Capítulo 1

 

UNA VOZ masculina, cálida y dulce flotaba en el aire, y su acento hizo que Molly dejara el bolígrafo y mirara ensimismada hacia la ventana abierta.

Nato, Zoe –dijo la voz de nuevo–. ¡Maressi!

Era una voz griega, sin lugar a dudas, suave, sexy y profunda.

A Molly le vinieron a la cabeza fragmentos de recuerdos, hasta que, con toda premeditación, los mandó a paseo. Haber tenido un amante griego hacía tiempo no significaba que tuviera que darle un ataque cada vez que oyera hablar a uno de sus compatriotas. La punzada que sintió fue instintiva, pero solo momentánea, así que tomó el bolígrafo de nuevo.

Entonces, volvió a oír la voz, solo que esa vez se reía, y Molly se quedó petrificada.

Porque una risa era algo único. Las voces cambian, unas se parecen a otras que has oído, pero una risa no. La risa era algo distinto, y esa la condujo directamente a un lugar prohibido.

Molly caminó hacia la ventana con el corazón latiéndole muy deprisa, preparada para ver algo que indicaría, con toda seguridad, que no era más que una tonta romántica.

Pero el pelo negro azabache del hombre que, con facilidad pasmosa, descargaba una maleta del coche contribuyó bastante poco a convencerla de que sus pensamientos habían sido ridículos. ¿Qué esperaba?, ¿que el hombre de la voz fuera rubio? Porque si era griego, y con seguridad lo era, por lógica había de tener el pelo oscuro como el carbón, la piel tostada y esa clase de fuerza que pocos hombres de los que encontraba últimamente poseían.

El hombre cerró la puerta del coche de un portazo y, como si supiera que lo observaban, levantó la cabeza en dirección a la casa; Molly se retiró de la ventana con rapidez. ¿Qué impresión le habría causado? La de la vecina curiosa que fisgonea a través de las cortinas para ver qué clase de familia ha alquilado la casa de al lado.

Pero una ligera sensación de inquietud hizo que su corazón se acelerase al oír cómo se cerraba la puerta de la casa adyacente, y cuando fue a tomar de nuevo el bolígrafo se dio cuenta de que le temblaban los dedos.

«Olvídalo», se dijo a sí misma. «Deja de pensar en ello».

Más tarde, mientras tomaba algunas notas, decidió que eso era justo lo que iba a hacer.

 

 

Dimitri dejó la bolsa en el suelo del recibidor mientras su hija hablaba entusiasmada sobre los techos altos, las enormes ventanas y el jardín de ensueño que había en la parte de atrás.

–Es una casa estupenda, ¿verdad? –dijo Dimitri con una sonrisa.

–¡Ah, es maravillosa, papá!

–¿Te apetece ir a elegir tu habitación?

–¿La que yo quiera? –preguntó Zoe sorprendida.

Dimitri le dirigió una sonrisa indulgente que suavizó por un momento los rasgos de su cara.

–La que quieras –contestó, ecuánime, mientras ojeaba la montaña de cartas que había en la mesa del recibidor. La mayoría eran facturas y circulares, y un sobre blanco, grande y caro, dirigido a ¡los nuevos residentes!

Dimitri torció los labios, dejó la pila de correo sin abrir y estuvo desempaquetando durante una hora, colocando la ropa de seda y de lino en los diferentes armarios y cajones con la eficiencia que se adquiere cuando uno está acostumbrado a viajar. Acababa de colocar su ordenador en el escritorio de la habitación que usaría como oficina cuando sonó el timbre de la puerta. Frunció el ceño.

A ninguno de sus contactos del trabajo se le ocurriría ir allí. Tenía un par de amigos en la ciudad, pero había planeado llamarlos cuando se hubiera instalado. Pensó que solo podía ser un vecino, porque, ¿de quién más podría tratarse, aparte de alguien de alguna casa cercana que los hubiera visto llegar?

