Capítulo 6

 

QUÉ HORA es, agapi mou?

–Son casi las doce –contestó Molly tras mirar el reloj que había en la mesilla de noche.

Estaban en la cama. El sol entraba a través de las rendijas de las cortinas, lo que significaba que tenían justo una hora para que Dimitri se duchara, se vistiera y llegara a su casa a tiempo para el regreso de Zoe. Sus idas y venidas estaban planeadas a la perfección, y hasta las horas intermedias seguían un patrón organizado. Hacían el amor, luego ella hacía café, hablaban y volvían a hacer el amor. Entonces uno de los dos miraba la hora y Dimitri suspiraba y se encogía de hombros, y ella fingía que no le importaba y le veía caminar desnudo en dirección a la ducha.

A veces Molly se preguntaba si su hija encontraría raro que su padre tuviera el pelo siempre húmedo a la hora de la comida, pero no preguntaba. La última cosa que quería hacer era perder el tiempo averiguando las artimañas que él utilizaba para mantenerlo todo en secreto.

Se giró para mirarlo y la sábana resbaló por su cuerpo.

–¿Quieres café?

–No –dijo él incorporándose sobre un codo.

–¿No quieres?

–No, si significa que tienes que dejar la cama.

–Entonces tendrás que pasar sin él, porque me temo que ando escasa de sirvientes.

Dimitri se tumbó mirando al techo, preguntándose qué era lo que le preocupaba. Aquello tendría que ser como un sueño y, en parte, lo era. Estaba en la cama con la mujer más apasionada que jamás había conocido, sin preguntas ni exigencias. El perfecto affaire sin ataduras que tanto se ajustaba a su estilo de vida.

Pensó en cómo Molly había recorrido su cuerpo con la boca solo unos minutos antes y un oscuro demonio asomó la cabeza. Se preguntaba cuántas conversaciones como aquella habrían tenido lugar con hombres como él. Y cuando se hubiera ido, ¿cuánto tardaría en reemplazarlo? De pronto lo embargó un ataque de celos.

–¿Siempre traes aquí a tus amantes? –preguntó.

–¿Perdón?

Se rio con cinismo.

–No me ofenderás, te lo aseguro. Solo quiero saber si traes aquí a tus amantes.

–¿Qué tipo de pregunta es esa? –preguntó ella, desconcertada al comprobar lo testarudo que era.

–¿No quieres contestar? –preguntó él sin dejar de mirarla.

–No creo que sea asunto tuyo. Yo no te pregunto sobre tus amantes, ¿verdad?

–Pregunta lo que quieras. ¿Qué quieres saber? –preguntó.

–Ese es el asunto, ¡que no quiero saber nada!

–No te creo. Las mujeres sois curiosas.

Quizá las mujeres con las que se acostaba habitualmente sí. Pero quizá estaban más acostumbradas a eso de las aventuras sin ataduras. Además, el tipo de preguntas que a ella le hubiera gustado hacer sobre sus amantes no eran quién, cuándo, dónde o cómo, sino cómo le habían hecho sentir. Y ninguna respuesta que él pudiera dar la dejaría satisfecha.

–Yo no lo soy –dijo tercamente.

–Yo sí soy curioso –murmuró.

–¡Pesado! –dijo enfadada–, ¿es así como te diviertes?, ¿hablando sobre los que hubo antes, y lo mucho mejor que eres en la cama?

–Molly, es un cumplido genial –dijo él, sonriente.

–¡Oh, cállate!

Dimitri vio cómo se incorporaba enfadada y meneaba la cabeza, de modo que su pelo cayó sobre sus hombros. Era un movimiento que él conocía muy bien y que había olvidado hasta ese preciso momento.

–Pareces una diosa –susurró.

–Apuesto a que le dices eso a todas las mujeres –contestó ella, haciéndose la dura.

–Molly, eres muy frívola –repuso él frunciendo el ceño.

Por supuesto que lo era. No tenía otra opción. No iba a dejar que un cumplido sin importancia se le subiera a la cabeza, ni a pensar que aquello significaba algo más que el hecho de que solo quería hacer el amor con ella otra vez. Pues podía esperar sentado, porque ella no estaba allí para satisfacer todos sus caprichos. Era una mujer independiente y se iba a comportar como tal.

Se quitó la sábana de encima y se levantó de la cama.

–¿Dónde vas?

–Voy a hacer café, ¿te apetece?

