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Un simple repaso al conjunto de las naciones del planeta muestra que Europa es un oasis de estabilidad y prosperidad en un mundo plagado de conflictos bélicos y violencia institucional, con amplísimas capas de pobreza y enormes desigualdades, numerosos Estados dictatoriales o autoritarios, rígidas teocracias y pésima calidad de vida. Consecuentemente, la UE, junto a un puñado de democracias realmente efectivas, es un polo de atracción casi irresistible para ciudadanos de todo el mundo. Esta es básicamente la razón de que uno de los principales problemas a los que se enfrenta es cómo gestionar la enorme ola de inmigración, multiplicada en los últimos años por el alud de refugiados provenientes de las guerras que se libran muy cerca de sus fronteras, en Oriente Próximo. En este sentido, la UE es una fortaleza asediada.
Europa es un mosaico de culturas, lenguas y tradiciones que conforman identidades construidas a lo largo de los siglos. Identidades raramente homogéneas que se solapan y confunden muy a menudo, y que a su vez provocan conflictos internos. Estos, combinados con las políticas de poder y las ambiciones nacionales, han generado guerras devastadoras a lo largo de su historia. Hay que reconocer que una herencia de este pasado es el racismo y la xenofobia, más o menos latente pero siempre presente. Se manifiesta siempre que se producen situaciones de crisis, momentos en los que la pulsión identitaria se inflama y se proyecta contra el exterior, contra lo que viene de fuera, contra la inmigración. La última gran guerra tuvo precisamente en su origen un clarísimo componente racista; fue el mayor canto al supremacismo étnico jamás escuchado en el continente.
Esta no es la única línea divisoria de nuestras sociedades, en las que la lucha de clases ha sido en buena parte sustituida por la lucha de identidades, una batalla mucho más confusa y compleja porque son atributos que se superponen. Un trabajador puede ser al mismo tiempo gay y alemán o extranjero y mujer. Los modelos de gestión socialdemócrata que sirvieron para la lucha de clases han quedado obsoletos. Algunos instrumentos se han mostrado efectivos, al menos en parte, para satisfacer los agravios de estos colectivos. Sin embargo, las cuotas de mujeres o el matrimonio entre personas del mismo sexo, que inciden en las políticas clásicas de igualdad, no sirven para otros conflictos culturales o religiosos, como, por ejemplo, definir exactamente dónde comienza lo que se entendería como acoso sexual en el trabajo o la prohibición del velo total en las mujeres o la aplicación de la sharía. Este tipo de conflictos son difíciles de resolver con compromisos; tiene que decidirse a favor de un grupo y en contra de otro, lo que significa que siempre habrá perdedores que considerarán herida su identidad y se generará un componente de odio en el debate público.
Lo mismo sucede en las luchas identitarias de corte nacionalista. No hay que retroceder mucho en el tiempo para encontrarnos con las terribles guerras yugoslavas de finales del siglo pasado alimentadas con enormes cantidades de odio entre comunidades cuyas diferencias no eran ni étnicas, ni lingüísticas, ni tan siquiera correspondían a una lucha de liberación tras una larga opresión de un grupo sobre el otro. En la Yugoslavia del mariscal Tito todas las comunidades actuaban en pie de igualdad, y la convivencia y los matrimonios mixtos estaban a la orden del día. Había diferencias religiosas entre cristianos ortodoxos, católicos y musulmanes, pero todos hablaban el mismo idioma: el serbocroata, la lengua de los eslavos del sur. Los croatas la escribían con caracteres latinos y los serbios, con caracteres cirílicos. Pero, cuando Slobodan Milošević prendió el incendio del odio en Kosovo, todas las diferencias culturales y religiosas se transformaron en esencias irrenunciables y los agravios de la historia —una historia que vista desde fuera podía parecer remota— pasaron a ocupar el presente y a provocar un cruel y salvaje conflicto bélico que se llevó cientos de miles de vidas por delante y causó un inimaginable sufrimiento.
Tradicionalmente, los chivos expiatorios del viejo continente eran los judíos. Ahora el «enemigo» es la población musulmana; un colectivo de orígenes muy diversos, pero que —al menos desde la percepción popular— es fácilmente identificable por sus rasgos culturales. Según los agitadores del odio, este colectivo actúa siguiendo un guion cuyo objetivo final es borrar la cultura occidental del mapa e islamizar Europa. Lo primero que hay que señalar es que la percepción de que Europa está siendo invadida por el islam está muy lejos de corresponderse con la realidad. En la UE viven actualmente unos veinte millones de musulmanes de muy distintas procedencias, lo que supone el 3,8 por ciento de la población total. Pero las sociedades europeas perciben esta presencia de un modo totalmente distorsionado. Una reciente encuesta mostró, por ejemplo, que los franceses y los belgas creen que los musulmanes constituyen un 30 por ciento de la población, cuando la cifra real no llega al 7 por ciento, y los húngaros piensan que son el 7 por ciento, cuando no llegan al 0,1 por ciento. El movimiento Pegida, en Alemania, que pedía la expulsión de los musulmanes y acabó confluyendo con el partido xenófobo Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania, AfD), celebraba sus manifestaciones en Dresde, una ciudad en la que prácticamente no hay inmigrantes.