Deseaba con sinceridad que ese no fuese el primero de una larga lista de amables vecinos, aunque quizá eso fuera pedir demasiado por su parte. Todo tenía su precio y él había elegido adrede una casa en una zona residencial, principalmente por el bien de Zoe. Los vecinos proporcionarían una seguridad, protección y normalidad que no se encontraba en los hoteles, pero a cambio tenían la desventaja de intentar entrometerse, aproximarse demasiado.

Y Dimitri Nicharos no permitía que nadie se aproximase demasiado.

Bajó las escaleras y abrió la puerta con una sonrisa fría, dispuesto a decir «hola» y «adiós» en un breve intervalo. Pero la sonrisa se evaporó en sus labios al contemplar a la mujer alta y rubia que estaba de pie en la puerta, con una botella de vino en la mano y una expresión tal, que parecía que hubiese visto un fantasma.

Dimitri tardó unos instantes en darse cuenta de a quién estaba mirando y, cuando lo hizo, sintió la misma incredulidad que había hecho que los labios de la mujer se separasen hasta formar una «O», pero él mantuvo su expresión calmada e impasible. Necesitaba tiempo para pensar, para asimilar los hechos y así ocultar su reacción. Había aprendido eso. Nunca dejaba que nadie supiera lo que estaba pensando, porque el conocimiento era poder, y a él le gustaba mantener la balanza a su favor.

–Hola –dijo suavemente mientras la miraba con atención, como si estuviese hablando con una completa desconocida. Pero eso era lo que era, y quizá siempre lo hubiera sido.

Molly le devolvió la mirada, respirando con rapidez. Era como encontrarse de pronto en la cima de la montaña sin darse cuenta de que había estado escalando. Se sintió desvanecer a causa de la sorpresa, ante la certeza de que, en efecto, era Dimitri. Su fantasía al oír la risa profunda y sonora había resultado no ser una fantasía en absoluto. Un hombre del pasado, el hombre de su pasado, estaba allí, y con el mismo atractivo sexual que una vez tanto la había cautivado. Y la estaba cautivando de nuevo, porque lo único que podía hacer era mirarlo embobada, como una mujer que no hubiera estado con un hombre en toda su vida.

Él tenía la piel bronceada y los ojos negros como el carbón, con pestañas muy espesas. Había engordado, por supuesto, pero no de la manera en que engordan muchos hombres de mediana edad. No tenía barriga que asomara por encima del cinturón, ni una papada que denotara un estilo de vida indolente. No, Dimitri era puro músculo, y sus pantalones de lino y la camisa de seda realzaban cada tendón de su cuerpo.

En efecto, su pelo no era ya tan rebelde como antes; además, tenía algunas canas en las sienes. Pero su boca seguía exactamente como ella la recordaba, y vaya si la recordaba, tan carnosa y sensual que parecía haber sido diseñada únicamente para el disfrute de las mujeres.

Pero la gran diferencia que lo delataba residía en sus ojos. Hubo un tiempo en que brillaban ante ella, no con amor, como ella siempre deseó, sino con un cariño posesivo y feroz.

Pero en ese instante esos ojos brillaban con frialdad. No revelaban nada y no esperaban nada a cambio.

Molly respiró profundamente y notó que tenía los pulmones tan secos que parecía que los hubiesen chamuscado por dentro.

–¿Dimitri? –alcanzó a decir–. ¿Eres tú de verdad?

Él alzó las cejas dubitativo; disfrutaba del desasosiego de Molly casi tanto como de mirarla, como siempre había disfrutado. Las mujeres como Molly García eran poco comunes. Tenía un físico casi perfecto, el pelo rubio claro, y los ojos de un azul frío, aunque él los había visto siempre ardientes de deseo.

Mientras se tomaba tiempo para responder a una pregunta tan innecesaria, recorrió con la vista el cuerpo de Molly. Seguía igual, aunque inevitablemente había experimentado los cambios típicos de la madurez. Tiempo atrás, había sido tan delgada como un arbolillo, tan delgada que, a veces, él temía que se fuese a romper mientras hacían el amor. Pero ahora poseía las formas rotundas de un árbol majestuoso. Su complexión era aún delgada, pero sus pechos estaban tan desarrollados y eran tan exuberantes, que Dimitri tuvo que hacer un esfuerzo por parecer impasible y mantener una expresión ensayada de indiferencia en su cara, aunque sobre su cuerpo tuviera menos control.

