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En 1989 cayó el Muro de Berlín y en pocas semanas se liberaron uno tras otro los países de Europa Central y Oriental que habían quedado atrapados en el imperio soviético. Muchos europeos occidentales descubrieron que el otro lado del Telón de Acero —un territorio opaco del que llegaban pocas noticias— estaba ocupado por pueblos y naciones de los que solo se conocía el nombre, pero de cuya realidad y diversidad, historia y cultura, nada sabían; las había ocultado el grueso manto uniformador del llamado socialismo real. Aparecieron países como Checoslovaquia, que, tres años después de celebrar eufórica la Revolución de Terciopelo y colocar al frente de la nación a un dramaturgo irónico e irreverente, se partía por la mitad de la mano de personajes adustos, muy lejanos al ideario europeísta de aquellos momentos. Se sabía poco de Hungría, porque su fallida revuelta contra la dictadura comunista se remontaba a los primeros años de la posguerra, y aún menos de Bulgaria o Rumanía, ya en el extremo del territorio europeo.
Se sabía de Polonia por el desafío que había protagonizado el sindicato Solidaridad, por su líder Lech Wałęsa y especialmente porque el papa de Roma se llamaba Karol Wojtyla y era polaco. Fue este personaje carismático, extremadamente conservador en lo moral y visceral anticomunista, quien encendió la mecha del derribo controlado del bloque soviético cuando, en su primera visita a Polonia como papa en junio de 1979, dijo a sus conciudadanos: «No tengáis miedo». Tan solo un año más tarde se fundó el sindicato Solidaridad. Juan Pablo II, que había sido actor y director de teatro, dominaba el arte de la comunicación de masas. Para la Iglesia católica supuso un renacer popular de la mano de un comunicador extraordinario y un regreso a la vieja ortodoxia, con la contrapartida de alienar a todos los movimientos renovadores surgidos del Concilio Vaticano II, como la teología de la liberación.
Solo quienes conocían bien Polonia y su sociedad entendían que el conservadurismo moral y la tendencia de Wojtyla a hacer política con la religión eran, en realidad, la esencia de la Iglesia polaca a lo largo de su historia. Dado el laicismo imperante en Europa Occidental, donde la influencia de la religión en la política —concretamente del catolicismo— había ido pasando a un segundo plano, era difícil predecir que una década después de salir del largo sueño del comunismo, al entrar a formar parte de la UE, estos países iban a provocar una transformación radical del proyecto europeo. Por una parte, en términos geopolíticos el espacio central se desplazó hacia el este y Alemania se convirtió en el núcleo sobre el que pivotaba todo. Por otra, aparecieron sociedades cultural y políticamente muy diferentes de las occidentales. Entre los recién llegados, la religión no solo formaba parte de su historia y su cultura, era también un elemento identitario y el gran referente de la lucha contra el comunismo, de la resistencia a Moscú. En Europa Occidental, en cambio, tan solo en Irlanda el catolicismo seguía siendo parte esencial de su identidad.
En término «papismo» nació en la Inglaterra del siglo XVI durante la imposición de la Reforma, y todavía existe legalmente para definir la imposibilidad de acceder al trono. Desde el punto de vista histórico se aplica, con una clara intención derogatoria, a la influencia que la jerarquía católica ha tenido sobre Polonia, Hungría, Eslovaquia y Croacia, entre otros. Se utilizó para explicar y justificar el reconocimiento de Croacia y Eslovenia por Juan Pablo II, que llevó al canciller alemán Helmut Kohl a hacer lo mismo de inmediato; una decisión que encendió definitivamente la guerra de Yugoslavia.
Con el banderín de enganche del catolicismo, los populismos de extrema derecha ejercen un papel determinante en estos países. Tan determinante que en Polonia y Hungría gobiernan con amplia mayoría y constituyen el mejor ejemplo del deterioro de los sistemas democráticos y el nacimiento de una versión neoautoritaria del Estado. Es cierto que hay una línea de continuidad en el modelo de gobernanza de estos países, ambos con escasa tradición democrática. Tras volver a existir como nación en 1916, después de más de un siglo dividida entre Rusia, Alemania y el Imperio austrohúngaro, Polonia nunca consiguió articular un sistema democrático estable. Su gran héroe y el padre de la patria fue el mariscal Józef Piłsudski, un dictador carismático que utilizó el terror policial y toda clase de violencia para mantenerse en el poder. La paradoja es que Piłsudski, que a su muerte en 1935 era un hombre completamente desprestigiado, se convirtió en un héroe nacional gracias a la invasión alemana de 1939, la ocupación y el régimen comunista impuesto por la Unión Soviética.
Tras la caída del comunismo, Polonia tuvo una serie de Gobiernos formados por intelectuales surgidos de la órbita de Solidaridad, como Hanna Suchocka o Jerzy Buzek. Pero dos personajes secundarios del movimiento que lideraba Lech Wałęsa, los gemelos idénticos Jarosław y Lech Kaczyński, fundaron Ley y Justicia (PiS, por sus siglas en polaco), que ganó las elecciones de 2005 con un programa muy reaccionario y la acusación dirigida al resto de las formaciones de esconder a miembros del antiguo aparato comunista. Lech Kaczyński fue elegido presidente del país, pero falleció en 2010 en un accidente de avión en Smolensk, lo que ha dado pábulo a infinidad de teorías conspirativas, a las que el PiS es muy aficionado. Tras una legislatura dominada por Donald Tusk, de la Plataforma Cívica (PO, por sus siglas en polaco), cuando este dejó el Gobierno para asumir la Presidencia del Consejo Europeo en Bruselas, el PiS regresó al poder en 2015 con el 37,7 por ciento de los votos, que le otorgaron la mayoría absoluta en el Parlamento. Lech Kaczyński prefirió permanecer fuera del Gobierno, que quedó en manos de Beata Szydło, pero se convirtió en el auténtico poder en la sombra.
Si hasta entonces el PiS y otras formaciones ultranacionalistas de extrema derecha habían tenido que renunciar a algunos de sus objetivos programáticos más radicales, la mayoría absoluta —que por primera vez disponía un partido desde la transición a la democracia en 1989— le permitió llevar a cabo una verdadera reestructuración del modelo político y erosionar sensiblemente la separación de poderes para dar lugar a lo que se ha bautizado como una democracia autoritaria o «iliberal», por utilizar el término que paralelamente desarrollaba su vecino Viktor Orbán en Hungría. Si el fallecido Lech tenía una personalidad más amable y componedora, Jarosław es todo lo contrario: vitriólico y misántropo. No se contiene. Llama a sus adversarios «gánsteres» y descalifica a quienes critican a su Gobierno como «el peor tipo de polacos».
