Capítulo 10

 

MOLLY esperaba que Dimitri llamara, aunque se decía a sí misma que no era eso lo que hacía, sino que necesitaba estar en casa. Y encontró una buena razón para ello, porque comenzó a decorar la sala de estar en tonos azules y grises. Era como si quisiera cambiar la parte externa de su vida para que hiciese juego con los cambios que habían tenido lugar en el interior, aunque se cuidó de no analizarlo demasiado. Porque un análisis intensivo de sus sentimientos podía llevarla a la conclusión de que el amor que había sentido por Dimitri había resurgido de forma aterradora.

Habló por teléfono con su editor y acordaron que volaría a París a final de mes para comenzar con su nuevo libro. Y se dijo a sí misma que, si no la había llamado pasados tres días, no lo haría nunca; y si lo hacía, ella se comportaría con frialdad.

Así que cada vez que sonaba el teléfono, contaba hasta siete antes de contestar, hasta que de pronto:

–¿Diga?

–¿Molly?

Unos pocos días parecían una eternidad cuando se había esperado con tanta ansiedad como ella.

–Hola

–Soy Dimitri.

–Dimitri –dijo tomando aliento. «Tranquila, no le demuestres lo que significa para ti», pensó–, ¿cómo estás?

–Te echo de menos –dijo él, pensando en sus noches solitarias.

–¿De verdad? –preguntó ella, tras tragar saliva.

–¿Tú no me echas de menos?

¿Lo echaba de menos? Sí, desde luego que sí. ¿Cómo era posible echar de menos a un hombre de aquella manera cuando, unas semanas antes, se había propuesto olvidarlo?

–Un poco –murmuró. Y no estaba siendo hipócrita, solo se protegía.

–¿Solo un poco?

–Es que he estado ocupada.

–Ah.

Molly pensó que sonaba, si no disgustado, al menos sorprendido.

–¿Creías que había estado llorando cada noche, Dimitri? –bromeó.

–Bueno, si no has estado llorando, ¿qué has estado haciendo por la noche? –preguntó–, ¿quieres que te diga lo que he hecho yo?

Molly se ruborizó, aunque se encontrase a miles de kilómetros.

–Calla.

–La otra noche soñé que recorría tu cuerpo con mis manos, y cuando me desperté…

Su voz se había convertido en un susurro sugestivo, y Molly supo lo que hacía, o lo que intentaba hacer.

–¡No voy a practicar sexo telefónico contigo si es lo que crees! –dijo escandalizada.

El tono de maestra de escuela que adoptó le cayó como un jarro de agua fría a Dimitri. ¿Acaso creía que Molly estaría dispuesta a decir guarrerías por teléfono?

–Dime, ¿qué te ha tenido tan ocupada? –preguntó mientras se pasaba la mano por el cuello.

–He pintado la sala de estar.

–Ah. ¿Algo más?

–Y hecho planes de viaje para mi próximo libro.

–¿En París?

–Correcto.

–¿Cuándo te vas?

–A finales de mes.

–¿Y estarías demasiado ocupada para verme? –preguntó él, tras hacer rápidos cálculos mentales.

A Molly la dio un vuelco el corazón pero se mantuvo calmada.

–No creía que esa fuera una opción.

–Siempre hay una opción –contestó–, ¿qué tal si nos encontramos allí?

–¿Dónde, en París?

–¿Por qué no?

Su corazón se aceleró.

–¿Así, sin más?, ¿puedes tomarte otras vacaciones nada más haber regresado?

–No son vacaciones –contestó con rapidez–. Tú estarás trabajando y, por lo tanto, yo también.

–Pero, ¿no les importará que te vayas del hotel otra vez tan pronto?

–No te preocupes por eso. Piensa en París y en lo bien que nos lo podemos pasar.

–Está bien –dijo ella, como si no le importara lo que pasara–, nos encontraremos en París.

–Reservaré el hotel.

La idea de pasar una noche con él, una noche entera, la hizo enloquecer de deseo, pero dijo:

–No, Dimitri, yo reservaré el hotel.