–Quizá tenga un hermano gemelo –se burló–. ¿Tú qué crees?

Una parte de ella esperaba que todo fuese una especie de confusión, a pesar de que la otra parte deseaba que no fuera así. Pero cualquier tipo de duda se esfumó tan pronto como él empezó a hablar, con esa voz dulce y profunda que recordaba tan bien.

Molly tenía dos opciones. O se quedaba allí, mirándolo con la boca abierta como un pez al que acabaran de sacar del agua, o era ella misma, la brillante mujer de éxito en que se había convertido.

Sonrió, a pesar de que tenía la boca agarrotada.

–¡Santo cielo! –exclamó–. ¡No me lo puedo creer!

–Yo casi tampoco puedo creerlo –murmuró él, sin salir todavía de su asombro. Sus ojos se posaron en los dedos de Molly. No llevaba alianza ¿Significaba que estaba libre?–. Ha pasado mucho tiempo.

Demasiado, pensó ella, pero aun así, no el suficiente, porque el tiempo debería haberla inmunizado contra su encanto. Pero, ¿por qué el tiempo le había fallado?, ¿por qué se encontraba débil e indefensa frente a su antiguo amante griego? Respiró con dificultad mientras la asaltaban los recuerdos de su cuerpo desnudo y de cómo él la presionaba contra la arena de la playa.

–¿Qué demonios estás haciendo aquí? –preguntó Molly.

–Me he instalado aquí.

–¿Por qué?

Pero antes de que pudiera contestar, Molly oyó una voz hablando en griego, la voz de una mujer. Entonces, la realidad llamó a la puerta. Por supuesto que había una mujer con él. Probablemente también tendrían hijos. Las grandes casas de esa zona de Londres eran alquiladas por familias, y Dimitri, sin lugar a dudas, había llevado a la suya con él.

Era lo que Molly esperaba, así que, ¿por qué le dolía tanto?

Entonces quedó aturdida al ver bajar por las escaleras en dirección a ellos a la chica más hermosa que jamás había visto.

Tenía el pelo largo, negro y brillante, y unos pechos turgentes. Sus pantalones y camiseta resaltaban su figura delgada y juvenil y remarcaban unas piernas que parecían no tener fin. Su cara era perfecta, tenía los ojos negros y una boca sonriente.

Parecía tan joven que podía ser… Molly dejó de sonreír. ¿Se había convertido Dimitri en uno de esos que van por ahí con una mujer tan joven que podría ser su hija?

–Papá.

Era su hija. Molly se puso a calcular rápidamente en su cabeza mientras Dimitri contestaba a la chica en griego. Parecía tener diecisiete, quizá dieciocho años, pero eso significaría que Dimitri ya tenía una hija cuando lo conoció, y eso era imposible. ¿O había estado engañada con respecto a muchas cosas?

De pronto, se sintió desvanecer y deseó poder desaparecer, pero no podía. Siguió allí con cara de tonta, con una botella de vino en la mano y viendo cómo el último de sus sueños de juventud se hacía pedazos a medida que la chica se aproximaba a ellos.

Dimitri habló casi de mala gana. Había disfrutado viendo las emociones de la cara de Molly, las cuales había intentado por todos los medios disimular. En realidad, para un hombre como él, aquella era una situación única y muy divertida.

–Zoe –dijo él con una sonrisa–, tenemos visita.

Miró a Molly con una expresión de sorna. «Te toca a ti», parecía decir.

Hablar le resultó más difícil aún que antes.

–Vivo en la casa de al lado –dijo con rapidez–. Te vi, los vi llegar, y pensé en traerles esto para darles la bienvenida, así que bienvenidos –concluyó.

Levantó la botella con una mueca; la chica sonrió y se la quitó de las manos al tiempo que dirigía a su padre una mirada de reproche.

–Qué amable por su parte –dijo con un inglés suavemente acentuado–. Por favor, ¿le apetece pasar?

Por supuesto que le apetecía.