LAS DISTINTAS HERENCIAS DEL COLONIALISMO EUROPEO
Cada país europeo tiene su propia versión del fenómeno de la inmigración, que viene determinada por factores históricos: desde el pasado colonial hasta la presencia de ciertos grupos que, por su número, se han convertido en minorías dentro de un país. Alemania, por ejemplo, no tiene un pasado colonial digno de resaltarse, pero alberga desde hace ya más de medio siglo una muy importante comunidad de origen turco, a la que ahora se le ha sumado la que forman los refugiados de Siria, Irak y Afganistán, lo que la convierte en uno de los países europeos con un mayor índice de inmigrantes. A finales de 2016, según datos oficiales de la Comisión para las Migraciones, los Refugiados y la Integración, el 21 por ciento de la población alemana (unos diecisiete millones de personas) tenía orígenes extranjeros, la mayoría con raíces en Turquía, Polonia o Rusia, la mitad de los cuales tenían la nacionalidad alemana, lo que quiere decir que habían nacido y se habían educado en el país. A partir de la crisis de los refugiados, la población de origen extranjero aumentó en 1,8 millones de personas. Este es precisamente el gran argumento para proclamar que Europa es, ahora, una fortaleza asediada; fortaleza en tanto que intenta protegerse de lo que le llega de fuera y asediada porque, supuestamente, los bárbaros están a las puertas dispuestos a arrasarlo todo. Pero este dato tiene un matiz: más de la mitad de los extranjeros que llegaron a Alemania en 2015, por sorprendente que parezca, procedían de países de la UE.
Los trabajadores turcos empezaron a llegar a Alemania a finales de la década de 1960 y, según los datos oficiales del censo, en estos momentos representan el 3,7 por ciento del total de la población, incluidos los que son ciudadanos alemanes. En su día llegaban como Gastarbeiters, trabajadores invitados, al igual que lo fueron los españoles, italianos o portugueses, que al cabo de dos años debían regresar a su país, de modo que se produjera una rotación. Esta cláusula, sin embargo, se eliminó a petición de los empresarios alemanes, que no querían prescindir de los buenos trabajadores. Legalmente, no obstante, se mantuvo la ficción de que los turcos iban a regresar a su país. Pero no solo no sucedió, sino que la mayor parte se trajo a su familia. El Estado alemán, no obstante, no articuló ninguna política para integrarlos. Para acabar de complicar la situación, los que nacían en Alemania o los poquísimos que conseguían la nacionalidad —algo casi imposible en un país que se regía entonces por el ius sanguinis— conservaban su nacionalidad turca. Finalmente, en el año 2000, ya con el Gobierno de coalición entre el SPD y los Verdes, presidido por Gerhard Schröder, se adoptó el ius soli, aunque no de forma completa, lo que permitió a muchos turcos adquirir la nacionalidad.
Algo muy parecido sucedió en Holanda. Durante los primeros años de la posguerra, las grandes empresas de los Países Bajos contrataron trabajadores de los países del sur de Europa: españoles, portugueses, italianos, griegos, etcétera. En una sociedad tan segmentada como la holandesa, en la que el sistema de pilares impedía incluso la relación entre las distintas comunidades del país, estos «trabajadores invitados» eran mantenidos en una especie de guetos temporales, de modo que no se mezclaran con la población local —impedir los matrimonios mixtos era una de las principales preocupaciones—, y se los contrataba por periodos de dos o tres años. La mayoría de estos trabajadores volvían a sus países de origen con unos buenos ahorros que les permitían abrir pequeños negocios o invertir en sus explotaciones agrícolas. El siguiente paso fue ir a buscar mano de obra más barata en Marruecos, concretamente en las zonas rurales del Rif o del Atlas, con la misma intención de que regresaran a su casa después de un cierto tiempo. Pero esto no sucedió. No solo no regresaron, sino que se trajeron a sus familias a Holanda. El Estado holandés, sin embargo, mantuvo la ficción de que solo estaban allí provisionalmente, por lo que no se propuso en ningún caso implementar políticas de integración. El resultado es que, hoy en día, en las principales ciudades hay auténticos guetos magrebíes donde se vive al margen de la sociedad holandesa, de manera que todo, desde las tiendas de comida hasta las de ropa, pasando por los comportamientos sociales más banales, reproduce una identidad imaginaria que se sitúa al margen del país de acogida.
