La mañana del 14 de abril de 1912, Annabelle Worthington leía tranquilamente en la biblioteca de la casa familiar con vistas al extenso jardín tapiado. Empezaban a aparecer los primeros signos primaverales, los jardineros habían plantado muchas flores y todo estaría precioso cuando sus padres regresaran al cabo de unos días. El hogar que compartía con ellos y su hermano mayor, Robert, era una mansión imponente al norte de la Quinta Avenida de Nueva York. Los Worthington y la familia de su madre, los Sinclair, eran parientes directos de los Vanderbilt y los Astor y, de una forma más indirecta, también estaban emparentados con todas las sagas más influyentes de Nueva York. Su padre, Arthur, era propietario y director del banco más prestigioso de la ciudad. Su familia llevaba varias generaciones en el negocio bancario, igual que ocurría con la familia materna en Boston. Su hermano Robert, de veinticuatro años, ya llevaba tres trabajando para su padre. Y por supuesto, cuando llegara el día de la jubilación de Arthur, Robert pasaría a dirigir el banco. Su futuro, del mismo modo que su historia, era predecible, desahogado y seguro. Annabelle agradecía haberse criado bajo la protección de ese entorno.
Sus padres se querían mucho, y Robert y ella siempre se habían llevado bien y mantenían una buena relación. Nunca había ocurrido nada lo suficientemente grave como para disgustarlos o entristecerlos. Los problemas menores que surgían entre ellos eran resueltos con facilidad. Annabelle había crecido en un mundo perfecto y dorado, había sido una niña feliz, rodeada de personas amables y cariñosas. Los últimos meses le habían resultado muy emocionantes, aunque habían quedado algo empañados por un pequeño contratiempo. En diciembre, justo antes de Navidad, la habían presentado en sociedad en un baile espectacular que sus padres habían dado en su honor. Era su puesta de largo, y todo el mundo insistía en que era la debutante más elegante y carismática que Nueva York había visto en años. A su madre le encantaba celebrar fiestas por todo lo alto. Había mandado cubrir el jardín con una carpa y ponerle calefacción. Decoraron la sala de baile de la mansión con un gusto exquisito. La orquesta que habían contratado era la más cotizada de la ciudad. Asistieron cuatrocientas personas, y el vestido que lució Annabelle la convirtió en una princesa de cuento.
Annabelle era una joven menuda, delgada, delicada, más incluso que su madre. Parecía una muñequita, rubia con el pelo largo, sedoso y dorado, y con unos ojos azules enormes. Era guapa, tenía las manos y los pies pequeños, y unas facciones perfectas. Cuando era niña, su padre no se cansaba de repetirle que parecía una muñeca de porcelana. A los dieciocho años, tenía una encantadora figura esbelta y bien proporcionada, y una gracia gentil. Todo en ella reflejaba la aristocracia de la que provenía y en la que habían nacido tanto Annabelle como sus antepasados y su círculo de amigos.
La familia había disfrutado de unas Navidades entrañables a los pocos días de su presentación en sociedad y, después de todas las emociones, las fiestas y las salidas nocturnas con su hermano y sus padres, en las que lucía vestidos finos a pesar del frío invernal, la primera semana de enero Annabelle contrajo una severa gripe. Sus padres se preocuparon mucho cuando vieron que la gripe se convertía rápidamente en bronquitis y, luego, casi en neumonía. Por suerte, su juventud y salud general la ayudaron a recuperarse. Aun con todo, estuvo enferma con fiebre por las noches durante casi un mes. El médico opinaba que era poco sensato que viajara estando todavía tan débil. Sus padres y Robert llevaban varios meses preparando un viaje en el que querían visitar a algunos amigos en Europa, y Annabelle seguía convaleciente cuando se marcharon en el Mauretania a mediados de febrero. Habían viajado en ese mismo barco todos juntos varias veces, así que su madre se ofreció a quedarse en Nueva York con la muchacha, pero cuando llegó el momento de partir, Annabelle estaba lo bastante recuperada para quedarse sola en Nueva York. Había insistido en que su madre no se privara de ese viaje que había estado esperando durante tanto tiempo. A todos les dio pena dejarla sola, y Annabelle también se sintió muy decepcionada de no poder ir, pero incluso ella admitió que, aunque ya se sentía mucho mejor, seguía sin verse con fuerzas de embarcarse en un periplo que duraría dos meses. Le aseguró a su madre, Consuelo, que cuidaría de la casa mientras estuvieran fuera. Sus padres confiaban plenamente en ella.
