Capítulo 2

 

MOLLY entró en su casa intentando convencerse a sí misma para no reaccionar exageradamente. Aquello no era nada importante, solo algo que ocurría a veces. La única razón por la que no había ocurrido antes era que ambos llevaban vidas muy distintas.

Se había encontrado con el hombre del que una vez estuvo enamorada, eso era todo. Su amante griego había aparecido con su familia en la casa de al lado, pero no era más que una increíble coincidencia, y no tan terrible.

Pero la idea de volver arriba y seguir con sus notas era casi tan excitante como la de ponerse a tomar el sol en bikini en la parte de atrás; a partir de aquel momento estaría siempre pendiente de si Dimitri la estaría observando. Pero se repetía a sí misma que, incluso si así fuera, carecía de importancia. Iba a tener que enfrentarse a la situación, iba a tener que conocer a su mujer y, aunque pensar en ello no tendría por qué dolerle, sí que le dolía.

Volvió a sus actividades cotidianas. Quedó con una amiga a tomar algo y luego se fue al cine.

Por la mañana, se duchó, se vistió, preparó café, y cuando sonó el timbre deseó que solo fuese el cartero, aunque sabía que no era así. Pudo ser un sexto sentido o la intuición femenina, pero sabía con exactitud quién era el que llamaba a la puerta.

Abrió la puerta y se quedó mirando sus enigmáticos ojos.

–Dimitri –dijo con cautela.

–Molly –contestó él en el mismo tono–. ¿Te interrumpo?

–No especialmente –dijo mientras negaba con la cabeza.

–¿No estás trabajando? –preguntó él alzando las cejas.

–En este momento no. Me dedico a escribir –le explicó.

–¿Novelas?

–Libros de viaje y artículos, aunque eso no viene al caso. Mira, Dimitri, no sé que es lo que quieres, pero estoy un poco sorprendida de verte aquí.

–Pero sabías que vendría –dijo él con malicia.

Por supuesto que lo sabía.

–¿Vienes por algo en particular?

–¿No crees que tenemos que hablar?

–¿De qué?

–Venga, Molly –dijo él con suavidad–. Hay algo más que un asuntillo inacabado entre nosotros. ¿Crees que podemos ignorar el pasado? ¿Cruzarnos por la calle como completos desconocidos?

–¿Por qué no?

–Porque las cosas no funcionan así.

–No –repuso ella, mientras pensaba si su mujer sabría que estaba ahí. Sí que había un asuntillo inacabado. Cosas que nunca se dijeron y que quizá deberían dejar claras, sobre todo si iban a encontrarse por el barrio continuamente–. Entonces será mejor que entres –dijo con voz fría.

–Gracias –murmuró él.

Dimitri no esperaba que fuese tan fácil, aunque podría haberlo imaginado si se paraba a pensarlo. Con Molly la seducción no supuso nunca ninguna complicación. Aunque a veces deseaba que hubiese opuesto un poco más de resistencia.

Observó la sonrisa indiferente de Molly y pensó que aquella frialdad quizá significara algo más. Quizá que había otro hombre en su vida, porque seguramente una mujer tan hermosa como ella no estaría sola.

Entró en la casa, y tuvo una sensación intensa al ver las nalgas prietas de Molly.

Sintió que el pulso le latía con fuerza a la altura de la ingle. Caminaba con seguridad, y se sintió frustrado y furioso ante la manera de ser de esta nueva Molly.

La conoció en Pondiki durante verano largo y cálido, de pasión sin límites. Ella los volvió locos a él, y al resto de hombres que había en la isla, con aquellos minúsculos vestidos de algodón que se ponía para trabajar, o con los escandalosos bikinis que se ponía en la playa.

Creía haber sido el único que la había visto desnudarse y desinhibirse de aquella manera, pero se equivocaba, y pensó que había sido un tonto. Incluso ahora se enfurecía al pensar en ello, pero sabía que aquella había sido la primera y la última vez que una mujer lo había traicionado.