Desde que el PiS volvió al poder, el Parlamento ha tomado el control directo de los medios de comunicación públicos con el argumento de que «ignoraban su misión ante la nación» y se ha atribuido el nombramiento directo de los altos funcionarios con el objetivo de «eliminar la patología social» que, en su opinión, padecen las élites del Estado. Con estos poderes y un discurso que proclama que el PiS representa a la gente común, a los de abajo frente a los «intelectuales» que pretenden imponer sus criterios al pueblo, en pura clave populista, el Gobierno se ha dedicado a legislar en todos los campos para desmantelar cualquier regulación que estorbe a su visión del mundo.
POLONIA, DONDE PLANTAR ÁRBOLES
ES UNA ACTIVIDAD SUBVERSIVA
El ministro de Medio Ambiente Jan Szyszko, por ejemplo, dictó una ley que elimina la obligación de los propietarios privados de solicitar permiso para cortar árboles, pagar compensaciones o informar a las autoridades locales, lo que abrió la puerta a la destrucción de la masa forestal incluso en lugares tan emblemáticos como el famoso bosque de Białowieża, el último bosque primario de Europa, patrimonio de la humanidad. Szyszko, profesor de silvicultura, proclama su desprecio por los activistas medioambientales y opina que los recursos naturales de Polonia tienen como único destino el desarrollo económico y los intereses financieros derivados de los negocios forestales. Su lema es: «El hombre es el sujeto del desarrollo sostenible por lo que no solo tiene el derecho, sino el deber de usar los recursos naturales». Y añade: «El desarrollo humano no es perjudicial para el medio ambiente». La Polonia de Kaczyński se parece bastante al Estados Unidos que quiere modelar Donald Trump, quien al frente de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) ha puesto a Scott Pruitt, un negacionista del cambio climático.
Wojciech Lubawski, un diputado conservador del Parlamento polaco por Kielce, una ciudad de tamaño mediano al sur de Polonia, en una de las escasas zonas montañosas del país, descubrió un día que un bosque del municipio había sido completamente talado y convertido en un erial. Entonces le pidió permiso al alcalde de Kielce para plantar robles en ese lugar. Cuál fue su sorpresa cuando el permiso le fue denegado alegando que «tal iniciativa podría considerarse como una participación de nuestra ciudad en una protesta contra el Gobierno». En Polonia, pues, la siembra de árboles es una actividad disidente.
Para alentar a las parejas a tener más hijos, el Ministerio de Salud ha publicado un vídeo protagonizado por conejos. Las hembras de esta especie tienen la particularidad de estar casi permanentemente en celo, razón por la que se reproducen masivamente. El anuncio, que dura treinta segundos, muestra conejos comiendo lechuga y zanahorias. Un narrador revela el secreto de sus grandes familias: ejercicio, una dieta saludable y un nivel mínimo de estrés. «Si queréis ser padres, seguid el ejemplo de los conejos», concluye el narrador. Polonia tiene una de las tasas de fecundidad más bajas de Europa: 1,32 hijos por mujer en 2015, según Eurostat, muy por debajo de lo que los demógrafos llaman el umbral de renovación, que es de 2,1 hijos por mujer, la media necesaria para mantener una población estable.
El PiS ha construido su proyecto político en torno a varios elementos: por un lado, las transferencias sociales y una economía estatal de la vieja escuela; por otro, la irresponsabilidad fiscal, y finalmente un nacionalismo agresivo, un populismo antiinmigrante y la rusofobia tradicional. Jarostaw Kaczyński ha llegado a afirmar en público que los refugiados «traían el cólera a las islas griegas, la disentería a Viena y varios tipos de parásitos». El Gobierno polaco fue el primero en enfrentarse a la Comisión Europea por las cuotas de refugiados, pese a que solo se le asignaron siete mil solicitantes de asilo. Bruselas ha amenazado una y otra vez a Varsovia de las consecuencias de su negativa, pero lo cierto es que un 70 por ciento de los polacos no quieren que su país acoja refugiados de países musulmanes. Italia y Suecia, grandes receptores de inmigración, cuestionan abiertamente esta actitud y proponen que se cierre el grifo de los fondos comunitarios a los países que no respetan las normas. Polonia es la octava economía de la UE, la Bolsa de Varsovia es la más importante de Europa Central y Oriental, pero también es el mayor beneficiario de fondos de la UE y será muy vulnerable en las próximas negociaciones presupuestarias. Para el periodo 2014-2020 tiene asignados 77.600 millones de euros, una cifra que disminuirá a medida que el brexit reduzca el tamaño del presupuesto global.
Al Gobierno del PiS le preocupan especialmente los planes del presidente francés Emmanuel Macron de crear un presupuesto común de la zona euro porque supondría menos dinero y menos influencia para los países que están fuera del euro, como Polonia. El viceministro de Relaciones Exteriores Konrad Szymański se ha quejado abiertamente de que Francia quiera crear una vanguardia de integración en la eurozona basada en los bonos del euro y la mutualización de la deuda y de la política fiscal. La paradoja es que los ultranacionalistas polacos confían ahora en que su otro gran enemigo, la Alemania de Angela Merkel, se oponga a la creación de los eurobonos. Polonia no descarta entrar en el euro, pero lo pospone. El presidente polaco Andrzej Duda dijo que el país estaría listo para adoptar el euro cuando los polacos comenzaran a ganar lo mismo que los europeos occidentales.
Además de la utilización partidista de la administración pública y la manipulación y el control de los medios de comunicación, el otro gran proyecto de Jarostaw Kaczyński fue el de acabar con la independencia de la Justicia, lo que rompería el principio básico de la separación de poderes que rige en la UE. Solo una protesta social de grandes dimensiones consiguió parar el paquete de leyes que, a instancias del Gobierno de Beata Szydło, el Parlamento ya había aprobado para controlar políticamente el Poder Judicial. La legislación consagraba que el Ejecutivo —el ministro de Justicia— podría destituir y nombrar a los presidentes de los tribunales y al órgano que los nombra —hasta entonces autónomo— a través del Parlamento y que el Gobierno tendría la capacidad de destituir a los 83 jueces del Tribunal Supremo. Según el PiS, la reforma pretendía «agilizar» el funcionamiento de los tribunales y acabar con el control de la Justicia por una «casta privilegiada» de abogados y jueces. De nuevo: el pueblo contra la casta, los de arriba contra los de abajo; eso sí, dirigidos por el poder. Para Kaczyński los tribunales «son el bastión de los poscomunistas en Polonia», el Tribunal Supremo «protege a las personas que sirvieron al viejo régimen comunista» y el sistema judicial «está controlado por izquierdistas y subordinado a fuerzas extranjeras».