Annabelle no era de esa clase de chicas por las que uno tuviera que preocuparse, ni de las que se aprovechaban de la ausencia paterna. Lo único que lamentaban tremendamente sus progenitores era que no pudiese acompañarlos, igual que le pasaba a la propia Annabelle. Mantuvo el tipo mientras se despedía de ellos en el muelle Cunard en febrero, pero cuando volvió a casa, se sintió abatida. Se entretenía leyendo y haciendo distintas tareas del hogar que satisfarían a su madre. Se le daban muy bien las labores, así que se pasaba horas remendando sábanas y manteles muy elegantes. Aún se sentía un poco débil para asistir a eventos sociales, pero su mejor amiga, Hortense, la visitaba con frecuencia. Hortense también había hecho su presentación en sociedad aquel año, y las dos amigas eran inseparables desde la infancia. Hortie ya tenía un pretendiente y Annabelle había hecho una apuesta con ella, convencida de que James le pediría la mano en Pascua. Annabelle ganó la apuesta, pues acababan de anunciar su compromiso hacía una semana. Annabelle se moría de ganas de contárselo a su madre, quien no tardaría en volver. Tenían que atracar en Nueva York el 17 de abril, tras haber partido de Southampton, en Inglaterra, cuatro días antes en un barco nuevo.
Los dos meses sin su familia se le habían hecho largos, pues Annabelle los había echado mucho de menos a todos. No obstante, le habían dado la oportunidad de recuperarse totalmente y de leer infinidad de cosas. Después de terminar sus tareas domésticas, se pasaba las tardes y las noches en la biblioteca de su padre, inmersa en sus libros. Sus favoritos eran los que hablaban de hombres importantes o de temas científicos. Nunca le habían interesado mucho las novelas románticas que leía su madre, y todavía menos los libros que le prestaba Hortense, ya que le parecían insulsos. Annabelle era una joven inteligente, que absorbía con gran facilidad los acontecimientos mundiales y la información actual. Eso le daba mucho tema de conversación con su hermano e incluso él reconocía en privado que la profundidad del conocimiento de la muchacha lo ponía a veces en ridículo. Aunque Robert tenía madera para los negocios y era increíblemente responsable, le encantaba ir a fiestas y salir con amigos, mientras que Annabelle solo era sociable en apariencia, pues tenía un talante serio y una inmensa pasión por aprender, por la ciencia y los libros. Su sala predilecta de la casa era la biblioteca paterna, donde pasaba buena parte del tiempo.
La noche del 14 de abril, Annabelle se quedó leyendo en la cama hasta la madrugada, así que se levantó a una hora tan tardía que resultaba extraño en ella. Se lavó los dientes y se peinó nada más salir de la cama, se puso una bata y bajó adormilada a desayunar. Mientras bajaba la escalera, le dio la impresión de que en la casa reinaba un silencio poco común, y no vio a ninguno de los sirvientes. Se asomó a la despensa y se encontró a varios de ellos arremolinados alrededor de un periódico, que doblaron al instante. Enseguida se dio cuenta de que su fiel ama de llaves, Blanche, había estado llorando. Era una mujer tan sensible que cualquier desgracia relacionada con un animal o con un niño en apuros conseguía que se deshiciera en un mar de lágrimas. Annabelle esperaba que le contaran una de esas historias cuando sonrió y les dio los buenos días, pero en cuanto lo hizo, William, el mayordomo, se echó a llorar y salió de la habitación.