Esta tendencia a refugiarse en las identidades como una forma de protección funciona también en el otro sentido; la población autóctona —por llamarla de alguna manera— busca distinguirse de una multiculturalidad que percibe como una imposición y enfatiza sus raíces nacionales. En Alemania, por ejemplo, se está empezando a popularizar el término Biodeutscher, que significa «biológicamente alemán», a menudo sin apercibirse de que se trata de un concepto completamente racista porque identifica a las personas con los mismos criterios que lo hacía el régimen nacionalsocialista.
EL CHOQUE DEL ISLAM CON LA LAICIDAD FRANCESA
En Francia, la inmigración se convirtió en un problema político a principios de los años ochenta y continúa hasta hoy, por razones económicas, culturales e histórico-psicológicas. Aunque las estadísticas difieren según los modos de investigación, es evidente que un 10 por ciento de la población es inmigrante; el 12 por ciento de los franceses tienen uno o dos progenitores inmigrantes, aun cuando ellos mismos hayan nacido en suelo tricolor. En 2008, los inmigrantes stricto sensu se estiman en unos 5,3 millones, es decir, un millón más que en 1999. Esta alza de un 22 por ciento mientras la crisis económica y el paro persisten, ha tenido una fuerte consecuencia política. El Frente Nacional ha utilizado cada vez con más éxito el argumento migratorio para convencer a los votantes de que el trabajo lo captaban los inmigrantes, mientras que los gastos sociales aumentaban significativamente, por el hecho de su consumo médico y su elevada natalidad, generadora de subsidios familiares. Los estudios más serios han establecido que el balance de la inmigración era positivo para Francia, habida cuenta de la riqueza generada, los impuestos pagados y las cotizaciones con las que contribuyen. Pero esto no ha evitado la eficacia electoral antiinmigrantes.
A este razonamiento económico tendencioso se ha añadido una pregunta relativa a la cultura y al culto. Llegados de países musulmanes, principalmente del Magreb, y de una parte de África negra, ¿pueden esos inmigrantes integrarse en una república laica y a una sociedad cuya cultura y orígenes son, con toda evidencia, judeocristianos? La realidad de una integración difícil, del rechazo de parte de los musulmanes a los fundamentos de la cultura republicana francesa, principalmente la laicidad y la igualdad hombre-mujer, no debe quedar comprometida por la crítica legítima de las explotaciones políticas que hizo el Frente Nacional y por una parte de la derecha, pero también, en diversas épocas, por la izquierda radical. La incapacidad de la comunidad musulmana para organizarse y erradicar sus franjas más integristas, el debilitamiento de los instrumentos de integración tales como el Partido Comunista, los sindicatos, las asociaciones de jóvenes o la Iglesia han acabado de agravar el problema. Más allá de esta constatación, varios intelectuales han teorizado sobre la «gran localización». Sin violencia, tan solo por la fuerza de su demografía, el islam va a cercar la sociedad sin por ello conseguir necesariamente el poder y diluir, de forma lenta pero segura, la identidad francesa. Éric Zemmour o Alain Finkielkraut, entre otros, han encarnado esta escuela de pensamiento, encontrándose con un importante éxito de opinión, pero sin que eso resultara en una fuerza política evidente. Desde que Marine Le Pen es su dirigente, el voto del Frente Nacional se ha alimentado tanto, si no más, del rechazo al islam como del miedo a la inmigración, pero sus progresos no le han permitido acceder al poder.
La fuerte presencia de inmigrantes procedentes de la Unión Europea rara vez ha planteado problemas en épocas recientes, aun cuando no conviene idealizar las oleadas migratorias pasadas: polacos, italianos, españoles e incluso portugueses, todos fueron víctimas de ostracismo cuando llegaron a Francia en gran número. Sin embargo, el fuerte crecimiento económico de tiempos concomitantes a esas antiguas inmigraciones, principalmente durante la época dorada de los treinta gloriosos y el hecho de compartir una cultura católica común facilitaron y aceleraron su integración. Además, esas poblaciones deseaban ardientemente fundirse en la nación francesa y no reclamaban ningún derecho a la diferencia, ni reivindicaban la persistencia de su identidad de origen. Con la inmigración más reciente, principalmente su componente musulmana, las exigencias identitarias y la dureza económica y social de este tiempo han complicado la situación. El hecho de que la llegada de refugiados, los boat people, a finales de los años setenta, no provocara dificultades ha reforzado la impresión de que el problema es el islam. Por último, la acción reciente del Colectivo contra la Islamofobia en Francia (CCIF), pretendiendo combatir un racismo para esconder mejor su proyecto político identitario, claro está, ha arrojado más leña al fuego.