–No, no, de verdad.

–Ah, pase, por favor –dijo Dimitri con voz suave–. Insisto.

Sus ojos se encontraron y Molly vio entonces toda la burla que expresaban los de él. ¿Cómo se atrevía?, ¿acaso no tenía ni un ápice de sentido común?, ¿no se daba cuenta de que a lo mejor le resultaba embarazoso conocer a su mujer? Aunque no tenía por qué darse cuenta. Quizá no fuera una situación tan extraña. ¿Cuántas mujeres habría en su misma situación, incapaces de olvidar su sensual encanto?

Se dio cuenta entonces de que no la había presentado. Quizá hubiera olvidado su nombre. Ni siquiera le había dicho a su hija que se conocían, aunque quizá eso fuera lógico porque no iba a decirle que fueron amantes.

Dicho así, sonaba a nada, aunque sí que había sido algo. O quizá se había engañado a sí misma al pensar que su primer amor había sido especial y que simplemente había acabado mal. Pero, ¿cuántos años tenía su hija? Incluso si era más joven de lo que aparentaba, eso supondría que Dimitri la había tenido justo después de que ella abandonara la islita.

No podía pensar con claridad. Quizá por eso sentía que entrar en la casa sería como entrar en la guarida del león. Había recuerdos que era mejor no tocar, cosas que ella recordaba con cariño y que, quizá, solo permanecerían así si no dejaba que el presente interfiriera en ellas.

–Es muy amable por su parte, pero me temo que tengo que trabajar –dijo con sorna.

–¿A las cuatro de la tarde? –preguntó Dimitri tras mirar el carísimo reloj de su muñeca–. ¿Trabaja usted con turnos?

¿Seguiría pensando que trabajaba de camarera?

–Trabajo en casa –contestó Molly, y acto seguido se arrepintió, porque los ojos negros se llenaron de interés y ella se sintió vulnerable.

–Por favor –dijo la chica mientras estiraba el brazo–. Debe usted de pensar que somos unos maleducados. Soy Zoe Nicharos, y este es mi padre, Dimitri.

–Molly –contestó ella, ¿qué otra opción tenía?–, Molly García.

Le dio la mano a Zoe y luego la soltó, entonces Dimitri tendió la suya y le tomó los dedos, que estrechó contra su palma.

Aparentemente no era más que un simple apretón de manos, pero ella notaba su fuerza latente, y sintió un escalofrío por el cuerpo.

–Hola, Molly –murmuró él–. Yo soy Dimitri.

Molly se estremeció al oírle decir eso y se preguntó si él notaría la repentina aceleración de su corazón. Intentó liberar sus dedos, pero él no los soltó hasta que sus ojos no se encontraron. Se dio cuenta de que era a ella a quien afectaba todo aquello, Dimitri simplemente se limitaba a disfrutar de la situación, como si no importara. Aunque, ¿por qué debería importar? Tendría que haberse sentido halagada de que él la recordara.

Esa vez ella sonrió con más naturalidad; estaba mejorando en su empeño.

–Bueno, como dije antes, solo he venido un momento a darles la bienvenida. Espero que sean todos muy felices aquí –dijo.

Dimitri notó el énfasis en la palabra «todos», pero lo dejó correr. Pensó que aquello iba a ser muy interesante.

–Estoy seguro de que seremos muy felices –contestó con una sonrisa suave y calculada. Miró un instante los pechos de Molly, dibujados como dos suaves melocotones bajo la camisa de seda azul claro–. Es un lugar magnífico –dijo.

Se puso nerviosa, pues hacía mucho tiempo que un hombre no la miraba de ese modo. Era como si hubiera estado dormida y solo aquella mirada oscura hubiera sido capaz de despertarla. Tenía que marcharse de allí antes de que él se diera cuenta de lo que sentía.

–Realmente he de irme –dijo.

–Gracias por el vino –repuso él con amabilidad–. Quizá en alguna ocasión, cuando no esté tan ocupada trabajando, le apetezca pasar a tomar una copa con nosotros.

–Quizá –contestó ella, aunque ambos sabían que mentía.