–¿Es esta tu venganza por lo de la cuenta del restaurante? –preguntó–, ¿un intento de demostrar lo independiente que eres?

–En absoluto. Se trata de negocios, nada personal, y los hoteles son mi negocio.

–También el mío –señaló él sorprendido.

–Pero la razón por la que voy a Francia es buscar hoteles para mujeres mientras que no creo que tú planees comprar un hotel y llevártelo a Pondiki.

–¿Así que me vas a llevar a un lugar rosa y recargado? –sugirió con sorna.

–Quizá pienses que es eso lo que les gusta a las mujeres –repuso ella riéndose–, pero te equivocas. Las mujeres actualmente buscan confort y sacarle provecho a su dinero.

–¿Y qué mas quieren las mujeres? –preguntó él con suavidad.

Entonces se sintió muy segura.

–Ya te lo enseñaré.

–Casi no puedo esperar.

Ella tampoco podía. Jamás un viaje de trabajo había despertado en ella tantas expectativas.

Él estaba allí, esperándola en el aeropuerto, con los ojos entornados y expectantes mientras se acercaba a él con ganas de correr a abrazarlo.

Pero se recordó a sí misma que era una mujer de treinta y tantos, y no era así como las mujeres de su edad debían comportarse. Le había dicho que iría sola al hotel, pero él había insistido en ir a recogerla, y una parte de ella lo deseaba. Quizá había en cada mujer una parte que deseaba un hombre fuerte y dominante para compensar su independencia.

Dimitri la vio aproximarse y pensó en cómo había cambiado con los años. Toda la pasión y la exuberancia que la habían caracterizado tiempo atrás habían acabado contenidas y canalizadas en aquella hermosa mujer de pelo rubio y ojos azules como el cielo. Aunque no cabía duda de que aún le quedaba pasión, pero solo la mostraba cuando hacían el amor.

Aquello debería haberle complacido, porque a Dimitri no le gustaban las muestras abiertas y posesivas de cariño por parte de las mujeres, sobre todo en público. Pero con Molly deseaba justo lo contrario. Quizá era cosa de querer lo que no tenía. Estaba acostumbrado a las mujeres que lo colocaban en un pedestal y, en una ocasión, Molly había sido una de ellas.

Pero colocar a las personas en un pedestal era peligroso. Era un lugar muy solitario para estar y ¿quién podría culparlos si se caían?

–Hola –dijo ella, y deseó que aquella horrible timidez desapareciera–, sabes que no tenías que recogerme.

–Ya, me lo dijiste –repuso él con una sonrisa–, pero aquí estoy, y aquí estás tú, así que no perdamos más tiempo hablando del tema. ¿Nos vamos?

No hubo beso.

–Vamos.

En el taxi se giró hacia él.

–¿Cómo está Zoe?

–Está bien. Las discusiones sobre su futuro continúan –dijo.

–¿Y? –preguntó ella con mirada de curiosidad.

–Parece estar convenciéndome –repuso él con un encogimiento de hombros.

Molly sonrió. Parecía que Dimitri se estaba dando cuenta de que su hija no sería feliz del todo hasta que no siguiera sus propios deseos.

–Parece que le diste el coraje para defender lo que quiere –comentó él con pesadumbre.

–¡Me alegro!

–Eso suena retador, Molly –murmuró él; y recorrió con un dedo el contorno de sus labios, notando el temblor que aquello provocaba–. ¿Lucharás conmigo más tarde, agapi mou?

–Espero no tener que hacerlo –repuso ella temblorosa. Si había algo contra lo que luchar, era contra ella misma, para intentar aceptar aquello como lo que era, y no como lo que ella quería que fuera. Y, si era realista, ella sabía que nunca podría llegar a ser nada más. Había razones muy buenas por las que no había funcionado antes y nada había cambiado especialmente.

Sus vidas eran muy diferentes. Y aunque la relación iba bien en ese momento, sería una locura pensar que se casaría con ella.

Se giró y miró por la ventanilla, aterrorizada por sus pensamientos. ¿Un fin de semana y estaba pensando en matrimonio?, ¿cómo de horrorizado se sentiría él si lo supiera?