En Polonia el papel del Supremo es determinante. No solo es el último tribunal de apelación para todos los casos penales y civiles, sino que también dictamina sobre la constitucionalidad de las leyes y las acciones del Gobierno y otros organismos estatales; decide sobre la validez de las elecciones; aprueba las cuentas del Estado y de los partidos políticos y juzga los procedimientos disciplinarios contra los jueces. Es, de hecho, el último control sobre el Ejecutivo. El proyecto del PiS no solo desmontaba estos controles, sino que además obligaba a los magistrados del Tribunal Supremo a considerar los «valores cristianos» al emitir sus fallos. Decía concretamente: «En la vida social, además de las normas legales, también opera un sistema de normas y valores que no está definido en las leyes pero que deriva de la moral y los valores cristianos. El Tribunal Supremo debe tener en cuenta esta dualidad en sus fallos».
La presidenta del Supremo, Małgorzata Gersdorf, escribió una carta abierta a la profesión judicial instando a los juristas a «luchar centímetro a centímetro» por su independencia. Pero, cuando intentó hablar ante el Parlamento para defender la independencia del Alto Tribunal, fue recibida con gritos de «¡piérdete!» y «¡mentirosa!» desde los bancos del Gobierno. Solo entonces miles de manifestantes se concentraron frente al edificio del Supremo en la plaza Krasiński y protagonizaron una vigilia a la luz de las velas. Las protestas masivas consiguieron que el presidente Andrzej Duda —exmilitante del PiS— vetara dos de las tres leyes. Dejó vigente solo la tercera, la que otorga al ministro de Justicia el poder de nombrar los magistrados que presiden los tribunales. Pocos meses antes, movilizaciones similares habían conseguido echar abajo el intento del Parlamento de prohibir totalmente el aborto, cuando en realidad la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo es una de las más restrictivas de Europa. Fueron cientos de miles de manifestantes, en su mayoría mujeres vestidas de negro, quienes tomaron las calles. Como auténticos populistas, los dirigentes del PiS solo temen la ira de las calles.
En Bruselas este ataque a los principios básicos del sistema democrático hizo sonar todas las alarmas y la Comisión Europea amenazó al Gobierno del PiS con abrirle un expediente de infracción —algo inédito en sus sesenta años de historia— si no se rectificaba en sus reformas constitucionales. A cualquier país candidato a entrar en la UE se le exige cumplir los llamados «criterios de Copenhague» y demostrar que se adhiere a los principios del Estado de derecho, a la democracia y al respeto de los derechos fundamentales que promueve la Unión. El problema se plantea cuando estos países —a los que no se les exige más que una declaración de intenciones al respecto— incumplen estos criterios una vez que han entrado a formar parte del club. Es el llamado «dilema de Copenhague», porque no hay mecanismos para controlar y, si es necesario, sancionar esta actuación.
El exacerbado nacionalismo de la sociedad polaca se explica, en parte, por su tumultuosa y complicada historia. Tras haber sido una gran potencia en los siglos XVI y XVII —la nación más extensa de Europa en asociación con el Gran Ducado de Lituania—, entró en decadencia a partir del siglo XVIII y literalmente desapareció del mapa en 1795. Rusia, Prusia y Austria se repartieron el territorio polaco. Emparedada entre el espacio germánico y el ruso, la sociedad polaca se aferró a su identidad a través de su cultura y de la religión. El catolicismo la diferenciaba de la Rusia ortodoxa y de la Prusia protestante. De esta colonización que duró más de un siglo, salió un país económica y socialmente muy heterogéneo. Los polacos se integraron relativamente bien en el modelo federalizante del Imperio austrohúngaro, que les permitió tener representación en el Parlamento y dirigir sus propias universidades. Prusia, sin embargo, germanizó el sistema escolar y tuvo poco respeto por la cultura y las instituciones polacas. El Imperio ruso, por su parte, consideró a Polonia el enemigo a destruir e hizo lo posible para empobrecer y anular cualquier intento de mantener una identidad. El este de Polonia sigue siendo eminentemente rural y más pobre que el resto.
Sin embargo, en términos nacionales se produjo una extraordinaria homogeneización. La sociedad polaca está compuesta por un 98,7 por ciento de polacos frente a un 1,3 por ciento de personas de otros orígenes, principalmente alemanes, lituanos, ucranianos y bielorrusos, además de judíos y gitanos. Fuera de sus fronteras viven otros doce millones de polacos que se repartieron por todo el mundo en sucesivas oleadas migratorias: en Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia, Lituania, Ucrania, Letonia, Bielorrusia, Argentina, Brasil, Uruguay y Costa Rica. Solo en Chicago, por ejemplo, viven 1,8 millones de polaco-estadounidenses. En el Reino Unido residen cerca de un millón de polacos, más del total de británicos que viven en otros países de la UE. De la homogeneidad da una idea que el 95 por ciento de los polacos son católicos y un alto porcentaje —muy por encima de la media europea— se considera practicante.
Desde que el PiS volvió al poder, las pulsiones nacionalistas se han exacerbado. Ahora, el día que se conmemora la independencia tiene lugar una marcha organizada por grupos de extrema derecha, pero a la que acuden todo tipo de ciudadanos. En 2017 se calcula que participaron sesenta mil personas, muchos con el rostro cubierto, pero también familias, que cantaban «Dios, honor y patria», «gloria a nuestros héroes» o «Polonia pura, Polonia blanca». La novedad fue la recuperación de una vieja canción religiosa polaca que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, había citado durante su visita a Varsovia y cuya estrofa principal reza: «Queremos a Dios». Por su parte, los grupos neonazis polacos han rescatado la falanga, un símbolo parecido a la cruz gamada que data de la década de 1930. En todo caso, la influencia de estos grupos es marginal porque queda poco espacio para respirar junto al partido fundado por los gemelos Kaczyński. A la marcha acudieron líderes de extrema derecha de toda Europa, pero para la televisión pública fue una «gran marcha de patriotas».
