Capítulo 5

 

MOLLY se despertó a la mañana siguiente con un dolor de cabeza atroz que consideraba un poco injusto, ya que solo había bebido un par de copas de champán. Quizá tuviera más que ver con la noche inquieta que había pasado, soñando con un hombre al que nunca había pensado volver a ver.

Se duchó, se vistió, se recogió el pelo y fue abajo, preparándose para la segunda parte de la fiesta, que fue tan horrible como temía. En efecto, sus amigos estaban bien educados y se sabían comportar. No había colillas de cigarrillos en las alfombras, ni manchas de vino o cerveza sobre los muebles. Pero, aun así, había copas medio vacías ocultas tras las cortinas y montones de vasos que sacar del lavavajillas antes de meter los siguientes.

Desayunó y se puso manos a la obra, barrió el suelo, limpió los muebles y tiró a la basura los restos de comida de la fiesta. Aquello empezaba a parecer algo decente cuando sonó el timbre y fue a abrir. Al ver que era Dimitri, se le aceleró el pulso.

Siempre podía ignorar la llamada, por supuesto. No abrir y dejar que él captara el mensaje.

Pero, ¿qué mensaje?, ¿que no quería verlo? Entonces el mensaje sería mentira, o muy confuso, tan confuso como se sentía ella. Quería verlo, ese era el problema.

–¿Qué quieres? –preguntó al abrir la puerta. Pero la fuerza de sus palabras desapareció al ver que llevaba un enorme ramo de rosas amarillas y rojas. El contraste de colores no debería haberla afectado, pero lo hizo; parecían salvajes y exóticas, al igual que él–. ¿Para mí? –preguntó tontamente cuando se las ofreció.

–¿Para quién si no? –dijo él, y pensó que estaba muy guapa esa mañana, con la piel clara y sin maquillar y las casi imperceptibles ojeras. La noche anterior, con aquel vestido glamuroso, parecía sacada de una revista. Parecía irreal y desconocida. Pero esa mañana parecía una mujer de carne y hueso y deseaba tocarla.

–¡Oh, son preciosas! No tenías que haberte molestado –dijo ella instintivamente, hundiendo su nariz en los pétalos, en parte para oler la maravillosa fragancia y en parte para ocultar el rubor de sus mejillas. Se maldijo a sí misma por actuar como si nunca antes le hubieran regalado un ramo de flores.

–Sí que tenía –la contradijo él–, tú me invitaste de buena gana a tu fiesta y yo no hice más que insultarte.

–Sí, lo hiciste –coincidió mirándolo a la cara–. Todas esas tonterías sobre el amante, como si…

Dimitri sonrió. Lo había reñido la primera vez que se vieron y aún lo hacía.

–¿Me perdonas, Molly?

Lo miró a la cara y supo que corría el riesgo de perdonarlo casi cualquier cosa.

–Solo si prometes no volver a hacer suposiciones sobre mí. Y eso incluye la suposición de que me acosté con James. Porque no fue así, ¿entendido?

Ne, Molly. Comprendido –contestó con reticencia y con los ojos brillantes–. ¿Y ahora no me vas a invitar a pasar?

–¿Es por eso por lo que me has comprado las flores?

–Las flores son para decir «lo siento».

–Y tomar café sería una bonificación, ¿no?

–Tomar un café sería un buen comienzo –dijo él con firmeza.

¿Un comienzo de qué? Por un momento la lógica luchó contra el peligro a lo desconocido, pero al ver el brillo en sus ojos, la lógica cayó por la borda.

–No tengo tiempo de sentarme y charlar –le advirtió mientras abría la puerta del todo–, estoy limpiando los restos de la fiesta.

–Pues deja que te ayude.

–¿Tú? –inquirió Molly sin poder resistirse–, ¿haciendo un trabajo de mujeres? –alzó las cejas desafiante–. ¿Qué será lo próximo?

–¿Arreglas tú misma tu propio coche?

–No, lo llevo al taller.