—Dios mío, ¿qué ha pasado?
Annabelle miró a Blanche y a las otras dos sirvientas, muy sorprendida. Entonces se percató de que todas estaban llorando y, sin saber por qué, le dio un vuelco el corazón.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Annabelle, quien, de forma instintiva, alargó la mano hacia el periódico.
Blanche vaciló durante un instante largo y después se lo ofreció. Annabelle vio los gigantescos titulares en cuanto lo desdobló. El Titanic se había hundido aquella noche. Era el barco recién estrenado que sus padres y su hermano habían tomado para regresar de Inglaterra. Annabelle abrió los ojos como platos mientras leía los detalles a toda velocidad. Todavía se sabían pocos datos; apenas que el Titanic se había hundido, que los pasajeros habían subido a los botes salvavidas y que la embarcación Carpathia, de la White Star Line, se había apresurado a acudir al lugar del siniestro. La noticia no decía nada sobre las víctimas ni los supervivientes, pero comentaba que, tratándose de un barco de semejante tamaño y tan nuevo, era de esperar que todos los pasajeros hubieran sido desalojados a tiempo y rescatados sin problemas. El periódico informaba de que el enorme trasatlántico había chocado contra un iceberg, y aunque tenía fama de ser imposible de hundir, lo cierto era que el barco se había hundido en el mar al cabo de unas horas. Había ocurrido lo inimaginable.
Annabelle pasó a la acción al momento y mandó a Blanche que hiciera llamar al chófer de su padre para que la esperara con el coche. Ya estaba en la puerta de la despensa, dispuesta a subir a su dormitorio para vestirse, cuando dijo que tenía que ir a las oficinas de la White Star cuanto antes para preguntar por Robert y sus padres. No se le ocurrió que cientos de personas harían lo mismo.
Le temblaban las manos mientras se vestía, presa del aturdimiento, con un sencillo vestido de lana gris; se puso medias y zapatos, agarró el abrigo y el bolso, y corrió escaleras abajo, sin preocuparse siquiera de recogerse el pelo. Parecía una niña con la melena al viento cuando salió como un rayo por la puerta principal y la cerró de un portazo. La casa y todos sus moradores se quedaron congelados, como si empezaran a anticipar el duelo. Mientras Thomas, el chófer de su padre, la conducía a las oficinas de la White Star Line, que estaban al final de Broadway, Annabelle intentó contener una oleada de silencioso terror. Vio a un vendedor de periódicos en una esquina, gritando los titulares de las últimas noticias. Como tenía una edición más reciente del diario, le pidió al conductor que parase y compró uno.
El periódico decía que había varias víctimas, pero no precisaba más, y que el Carpathia estaba radiando informes con las listas de supervivientes. Annabelle notó cómo se le llenaban los ojos de lágrimas mientras leía. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Era el barco más grande y más nuevo que surcaba los mares. Era el viaje inaugural. ¿Cómo podía hundirse una embarcación como el Titanic? Y ¿qué les habría ocurrido a sus padres, a su hermano y a tantos otros?
Cuando llegaron a la empresa de transportes, había cientos de personas gritando que les dejaran entrar, y Annabelle no se imaginaba cómo iba a conseguir abrirse paso entre la muchedumbre. El corpulento chófer de su padre la ayudó, pero aun así tardó una hora en entrar. Explicó que su hermano y sus padres viajaban en primera clase en el barco hundido. Un joven oficinista abrumado apuntó su nombre, mientras otros empleados iban a colgar listas de supervivientes en la puerta de las oficinas. La radio operadora del Carpathia seguía radiando los nombres, ayudada por el encargado de radio del Titanic, que se había salvado, y en la cabecera de la lista habían escrito con letras en negrita que estaba incompleta por el momento, cosa que daba esperanza a las personas que no veían los nombres tan esperados en ella.