Hoy todos los campos políticos intentan ser creíbles en materia de inmigración, es decir, en un triple programa: hacer que se reduzca la inmigración clandestina; regular, cuantificar y cualificar la inmigración económica legal, considerando incluso en algunos casos la práctica de cuotas por país de origen y especialidad profesional; prolongar la tradición de hospitalidad de la patria de los derechos humanos con respecto a los demandantes de asilo, víctimas de persecución, así como de estudiantes prometedores. Numerosas tradiciones de la política migratoria francesa están ahora en tela de juicio. La reagrupación familiar, que permite después de unos años de presencia, y si se tienen los medios para asegurar su subsistencia, reclamar al cónyuge y los hijos, excepto los casos de poligamia; el derecho al suelo, que concede la nacionalidad francesa a todo niño nacido en el país, cualquiera que sea la de sus padres, con tal de que la pida a los dieciocho años; la apertura a recibir a estudiantes se cuestionó incluso durante un tiempo bajo el Gobierno de Sarkozy, y disminuyó durante unos años.
Finalmente, la inmigración es traumática por motivos históricos que tienen que ver con la psicología colectiva. La descolonización no se hizo bien en la región magrebí del imperio francés. Las heridas, abiertas a finales de los años cincuenta por la guerra de Argelia, aún siguen sangrando. El drama de los repatriados, la tragedia de los harkis y el choque migratorio han mantenido un litigio político y un malestar social, político e intelectual evidente y al parecer incurable. Las relaciones con Argelia, pero igualmente con la población de origen magrebí presente en Francia, siguen envenenadas por ello desde hace tiempo. Las derivas de la memoria histórica, que impulsan a algunos a reclamar a Francia arrepentimiento y reparación, mientras que otros han querido establecer en la ley los «aspectos positivos» de la colonización, adoptan una y otra vez un giro polémico. Durante las elecciones presidenciales de 2017, cuando el candidato Emmanuel Macron calificó la colonización de crimen contra la humanidad, una vez más se encendió la disputa. La capacidad de Francia, pero también la de Argelia, para gestionar su memoria histórica respectiva complica aún más la integración de todos los inmigrantes musulmanes, lo que hace el juego a los partidos extremos.
En las elecciones presidenciales de 2012, la derecha encarnada por Nicolas Sarkozy adoptó un cariz identitario, mientras que la extrema izquierda de Jean-Luc Mélenchon mantenía un discurso hospitalario hacia las poblaciones del sur, lo que le valió sinsabores en las urnas. En 2017, la derecha, representada por François Fillon, se quedó con su aspecto «identidad», mientras que Jean-Luc Mélenchon, so capa de criticar la política alemana ante los migrantes, ha dejado de propugnar la inmigración para abrazar un soberanismo amplio. El peligro de los próximos años es ver a la derecha dura, la extrema derecha y la extrema izquierda en convergencia hacia unas políticas extremas con respecto a los inmigrantes. Si la crisis económica perdura, si el peligro islamista persiste y si la comunidad musulmana no se organiza más para integrarse mejor en el modelo republicano, esta estrategia encontrará sin duda un éxito significativo.
También el Reino Unido tuvo un imperio y soporta una fuerte presión migratoria de todas sus antiguas colonias, con las que, además, mantiene importantes lazos políticos a través de la Commonwealth. Paradójicamente, el brexit estaba dirigido contra la inmigración llegada de otros países de la UE, especialmente contra los polacos, convertidos en los chivos expiatorios de las capas de rentas más bajas británicas. Se calcula que en el Reino Unido residen cerca de setecientas mil personas nacidas en Polonia, que se suman a los descendientes de los más de doscientos mil inmigrantes que se asentaron allí después de la Segunda Guerra Mundial. Son el segundo colectivo no británico del país por detrás de los nacidos en la India, y la lengua polaca es la tercera más hablada después del inglés y el galés.