–Donde, seguramente, los mecánicos no serán mujeres, ¿verdad? ¿Y eso no te parece sexista?

Molly abrió la boca y la volvió a cerrar.

–De acuerdo, tú ganas.

Pero no había ganado, no todavía. Él sabía lo que quería, pero debía andarse con cuidado porque Molly ya no tenía dieciocho años y no se dejaba llevar por la fuerza de su despertar sexual.

La cocina estaba inundada por los rayos del sol, y cuando Molly entró con el ramo en los brazos, casi tuvo la impresión de verla por primera vez. El aroma que salía de la cafetera olía intensamente a café, y los vasos recién lavados brillaban como diamantes. Podía oír a los pájaros cantar en el jardín y parecía como si nunca lo hubiesen hecho tan alto como entonces. Sus sentidos estaban bien despiertos y se dio cuenta de que él era el motivo. Y las sensaciones eran demasiado fuertes para intentar reprimirlas. Y no hacía nada malo. Solo le iba a preparar una taza de café, por el amor de Dios.

–Será mejor que las ponga en agua –dijo, e incluso su voz sonaba diferente, alta y clara.

Él la miró en silencio mientras ella colocaba un jarrón en el fregadero y abría el grifo a la máxima potencia, de modo que el agua la salpicó por todas partes y se desbordó del jarrón.

–Vaya desastre que estás armando –dijo él con suavidad.

–Sí.

No miró a su alrededor. Sentía el cuello ardiendo, en contraste con el agua que la había salpicado pegando el top a su pecho. Y, de repente, no supo qué hacer, temía moverse o decir cualquier cosa por miedo a que él viera el deseo en sus ojos. Le temblaban los dedos mientras colocaba las rosas en el jarrón. Podía oírlo detrás de ella, podía sentir su cuerpo caliente aunque no la tocara.

–¿Qué piensas hacer?

–¿Con qué? –preguntó ella débilmente al sentir el aliento de él en el cuello.

–Con esto –dijo. Y deslizó su mano para agarrar el pecho empapado de ella. Cerró los ojos y sintió cómo el pezón se endurecía contra la palma de su mano–. Estás empapada –murmuró.

Se le doblaron las rodillas y agarró con fuerza la rosa que le quedaba en la mano.

–¡Ay!

–¿Qué has hecho? –le preguntó mientras la giraba de frente a él.

–Me he pinchado en el pulgar –dijo ella; se miró la mano y observó la sangre en su piel.

–Déjame ver.

La miró a los ojos mientras estudiaba el dedo afectado. Y, deliberadamente, se lo llevó a la boca y comenzó a chupar la sangre, sin dejar de mirarla, y el gesto pareció extremadamente erótico.

–Dimitri –susurró Molly.

–¿Ne? –su voz sonaba amortiguada contra la piel de ella.

–Para.

–Estoy intentando cortar la hemorragia, agapi mou.

La malinterpretaba premeditadamente, pero no le importó. Se sentía como en el cielo mientras la tocaba, con aquella familiaridad tan dolorosa mezclada con el placer de lo nuevo y lo desconocido. Al mismo tiempo se desesperaba. Solo con que la tocara, se derretía como la mantequilla. Todo era dulzura, suavidad y ternura. Siempre había sido así.

Dimitri se quitó el dedo de la boca y se inclinó para besarla. Molly podía sentir el sabor de la sangre en los labios, cerró los ojos, se tambaleó y se agarró a los hombros de él, apretó los dedos con fuerza contra los músculos de su piel y sintió que se estremecía y se relajaba al igual que ella.

Dimitri apartó la boca y la miró con deseo.

–Quítate esto –ordenó mientras palpaba con los dedos bajo el top mojado para sentir la piel fría. Pero vio que Molly estaba petrificada como una estatua, así que sonrió y movió la cabeza con gesto de reprimenda–. Parece que tendré que hacerlo yo mismo –murmuró. Le sacó el top por la cabeza, lo tiró al suelo con indiferencia y observó los pechos de Molly cubiertos por el sujetador, como si acabara de desenvolver el mejor regalo del mundo. Y perdió parte de su control habitual–. Oh, Molly, Molly –gimió con suavidad.