HUNGRÍA: UNA EXTREMA DERECHA A LA DERECHA
DE LA EXTREMA DERECHA
En Hungría, como sucede en Grecia, la ultraderecha antisemita y xenófoba con ribetes nazis está presente en el Parlamento. Jobbik, una formación que hasta hace muy poco tenía cuadros que desfilaban uniformados, obtuvo el 21 por ciento de los votos en las elecciones de 2014, lo que la convirtió en la tercera fuerza del país. La Guardia Húngara, vinculada a Jobbik, ha sido acusada de llevar a cabo actividades contra los derechos humanos de las minorías garantizados por la Constitución. Sin embargo, el problema de Jobbik y de su fogoso líder, Gábor Vona, es que queda muy poco espacio a la derecha del Gobierno de Viktor Orbán, el inventor de la expresión «democracia iliberal», y de su partido, Fidesz (Unión Cívica Húngara), también xenófobo y de extrema derecha. El 8 de abril de 2018, Orbán logró su tercer mandato consecutivo (su cuarto, ya que estuvo en el poder entre 1998 y 2002) con un discurso extremadamente nacionalista y ultraconservador. La participación fue una de las más altas de los últimos años y obtuvo el 49 por ciento de los votos.
Orbán (Székesfehérvár, 1963) es un personaje curioso que ha evolucionado desde el liberalismo ingenuo de la resistencia contra el poder soviético hasta un autoritarismo populista con todos los ingredientes del cóctel centroeuropeo: desde la xenofobia hasta el desdén por el modelo democrático de separación de poderes. En junio de 1989, meses antes de la caída del Muro de Berlín y con solo veintiséis años, pronunció un encendido discurso en el homenaje a Imre Nagy, el primer ministro ejecutado por los soviéticos en 1958 por haber liderado la revuelta húngara, y exigió la salida del país del Pacto de Varsovia. Un año antes había fundado Fidesz con otros jóvenes húngaros. En 1998 obtuvo casi un 30 por ciento de los votos, lo que, gracias al complicado sistema electoral húngaro, lo aupó como la principal fuerza del Parlamento. Orbán se convirtió en primer ministro húngaro y en el gobernante más joven de Europa. Durante su mandato, metió a Hungría en la OTAN, contuvo la inflación y logró un crecimiento sostenido a la par que culminaba el proceso de privatizaciones iniciado por sus antecesores.
Pero llevaba el populismo en la sangre, y rescató la vieja reivindicación de las minorías húngaras de los países vecinos, un elemento explosivo en esta región de Europa, que ya adelantaba su reencarnación ultranacionalista. Perdió las elecciones de 2002 y pasó ocho años en la oposición, pero regresó en 2010 amparado en una mayoría absoluta con dos tercios de los escaños del Parlamento. Para entonces ya había desarrollado una visión muy negativa del proceso de construcción europea —pese a las importantes ayudas que Hungría recibe de la UE— y su admiración por autócratas como Vladímir Putin o Recep Tayyip Erdoğan. Lo primero que hizo fue atribuirse el poder de nombrar nuevos jueces del Tribunal Constitucional sin pasar por el Parlamento. Cambiado el Alto Tribunal, Fidesz empezó a demoler las instituciones democráticas por el sistema de colocar en todas ellas a miembros del partido y reestructurarlas para privarlas, por ley o en la práctica, de ejercer un control efectivo sobre el Ejecutivo. Orbán aprovechó su rodillo parlamentario para redactar una nueva Constitución, controlar los medios de comunicación, llenar el Tribunal Constitucional con sus partidarios, purgar el Ministerio de Asuntos Exteriores y el cuerpo diplomático, reestructurar el Parlamento y rediseñar los distritos electorales en su favor.
Orbán ha sabido instrumentalizar el nacionalismo magiar alentando los sentimientos de agravio y utilizando a las minorías húngaras que quedaron en los países vecinos tras el Tratado de Trianón de 1920: una nueva ley electoral que les permite votar al concederles la doble nacionalidad de forma automática. Los vencedores de la Primera Guerra Mundial despiezaron el Imperio austrohúngaro, que era un Estado multicultural y multiétnico, muy federalizado, en el que las minorías convivían y se solapaban. Al margen de las pérdidas territoriales, difíciles de valorar en tanto que el Reino de Hungría estaba poblado por grupos nacionales muy diversos, es indudable que en términos de población los magiares salieron muy perjudicados por el rediseño del mapa de Europa y la creación de nuevos Estados como Checoslovaquia, Yugoslavia y la gran Rumanía. De ocupar un territorio de 325.000 kilómetros cuadrados antes de la Gran Guerra, el Estado húngaro independiente solo conservó 93.036, mientras que Rumanía se quedó con 103.093; Checoslovaquia, con 61.633; Yugoslavia, con 63.092, e Italia, Austria y Polonia, con porciones menores. Pero, de los casi diez millones de habitantes de lengua magiar que poblaban el Imperio austrohúngaro, más de tres se quedaron fuera, en países vecinos, especialmente en Rumanía, Checoslovaquia y Yugoslavia.
Con este bagaje, el cóctel nacionalista-populista es fácil de agitar. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hungría se unió al Tercer Reich, en cuyas tesis raciales los magiares estaban bien considerados. En 1941 las fuerzas húngaras participaron en la invasión de Yugoslavia y en la de la Unión Soviética junto a la Wehrmacht. Cierto que, mientras combatía contra la URSS, el regente Miklós Horthy mantuvo negociaciones de paz secretas con Estados Unidos y el Reino Unido. Hitler descubrió la traición y en 1944 las fuerzas alemanas ocuparon Hungría para evitar una deserción similar a la de Italia. Se ha dicho a menudo que Hungría ha ejercido el papel de gendarme en el complicado espacio centroeuropeo y también balcánico, porque no hay que olvidar que ocupa la franja más septentrional de la península, lo que se visualizó cuando se produjo la ola de refugiados que cruzaban a Grecia desde Turquía, atravesaban Grecia y Macedonia y se plantaban en la frontera húngara.
Orbán dice defender la Europa cristiana contra la horda musulmana. En la conferencia de los conservadores europeos que tuvo lugar en Madrid, aseguró que los inmigrantes eran lo más parecido a un ejército de ocupación. «A lo que nos enfrentamos no es a una crisis de refugiados —dijo—, sino a un movimiento migratorio compuesto por migrantes económicos, refugiados y también combatientes extranjeros; un proceso incontrolado y no regulado.» Al igual que Polonia, Hungría se negó a aceptar las cuotas de refugiados que le atribuyó la UE y Fidesz organizó una campaña popular bajo el lema «paremos a Bruselas», que apareció en miles de anuncios por todo el país.