Molly lo miró, decidida a ofrecer la imagen de una profesional ingeniosa y moderna, aunque en su interior se sintiese como una adolescente sentimental. En el pasado, actuó inconscientemente, pero entonces tenía un motivo para hacerlo. Ahora ya no había excusa.

–Iba a tomar un café. ¿Te apetece uno?

–¿Por qué no? –dijo él sonriente.

Él pensó en cómo habían cambiado las cosas. Antes ella acostumbraba a desnudarlo nada más verlo. ¿Quién habría podido decirle que un día le ofrecería café de una manera tan distante?

Se sentía como una extraña en su propia casa mientras Dimitri la seguía y se sentaba en un taburete de la cocina. Él siempre controlaba las situaciones.

–¿Aún lo tomas solo?

–Ah. ¿Lo recuerdas? –contestó él con una sonrisa descuidada.

Claro que lo recordaba. Era extraño que no pudiese recordar cosas que había estudiado durante años en el colegio y sin embargo fuese capaz de recordarlo absolutamente todo de un hombre con el que había tenido un breve pero apasionado romance. ¿Era la memoria selectiva, o simplemente cruel?

–No le des mucha importancia, Dimitri. En Grecia todo el mundo toma el café así –le explicó mientras alcanzaba una taza.

Pero él se preguntaba qué más cosas recordaría. ¿El tacto de su cuerpo abrazándola, la fuerza con que tantas veces la había poseído?, ¿recordaría eso en aquel momento, al igual que él? Lo había dejado fascinado, como ninguna mujer lo había hecho jamás.

Molly le sirvió el café y se odió a sí misma por pensar que su piel estaba tan cerca que podía tocarla. Durante mucho tiempo había deseado tenerlo cerca otra vez, y ahora que lo tenía se sentía asustada.

–Aquí tienes –dijo.

–Gracias –contestó él. Pero ignoró el café y, en vez de eso, observó atentamente su cuerpo.

Llevaba una minifalda vaquera y una camiseta blanca con flores estampadas a la altura del pecho. Iba descalza y con las uñas de los pies pintadas de rojo cereza. Inmediatamente, Dimitri sintió el deseo. Algunas mujeres sabían cómo excitar a un hombre con toda naturalidad, y Molly García era una de ellas.

–Me estás mirando –dijo ella con calma.

–Supongo que la mayoría de los hombres lo hacen.

–No de una manera tan descarada.

–Ah –sonrió él–, pero yo no me avergüenzo de mostrar pasión por las cosas bonitas.

Molly recordaba eso también. Su pasión no se centraba solo en las mujeres, era igual con todo. No le importaba mostrar placer ante las cosas buenas de la vida.

Dimitri hizo un esfuerzo para despegar los ojos de su cuerpo y pasar a observar la habitación.

–Es una casa preciosa.

–Sí que lo es –dijo ella, intentando concentrarse–. Pero no creo que hayas venido a hablar de mi casa –dijo. Ni tampoco estaba allí para mirarla de aquel modo que le recordaba la relación íntima que habían tenido en una ocasión.

–No –repuso él, que observaba la habitación en busca de señales de existencia masculina. No había ninguna que él pudiera ver–. ¿Estás casada?

–Lo estuve. Pero se acabó. Estoy divorciada.

–Ah –dijo él con una expresión triunfal–. Eso dice mucho de ti.

El modo en que lo dijo hizo que ella se sintiese culpable. Ella sabía lo que opinaba él del divorcio, de la ruptura de familias. Condenaba ese tipo de vida que a él le resultaba tan extraña. Molly sabía también cuál sería su próxima pregunta antes de que la formulara.

–¿Tienes hijos?

–No –negó mientras removía el café innecesariamente, mirándolo. Llevaba un buen rato preguntando él, y ahora le tocaba a ella–. ¿Tienes tú más hijos, aparte de Zoe?

–Solo Zoe –contestó él.

–¿Y tu mujer no pensará que es un poco extraño que estés aquí esta mañana?, ¿tienes pensado contarle lo nuestro?