Ella sabía que su gemido se debía a sus pechos y a la previsión de lo que iba a ocurrir, pero quería más. Quería saber que el placer se debía a que era ella y nadie más que ella. Pero eso era algo típico de las mujeres, querer más de lo que un hombre está dispuesto a ofrecer.

–¡Oh, Dios! –dijo echando la cabeza hacia atrás mientras Dimitri jugueteaba con los labios en sus pezones a través del sujetador. Ella le sujetó la cabeza entre las manos y él comenzó a chupar sus pezones–. ¡Dimitri, no!

La ignoró y dirigió la mano hacia su vientre para acabar de desabrocharle de golpe los botones de la falda vaquera, que cayó a sus pies. Dimitri se preguntó si llevaría aquella falda porque sabía lo fácil que resultaba quitarla. Rozó la pequeña superficie de sus braguitas con el dedo para luego deslizarlo dentro de ella. ¿Siempre sería tan deliciosamente accesible?

De nuevo sintió un profundo ataque de celos que avivó el ardiente deseo, de modo que retiró la mano y, tras oír el murmullo de protesta de Molly, la tomó en brazos.

Lo miró sorprendida. Era como algo sacado de un sueño pero, a la vez, no podía haber nada más real en aquello que sentía. Cada terminación nerviosa de su cuerpo estaba extremadamente sensible.

–¿Qué haces?

Al intentar pensar con claridad su voz se endureció.

–¿Tú qué crees que hago? –preguntó él–. ¿No querrás que hagamos el amor aquí, en la cocina, entre las rosas, las cacerolas y las ollas?

–Pues llévame a algún sitio, a cualquier sitio –le rogó, ya que iba a explotar de un momento a otro–. Llévame arriba.

A pesar de lo irracional de su deseo, aún había una parte en él que le hizo preguntarse si en el viaje desde la cocina al dormitorio ella cambiaría de idea. Pero entonces vio sus mejillas sonrojadas y sus ojos llenos de deseo y supo que estaba tan ansiosa como él.

Y su entusiasmo lo desconcertaba tanto como le agradaba. Porque el deseo mutuo significaba que no habría dominio por ninguna de las partes. Y si el deseo de ella era tan fuerte como el de él, estarían en igualdad de condiciones. Él era un hombre que, normalmente, disfrutaba dominando.

Se replanteó llevarla arriba, al dormitorio que habría compartido con su marido, o a la habitación de invitados, donde probablemente llevaría a sus amantes. Por un momento no supo qué hacer.

–No. Arriba no –dijo, tras darle un beso en los labios temblorosos.

–¿Do…dónde? –preguntó ella, sorprendida, como si no fuera su casa.

La llevó de la cocina a la sala de estar, y ella miró a su alrededor desconcertada.

–Dimitri –dijo extrañada, pero, para entonces, ya la había dejado en el enorme sofá y se disponía a correr las cortinas de terciopelo–. ¿Aquí?

Él se giró y comenzó a andar hacia ella, quitándose los zapatos y desabrochándose la camisa mientras tanto.

–¿Por qué no? –preguntó, y vio cómo sus ojos se abrían más cuando se quitó la camisa y la dejó caer al suelo.

Se dio cuenta de lo irónico de la situación porque, en una ocasión, se dijo a sí mismo que, aunque ella fuera la última mujer sobre la Tierra, no volvería a hacer el amor con ella. No importaba que se arrodillara o que le suplicara. Pero, por entonces, él era joven, impetuoso e inconsciente. Se desabrochó los pantalones para quitárselos después, y se sintió satisfecho al oír el grito de admiración de Molly al ver lo excitado que estaba. La verdad era que no recordaba otro momento en el que hubiese estado tan excitado. Vio que Molly se mordía el labio cuando se colocó sobre ella. Entonces se apartó un poco.

–Molly.