A Orbán le gusta verse a sí mismo como alguien que siempre va contra las tendencias dominantes. Cuando lo dominante era el socialismo de Estado, él era un liberal anticomunista. Cuando los vientos giraron a favor de los liberales, él se convirtió en nacionalista. Ahora siente que el atlantismo y la UE son la opción predominante, y por eso adopta posturas antioccidentales y se burla de los países que se rigen por una democracia liberal. En sintonía con Vladímir Putin, a quien admira, Orbán ha declarado la guerra al multimillonario y filántropo George Soros, nacido en Hungría, pese a que fue gracias a una beca de su Fundación que en 1989 pudo estudiar en el Pembroke College, en Oxford. Según Orbán, Soros, con el respaldo de la UE, quiere que Hungría sea invadida por inmigrantes. Con esta excusa ha promovido una ley cuyo objetivo es cerrar todas las instituciones impulsadas por Soros en Hungría, empezando por su universidad, la CEU, la de mayor prestigio. La ley obliga a las organizaciones que reciben más de veinticuatro mil euros de financiación directa o indirecta procedente del extranjero a inscribirse de nuevo como «organización cívica financiada desde el extranjero» y a proclamarlo en sus páginas web. La regulación también afecta a observatorios de los derechos humanos como Transparencia Internacional o el Comité Húngaro de Helsinki.
Según la Comisión Europea, la ley húngara viola varias «libertades fundamentales» garantizadas en las normativas europeas, desde las libertades de prestación de servicios y de establecimiento hasta los derechos a la libertad académica y a la educación. También considera que es contraria a la Carta de los Derechos Fundamentales. Orbán está acostumbrado a lidiar con la Europa «liberal» que tanto detesta, y la respuesta de Budapest fue como mínimo original. Los diputados europeos de Fidesz enviaron una carta a sus colegas del PPE —en el que están insertos— en la que aseguraban que era «absurdo» pensar que el Ejecutivo pretendiera cerrar la CEU y denunciaban una campaña «políticamente sesgada» contra su Gobierno, pero reconocían, eso sí, que su Gobierno a menudo es partidario de «acciones contundentes y poco ortodoxas» para alcanzar sus objetivos, y pedían que Bruselas entendiera que este es «el modo de hacer política en Hungría». El propio Viktor Orbán se invitó al debate en el pleno del Parlamento Europeo, y además de cargar contra el «especulador norteamericano» Soros, pidió a sus socios que no le juzgaran solo por tener «opiniones diferentes». A su juicio, el problema no es que Hungría tenga que adaptarse a las normas europeas, sino que la UE debe reformarse. En la Eurocámara Orbán encuentra uno de sus apoyos más fuertes en el seno de la UE: el del Partido Popular Europeo al que pertenece, que hasta el momento ha protegido a su hijo descarriado.
Su postura contra la cuota de refugiados que le tocaba acoger (1.294) y, en general, contra cualquier tipo de inmigración le ha enfrentado a la Comisión, que le amenaza con sanciones. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) falló en contra del recurso presentado por Hungría y Eslovaquia y dictaminó que ambos países deben acatar la política de reparto de refugiados establecida por la UE en 2015 y no pueden negarse a reubicar a los solicitantes de asilo llegados desde Grecia e Italia. Una sentencia que el ministro de Exteriores, Péter Szijjártó, calificó de «indignante» e «irresponsable», y añadió que la decisión del Alto Tribunal «pone en peligro la seguridad y el futuro de Europa», «no significa ninguna obligación de ejecución» y que Hungría «no está dispuesta a aceptar ni a un inmigrante».
Hungría, que se encontraba en la primera línea en el camino de los refugiados hacia Alemania, fue el país que más brutalmente reaccionó. Ha construido vallas en sus fronteras para detener a los refugiados y aplica una legislación draconiana que castiga con hasta cinco años de cárcel el cruce ilegal de sus fronteras. Todo el mundo recuerda las imágenes del trato brutal que se daba a quienes intentaban cruzar la frontera, incluso de las agresiones protagonizadas por individuos particulares contra familias de refugiados, como el famoso caso de la periodista que hizo caer a un padre con su hijo pequeño a cuestas. Y es que el 70 por ciento de la población húngara está en contra de acoger refugiados del tipo que sea, y menos si son musulmanes.
Sobre la integración europea, sin embargo, Orbán es muy ambivalente. Desafía a Bruselas en el tema de los refugiados, pero luego no se suma a las iniciativas más extravagantes de sus vecinos; acude al Parlamento Europeo para defender sus posiciones y trenza alianzas de todo tipo; se acerca a la provocación y luego da marcha atrás. Hungría, con diez millones de habitantes, es un país de tamaño medio en términos europeos y realiza el 80 por ciento de su comercio dentro de la UE, especialmente con miembros de la zona euro, como Alemania. Hungría ha sido un gran beneficiario de los fondos estructurales y de cohesión de la UE. Orbán es un político que valora enormemente la soberanía monetaria, pero no descarta la entrada en el euro, aunque la aplaza hasta que se alcance un muy amplio consenso social y político, concretamente una mayoría parlamentaria de dos tercios para poder enmendar la Constitución.
Frente a esta acción de Gobierno, los neofascistas de Jobbik tienen dificultades para encontrar un programa alternativo. Lo primero que han hecho ha sido suavizar sus formas e incluso, en perfecta sintonía con el populismo posideológico, declarar que quieren superar la vieja división entre izquierda y derecha y buscar un consenso social. El antisemitismo y el racismo contra los gitanos ya no son de recibo, dice su líder Vona, siguiendo el ejemplo de Marine Le Pen y el Frente Nacional de Francia. No todos sus miembros consiguen ocultar sus pulsiones autoritarias. La diputada Dóra Dúró, por ejemplo, primero pidió el voto de los homosexuales de Budapest, pero luego hizo campaña contra el desfile del Orgullo Gay y las uniones civiles entre homosexuales.
ESLOVAQUIA: LA TRADICIÓN XENÓFOBA Y COLABORACIONISTA
Eslovaquia también forma parte del papismo tal y como lo hemos definido. Cuando Checoslovaquia se dividió en 1993, no hubo ningún referéndum. La separación no estaba sobre la mesa mientras se configuraba el nuevo modelo de Estado tras la caída del régimen comunista. La partición se produjo sin que la gran mayoría de la población supiera por qué. Tras la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia en 1968 para acabar con la experiencia del «socialismo con rostro humano» que lideraba el reformista Alexander Dubček, en 1969 su sucesor, el comunista ortodoxo Gustáv Husák, cambió la Constitución y el Estado se convirtió en una federación de la República Socialista Checa y la República Socialista Eslovaca, siempre bajo el férreo control del Partido Comunista Checoslovaco.