Annabelle cogió una de las copias de la lista con manos temblorosas y apenas consiguió leer entre las lágrimas, pero entonces, casi al final de la enumeración, lo vio: un solo nombre. Consuelo Worthington, pasajera de primera clase. Su padre y su hermano no aparecían en la lista, así que, para calmar los nervios, se repitió que estaba incompleta. Le sorprendió la escasa cantidad de nombres que había enumerados.
—¿Cuándo se tendrán noticias sobre el resto? —preguntó Annabelle al empleado a la vez que le devolvía la lista.
—Esperemos que dentro de unas horas —contestó el joven mientras otras personas gritaban y preguntaban detrás de Annabelle. La gente gimoteaba, lloraba, discutía, y cada vez más personas se peleaban por entrar en la empresa. Era una escena de pánico y caos, terror y desesperación.
—¿Siguen rescatando supervivientes de los botes salvavidas? —preguntó Annabelle, obligándose a mantener la esperanza.
Por lo menos sabía que su madre estaba viva, aunque ignoraba en qué estado. Sin embargo, lo más seguro era que los demás también hubieran sobrevivido.
—Han recogido a los últimos esta mañana a las ocho y media —contestó el empleado con ojos sombríos.
Había oído relatos de cuerpos flotando en el agua, de gente que chillaba para que la rescataran antes de morir, pero él no era quien debía propagar esos rumores, y tampoco tenía valor para contarle a la masa de familiares que se habían perdido centenares de vidas, tal vez más. Por el momento, la lista de supervivientes apenas contenía seiscientos nombres, y el Carpathia había comunicado que habían recogido más de setecientos, pero todavía no podían proporcionar todos los nombres. Si esa información era verídica, significaba que más de mil pasajeros y miembros de la tripulación habían perecido. El propio empleado se negaba a creérselo.
—Deberíamos haber recopilado todos los nombres dentro de unas horas —dijo intentando mostrarse comprensivo cuando un hombre con la cara enrojecida amenazó con pegarle si no le pasaba la lista, cosa que hizo de inmediato.
Todos corrían histéricos, asustados y descontrolados por las oficinas, pues se desesperaban por obtener información y apoyo. Los empleados preparaban y repartían tantas listas como podían. Y al final, Annabelle y el chófer de su padre, Thomas, volvieron al coche para esperar allí a que hubiera más noticias. Él se ofreció a llevarla a casa, pero Annabelle insistió en que prefería quedarse y volver a repasar la lista cuando estuviera completa, al cabo de unas horas. No le apetecía estar en ningún otro sitio.
Permaneció sentada en el coche en silencio, parte del tiempo con los ojos cerrados, pensando en sus padres y en su hermano, deseando que ellos también hubieran sobrevivido, a la vez que daba gracias por haber visto por lo menos el nombre de su madre en la lista. No comió ni bebió nada en todo el día, y cada hora se acercaba a comprobar la lista. A las cinco en punto les dijeron que la lista de supervivientes estaba completa, a excepción de algunos niños pequeños que todavía no habían podido identificar con nombre y apellido. Salvo ellos, todas las demás personas recogidas por el Carpathia aparecían enumeradas.
—¿Hay algún otro barco que haya recogido supervivientes? —preguntó alguien.
El empleado negó con la cabeza sin decir nada. Aunque había otros barcos recogiendo cadáveres de las aguas congeladas, la tripulación del Carpathia era la única que había sido capaz de rescatar supervivientes, la mayoría subidos a los botes salvavidas y unos cuantos en el mar. Casi todas las personas que habían caído al helado Atlántico habían muerto antes de la llegada del Carpathia, a pesar de que los rescatadores habían acudido al lugar del desastre apenas dos horas después del hundimiento del Titanic. Había pasado demasiado tiempo para que alguien siguiera vivo a una temperatura tan baja dentro del océano.