Ella movió la cabeza. Habría sido una tontería decirle que la visión de su cuerpo era impresionante, porque, ¿qué pensaría?, ¿que no había habido otro hombre con el que compararlo? Y, en realidad, había sido así, siempre.

Molly se abrazó con fuerza a su espalda y lo besó, y fue tan increíble que tuvo que contenerse para no soltar un débil sollozo.

Él deslizó los labios hacia su cuello y luego al pecho, y Molly se sintió como si se ahogara en unas aguas dulces de las que no podría escapar. Había pasado mucho tiempo, demasiado. Era como si su cuerpo hubiera estado tan seco y árido como un desierto y los labios de Dimitri la estuvieran inundando de nuevo, haciéndole sentir otra vez el latir del corazón y la sangre caliente por sus venas.

–Dimitri –dijo jadeando, y subió las manos para juntarlas detrás de la cabeza de él y así aprisionarlo, por si se atrevía a intentar escapar.

–Estoy aquí –gimió, aunque se sentía como si estuviera en otro planeta.

¡Lo deseaba tanto! Pero quizá se estaba exponiendo a sufrir otro desengaño, desenterrando algo que la había herido sobremanera. Además, el dolor ya se había curado. Haciendo el amor con él quizá corriera el peligro de reabrir la herida. Entonces apartó los labios.

–Creo que debería pararte –dijo vacilante.

–Pero no lo harás.

No, no podía, no en ese momento. No mientras le bajaba las bragas hasta las rodillas de aquella manera.

–¡Oh, Dios! ¡Dimitri!

–¿Te gusta?

–¡Oh! –gimió mientras él la acariciaba con las puntas de los dedos, como un virtuoso tocando el violín. Era como estar flotando. Se moriría si le hacía esperar más.

Se frotó con fuerza contra su cuerpo y lo oyó maldecir. Lo miró y vio su expresión de impotencia.

–¿Qué intentas hacerme, agapi mou? –preguntó con una voz peligrosa.

Se frotó de nuevo, cegada por el deseo, incapaz de parar.

–¿Qué crees que hago, Dimitri? –murmuró distraída.

Entonces él tomó un mechón de la melena sedosa de ella y lo enrolló entre los dedos para acercar la cara de Molly a la suya.

–No puedo creer que sepas tan poco de los hombres como para no darte cuenta de que, si sigues haciendo eso, esto acabará muy pronto.

Le soltó el mechón de pelo y recorrió con la punta del dedo el contorno de sus labios con un movimiento tan tierno, que la desarmó por completo.

–Tómatelo con calma, ¿ne?

–No sé si podré –dijo ella con un tono de desesperación en la voz.

Le inclinó la barbilla con el dedo y frunció el ceño al ver su cara y sentir su temblor por todo el cuerpo.

–Me deseas, Molly –observó con cierta sorpresa en la voz.

Ella lo notó. ¿Pensaría que se comportaba así con otros hombres? La duda la asaltó de nuevo, pero él había comenzado a besarla, con una suavidad que se fue convirtiendo en potencia, unos besos apasionados capaces de disolver cualquier tipo de inhibición. Por fin lo había conseguido, e iba a aprovechar cada momento.

–Hagamos el amor, Dimitri –lo apremió–. Ahora, por favor.

La penetró con lentitud pero con fuerza a la vez, y ella sintió cómo la taladraba casi hasta el corazón y cómo empezaba a moverse a un ritmo lento mientras la besaba. Parecía muy familiar y, al mismo tiempo, distinto. ¿Cómo podía haber olvidado lo maravilloso que era hacer el amor con un hombre, con ese hombre?

Le abrazó la espalda con las piernas y lo oyó gemir en respuesta.

Él se perdió en su cuerpo, entregándose a las sensaciones, pero no por completo. Miraba a Molly y disfrutaba sintiendo su placer, y casi se olvidó de la realidad al sentir cómo ella se movía en perfecta sincronía con él. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Sólo los abrió cuando, durante un momento, gritó su nombre, y fue entonces cuando él se dejó ir y continuó moviéndose una y otra vez. Comenzó a pronunciar palabras desconocidas mientras los gritos de Molly resonaban en sus oídos.