–Ya hemos llegado –anunció Dimitri, preguntándose por qué se habría apartado de él de aquel modo.

En la suite se quedaron mirándose al uno al otro.

–¿Qué ocurre? –preguntó él preocupado.

–Se supone que debería tomar notas de todo –dijo ella.

–¿Y quieres hacerlo?

–No –dijo casi desesperada.

–¿Qué quieres hacer entonces? –preguntó él sonriendo.

–Esto –contestó ella, y caminó hacia él para echarle los brazos al cuello y besarlo con dulzura.

Dimitri levantó la cabeza, sorprendido por la intensidad de aquel beso.

–Molly –dijo.

La desnudó. Con lentitud, casi tiernamente, y luego se desnudó él. Y cuando estuvieron los dos desnudos, en la cama de aquella habitación, comenzó a besarla como si nunca quisiera parar de hacerlo.

Molly abrió la boca y cerró los ojos, juntó su cuerpo al de él y poco después lo sintió dentro de ella. Y con cada embestida daba un pequeño gritito que pronto se convirtió en una mezcla de gemidos de satisfacción y de arrepentimiento.

Él gritó su nombre y sintió que el mundo se desvanecía, y cuando sus sentidos parecían volver a la normalidad, sintió las lágrimas de Molly en su hombro. Levantó la cabeza y la miró con el ceño fruncido.

–¿Qué ocurre? –preguntó preocupado.

Si no tenía cuidado, lo estropearía todo con una muestra exagerada de sentimentalismo. Sonrió y lo besó en los labios:

–Lo siento.

–¿Por qué lloras?

Se secó las lágrimas. «No vayas por ahí», pensó.

–Son cosas de mujeres.

–Cuéntame.

Pero ella negó con la cabeza.

–Lo siento, no puedo –dijo, y lo miró con sorna–, ¿no sabes que somos criaturas complicadas? Los hombres no nos comprenden, eso es lo que nos hace tan especiales –dijo antes de apartarse de él y sentarse para observar la habitación–. Es una habitación estupenda –añadió.

–Si –asintió él, aunque no era la habitación lo que le interesaba–. ¿Qué quieres hacer ahora?

A Molly le hubiera gustado pasar el resto de la tarde haciendo el amor con él hasta caer los dos exhaustos en un profundo sueño. En realidad no le hubiera importado si no hubieran salido de la habitación en todo el tiempo, pero no era eso por lo que estaba allí. Y aquel tipo de comportamiento no solo era poco productivo, sino también muy peligroso. Tenía un trabajo y un salario que ganar. Una vida con la que seguir, una vida de la que Dimitri solo era una pequeña parte.

–Tengo una lista de bares que deberíamos visitar –dijo–, y un restaurante al que debería ir, ¿qué te parece?

–Bien –contestó él, aunque en realidad no le apetecía nada.

Se vistieron de nuevo, en silencio, y Molly pensó que a veces el hecho de vestirse era más íntimo que el de desvestirse. Una vez que se apagaba el fuego de la pasión, quedaba la fría y cruda realidad, y esa realidad era muy fría. Era íntimo por el hecho de que se estaba poniendo la ropa interior frente a él. Pero, en realidad, era una intimidad falsa, porque no se intercambiaban miradas ni había bromas ni ninguna de las otras cosas que hubieran ocurrido de haber sido realmente pareja.

Molly se puso un vestido negro de punto impecable, se cepilló el pelo y se calzó unos zapatos de tacón alto que normalmente no habrían sido su primera elección para hacer turismo, pero, en realidad, aquello era una mezcla de trabajo y placer.

Dimitri terminó de atarse los zapatos y la miró sonriente.

–¿Estás lista?

–Sí.

Pero París, de algún modo, los conquistó con su magia, a pesar de que Molly lo llevó por cuatro bares distintos en los que él solo pudo beber agua mineral. Solo cuando se sentaron en aquel restaurante de los Campos Elíseos y les entregaron la carta, que tenía el tamaño de un Atlas, Dimitri sonrió levemente.

–Me has agotado, agapi –murmuró.