Annabelle volvió a repasar la lista una vez más. Había 706 supervivientes. Leyó de nuevo el nombre de su madre, pero no había ningún otro Worthington en la lista, ni Arthur ni Robert, de modo que la única esperanza que le quedaba era confiar en que hubiera algún error. A lo mejor no los habían reconocido, o ambos estaban inconscientes y no podían decir cómo se llamaban a quienes elaboraban la lista. Era imposible proporcionar más información por el momento. Les dijeron que el Carpathia tenía prevista la llegada a Nueva York tres días más tarde, el día 18. La muchacha tendría que mantener la fe hasta entonces, y dar gracias porque su madre hubiera sobrevivido. Se negaba a creer que su padre y su hermano estuvieran muertos. Era imposible.
Una vez en casa, se pasó la noche en vela y siguió sin probar bocado. Hortense fue a verla y se quedó a dormir con ella. Apenas hablaron, se limitaron a darse la mano y llorar sin parar. Hortie intentó animarla, y la madre de su amiga le hizo una visita breve a Annabelle también con la intención de consolarla. No había palabras que pudieran mitigar lo que había ocurrido. Todo el mundo estaba sobrecogido por la noticia. Era una tragedia de proporciones épicas.
—Gracias a Dios que estabas enferma y no pudiste ir —le susurró Hortie una vez que se metieron juntas en la cama de Annabelle, cuando la madre de su amiga se había marchado ya. Había aconsejado a su hija que se quedara allí a dormir y, es más, que le hiciera compañía a Annabelle hasta que regresara su madre. No quería que la joven estuviera sola.
Annabelle se limitó a asentir ante el comentario de Hortie, pero se sentía culpable por no haber estado con ellos, pues se preguntaba si su presencia habría ayudado de algún modo. Tal vez hubiera podido salvar por lo menos a uno de los dos, o a otra persona.
Durante los tres días siguientes, Hortie y ella vagaron por la casa como fantasmas. Hortie era la única amiga a quien quería ver o con quien quería hablar en esos momentos de conmoción y duelo. Annabelle no comía casi nada, a pesar de que el ama de llaves insistía en que lo hiciera. Todos los sirvientes lloraban sin cesar y, al final, Annabelle y Hortie salieron a dar un paseo y tomar un poco el aire. James las acompañó y fue muy amable con Annabelle, pues le dijo lo mucho que lamentaba lo ocurrido. La ciudad y el mundo entero no podían pensar en otra cosa.
Las noticias que llegaban del Carpathia seguían siendo escasas. Lo único que habían confirmado era que el Titanic se había hundido, de eso no cabía duda, y que la lista de supervivientes ya era definitiva y completa. Los únicos que no aparecían en ella eran los bebés y los niños aún no identificados, que tendrían que ser reconocidos por los familiares que se acercaran al puerto, en caso de que fueran de Estados Unidos. Si nadie los reconocía, tendrían que devolverlos a Cherbourg y Southampton, a sus angustiadas familias, que los estarían esperando allí. En total, había media docena de niños no emparentados con ninguno de los supervivientes y que eran demasiado pequeños para decir cómo se llamaban. Otras personas los cuidaban mientras tanto a falta de sus padres, pues era imposible saber a qué familia pertenecían. No obstante, todos los demás, incluso los enfermos o heridos, aparecían en la lista, según aseguraba la compañía. Annabelle seguía sin poder creérselo mientras Thomas la conducía al muelle Cunard la tarde del día 18. Hortie había preferido no acompañarla, porque no quería interferir, de modo que Annabelle se dirigió al Embarcadero 54 a solas.