–¿Qué nuestro, Molly? –replicó él con suavidad–. ¿Qué hay que contar?, ¿que fuimos amantes hasta que apareció alguien mejor? –continuó con tranquilidad pero despiadadamente. Recordaba la visión del pecho desnudo de aquel hombre, del vestido desabrochado de Molly, el modo en que la mano del hombre descansaba sobre el cuerpo de ella–. ¿Era buen amante?, ¿tan bueno cómo yo?

Incluso ahora, se sentía herida ante tal acusación. Le dolía que la juzgara mal. Quizá le estaba dando ahora la oportunidad de decirle lo que en su momento se había negado a escuchar.

–¿No pensarás realmente que había hecho el amor con James aquella noche?

–James –repitió él con crueldad–. ¡Ah!, no sabía su nombre. James –dijo con ojos brillantes–. Desde luego, fue una estupidez por mi parte, cuando encuentro a mi novia en la cama con otro hombre, pensar que habían hecho el amor. No lo olvides, Molly, yo sabía cómo eras. Sabía que te encantaba el sexo. Nunca he conocido a una mujer que le gustara tanto el sexo.

¿De qué serviría en ese momento aclarar sus acusaciones con un llanto lastimero diciéndole que era él quien le gustaba? Y eso era lo que había convertido el sexo en algo tan especial. El sexo con Dimitri parecía algo tan sencillo y tan necesario como respirar. Hubiera sido imposible que tuviera intimidad con otro hombre.

–¿Te habías cansado de mí? –preguntó Dimitri–. ¿Por eso te llevaste a aquel americano a la cama?, ¿ya habías tenido suficiente de mí?, ¿estabas lista para probar tus habilidades con otro?

–No lo toqué –susurró ella, empeñada en separar la verdad de la mentira–, ni él a mí, no de la manera que tú piensas.

Él recordaba sus piernas desnudas. Había sido la primera vez que había sentido verdaderos celos.

–¿De qué manera quieres que piense? Estaba acostado junto a ti en la cama.

–¡No fue así!

¿Ochi? –sonrió con crueldad–. ¿Entonces cómo fue? Me apetece escucharlo.

–Me estaba consolando.

–¿Consolando? –se rió–. ¡Que hombre tan afortunado, por ofrecer consuelo de esa manera! Debo empezar a consolar a las mujeres bellas yo también. ¡Qué noble me haría sentir eso!

De pronto, Molly se hartó. Estaba en su casa y ese era su territorio, y encima permitía que él dominase la situación como tenía por costumbre y lanzara acusaciones. Pero ella también tenía algunas acusaciones que hacerle.

–En realidad sí que me estaba consolando –dijo mirándolo a los ojos–, porque acababa de descubrir lo de Malantha.

Se quedó petrificado.

–¿Qué pasaba con Malantha? –preguntó con suavidad.

–¡Pues que era tu prometida! ¡Descubrí que yo no había sido nada más que una diversión veraniega, una de tantas amantes! Os vi juntos, Dimitri. Aquella noche descubrí lo que todo el mundo en la isla ya sabía, que Malantha siempre fue la chica con la que ibas a casarte, y la verdad es que sí, me puse triste, muy triste –terminó, aunque esa palabra sonaba absurda, ahora que la decía.

¿Triste? Fue más bien como si le hubieran arrancado el corazón de cuajo y le hubiesen dejado un agujero abierto. Había sido el primer amor y el primer desengaño.

Todos le dijeron que el dolor iría desapareciendo hasta curarse, y así había sido. Pero había dejado una ligera e indeleble cicatriz por el camino.

–Por cierto, ¿qué fue de Malantha? –preguntó con ojos brillantes e inquisitivos.

Hubo una pausa que pareció durar eternamente.

–Me casé con ella.

Era lo que intuía y medio esperaba, pero no lo que quería escuchar. Porque por una parte esperaba que le dijera que se había equivocado, que nunca estuvo prometido con Malantha, o que sí lo estuvo pero cambió de idea.

En cierto modo, sus palabras empeoraron las cosas, pero también las mejoraron. No se había equivocado. Aquellas noches en vilo preguntándose si lo habría arruinado todo sacando conclusiones precipitadas, habían sido una pérdida de tiempo. Su intuición había sido acertada desde el principio.