Este conflicto entre británicos y polacos, sin embargo, desaparece cuando ambos se enfrentan a un enemigo común: el islam. Sirva como ejemplo lo sucedido en Birmingham en el verano de 2017, cuando se reunieron una serie de activistas de extrema derecha de toda Europa en un mitin antimusulmán. El principal orador iba a ser el sacerdote católico antisemita Jacek Międlar, un polaco de veintiocho años, al que acompañaban su compatriota el activista Piotr Rybak y el ciudadano holandés Edwin Wagensveld, jefe de la rama holandesa del movimiento islamófobo Pegida. Para decepción de los organizadores, todos fueron detenidos tan pronto como bajaron del avión. Międlar, un párroco suspendido por el Vaticano, no solo denuncia la «agresión islámica», sino que considera que los judíos son un «cáncer».
LA XENOFOBIA CONTRA EL EXTRANJERO INEXISTENTE
Polonia, con una importante tradición antisemita, pero donde prácticamente ya no quedan judíos, ha desarrollado un fuerte sentimiento xenófobo hacia todas las minorías, principalmente hacia los inmigrantes de origen árabe. Este fenómeno se extiende a la gran mayoría de los países de Europa del Este, donde la tradición democrática es escasa y la multiculturalidad es muy incipiente, tanto que en algunas zonas es casi imposible encontrar a un extranjero. Todas las encuestas muestran un profundo rechazo en Polonia a acoger inmigrantes, especialmente musulmanes. Hasta el punto de que un sondeo del semanario Polityka reveló que un 57 por ciento de los polacos estaban dispuestos a renunciar a los generosos fondos de cohesión que reciben de la UE para mantener cerrada la puerta a la inmigración musulmana, y un porcentaje similar (51 por ciento) para mantener su postura de rechazo a los refugiados procedentes de países musulmanes. Asimismo, el 51 por ciento de los encuestados estaban de acuerdo con abandonar la UE para proteger la homogeneidad étnica y cultural de Polonia.
No es de extrañar que el Gobierno ultraconservador de Beata Szydło, que basa su propaganda política en presentarse como la única fuerza capaz de mantener a los 38 millones de habitantes del país a salvo de los terroristas, rechazara el plan acordado en 2015 por la UE para acoger refugiados procedentes de las guerras de Oriente Próximo. A Polonia se le atribuyó una cuota de 6.182 refugiados, que rechazó, aunque finalmente se comprometió a recibir a cuatrocientos solicitantes de asilo sirios, preferentemente cristianos. Según el líder del gobernante partido conservador (PiS), Jarosław Kaczyński, adalid del ultranacionalismo, los refugiados traen consigo virus y parásitos.
La sociedad polaca es la más homogénea de Europa en términos étnicos —alberga a menos de un 1 por ciento de extranjeros— y nunca ha sido receptiva a la inmigración musulmana, pese a que en Polonia existe una comunidad de origen tártaro de unos cinco mil individuos, descendientes de un grupo turcomano procedente de Asia Central que emigró hacia el Báltico en el siglo XIV y que conserva su identidad cultural y profesa la religión musulmana. Están concentrados en la región de Podlaquia, en la zona de los grandes bosques del nordeste, en la que todavía conviven iglesias ortodoxas y católicas, sinagogas y mezquitas; una diversidad religiosa sorprendente en un país abrumadoramente católico y considerablemente xenófobo.
A Polonia, que, recordemos el dato, tiene menos de un 1 por ciento de población extranjera, se le pidió que acogiera a poco más de seis mil refugiados, una cifra que no parece capaz de afectar a su homogeneidad étnica. El país alberga cerca de un millón de ucranianos y bielorrusos que, según el presidente de la Confederación de Empresarios, Cezary Kaźmierczak, son «los mejores del mundo», porque no les quitan el trabajo a los polacos y no cuestan nada a los contribuyentes, ya que no reciben subsidios. En estas condiciones no es de extrañar que un 59 por ciento de los polacos esté de acuerdo en abrir las puertas a estos vecinos que se integran fácilmente, son trabajadores, aprenden el idioma y, finalmente, también son eslavos. Lo cierto es que Polonia necesita inmigrantes para mantener el crecimiento económico y asegurar las pensiones.
El ejemplo de Polonia ha encontrado imitadores en la región. Hungría también se negó en redondo a participar en cualquier iniciativa de distribución de refugiados (tenía 1.294 asignados) y la República Checa hizo otro tanto tras haber acogido a doce personas de las 2.691 previstas. El caso del Gobierno de Viktor Orbán, en Budapest, es de los más significativos en tanto que, por estar en primera línea de las fronteras exteriores de la UE, en su frontera con Serbia, ha protagonizado algunos de los episodios más vergonzosos por la gran brutalidad en el trato dado a los refugiados. Recientemente el Ejecutivo húngaro creó una nueva fuerza fronteriza, denominada los «cazadores de la frontera», para ayudar a la policía y a las fuerzas armadas a detener migrantes y refugiados, y el Parlamento aprobó una nueva ley que permite detener a los solicitantes de asilo incluso si son menores de edad y sin tener en cuenta sus circunstancias personales.