No, no quería, pero vio la determinación en sus ojos. Además, ver a Molly indignada caminar desnuda por la habitación era un espectáculo maravilloso. Se recostó sobre la almohada y la observó. Se movía como en un sueño, con sus piernas largas, su trasero firme y respingón y sus pechos rosados y exuberantes.

–No se me ocurre nada que me apetezca más –bromeó con ironía. Ella lo miró y se echó a reír mientras él abría los brazos–. Molly –murmuró–, vuelve a la cama.

–¡No!

–Venga.

Fue a la cama y dejó que la abrazara para sentir el inevitable ardor en la sangre. Luego la besó en el cuello.

–Sabes que no quieres café, epikindhinos Molly –le susurró al oído.

–¿Qué significa epikindhinos? –preguntó ella con los ojos cerrados.

–Búscalo.

–¡Dímelo!

–Peligrosa –repuso él lentamente.

–Ah –eso le gustaba. Él también era peligroso.

–Si no quieres hablar de tus amantes, entonces háblame de tus libros –dijo él mientras le mordisqueaba la oreja.

–¿Libros? –preguntó ella. No quería hablar de nada. Quería hacer el amor de nuevo y olvidar todas sus dudas e inseguridades–, ¿qué libros?

–¿Qué libros? –se rió él–. Los que tú escribes. ¿Ya te has olvidado?

–Ah, esos.

–Sí –bromeó Dimitri–, esos.

Tuvo que fruncir el ceño para concentrarse, como si lo hubiera olvidado. Su otra vida, su vida real, parecía un sueño lejano, un recuerdo borroso. Como si la única vida que tuviera fuese aquella, en el dormitorio, concentrada en aquellas pocas horas al día en que lo veía.

Pero no contaban aquellos vistazos furtivos, cuando lo veía a través de la ventana, cuando regresaba de llevar a Zoe a algún sitio. Entonces se apartaba de la ventana por miedo a que él pensara que lo había estado observando. Se ocultaba tras las cortinas como una mujer obsesionada con un secreto de culpabilidad, pero no hacía nada de lo que se tuviera que avergonzar y, en realidad, él tampoco.

Y si él tenía ese desarrollado sentido de protección sobre su hija, ¿quién era ella para criticarlo? No podía culparlo por querer que su hija no se enterase. Los padres griegos solían dar ejemplo, y si se supiera que tenía una aventura con la vecina de al lado, no sería buen ejemplo.

–Escribo libros sobre ciudades –dijo lentamente–. Sobre todo para mujeres. Desde el punto de vista de una mujer, por así decirlo. Los sitios a los que pueden ir sin ser acosadas. Los mejores hoteles para mujeres solas, los lugares que visitar y los que no, ese tipo de cosas. Ya he escrito sobre Londres, Nueva York y San Francisco. El mes que viene empezaré con París.

–¿Y Atenas? –preguntó él.

–No, la verdad es que Atenas no tiene gran atractivo. La mayoría de la gente solo hace escala allí para ir a otros sitios, como las islas.

–¿Y por qué no escribes sobre Pondiki?

–Porque no escribo sobre sitios que no sean muy turísticos –puntualizó–. La gente la echaría a perder si descubrieran su belleza.

Dimitri deslizó la yema del dedo por el pezón de Molly y ella se estremeció.

–Te encantaba la isla, ¿verdad, Molly?

–Por supuesto –dijo, y lo miró como si fuera evidente, aunque sus recuerdos de la isla estaban entretejidos con su amor por él–. Es probablemente el lugar más bonito en el jamás haya estado –explicó. Cerró los ojos y lo vio todo claro en su imaginación–. El mar azul, la arena blanca y suave, las playas desiertas…

–Ya no tan desiertas –la rectificó–. Los turistas han descubierto la belleza de Pondiki. Hay más gente de la que puedas imaginar.

Molly abrió los ojos sorprendida.

–No querrás decir que se ha vuelto muy turística, ¿verdad?

Él sonrió ante su cara de indignación y frunció el ceño.

–Por fortuna no. Vimos los errores que se estaban cometiendo en otros lugares del Egeo y tratamos de no hacer lo mismo.

–¿Y cómo lo conseguisteis?

–Dos de nosotros nos asociamos y adquirimos la mayor parte del terreno disponible.

–Así que tu hotel marcha bien.

–Sí –contestó él tras una breve pausa.

–¿Y quién lo lleva mientras tú estás aquí? Ahora es temporada alta.

Volvió a dudar de nuevo y a Molly le extrañó.

