dedicó una de esas miradas que podían derretir a cualquier mujer en cien kilómetros a la redonda.
Sara se sentía casi mareada cuando las puertas del ascensor se abrieron y salió al pasillo del tercer piso. Y, por fin, se dio cuenta de dónde estaba.
Era una locura. No había habitaciones para huéspedes en aquel piso. El ático se había utilizado siempre para guardar cosas y, en él, también habían estado las habitaciones de los sirvientes… Y su habitación, por supuesto, en el rincón…
¡Su antigua habitación!
Se le hizo un nudo en la garganta.
En lugar de luz eléctrica, el pasillo estaba iluminado con velas. Olía a cera y a un exótico perfume.
Y ese suelo de madera… ese suelo por el que había saltado y corrido durante tantos años camino a su habitación, la habitación que había elegido entre todas las que podía haber escogido.
–¿Vamos? –murmuró Leo con una sonrisa que le llegó a los ojos, unos ojos más azules a la luz de las velas.
Sara aceptó la mano que él le ofrecía, consciente de que estaba dando un gran paso. Lo sabía, se lo decía el corazón.
Estaba iniciando un viaje del que no podría regresar cuando Leo la dejara para volver a su vida en la ciudad. Si daba un paso más, se vería abocada a pasarse el resto de la vida echando de menos a Leo. Sería una vida de añoranza y vacío.
Milagrosamente, encontró la fuerza suficiente para dar ese paso y aferrarse a la mano que él le tendía como si de ello dependiera su vida.
Leo le rodeó la cintura con el brazo suavemente, atrayéndola hacia sí mientras recorrían el pasillo en silencio.
Con Leo, se sentía segura y protegida.
Sabía que sería un amante increíble.
Y sabía… que se había enamorado de Leo Grainger.
Debería haberle sorprendido, pero no era así.
Se detuvieron delante de una puerta de madera, una puerta que, en el pasado, se había abierto a su mundo secreto. Sin embargo, en esta ocasión, fue Leo quien giró el pomo y abrió la puerta. Y ella lanzó un quedo grito de placer al ver lo que había dentro.
En contraste con la tenue luz de las velas del pasillo, su antigua habitación estaba iluminada por el sol de media tarde, que se filtraba por las coloridas vidrieras de la parte superior de la ventana del balcón.
Los pájaros cantaban en los árboles delante del balcón; abajo, se oían los pavos reales y la animada charla de los huéspedes del hotel.
Todo era extraño y familiar al mismo tiempo.
Sara cerró los ojos y respiró el aroma a lavanda, a cera y a madera.
Parpadeó para contener lágrimas debidas al placer que le producía volver a estar allí.
Había un sofá donde antiguamente estaba su cama, y justo delante del balcón había una mesa de marquetería con un servicio para dos comensales, con platos de porcelana fina, cubertería de plata y copas de cristal. Una botella de champán se mantenía fría en una cubeta de hielo.
–No sé qué decir…
–Entonces, no digas nada –le susurró Leo.
Y, colocándose a su espalda, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la barbilla en su hombro. Así se quedaron, mirando por la ventana los árboles, el campo, su casa y los invernaderos.
–Me basta con que te guste –añadió Leo.
Sara sólo pudo asentir con la cabeza, apoyándose en el pecho de él, permitiéndole sujetarla, deleitándose con la fuerza de los brazos de Leo alrededor de su cuerpo, con el calor que él desprendía.
–Es mágico –logró decir ella por fin en un susurro–. Pero… ¿cómo sabías que era esto lo que quería ver antes de que lo cambien todo?
–Muy sencillo, es lo que yo, en tu lugar, querría haber visto –respondió Leo, con la cabeza pegada a la suya–. Y ahora, creo que es hora de que la hermosa dama tome una copa de champán y la mejor comida que el hotel puede ofrecer.
–Gracias –respondió Sara con gran placer.
Entonces, Sara, aún entre los brazos de Leo, se dio la vuelta y, muy despacio, levantó las manos y le acarició las mejillas.
Y le besó.
Le acarició los labios suavemente con los suyos al tiempo que le ponía la mano en la nuca. Después, poco a poco, fue apoderándose de toda la boca.
Leo la estrechó contra sí, pegándosela al cuerpo, y las manos de él, por encima del vestido, traspasaron el tejido y le quemaron la piel mientras continuaban besándose con pasión y ardor.
Nunca la habían besado así ni ella se había entregado tan de lleno a la pasión del momento, pero quería que ese hombre supiera lo mucho que sentía por él y lo mucho que deseaba estar con él. No necesitaba intoxicarse con champán, lo único que necesitaba en ese momento era a Leo. Lo demás, era innecesario.
Fuera lo que fuese lo que el futuro les deparase, carecía de importancia en esos momentos. Lo único importante era que estaban juntos y que podía demostrarle lo mucho que él había llegado a significar para ella en esos pocos días en los que él había abierto las puertas y le había enseñado la posibilidad de una nueva vida.