La multitud expectante vio cómo el Carpathia se acercaba lentamente a puerto, con unos remolcadores, pocos minutos después de las cinco. Annabelle notó que el corazón le latía desbocado mientras observaba la embarcación, que sorprendió a todo el mundo al dirigirse a los muelles de White Star, ubicados en los Embarcaderos 59 y 60. Y allí, a la vista de todos los observadores, la tripulación bajó lentamente los botes salvavidas del Titanic que habían recuperado, y que eran lo único que quedaba del barco recién estrenado, para devolverlos a la White Star Line antes de atracar el Carpathia. Los fotógrafos estaban hacinados en una flotilla de barcas pequeñas desde las que intentaban fotografiar los botes salvavidas, y los supervivientes del desastre se congregaron en la barandilla del barco. El ambiente que los rodeaba era medio funerario y medio circense, pues los familiares de los supervivientes esperaban en un silencio agónico para ver quién bajaba, mientras que los periodistas y fotógrafos se gritaban y se daban codazos para colocarse en los mejores puestos y obtener las mejores instantáneas.
Tras depositar los botes salvavidas, el Carpathia se desplazó lentamente hasta su embarcadero, el número 54, y los estibadores y otros empleados del Cunard se apresuraron a amarrar el barco. Y entonces, por fin, abrieron la compuerta y bajaron la plataforma. En silencio, y con una deferencia enternecedora, dejaron bajar primero a los supervivientes del Titanic. Los pasajeros del Carpathia abrazaron a algunos de ellos y les estrecharon la mano. Se derramaron muchas lágrimas y se dijeron pocas palabras, mientras uno por uno, todos los supervivientes desembarcaron, la mayor parte de ellos con lágrimas surcándoles la cara, algunos todavía en estado de shock por lo que habían visto y vivido aquella horrible noche. A ninguno le resultaría fácil olvidar los horripilantes gritos y gemidos desde el agua, las llamadas de auxilio en vano de personas que acabaron muriendo. Quienes se hallaban en los botes salvavidas temían recoger a más pasajeros, por miedo a que la embarcación pudiera volcarse por el peso y acabaran pereciendo todavía más personas de las que ya estaban entre las olas. Las estampas de cuerpos flotando en el agua que habían presenciado mientras esperaban a que llegaran los refuerzos para recogerlos habían sido espeluznantes.
Quienes bajaron del Carpathia eran en su mayoría mujeres con niños pequeños, algunas de ellas todavía vestidas de gala, con el atuendo que habían lucido la última noche pasada en el Titanic, y cubiertas con mantas. Al parecer, varias mujeres estaban tan conmocionadas que ni siquiera se habían cambiado de ropa en los tres últimos días, y se habían limitado a permanecer ovilladas en el espacio proporcionado dentro de los salones y comedores principales del Carpathia. Los pasajeros y los miembros de la tripulación habían hecho todo lo posible por ayudar a los supervivientes, pero ninguno de ellos había podido cambiar la voluntad del destino ni evitar la apabullante pérdida de vidas, en unas circunstancias que nadie habría predicho.
Annabelle contuvo la respiración hasta que distinguió a su madre en la plataforma. La joven observó cómo se acercaba a ella Consuelo desde la distancia, con prendas prestadas, la cara trágica y el mentón alto, con una dignidad surcada por la tragedia. Annabelle lo adivinó todo en su rostro. No había ninguna otra silueta familiar a su lado. Su padre y su hermano no se veían por ninguna parte. Annabelle miró por última vez detrás de su madre, pero Consuelo estaba totalmente sola en medio de un mar de supervivientes, en su mayoría mujeres, más unos cuantos hombres que parecían algo avergonzados cuando descendieron junto a sus esposas. Había una explosión continua de flashes, pues los periodistas querían captar tantos reencuentros como les fuera posible. Y entonces, de repente, su madre emergió delante de ella y Annabelle la abrazó con tanta fuerza que ninguna de las dos podía respirar. Consuelo sollozaba, y su hija también se echó a llorar mientras se aferraban la una a la otra y otros pasajeros y familiares deambulaban a su alrededor. Al cabo de un rato, Annabelle le pasó el brazo alrededor de los hombros a su madre y las dos se alejaron lentamente. Llovía, pero a nadie le importaba. Consuelo llevaba un grueso vestido de lana que no era de su talla y zapatos de fiesta, y todavía lucía el collar de diamantes con pendientes a juego que se había puesto la noche del naufragio. No tenía abrigo, así que Thomas se apresuró a darle a Annabelle la manta del coche para que se la pusiera sobre los hombros a su madre.