Estuvieron un tiempo, mucho, Molly no hubiera podido decir cuánto, tumbados en el sofá, recuperando el aliento, con sus cuerpos medio temblorosos todavía unidos y empapados en sudor, él con la cabeza sobre el hombro de Molly y sus labios pegados a su piel.

Molly miró al techo. «¿Y ahora qué?», pensó.

Para combatir al sueño se movió ligeramente bajo el cuerpo inerte de Dimitri y se dio cuenta de que se había quedado dormido. Lo movió apretando los dedos contra su piel oscura y sedosa.

–Dimitri –susurró y él emitió un gruñido de protesta, como si saliera de un sueño placentero, un sueño del que no quería despertar–, ¡Dimitri!

Se sintió todavía dentro de ella. Aún estaba dormido. Movió su cuerpo con lujuria contra el de Molly.

–Despierta.

Ya estaba despierto, pero la realidad era, si cabía, mejor que el sueño. Se dio cuenta de que aún la penetraba, comenzó a excitarse una vez más y a moverse instintivamente.

Molly combatió el deseo y el ansia por volver a hacer el amor, pero no era tan fácil.

–Dimitri – dijo con la severidad de una maestra de escuela furiosa.

Él abrió los ojos de golpe y tuvo una extraña sensación de irrealidad. Estaba allí, en el sofá de Molly, en la sala de estar de Molly, dentro de Molly.

Gimió y se retiró; le miró la cara, sonrosada y brillante, con los ojos azules casi ocultos por los párpados pesados y soñolientos.

Ella le devolvió la mirada y, en ese momento, se sintió a años luz de él, pero tenía que afrontar que esa era la verdad. Que aún tuvieran ese no-sé-qué que los convertía en dinamita cuando hacían el amor no significaba nada más que eso: química, atracción, o como quisieran llamarlo.

–Molly –dijo él con dulzura.

No se iba a comportar como una pesada. Pensaría como un hombre, aunque por dentro se sintiera como una mujer vulnerable.

–¿Mmm?

–Ha sido… fantástico.

Por poco no reaccionó con histeria. Se moría por que le diera una puntuación, pero no dijo nada, solo mantuvo aquella sonrisa de satisfacción en sus labios. Lo cual no resultaba difícil.

–Sí, lo ha sido –afirmó con calma.

Dimitri se apoyó en un codo y le retiró con pereza un mechón de pelo mojado de la frente y aquel gesto por poco acabó con su determinación. Porque así fue como empezó todo, tantos años atrás. La misma acción tierna que parecía tan extraña en un hombre tan fuerte y poderoso.

–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó él.

–¿Quieres decir ahora mismo?

Eso no era lo que quería decir y ella lo sabía. Si por él hubiese sido, había solo una cosa que le hubiese gustado después de hacer el amor, y era volverlo a hacer una y otra vez.

Pero tenía que estar seguro de lo que Molly quería o esperaba, y ella debía saber cuáles eran sus planes. Si era una de esas mujeres que se imaginaban que estarían toda la vida juntos solo porque le había hecho tener un orgasmo increíble, entonces, por desgracia, aquella sería la primera y la última vez, por muy difícil que resultara. Por lo general, sus necesidades eran claras porque las expresaba abiertamente, pero aquello iba a ser más difícil. En realidad era distinto, pero quizá fuera porque habían tenido una historia tiempo atrás. Molly lo conoció durante su juventud, cuando era apasionado y fácilmente impresionable. Le había dicho cosas que no había dicho a ninguna otra mujer, ni siquiera a su esposa, y tenía que hacerle entender que aquel hombre ya no existía. Pero, ¿cómo, después de lo que había ocurrido? Los años hacen cambiar a las personas, y sus sueños idealistas de juventud hacía mucho que habían dado paso a las limitaciones de la vida adulta.