–¿Entonces no sería mejor que volvieras con ella? –preguntó con frialdad tras respirar profundamente–. En estas circunstancias, dudo mucho que apruebe que estés en mi cocina bebiendo café, ¿no crees, Dimitri?

–Mi mujer murió –dijo él lacónico.

Hubo un silencio terrible y Molly quedó sorprendida.

–Lo siento mucho –murmuró–. ¿Cuándo? –preguntó.

–Cuando Zoe era un bebé.

–Dios mío, Dimitri, eso es terrible.

Él movió la cabeza. No quería su compasión. Estaba fuera de lugar y era irrelevante. Se dio cuenta de que la quería a ella. Siempre la quiso y aún era así. Quería perderse en su cuerpo. Sentir su melena rubia meciéndose como la seda contra su pecho. El deseo podía aparecer en cualquier momento, y aquel no podía ser más inapropiado.

–Fue hace mucho tiempo. Pertenece al pasado.

Por un momento solo se escuchaban las agujas del reloj de la cocina.

–¿Qué edad tiene Zoe ahora? –preguntó Molly de repente.

–Quince –contestó él, entornando los ojos.

Esa vez no fue difícil hacer cálculos.

–¿Así que te casaste con Malantha poco después de que yo me fuera? –preguntó sin necesitar una respuesta–. Por supuesto que fue así –lo miró directamente a los ojos–. Dime una cosa, Dimitri, ¿te acostabas con ella mientras lo hacías conmigo?

Él le dirigió una mirada glacial.

–Por supuesto que no. Malantha fue educada para llegar virgen al matrimonio –repuso.

Aquello pretendía herirla y lo consiguió, pero era la verdad, y ¿quién era ella para rebatirla?

Quería pedirle que terminara el café y se marchase, pero su lado más irracional deseaba justo lo contrario.

–¿Y ahora qué? –preguntó, sorprendida por la firmeza de su voz–. Ni siquiera me has dicho por qué estás aquí, ni por cuánto tiempo te vas a quedar, o cómo es que has acabado viviendo tan cerca.

Quería saber muchas cosas; Dimitri soltó una risa débil.

–¿Crees que te he seguido?, ¿que he indagado dónde vivías y me he mudado a la casa de al lado?

–¿Así que es solo una terrible coincidencia? –preguntó ella al darse cuenta de lo absurdo de la idea.

En aquel momento, no parecía tan terrible, pensó él. La mujer de la que siempre estuvo enamorado vivía en la casa de al lado. Pensativo, Dimitri pasó la yema del pulgar por el borde de la taza caliente. Si el destino le había preparado una oportunidad tan increíble de disfrutar de antiguos placeres, ¿quién era él para rechazarla?

La miró y se preguntó si realmente era todo pura coincidencia. Recordó que, en una ocasión, ella le había descrito Hampstead, había dicho lo maravilloso que era y había hecho un dibujo del bosque. Quizá todo aquello se quedó en su subconsciente de modo, que cuando tuvo que elegir dónde vivir en Londres, instintivamente optó por aquella zona arbolada. Quizá inconscientemente había hecho que el destino interviniera.

–Estaré aquí unas pocas semanas –dijo con lentitud–. Zoe va a ir a una escuela de verano y quería acompañarla.

Ella echó cálculos; cada vez se le daban mejor las operaciones mentales. No era mucho tiempo. No les supondría mucho esfuerzo mantenerse alejados el uno del otro durante ese tiempo, siempre que ambos estuvieran de acuerdo.

–¿Y qué vamos a hacer?

–¿Hacer?, ¿Qué sugieres? –dijo él, y para distraerla, levantó su taza de café y sorbió, retándola con sus ojos negros a través de la nube de vapor que ascendía de la taza. Se preguntaba qué diría ella si le confesara lo que quería hacer en aquel momento, cómo reaccionaría. ¿Le correspondería si la abrazaba y comenzaba a besarla? Observó la dilatación de sus pupilas y, una vez más, sintió la insistente llamada del deseo. Porque nada era más seductor que el deseo mutuo, y más si una de las partes hacía lo imposible por disimularlo–. Somos vecinos, Molly –dijo con suavidad–, y debemos comportarnos como tales.