Apenas se habían alejado del embarcadero cuando Annabelle preguntó lo que tenía que preguntar. Podía imaginar la respuesta, pero era incapaz de seguir con la incertidumbre. Le susurró a su madre:
—¿Robert y papá...?
Su madre se limitó a sacudir la cabeza y lloró todavía más fuerte mientras Annabelle la acompañaba al vehículo. De repente, su madre parecía muy frágil y mucho más vieja. Era una viuda de cuarenta y tres años, pero parecía una anciana cuando Thomas la ayudó con delicadeza a entrar en el coche y la cubrió con mucho cuidado con la manta de pieles. Consuelo se lo quedó mirando y siguió llorando, hasta que, en voz muy baja, le dio las gracias. Annabelle y ella se abrazaron en silencio durante el trayecto de vuelta. La mujer no volvió a pronunciar ni una palabra hasta que hubo llegado a la mansión.
Todos los sirvientes la estaban esperando en el recibidor para abrazarla, tocarla, darle la mano, y cuando vieron que llegaba sola, para darle el pésame por lo ocurrido. Al cabo de una hora, ya habían colocado un crespón negro en la puerta de entrada. Aquella noche fueron muchos los que colgaron ese complemento en sus casas, una vez que se hubieron disipado las dudas sobre quién no había regresado y no lo haría jamás.
Annabelle ayudó a su madre a bañarse y a ponerse el camisón, y Blanche se desvivió por ella como si fuera una niña. Había cuidado de Consuelo desde que era jovencita, y había asistido tanto al parto de Annabelle como al de Robert. Y ahora, le había tocado esto. Mientras ahuecaba las almohadas de Consuelo, después de acompañarla hasta la cama, Blanche tuvo que limpiarse los ojos infinidad de veces a la par que emitía unos susurros reconfortantes. Le llevó una bandeja con té, copos de avena, tostadas, caldo y sus galletas favoritas, pero Consuelo no probó nada. Se limitó a quedarse mirando a su hija y al ama de llaves, incapaz de decir ni una palabra.
Annabelle se quedó a hacer compañía a su madre aquella noche, y por fin, bien entrada la madrugada, cuando Consuelo se estremeció de la cabeza a los pies y se desveló, le contó a su hija lo que había ocurrido. Ella se había montado en el salvavidas número 4, junto con su prima Madeleine Astor, cuyo marido tampoco había sobrevivido. Según dijo, el bote solo estaba medio lleno, pero su marido y Robert se habían negado a subir, pues querían quedarse en la retaguardia para ayudar a otras personas y dejar más espacio en los botes para las mujeres y los niños. Aun con todo, quedaba sitio de sobra para los dos.
—Ojalá se hubieran montado... —se lamentaba desesperada Consuelo.
Los Widener, los Thayer y Lucille Carter, todos ellos conocidos, también iban en el bote salvavidas. Pero Robert y Arthur habían seguido en sus trece y habían permanecido en el barco para ayudar a otras personas a montarse en los botes, aun a sabiendas de que iban a sacrificar su vida. Consuelo también le habló de un hombre llamado Thomas Andrews, que había sido uno de los héroes de la noche. Su madre insistió en que Annabelle supiera que su padre y su hermano habían sido muy valientes, aunque eso de poco les servía para reconfortarlos.
Hablaron durante horas, en las que Consuelo revivió los últimos momentos en el barco, y su hija la abrazó y lloró mientras la escuchaba. Al final, cuando el amanecer ya se colaba por la habitación, Consuelo concilió el sueño tras soltar un suspiro.