Hungría, Polonia y la República Checa formaron el llamado Grupo de Visegrado para oponerse de forma coordinada al reparto de cuotas de refugiados diseñado por Bruselas. La Comisión Europea ha protestado de forma reiterada ante esta actitud y ha amenazado con represalias, pero se muestra incapaz de tomar medidas efectivas. A principios del verano de 2017 anunció la apertura de procedimientos de infracción contra estos países, sin que todavía esto haya tenido ningún efecto. «Hemos agotado todos los medios en el último año», dijo el comisario europeo de Inmigración, Dimitris Avramópulos. Si de Varsovia y Budapest —y de sus líderes autoritarios— no cabía esperar menos, se esperaba que Praga tomara una postura más moderada. Pero el Gobierno checo ha mantenido su negativa a las cuotas de refugiados, al considerar este acuerdo de la UE como un incentivo a la inmigración ilegal. Los checos han quitado importancia al procedimiento de infracción. «El sistema de redistribución es una oferta para la inmigración ilegal», según el primer ministro checo, Bohuslav Sobotka.
La cuestión es que la libre circulación de personas es un hecho incuestionable en la Europa comunitaria y difícilmente los ciudadanos europeos renunciarán a la libertad de movimiento de la que gozan. La mayoría de los miembros de la UE y algunos de fuera, como Noruega o Suiza, han suscrito el Acuerdo de Schengen, que en la práctica ha supuesto la desaparición de los controles de aduanas, es decir, de las fronteras, al menos en lo que afecta directamente al ciudadano. La inmigración, por tanto, ya no es un problema de cada país, sino europeo. Es cierto que, cada vez que hay una crisis o se produce un episodio de terrorismo yihadista, se despiertan las pulsiones aislacionistas que piden un regreso a las fronteras. Se restablecen algunos controles aleatorios aquí y allí, muy visibles para que los ciudadanos comprueben que sus temores se tienen en cuenta, y después todo vuelve a ser igual.
El Reino Unido, uno de los pocos países europeos que se ha mantenido al margen del Grupo de Schengen, tal vez por su condición insular, tampoco ha podido escapar al efecto de la desaparición de las fronteras y se enfrenta ahora, después de haber votado por la salida de la UE, al gran problema que le supone restablecer la frontera entre la República de Irlanda y el Ulster, una de las zonas más violentas y problemáticas del continente, ahora totalmente pacificada en parte gracias, precisamente, a la desaparición de la frontera. Por no hablar de los problemas que surgirán en Gibraltar cuando la «verja» que separa el peñón de España pase a ser una frontera exterior de la UE, como si fuera la famosa «valla» de Melilla con Marruecos.
La población inmigrante de Europa tiene orígenes muy diversos. En primer lugar, están las migraciones internas, como las que han protagonizado en las últimas décadas los ciudadanos de los países del este de Europa hacia los miembros más ricos de la UE. En España, por ejemplo, el segundo grupo más numeroso de la nueva inmigración es el compuesto por ciudadanos rumanos. También en España es muy importante la inmigración latinoamericana, menos relevante en otros países de la Unión. Pero tanto polacos como rumanos o latinoamericanos tienen una ventaja comparativa respecto a los musulmanes: proceden de culturas con bases similares a las de los países de acogida, tienen creencias cristianas y asumen las esencias del modo de vida capitalista, lo que los hace menos vulnerables al activismo de extrema derecha que prolifera en Europa, formaciones que ya no son simples grupúsculos, sino grandes partidos con importante presencia en los parlamentos de cada país, como el Frente Nacional en Francia, el partido de Geert Wilders en Holanda o Alternative für Deutschland en Alemania, todas ellas formaciones de inspiración xenófoba y antieuropeísta. Son partidos que explotan el miedo de las sociedades ricas y opulentas a compartir o soportar cualquier mínima interferencia en su modo de vida. En la totalidad de los países escandinavos, estos partidos ya forman parte de la normalidad y en muchos de ellos del Gobierno.