Era casi como si se estuviera despidiendo de aquella habitación, de aquella casa. Y la única forma de soportarlo era con Leo a su lado.
Sin respiración y jadeante, Sara apoyó la frente en la barbilla de Leo.
–Hola, hermosa dama –susurró él al tiempo que la acariciaba con infinita ternura.
Sara se entregó al placer que la invadía. Sólo era consciente del suave tejido de la camisa de él, de la fragancia de los productos de aseo que Leo utilizaba mezclados con el aroma natural de su cuerpo.
Era completamente irresistible.
–¿Te volveré a ver? –preguntó ella en un susurro.
–¿Qué? –Leo estaba ocupado besándole la sien.
–Sé que mañana vuelves a Londres, pero me gustaría volverte a ver. Bueno, si tú quieres, claro.
Sara quería que Leo supiera lo que sentía por él. De repente, lo más importante del mundo era hacerle suyo.
–¡Mira lo que has hecho conmigo, Leo Grainger! Llevo vestido, tacones y he aceptado una cena romántica para dos. Y me gusta. Me gusta mucho. Te necesito, Leo. Vuelve, dime que volverás, que vendrás a verme.
Leo le puso una mano en la cabeza y se la pegó al pecho. Entonces, la abrazó con sumo amor y ternura. Pero ella sintió los latidos del corazón de Leo, oyó su trabajosa respiración. Después, le oyó suspirar. Pero no fue un suspiro de pasión, sino un suspiro que tenía que ver con alguna mala noticia que iba a darle.
¿Estaba equivocada? ¿Había malinterpretado las intenciones de Leo?
Sara alzó la cabeza, le miró a los ojos y su sonrisa se desvaneció. Leo se había quedado sumamente pálido.
–¿Qué pasa, Leo? Si no me deseas, no tienes más que decírmelo.
Sara levantó una mano para acariciarle, pero Leo le sujetó la muñeca y, muy despacio, comenzó a acariciarle la mano.
–Claro que te deseo, Sara. Te deseo muchísimo. Pero antes, tengo que decirte algo que no te va a gustar. No va a ser fácil; pero antes de nada, quiero que sepas que yo no sabía lo importante que era para ti trabajar en las tierras propiedad de tu antigua casa.
Leo tomó aire, lo soltó despacio y continuó en voz baja:
–Ya sabes que la cadena hotelera quiere construir un balneario, ¿verdad? Lo que no sabes es que el balneario va a ser más grande de lo que crees, Sara. He visto los planos y va a ocupar todo lo que antiguamente era el huerto.
Sara le miró y, de repente, se dio cuenta de lo que Leo estaba a punto de decirle.
–No, no, Leo. Por favor, no me digas que van a construir justo al lado del único invernadero que me va a quedar. Las orquídeas necesitan luz y ventilación.
Leo levantó el rostro y suspiró antes de responder.
–Lo siento, Sara, pero ya han aprobado el proyecto del arquitecto. Para justificar la inversión que los dueños del hotel van a hacer, necesitan ocupar todo el espacio disponible, y eso significa construir hasta el límite con la parte posterior de tu jardín. Habrá cristal, de eso no te quepa la menor duda. El arquitecto quiere construir un porche acristalado que una el hotel con el balneario.
–¡Pero eso significa que van a construir sobre los cimientos de la orangerie y de los parterres! Una vez que lo cubran con cemento, no habrá remedio. Oh, Leo, después de haber visto los planos originales, ¿qué te parece que hagan eso? ¿No existe la posibilidad de hacerles cambiar de idea? ¿Y qué va a pasar con el muro de la cocina antigua?
–Lo van a derribar para hacer sitio para el pórtico acristalado.
¡Lo iban a derribar! No podía creerlo. La cabeza empezó a darle vueltas. El viejo huerto y los árboles frutales iban a desaparecer.
–Lo siento. Pero esto no significa el final para ti –Leo le sonrió y le apretó la mano–. Acuérdate que tienes distintas opciones. Mantendré mi parte del trato y te ayudaré a encontrar otro terreno para arrendar. Seguirás con tu negocio, pero al otro lado del pueblo. Me dijiste que ibas a considerar esa posibilidad.
–Sí, supongo que sí, pero tenía la esperanza de que no fuera necesario –Sara se agarró a los brazos de Leo para apoyarse–. ¿Cuándo te has enterado de que habían aprobado el proyecto?
–Esta mañana. Pero antes de decírtelo, tenía que hablarlo con mi tía. Me hizo prometer mantenerlo en secreto, Sara. Lo siento.
–¿Secreto? No comprendo. ¿Por qué habías prometido mantenerlo en secreto?
Leo se humedeció el labio inferior con la lengua antes de contestar.
–Sabes que Arabella Rizzi es mi tía. Lo que no había podido decirte hasta ahora es que mi tía me había pedido que presentara un plan de negocios para incrementar los beneficios del hotel. Por eso es por lo que vine a la fiesta de Helen el sábado. He estado aquí trabajando en secreto para la cadena hotelera Rizzi.