Inclinó la cabeza para darle un beso en la nariz y vio cómo cerraba los ojos de golpe.

–¿Molly?

Abrió los ojos solo cuando se hubo serenado. Se haría cargo de cualquier cosa que él dijera a continuación, no tenía elección. Pasó el dedo por la boca de Dimitri y preguntó.

–¿Qué?

–Podríamos ser amantes.

–Creía que ya lo habíamos sido –dijo ella tras darle un vuelco el corazón.

–Quiero decir de nuevo.

Molly sabía que no estaría bien preguntarle por cuánto tiempo, pero necesitaba dejar las cosas claras en su cabeza.

–¿Quieres decir mientras estés en Inglaterra?

–Por supuesto –contestó él entornando los ojos.

Eso significaba una cosa: que no pensaba a largo plazo. Iba a estar allí unas semanas, nada más. La única pregunta era si querría ser su amante, aunque era una pregunta absurda. Por supuesto que quería pero, ¿podría hacerlo y que su corazón saliera ileso?

–¿Dices que quieres tener una aventura? –preguntó.

–¿Por qué no?

Se le ocurrían montones de razones, pero ninguna que un hombre pudiera entender, y menos un hombre como Dimitri

–¿Sin ataduras? –preguntó.

–Se supone que esa debería ser mi pregunta, Molly –murmuró él con cara de sorpresa.

Lo sabía, pero le había quitado la iniciativa deliberadamente. Si dejaba que él llevara las riendas, se encontraría en posición de poder, y solo estaba dispuesta a permitir eso si era un poder compartido.

–Eso no es una respuesta –puntualizó, y él se echó a reír.

–Ataduras son lo último que quiero o necesito. Solo estaré aquí poco más de un mes, ni más ni menos. Después regresaré a Pondiki.

Dijo aquello y tal vez quedó satisfecho, pero ella solo podía pensar en lamentarse. Pero la vida era demasiado corta para eso. Después de todo, ella era una mujer adulta y estaba divorciada. Quizá una aventura con Dimitri sería perfecta en aquella etapa de su vida. ¿No era ese el tipo de decisiones que tomaban las mujeres adultas?

No buscaba amor y, si lo hiciera, desde luego no lo buscaría en él. Además no quería comprometerse. No quería vivir con un hombre ni una relación de pareja con todas las exigencias que aquello requería… Ya lo había intentado una vez y no había funcionado.

En efecto, él se había comportado muy mal hacía tiempo. La había acusado de cosas que no había hecho, ni siquiera se había molestado en decirle que estaba prometido a otra mujer, aunque eso no debería haberla sorprendido. Porque el hombre del que se había enamorado era el típico celoso que vivía la vida a su manera sin importarle si ella la vivía de igual forma. Estaba chapado a la antigua, y eso era parte de su encanto. Se daba cuenta de que aquello no era lo que quería en una pareja, en el supuesto de que buscara una, que no era el caso. Pero eso no implicaba que no tuviera las cualidades idóneas para un amante.

–¿Y Zoe? –preguntó Molly.

–¿Qué pasa con ella? –contestó él, intrigado.

–¿No le importará?

–No lo sabrá, Molly –dijo él. Hubo un pequeño silencio–. Esto es algo entre tú y yo.

¿Qué esperaba?, ¿que la llevara de la mano a su casa y que se la presentara a su hija como su novia, dando un punto de respeto a aquella aventura sin ataduras?

–¿Así que te refieres a una aventura secreta, clandestina?

–No sirve de nada que Zoe te conozca, ¿lo entiendes?

–Oh, sí, perfectamente.

–Sé que no es perfecto –dijo él al advertir el temblor en la voz de Molly.

–¡No, no es perfecto! –repuso ella; se preguntó si sus quejas lo asustarían y harían que se marchara a buscar a alguien menos exigente. Y, quizá esa fuera la mejor solución posible, al menos para ella–. Dimitri.