LA DEFENSA DE LOS ÚLTIMOS BASTIONES DE LA SOBERANÍA
Lo que hay que lamentar es que la Unión Europa no haya sabido —ni aparentemente querido— gestionar bien la inmigración, tal vez porque los Estados miembros se resisten a ceder uno de los últimos baluartes de soberanía que les quedan. Mientras tanto la gestión de este problema es pura improvisación. El Sistema Europeo Común de Asilo, el llamado Acuerdo de Dublín, contempla que el peticionario de asilo debe registrarse y hacerlo en el primer país de la UE en el que ponga pie. Cuando los inmigrantes procedían básicamente del África subsahariana o del Magreb y llegaban a Italia o España en pateras, barcos desvencijados o escondidos en contenedores, lo que pretendían en su gran mayoría era seguir su camino hacia el norte: hacia Francia, el Reino Unido, Alemania o Suecia. Por esta razón, las autoridades italianas y españolas empezaron a incumplir sistemáticamente la obligación de registrar los datos y tomar las huellas dactilares de los peticionarios de asilo y les dejaban libre el camino hacia el norte. Cuando, a partir de 2014, el flujo de los refugiados que huían de las guerras empezó a llegar por el este, por la vía turca, pasando por Grecia y atravesando los Balcanes, este incumplimiento se hizo norma, entre otras cosas porque el Gobierno de Atenas, que en aquellos momentos estaba técnicamente en quiebra, en medio de un fuerte pulso con las autoridades financieras europeas, no podía hacer otra cosa.
Alemania se convirtió en el gran polo de atracción para cientos de miles de refugiados cuando trascendió que el Gobierno de Berlín había decidido no enviar de vuelta a los solicitantes de asilo al país por el que hubieran entrado en la UE, lo que implicaba no aplicar el Acuerdo de Dublín. La canciller Merkel anunció que su país estaba en condiciones de recibir ochocientos mil refugiados al año, lo que aumentó aún más el flujo de llegada. Familias enteras llegaban a las islas griegas, pasaban al continente y atravesaban las fronteras hacia el norte, evitando registrarse hasta llegar al lugar deseado que de forma mayoritaria era Alemania, aunque también Austria. Las imágenes de aquellos días, las alambradas y las brutales cargas de los guardias fronterizos húngaros quedarán en la retina de los europeos durante mucho tiempo.
Aquella crisis tuvo importantes efectos en las sociedades europeas. Por un lado, desplegaron extraordinarias redes de solidaridad y, por otro, hubo profundas grietas de racismo y xenofobia. Políticamente ha habido un antes y un después, como lo prueba el auge de los partidos de extrema derecha en todo el continente. En Alemania se produjeron episodios como el de la Nochevieja de 2015 en la Estación Central de Colonia, donde «hombres de apariencia árabe o del norte de África» que no hablaban alemán agredieron sexualmente a las mujeres que celebraban el fin de año, lo que sirvió como desencadenante de una fuerte reacción antiinmigrante. Nada trascendió al día siguiente, pero en los días posteriores se empezó a presentar un alud de denuncias por múltiples casos de agresión sexual, robos y al menos dos por violación. Paralelamente, otras ciudades reportaron incidentes, entre ellas Berlín, Bielefeld, Düsseldorf, Fráncfort, Hamburgo y Stuttgart, y hubo noticias de agresiones similares en Austria, Finlandia, Suecia y Suiza.
Se acusó a las autoridades y a los medios de comunicación de haber ignorado deliberadamente lo sucedido para evitar las críticas a la política de asilo de la canciller Merkel. Una semana más tarde el jefe de la Policía de Colonia, Wolfgang Albers, fue suspendido del cargo, acusado de haber querido ocultar el incidente. Se arrestó a treinta y un sospechosos, de los que ocho eran solicitantes de asilo, aunque la acusación era de lesiones y robo y no de agresión sexual. Pese a lo confuso del episodio, aquello supuso un punto de inflexión y la política sobre los refugiados se endureció progresivamente.
EXPORTANDO EL PROBLEMA LEJOS DE LAS FRONTERAS DE LA UE
Tras la gran oleada de 2015, la UE empezó a taponar las vías de llegada, comenzando por firmar un acuerdo con Turquía por el que, a cambio de tres mil millones de euros, Ankara cerraría la puerta a los que intentaran pasar a las islas griegas. El acuerdo entró en vigor el 20 de marzo de 2016. Turquía se comprometía a aceptar la rápida devolución de los inmigrantes en situación irregular y de los solicitantes de asilo llegados a Grecia desde Turquía cuyas solicitudes de asilo hubieran sido rechazadas. La UE, a cambio, aportaba fondos a Turquía, aceleraba la concesión de visados a los ciudadanos turcos y se comprometía a reactivar las negociaciones de adhesión de Turquía a la UE. Ankara consiguió en torno a otros seis mil millones de euros de Bruselas para gestionar la crisis de los refugiados, una cifra que puede parecer muy elevada, pero que hasta cierto punto corresponde a las dimensiones del problema al que se enfrenta Turquía, que acoge a más de tres millones de refugiados sirios y una cifra indeterminada de gente procedente de otros países. Los sirios pueden, eventualmente, regresar a su país con solo cruzar la frontera, lo que ya ha empezado a suceder conforme la guerra civil siria ha ido perdiendo intensidad, especialmente tras la derrota de Estado Islámico en Al Raqa. El acuerdo establece que Turquía no procesa las peticiones de asilo de los no sirios, lo que supone que, según las asociaciones de defensa de los derechos humanos, «la UE ha elegido dar protección a las personas según su nacionalidad y no según sus necesidades reales», lo que contraviene sus propios principios.