Tras la llamada Revolución de Terciopelo en 1989, el dramaturgo Václav Havel —uno de los más famosos disidentes de la Guerra Fría— accedió a la Presidencia. El Gobierno de Chequia (Bohemia y Moravia) lo ocupó un personaje ultraliberal llamado Václav Klaus, que no soportaba el prestigio y la autoridad de Havel. En Eslovaquia, el hombre fuerte y el presidente del Parlamento local era Alexander Dubček, que tras la invasión soviética no había sido fusilado, sino enviado a un remoto puesto de guardia forestal donde pasó los siguientes veinte años. Pero Dubček murió en un accidente de coche y un populista corrupto, Vladimír Mečiar, empezó a agitar los sentimientos nacionalistas eslovacos. Eslovaquia era —y es— más pobre y conflictiva que Chequia, entre otras cosas porque alberga importantes minorías (rutenos, húngaros, romas...), algo que no les ocurre a los checos gracias a que los alemanes de los Sudetes fueron expulsados al final de la Segunda Guerra Mundial. Klaus vio la manera de librarse de la parte menos atractiva del país y de paso devaluar la figura de Havel, y propuso a Mečiar dividir Checoslovaquia en un plazo muy corto y sin consultar a la población. Tras unas breves negociaciones, Eslovaquia y la República Checa se separaron de común acuerdo el 1 de enero de 1993.
Klaus consiguió lo que quería, y Mečiar se convirtió en un autócrata extravagante que ocupó intermitentemente el poder en Bratislava durante la década de 1990 y cuyos modales avergonzaban al país. Este exboxeador, con importantes vínculos con el crimen organizado, fue el primer ejemplo del nacionalismo papista que se lleva en esta parte de Europa y también de un estilo de Gobierno autoritario que luego han desarrollado y perfeccionado en el vecindario Orbán y los Kaczyński, hasta el punto de que sus años en el Gobierno eslovaco se conocen ahora como el meciarismo. Cuando perdió el Gobierno intentó presentarse a la Presidencia del país, pero los eslovacos no lo votaron.
Como en los casos de Polonia y Hungría, Eslovaquia también es una nación con problemas identitarios y un pasado muy complicado, más allá del divorcio de terciopelo antes descrito. Para hacerse una idea de las distintas capas históricas y culturales sobre las que existe el país, basta con saber que el nombre eslavo de la capital, Bratislava, solo apareció a finales del siglo XIX. Antes se llamó Pressburg —en alemán—, Prešporok —en eslovaco— y Pozsony —en húngaro—. Fue parte del Reino de Hungría durante siglos, incluso la capital de Hungría hasta 1848, antes de que pasara a Budapest. Tras el Tratado de Trianón, Eslovaquia pasó a formar parte de la recién creada Checoslovaquia, que en la tumultuosa década de 1930 fue acosada por la Alemania hitleriana y la Hungría revisionista, hasta que se la dividió en los Acuerdos de Múnich de 1938. En 1939, Eslovaquia se convirtió en un protectorado del Tercer Reich, una especie de Estado dictatorial bajo el mando del sacerdote católico Jozef Tiso. Este adoptó abiertamente la ideología nazi y practicó una rigurosa política antisemita que supuso el genocidio de la población judía eslovaca, prácticamente exterminada. Tras la derrota del Eje, Tiso fue ejecutado en la horca.
La herencia de Tiso, sin embargo, permanece viva en Eslovaquia bajo la forma del Partido Popular Nuestra Eslovaquia, que lidera Marian Kotleba y que entró en el Parlamento en 2016 con un 8 por ciento de los sufragios, casi el triple de lo que le auguraban las encuestas. Esta formación es heredera directa de la Hermandad Eslovaca, cuyos miembros vestían los uniformes negros de la Guardia de Hlinka de tiempos de Tiso y conmemoraban el Estado eslovaco de 1939-1945. La Hermandad fue disuelta en 2006 por difundir el odio. Entonces Kotleba fundó un nuevo partido y cambió el uniforme por un traje y los mítines neonazis por la retórica racista y contra la inmigración, con un énfasis especial en la importante minoría gitana de Eslovaquia. Antes Kotleba ya había conseguido el puesto de gobernador de Banská Bystrica, en el centro del país, con un discurso abiertamente racista contra los romas, lo que explica muy bien la profundidad del sentimiento xenófobo en esta parte de Europa.
Con catorce diputados en un Parlamento de ciento cincuenta escaños, Nuestra Eslovaquia no tiene mucho peso en la política nacional, pero sí ha ganado visibilidad. Kotleba, un antiguo maestro de escuela, ha sabido capitalizar el discurso contra la inmigración que en las últimas elecciones había entrado a formar parte del programa de casi todos los principales partidos políticos —incluido el del primer ministro Robert Fico—, que así intentaban dar respuesta al descontento por la oleada de refugiados. Pero el resultado ha sido que la extrema derecha se ha aprovechado del racismo desinhibido. El discurso antieuropeísta, crítico con la UE y la OTAN, también forma parte del programa de Kotleba, así como el rechazo a la homosexualidad, todos elementos de un discurso que funciona especialmente bien en las regiones más pobres, lejos de la ahora deslumbrante Bratislava, una de las capitales más caras de Europa y sede de numerosas empresas de alta tecnología.
Eslovaquia forma parte de la eurozona, a diferencia de la República Checa, y esta es una de las razones por las que ahora vive un importante boom económico, que coloca al país en una situación más abierta al compromiso con Bruselas y menos dada al discurso antieuropeísta. El problema es que coexisten dos países en uno: las ciudades y el mundo rural, donde Kotleba hace campaña. En 2015 se celebró un referéndum contra el matrimonio homosexual y la adopción por parte de parejas del mismo sexo, promovido por Alianza por la Familia (AZR), que reunió cuatrocientas mil firmas para convocarlo y fracasó al no superar la participación del 50 por ciento del censo. La razón de que solo un 33 por ciento de los votantes acudiera a las urnas, señalan los sociólogos, es que sus organizadores —que contaban con el apoyo de la Iglesia católica— esperaban una mayor respuesta en las ciudades, donde tuvo escaso eco. Pero los representantes de AZR ya tienen en marcha una nueva campaña para otro referéndum. Quieren que los padres puedan negarse a que sus hijos reciban formación en materias como la educación sexual o la eutanasia.