–Los maridos de mis hermanas –dijo–, y dos de mis sobrinos.

–¡Vaya! Es un pequeño imperio.

–Sigue siendo un negocio familiar, Molly, como siempre –dijo él con seriedad.

–No te preocupes –musitó ella con suavidad, y le pasó el dedo por la ceja.

Él sonrió mientras se estiraba, para luego darse la vuelta y tumbarse de espaldas.

–Entonces, haz que me relaje –dijo.

–¿Quieres que te dé un masaje en la espalda?

–¿Y el resto?

–Te tendrás que dar la vuelta si es eso lo que quieres.

Se dio la vuelta de nuevo y la miró con los ojos entornados. Era tan generosa, entregándose de aquel modo. Daba con el mismo placer que recibía. Él gimió cuando Molly empezó a deslizar con suavidad los dedos por el muslo, y más arriba.

–Molly, ¿dónde diablos has aprendido a hacer eso?

–Nada de preguntas, Dimitri. ¿Recuerdas?

–Sí –gimió él–, lo recuerdo.

Guardaron silencio un rato, hasta que él gimió cuando la boca de Molly entró en acción. Después él la tumbó en la cama y comenzó a besarla allí donde más húmeda y caliente estaba, hasta que ella gritó con fuerza su nombre, durante un buen rato. Entonces él miró hacia la ventana abierta y Molly se dio cuenta. Apartándose el pelo de la cara, dijo:

–He hecho mucho ruido.

–Un poco –dijo él con una sonrisa.

–Menos mal que Zoe no está.

–Sí. Y eso me recuerda que he de irme.

–Será lo mejor –dijo ella–. Llegará de un momento a otro.

–¿Crees que soy un padre sobreprotector? –preguntó él mirándola a los ojos.

–Creo que eres el típico padre griego.

–Lo cual no contesta a mi pregunta.

–¿Cómo puedo decir lo que eres y lo que no eres, Dimitri? Nunca he sido madre, así que no tengo ni idea.

–¿Y por qué no? –preguntó él de pronto–. ¿Por qué no eres madre?

–Ya sabes… cosas –repuso ella, tras una pausa.

–¿Qué cosas? –preguntó él mientras le mordisqueaba los dedos–. No puedo saberlo si no me lo dices.

–¿Es tan necesario?

–¿Para qué?

–Para nosotros, para lo nuestro –dijo ella, y temió que pareciese como si tuvieran algo que, en realidad, no tenían–. Lo que quiero decir es si realmente necesitas saberlo.

–En una escala de necesidades, no. Pero me gustaría saberlo. ¿No es lo normal? No puedes pretender mantener un affaire separado de tu vida hasta el punto de convertirlo en solo sexo.

Pero, ¿no era eso lo que él hacía?, ¿no evitaba siempre contestar cualquier pregunta que implicara sentimientos? Quizá el hecho de romper una de sus propias reglas significara que la palabra con la que la había designado antes, epikindhinos, se ajustaba más a él.

Ella meneó la cabeza. Se sentía vulnerable y expuesta, y no solo porque estuviera tumbada desnuda junto a él. No se esperaba que pudiera preguntar algo así. ¿Cómo iba a hablar de sus sueños no realizados en tan pocos minutos?

–No hay tiempo para hablar de eso ahora –dijo mirando el reloj–. Tienes que irte.

Era irónico, porque le estaba diciendo que se fuera cuando, en realidad, él deseaba lo contrario. Estaba más acostumbrado a que las mujeres le rogaran que se quedara. La indiferencia podía ser muy provocativa en realidad, pero recordó que no era más que un juego entre los sexos.

Se dirigió a la ducha y empleó el jabón y el champú que había dejado allí con anterioridad al decirle a Molly que podría levantar sospechas si llegaba a casa oliendo a lavanda.

Aunque era una locura, tenía la sensación de dejar algo suyo allí. Como si marcara el territorio. Dejar el jabón, el champú ¿era extraño o solo conveniente? Porque aquel no era un affaire como los que solía tener. No regían las normas habituales, y era por eso por lo que parecía estar rompiéndolas. Molly vivía en la casa de al lado, y él tenía a su hija consigo.

Y él conocía mucho a Molly, ¿o tal vez no?

Quizá el pasado tuviera más importancia en su mente de lo que él creía y aún pensara que Molly era la adolescente de antaño sin darse cuenta de que tal vez hubiera cambiado.