–¿Quieres decir…? –tragó saliva– ¿evitarnos siempre que sea posible?

–¿Es así como se comportan los vecinos en Inglaterra? –se burló él. Movió la cabeza y sonrió–. Al contrario –dijo, y su voz profunda sonó cálida. Se levantó y con su altura consiguió que la cocina pareciese la de una casa de muñecas–. Nos daremos los buenos días y charlaremos del tiempo siempre que nos encontremos.

–Ja, ja, ja –se burló ella.

–Somos adultos, ¿ne? Yo he estado casado y tú has estado casada. ¿Cómo es eso que decís vosotros del agua? –preguntó alzando las cejas.

–Es agua pasada –contestó ella, y curiosamente, recordar cómo lo había ayudado con el inglés la conmovió más que ninguna otra cosa. Se levantó del taburete y deseó no haberlo hecho, porque, aunque era alta, al lado de Dimitri parecía insignificante– ¡Litros de agua pasada! –bromeó, pensando que pronto se habría acabado todo. Tenía que ser así. Él razonaría y se daría cuenta de que nunca podrían ser amigos, ni tampoco nada más que eso. No en aquel momento.

Dimitri sonrió, pero era una sonrisa extraña que Molly no entendió, y se sintió amenazada.

–Bueno, vendré a tu fiesta –afirmó con delicadeza.

–¿Mi fi…fiesta?, ¿de qué estás hablando? –dijo ella, mirándolo fijamente.

–Vas a dar una fiesta, ¿no?

¿Se había vuelto adivino?, ¿Acaso había globos y cajas con vasos de champán por todas partes, dándole pistas?, pensó ella. Molly echó una ojeada a la cocina. No había nada.

–¿Cómo diablos sabes eso?

–Me enviaste una invitación, ¿recuerdas? ¡Para los nuevos residentes! –citó socarronamente.

Por supuesto que la envió. La había distribuido por toda la calle. Siempre lo hacía. Pero sería una locura que él asistiese, una absoluta y completa locura.

–Les mandé la invitación a todos los vecinos –dijo abiertamente–, porque seguro que habrá ruido y se hará tarde.

–Muy bien –se encogió de hombros–, quieres calmar a tus vecinos, de los que yo formo parte, así que cálmame a mí, Molly.

–Dimitri –le rogó, armándose de valor para no sucumbir al tono sensual de su voz–, realmente no creo que quieras venir.

–Oh, sí que quiero –repuso él–. Será bueno que haga vida social mientras esté aquí, ¿no crees? Además –sonrió–, me gustan las fiestas.

–Bueno, no puedo desinvitarte –declaró con lentitud. Levantó la barbilla con desafío. No le iba a conceder el placer de sentirse agobiada–, así que, si insistes en venir, supongo que no puedo impedírtelo.

Cuando levantaba la cara de aquella manera, casi estaba pidiendo que la besara, y el deseo de hacerlo casi lo dejó pasmado. Se preguntó qué haría ella si la besaba.

–Podrías decirme que no viniese si quisieras –le reprochó–, lo que pasa es que no quieres, ¿no es cierto, Molly?

–Oh, será interesante ver tus tácticas depredadoras en acción con mis amigas –contestó ella con dulzura. Hizo un ademán exagerado al mirar la hora en su reloj–. Y ahora, de verdad que tengo muchas cosas que hacer, ¿te acompaño hasta la puerta?

Sin esperar respuesta, se dirigió hacia el recibidor y, de mala gana, Dimitri la siguió. Lo estaba echando. Era un comportamiento que no habría tolerado en ninguna otra mujer, y sintió el dolor amargo de la frustración cuando ella abrió la puerta. En aquel momento, pensó en lo que iba a ocurrir entre ellos. Le dirigió una sonrisa. El beso podría esperar.