CHEQUIA: POPULISMO DE DISEÑO
En la República Checa el populismo tiene otras formas; más suaves, pero también extravagantes, porque en las últimas elecciones legislativas triunfó el multimillonario Andrej Babiš, líder de la populista y euroescéptica Alianza de Ciudadanos Descontentos (ANO), al que muchos comparan con Silvio Berlusconi o con Donald Trump, aunque no se parezca mucho ni a uno ni al otro, a no ser por su condición de hombre de negocios triunfador. Babiš fundó ANO (acrónimo que en checo significa «sí») en 2011 y consiguió un buen resultado en los comicios de 2013. Gracias a ello entró en el Gobierno de coalición con socialdemócratas (CSSD) y democristianos (KDU) como viceprimer ministro y responsable de Finanzas hasta que fue destituido en mayo de 2017, a pocos meses de las elecciones.
El partido de Babiš obtuvo el 29 por ciento de los sufragios, seguido por los conservadores del ODS del empresario de origen japonés Tomio Okamura, con el 11,3 por ciento, y el Partido Pirata (Piráti), que se presentaba por primera vez a unos comicios, con un 10,8 por ciento. La ultraderecha checa (SPD), con un discurso contra los gitanos, los musulmanes y los refugiados en general, también superó el 10 por ciento y entró en el Parlamento, pese a que en Chequia apenas hay inmigrantes y solo ha acogido a doce refugiados de los 2.691 que le asignó Bruselas. Los socialdemócratas (CSSD), que presidían el Ejecutivo, perdieron más de la mitad de su electorado y se quedaron en un 7,3 por ciento.
Babiš, de extracción humilde, es el propietario del grupo Agrofert, con intereses en prácticamente todos los sectores productivos. Su fortuna personal asciende a unos 4.100 millones de dólares, según la revista Forbes, y es propietario de dos importantes diarios de tirada nacional y dos cadenas de televisión y de radio, lo que le pone en una situación similar a la de Berlusconi. En 2017 fue acusado de evasión fiscal y uso fraudulento de fondos comunitarios en sus empresas y se le retiró la inmunidad parlamentaria para que la Fiscalía del Estado pudiera proceder. Su discurso, como no podía ser menos, se basa en la ya clásica dicotomía populista del eje «los de abajo contra los de arriba» y en la denuncia de la corrupción, el euro y los inmigrantes. Babiš desdeña a la clase política tradicional con independencia de si son de izquierdas o de derechas, y se presenta como un gran gestor, capaz de llevar a Chequia con la misma eficiencia con la que logró el éxito de sus empresas. Si Babiš ya lidera un partido euroescéptico, el SPD de Okamura le supera. Está abiertamente en contra de la UE, rechaza la inmigración y se opone al islam. Ni uno ni otro, sin embargo, parecen dispuestos a abandonar el club europeo, como buenos hombres de negocios. En Bruselas se entiende que una cosa es el populismo electoral y otra el ejercicio del Gobierno.
Por su parte, el presidente de la República Checa —un cargo esencialmente representativo, pero al que corresponde encargar la formación de Gobierno tras las elecciones legislativas y el nombramiento de jueces— es Miloš Zeman, asimismo un notorio euroescéptico. En enero de 2018 Zeman consiguió revalidar su cargo por otros cinco años, al ganar en la segunda vuelta por un estrecho margen al independiente y europeísta Jiří Drahoš. Populistas pero pragmáticos, Zeman y Babiš se sostienen mutuamente; el segundo apoyando al primero en la campaña de las presidenciales y este, a su vez, proponiendo a Babiš para seguir al frente del Ejecutivo pese a su minoría en el Parlamento, hasta conseguir el apoyo de los socialdemócratas.
Polonia, Hungría y Checoslovaquia formaron el Grupo de Visegrado el 15 de febrero de 1991 en la localidad húngara de este nombre, rememorando una vieja alianza, un pacto de no agresión que firmaron en 1335 los soberanos de Hungría, Polonia y Bohemia. Se trataba de establecer una cooperación entre estos tres Estados —que con la división de Checoslovaquia pasaron a ser cuatro— para acelerar el proceso de integración europea. Una vez que se produjo la adhesión, en 2002, el G-4 se transformó en una coalición cuyo fin era enfrentarse a las decisiones de Bruselas que pudieran perjudicar a estos países o contravinieran los intereses políticos de los Gobiernos de turno. Y funcionó relativamente bien, hasta el punto de que Alemania mantiene reuniones periódicas con este grupo. Ahora lo que está en juego es la capacidad de Europa Central para influir, o incluso detener, iniciativas como la Europa de varias velocidades que promueven París y Berlín como elemento determinante de la futura reforma de la Unión.
Pero la discordia ha empezado a crecer entre los líderes de los cuatro países. La Francia de Macron ha impulsado una serie de normas laborales transfronterizas para endurecer las regulaciones sobre trabajadores empleados por una empresa local que trabajan en países de la UE que no son el suyo. El modelo actual hace que sea muy fácil para los empleadores evitar el pago de las contribuciones a la Seguridad Social en países como Francia, donde son más altas. Para el presidente francés se trata de un «dumping social». Eslovaquia y la República Checa apoyaron el proyecto de Macron, pero Polonia y Hungría lo rechazaron, argumentando que la reforma acabará socavando el mercado único y perjudicará a sus ciudadanos. Lituania y Letonia también se opusieron a la medida.
Lo que en realidad preocupa a Budapest y a Varsovia es que el acuerdo abra la puerta al proteccionismo dentro del mercado común al establecer un precedente para elevar los estándares, lo que colocaría a los países más pobres de la región en una clara desventaja. En cualquier caso, la iniciativa de Macron ya ha tenido el efecto de abrir una brecha en el Grupo de Visegrado. La diplomacia francesa lo niega, pero el presidente francés se ha cuidado de cultivar abiertamente la relación con los líderes de Eslovaquia y la República Checa —a quienes, en comparación con Orbán y Kaczyński, se los considera pragmáticos—, y se ha reunido con ambos. De hecho, se especula con que el nuevo líder checo, Andrej Babiš, podría alejarse de la alianza, que no parece estar entre sus prioridades.
FANTASMAS BALCÁNICOS
Tras la entrada de la pequeña Eslovenia en el club europeo, cuando la gran ampliación al este de 2004, el siguiente Estado procedente de la desmembración de Yugoslavia en hacerlo fue Croacia, en 2013. El populismo y el ultranacionalismo son algunas de las señas de identidad de este país del Adriático, cuyo oscuro pasado nazi se proyecta en el presente. Durante la década de 1930, cuando al amparo del Tercer Reich se creó el Estado Independiente de Croacia (NDH) —una nación títere del nazismo—, la Ustacha, una organización terrorista basada en el supremacismo croata y un racismo religioso, ocupó el poder y practicó una crueldad extrema contra los serbios, los judíos, los gitanos y cualquier otra minoría en campos de exterminio iguales que los alemanes. Tras la guerra y en la Yugoslavia del mariscal Tito, este tipo de organizaciones desaparecieron. Pero cuando estalló la guerra yugoslava a principios de la década de 1990, del mismo modo que surgieron grupos de extrema derecha serbios, también reaparecieron formaciones que se miraban en la Ustacha y volvieron a demostrar su crueldad en aquel conflicto. Tras la independencia de Croacia, parecieron desvanecerse, al menos sobre el papel.