Dimitri le puso un dedo en los labios para hacerla callar y ella, en respuesta, se lo mordió. Él hizo una mueca de dolor, pero aquella ligera molestia le encantó. Recordó los arañazos que una vez le había hecho en la espalda porque, según decía, la había tratado como a una ciudadana de segunda clase delante de sus amigos. Quizá lo hubiera hecho; había querido demostrar a sus amigos que él no había sucumbido a los encantos de aquella rubia inglesa de la que esperaban que se hubiera separado a los pocos días de conocerse. Tuvo que ocultar los arañazos con una camiseta durante una semana y la acusó de haberlo marcado; ella se había reído con malicia y le había besado las heridas.

–Molly –susurró.

–¿Crees que quiero estar escondida, como si fuera algo de lo que avergonzarse? –preguntó ella, y pensó que en Pondiki, al menos, no la había ocultado. Claro que entonces él no tenía responsabilidades. Pero entonces recordó que sí las tenía. Tenía ya a Malantha esperando pacientemente. ¿Quién sabía lo que habría en su vida actual, con todos sus secretos?–. Será mejor que te busques a otra.

–Pero no quiero a otra –dijo él lentamente–. Tú eres la amante que todo hombre podría desear, agapi.

–Imagino que ahora viene el pero.

–Pero tengo una hija.

–¿Y normalmente le ocultas todas las amantes que tienes?

–No necesito hacerlo porque suelo viajar solo –dijo–, esta es la primera vez que Zoe viene conmigo al extranjero.

Molly guardó silencio durante un minuto. Incluso su sinceridad a la hora de hablar de sus amantes la hirió, y no tenía por qué. ¿Qué esperaba que dijera?, ¿que ella era la primera amante que tenía desde que murió su mujer? Eso era lo que le hubiera gustado. Estaba haciendo lo que se había propuesto no hacer, le estaba haciendo pasar un mal rato, exigiendo y esperando cosas que nunca podrían ser. O aceptaba lo que le ofrecía, o le daba la espalda sin pensarlo más.

–Soy un buen amante, Molly –murmuró.

–¡Oh, el arrogante y presuntuoso Dimitri! –se burló. No se daba cuenta de que las mujeres no eligen a los hombres porque sean una bomba en la cama. Las mujeres eligen a los hombres con el corazón, no con el cuerpo. Esa era la diferencia entre los sexos, y ahí residía el peligro.

Pero el peligro suponía excitación, y eso era lo que Dimitri le ofrecía. Sí, corría el riesgo de que la hiriera de nuevo, pero, ¿qué sería la vida sin riesgo? Una vida vivida con la seguridad absoluta de que el dolor no irrumpiría en ella, no era vida en absoluto.

Dimitri comenzó a acariciarle la parte interior del muslo y Molly se retorció de placer.

–No es justo –dijo débilmente, y sintió cómo él se estremecía y presionaba contra su vientre.

–¿El qué?

Ella chupó el dedo que antes había mordido.

–Usar métodos depravados para convencerme.

–¿Depravados?, ¿crees que eso era depravado? Molly, aún no has visto nada –concluyó, y acto seguido, con un suave movimiento, se colocó sobre ella y la penetró cuando menos lo esperaba.

–¡Dimitri! –dijo ella, con una mezcla de protesta y placer.

–¿Mmm? –murmuró él mientras comenzaba a moverse.

–Aún no te he dado una respuesta.

Él siguió moviéndose y quedó desconcertado por lo maravilloso que era aquello, tan maravilloso como antes. No, mejor, mucho mejor que antes. Abrió los ojos con esfuerzo y vio cómo ella se excitaba; el cuello y los pechos aún estaban sonrosados de la vez anterior.

–¿Y cuál es tu respuesta, Molly?

Ella le tocó los párpados con la yema de los dedos, luego la nariz y los labios, como redescubriendo su hermosa cara. Sentía ternura y deseo.

–Es sí –dijo con voz ahogada–. ¡Sabes que mi respuesta es sí!

¿Pues cómo podría ser otra distinta?