¿Cuánto quedaba en la actualidad de la Molly de dieciocho años?, ¿qué parte de su carácter venía de entonces y qué parte había cambiado debido a las duras pruebas de la vida? Antes, Molly y él tenían una gran compatibilidad sexual, y eso no había cambiado. Antes ella le hacía reír, y eso tampoco había cambiado.

Igualmente, ella siempre tuvo la capacidad de hacerlo enfurecer, de volverlo loco de celos. Él siempre lo había achacado a las diferencias en la educación de cada uno de ellos, pero quizá fuera algo más importante.

Cada vez que la miraba quería poseerla, y eso le hacía depender de ella de un modo que no le gustaba nada.

–¿Te has ahogado? –gritó Molly desde el dormitorio.

–¡Sí, ven y hazme el boca a boca!

Entró de nuevo en la habitación, con algunas gotas de agua dispersas por su cuerpo desnudo, secándose el pelo con una toalla, y su boca se endureció al verla.

Se había puesto una bata que le quedaba grande, quizá fuera de hombre. Y le hacía parecer inocente y sensual a la vez. Había preparado café.

Aquella era una situación que parodiaba una vida hogareña que nunca tendrían, la típica escena acogedora que, en otras circunstancias, le habría hecho salir corriendo. Se puso los bóxer y Molly pensó lo maravilloso que era. Él vio cómo lo miraba, y algo en sus ojos le hizo recordar algo.

–Es fin de semana –dijo rotundamente.

–Sí, lo es.

–Y ya no nos vemos hasta el lunes.

–Así es –dijo ella. Había estado practicando para ese momento–. ¿Tienes pensado hacer algo especial?

Él frunció el ceño. Molly estaba reescribiendo el guión, y eso no le gustaba. Podía haber tenido la delicadeza de parecer al menos un poco disgustada.

–Estás tenso otra vez –dijo ella. Pero él la ignoró.

–¿Y tú? –preguntó–. ¿Has planeado hacer algo especial?

¿Qué esperaba?, ¿que iba a estar allí espiándolo, ansiosa por poder verlo un momento a través de la valla del jardín para intercambiar miradas furtivas o esperando el momento en que él llevara a Zoe a algún sitio?

–Voy a una galería de arte mañana por la tarde y luego a cenar con unos amigos.

–Ah. ¿A qué galería?

– La Tate Britain. Exponen una colección de obras de Rembrandt, dicen que es genial.

–Quizá a Zoe le guste ir también. Le encanta el arte.

–¿Pretendes que tengamos un encuentro fortuito?

–¿Por qué no?

–Pues porque no es honesto, por eso. Es pretender que sea algo que en realidad no es. Un encuentro casual que no lo es en absoluto. Además, quizá se dé cuenta de que somos… –dijo, y se detuvo. Le resultaba muy difícil encontrar una palabra para definir una relación sin ataduras–, que somos unos vecinos más amables de lo normal.

–Que forma tan deliciosa de describirlo –dijo sonriente.

–Quizá se te ocurra a ti una descripción mejor –lo retó con dulzura.

La miró con admiración. No iba a ser nada fácil. Llevarla a la cama había sido pan comido, pero ella, de algún modo, estaba consiguiendo lo imposible: alcanzar un tipo de intimidad con la que él no se sentía a gusto y, al mismo tiempo, conseguir mantener las distancias.

–Escucha, quizá podamos quedar a comer el lunes –sugirió él.

–¿Dónde, aquí?

–¡No, aquí no! –explotó Dimitri. Deseaba cualquier sitio menos allí. Cualquier sitio que no tuviera una cama en cincuenta metros a la redonda–. Debe de haber un restaurante cerca.

–Claro que lo hay.

–Perfecto.

–¿Y qué pasa con Zoe?, ¿qué le dirás?

–Ah, Zoe se ha hecho amiga de otra chica griega. Puede regresar con ella después de la escuela. Entonces, ¿el lunes te va bien?

Le iba perfecto. No dejaba de ser extraño que una simple invitación a comer hiciera que su corazón latiera con una excitación que hacía mucho que no sentía.

–Haré una reserva, ¿de acuerdo? –preguntó Molly.

–De acuerdo –dijo él mientras se abrochaba la camisa.

–¿Vendrás aquí primero?

Dimitri vio la pasión en sus ojos y sonrió. Sabía de sobra lo que quería decir, ir allí y hacer el amor primero.

–No. Te recogeré justo antes de la una –dijo con frialdad.