Han pasado casi dos décadas del fin de aquel conflicto y Croacia es miembro de pleno derecho de la UE. El actual Gobierno de Zagreb lo forma una coalición de centro-derecha dominada por el histórico partido conservador católico HDZ junto a los extremistas HSP y HCSP. Entre los lemas oficiales de esos grupos, figura el saludo ustacha «za dom spremni» («listos por la patria»), y algunos de sus militantes no esconden sus simpatías por el régimen pronazi croata. Ivan Tepeš, vicepresidente del Parlamento y líder del HSP, participa en manifestaciones ultranacionalistas en las que se corea este saludo, que se oye frecuentemente en los estadios de fútbol y en conmemoraciones históricas con toda impunidad. El ministro de Cultura, Zlatko Hasanbegović, del conservador HDZ, considera que los miembros de Ustacha fueron «héroes y mártires», y recientemente este historiador de formación ha elogiado el documental Jasenovac, la verdad, sobre el campo de trabajo de Jasenovac, donde Ustacha cometió todo tipo de atrocidades y exterminó comunidades enteras de forma sistemática. Los prisioneros eran ejecutados a tiros, martillazos y hachazos, o degollados con un cuchillo al que los verdugos llamaban el «mataserbios». Según el titular de Cultura, Jasenovac no era un lugar de exterminio, sino un simple «campo de trabajo», y las matanzas las habrían cometido partisanos antifascistas después de la Segunda Guerra Mundial.
El europeísmo croata es bastante tibio. El referéndum de 2012 sobre la entrada en la UE se saldó con un 66 por ciento a favor y un 33 en contra, pero con una participación de tan solo el 44 por ciento del censo, una cifra muy baja si se tiene en cuenta que, para Croacia, la entrada en el club europeo era el verdadero espaldarazo de las naciones civilizadas a un país que salía de una mortífera guerra en la que se cometieron todo tipo de atrocidades, muchas en el bando croata. Tres años después de su ingreso en la UE, la situación económica sigue siendo negativa, con un 16,2 por ciento de paro y un crecimiento inferior al 2 por ciento. Los fondos de cohesión y estructurales que llegan de Bruselas y se pueden visualizar en la construcción de importantes infraestructuras podrían estar cambiando esta percepción, junto con el hecho de que su archienemigo, Serbia, sigue llamando sin éxito a la puerta de la UE. Pero Croacia continúa enredada en el laberinto balcánico —mantiene malas relaciones y reivindicaciones territoriales con la mayoría de sus vecinos— y es incapaz de ejercer un mínimo liderazgo en la región.
En Rumanía el problema no es tanto la extrema derecha, sino la corrupción que todo lo engulle y se muestra con un descaro difícil de creer. La única formación de extrema derecha es el Partidul România Mare (Partido de la Gran Rumanía, PRM), liderado por Corneliu Vadim Tudor, que en el año 2000 consiguió llegar a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, para luego perder por un gran margen frente al incombustible Ion Iliescu. Lo más sorprendente del PRM es que fue creado por el propio Iliescu a principios de la década de 1990 para fingir pluralidad financiando formaciones que tuvieran un discurso de oposición, pero que en la práctica colaboraran con el poder. Actualmente, sin embargo, el PRM ha quedado reducido a una fuerza marginal con solo un 2,3 por ciento en las últimas elecciones.
De la disfuncionalidad de la Rumanía actual, todavía ajena al fenómeno de los nuevos populismos, da idea el hecho de que, tras ganar las elecciones los socialdemócratas del PSD con un abrumador 45,5 por ciento de los votos, a los pocos meses el primer ministro Sorin Grindeanu fue destituido por una moción de censura de su propio partido. Lo cierto es que Grindeanu había encabezado las listas del PSD porque su líder Liviu Dragnea no podía ser primer ministro por haber sido condenado por corrupción. Según la prensa rumana, Dragnea habría exigido al jefe de Gobierno que impulsara medidas para reducir las penas de políticos corruptos, a lo que Grindeanu se opuso, lo que acabó costándole el cargo. El nuevo primer ministro es el antiguo titular de Economía, Mihai Tudose. La población rumana, sin embargo, no se conforma con esta situación y periódicamente sale a la calle para protestar contra la corrupción, sin demasiado éxito por el momento.
En Bulgaria la extrema derecha entró en el Gobierno en 2017, por primera vez desde la caída del régimen comunista en 1989. El populista Boiko Borísov, de la conservadora Ciudadanos por el Desarrollo Europeo de Bulgaria (GERB), ostenta por tercera vez desde 2009 el cargo de primer ministro, pero ha tenido que pactar con una coalición de ultraderecha llamada Patriotas Unidos, una alianza de tres formaciones con un discurso xenófobo y euroescéptico. El GERB tiene 90 escaños y junto a Patriotas Unidos alcanza una ajustada mayoría de 122 diputados. No deja de resultar inquietante que uno de los líderes de Patriotas Unidos, Valeri Simeonov, ocupe la cartera de Economía y Política Demográfica y que el ultranacionalista Krasimir Karakachanov sea el responsable de Defensa y de Seguridad Nacional.
Si Rumanía tiene serios problemas de corrupción política, en Bulgaria se trata de corrupción policial y crimen organizado. Bulgaria es el país más pobre de la UE y, diez años después de su entrada, sigue bajo la tutela de Bruselas y fuera del espacio Schengen, que permite viajar sin pasaporte. El acuerdo de Gobierno contempla que a lo largo de la legislatura el salario mínimo pase de los actuales 230 euros a 325 y que la pensión mínima aumente de 80 a 100 euros mensuales. En las últimas décadas, más de dos millones de búlgaros han emigrado, lo que ha creado una grave crisis demográfica. Una quinta parte de los siete millones de habitantes del país vive en situación de pobreza, mientras que otro tercio de la población tiene serios problemas para llegar a fin de mes, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Sin embargo, la palabra «pobreza» no figuraba en ninguno de los programas de los partidos que se presentaron a los comicios.