Ella lo miró por encima de la carta y enarcó las cejas.

–¿Después de solo una vez? ¡Qué vergüenza, Dimitri! –bromeó–. En otros tiempos no me habrías soltado ni un momento.

–Eso es porque en otros tiempos tú no habrías querido.

–Bueno, las cosas cambian.

–¿Y te gustaría que no fuese así? –preguntó él de pronto.

Molly dejó la carta en la mesa. Sus ojos indicaban que no quería mostrarse frívola. Había un momento para eso, pero no era ese.

–¡Bueno, por supuesto! Algunas veces –dijo, y respiró profundamente–. Hay una parte romántica en toda mujer que desea que su primer amor hubiera funcionado y que hubieran vivido juntos, felices para siempre.

–¿Tú crees que eso es imposible? –preguntó él.

–En el noventa y nueve coma nueve por ciento de los casos sí, sobre todo en el nuestro.

Dimitri dejó la carta; no le interesaba la comida.

–¿Y ahora?

Era una de esas preguntas clave. Una respuesta incorrecta y todo se iría al traste. Molly sospechaba que él tanteaba el terreno para averiguar hasta qué punto hablaba en serio, y si hablaba en serio, saldría corriendo a toda velocidad en dirección contraria.

–He aprendido a no mirar hacia el futuro –dijo con tranquilidad–, ni a mirar hacia el pasado. No vale la pena.

–¿Quieres decir vivir el presente? –preguntó él con una sonrisa.

Molly afirmó con la cabeza, aunque le dolía decir que sí. Sabía que debía. Antes de que lo hiciera él.

–Sí, porque el presente es lo único que tenemos, Dimitri.

Lo único que tenían ellos. Y tras ese fin de semana se acabaría, cada uno volvería a su vida. Debía aprender a separar las cosas, como hacía él, como hacían todos los hombres. De otro modo, se convertiría en una de esas mujeres que ansían lo imposible, y la relación, si se le podía llamar así, simplemente no perduraría.

–¿Pedimos ya? –preguntó él.

–Pide por mí.

–¿Yo? –inquirió sorprendido.

–Claro, tú eres el que ha estado estudiando la carta.

O eso era lo que parecía.

–¿Qué te apetece? –preguntó él.

Se inclinó hacia delante y le hizo señas de que se acercase a él; le dio un beso que duró más tiempo del debido, teniendo en cuenta que estaban en la mesa de al lado de la ventana, expuestos a la mirada de los transeúntes y a la de otros clientes. Pero eso era París, y en París los amantes siempre eran bien vistos.

Cerró los ojos y se apartó de su boca.

–Sabes a… a sexo –dijo débilmente.

–Lo sé, tú también. ¿Qué es lo que quieres, agapi?

–Lo que tú quieras comer.

–A ti –contestó, y sonrió ante la mirada de sorpresa y placer de ella–, ¿no sabes que en Grecia nos comemos a las mujeres y el pollo con los dedos?

–Dimitri –dijo tragando saliva–, se supone que tengo que fijarme en el restaurante, y me lo pones muy difícil.

–Lo sé –contestó, y dejó el menú a un lado–. ¿Nos vamos?

–¡Pero si no hemos comido nada!

–¿Y?

Ella ofreció resistencia una vez más.

–Tendrás hambre más tarde –le advirtió.

–Habrá servicio de habitaciones –repuso él desafiándola con la mirada–. Venga, vamos por tu abrigo.

–Estás demasiado acostumbrado a salirte con la tuya –lo acusó mientras se levantaba y, en respuesta, él se echó a reír.

–Sí –dijo con voz profunda–, pero ambos sabemos que lo que yo quiero es lo mismo que quieres tú.

No se le ocurría respuesta alguna, pero era difícil pensar racionalmente. Lo único que pensaba era que se dirigían de vuelta al hotel para pasar la noche.

–¿Te das cuenta de que es la primera vez que vamos a dormir juntos? –preguntó ella.

–¿Sabes que no he pensado en otra cosa durante toda la tarde?

Fue entonces cuando llegó el taxi.