El llamado Acuerdo del Egeo supuso un drástico descenso en el número de refugiados que llegaban a Grecia desde Turquía. Si entre abril y diciembre de 2015 llegaron 844.282, según datos de ACNUR, en el mismo periodo de 2016 la cifra se redujo a 21.995. A la isla de Lesbos, a la que llegaban más personas debido a su proximidad geográfica con la costa turca, en 2016 la cifra se redujo a menos de un centenar al día, cuando un año antes eran diez mil. Como consecuencia de este acuerdo, en Grecia han quedado atrapados, es decir, sin posibilidad de seguir su viaje hacia el norte, pero ya dentro de la UE, algo más de sesenta mil personas que el Gobierno de Atenas tiene que acoger. En su mayoría están repartidas en media docena de campos, en condiciones mucho más estables que cuando se hacinaban en lugares que han pasado a la historia de la infamia, como Idomeni, en la frontera con Macedonia, y algunos ya están siendo alojados en ciudades como Atenas o Salónica.
A partir de ese momento, el flujo de refugiados empezó a descender en toda Europa. Si en 2015 Alemania superó la cifra récord de 1,1 millones de refugiados (el 40 por ciento provenientes de Siria), a lo largo de 2016 esta cantidad se redujo a menos de un tercio, exactamente 304.929, con Siria (86.219), Afganistán (47.227), Irak (44.740), Irán (12.382) y Eritrea (10.860) como principales países de origen. Ese año las autoridades alemanas resolvieron 615.527 solicitudes y el 60 por ciento de los peticionarios recibieron algún tipo de protección que les permitía vivir legalmente en el país, pese a que la mayoría de las demandas de asilo fueran sistemáticamente rechazadas. Sin embargo, los peticionarios de asilo, aunque no se les acepte su pretensión, consiguen habitualmente un permiso de residencia y algún apoyo económico mientras se procesan sus solicitudes, lo que podría explicar el hecho de que sigan llegando supuestos refugiados, ya no de las guerras de Oriente Próximo, sino de países africanos o de Kosovo, atraídos por esta posibilidad.
Pero el cierre de la puerta turca supuso la reactivación de la puerta libia, un Estado fallido controlado por milicias de todo tipo, en el que varios Gobiernos se disputan la legitimidad y distintas fuerzas policiales se enfrentan por el control del territorio. La de Libia es la ruta hacia las costas italianas, en especial Lampedusa y Sicilia, un trayecto mucho más largo y peligroso que se cobra anualmente miles de vidas. En 2016, las personas llegadas a Italia pasaron de 143.677 a 162.659, lo que supuso un incremento de la presión sobre el Gobierno de Paolo Gentiloni por parte de casi todo el espectro político, que ha visto en el tema de la inmigración un elemento para desgastar al PD de Matteo Renzi.
Finalmente, el ministro del Interior Marco Minniti —un hombre con credenciales progresistas— se involucró de manera personal para conseguir un acuerdo con Libia que frenara la llegada de inmigrantes. La Guardia Costera libia, a la que se consideraba prácticamente cómplice de los traficantes de seres humanos, de pronto empezó a detener embarcaciones ilegales y a impedirles zarpar con destino a Italia con su carga de inmigrantes. Por otra parte, la ruta del desierto se comenzó a cerrar gracias a los acuerdos firmados por el Gobierno italiano con alcaldes de diferentes localidades del desierto, en el sur de Libia, lo que se sumó al efecto determinante del mal tiempo durante el mes de julio. Si en julio de 2016 desembarcaron más de veintitrés mil inmigrantes, un año más tarde fueron tan solo unos once mil, según datos del Ministerio del Interior. «La situación está controlada; Italia ha jugado un partido extraordinario y está dando una lección al resto del mundo, y eso ha sido reconocido», se atrevió a decir Minniti. Bruselas, sin embargo, hizo un llamamiento a la prudencia. Dimitris Avramópulos, comisario de Migración, Asuntos Internos y Ciudadanía, reconoció que era una buena noticia, pero advirtió de que era muy pronto para sacar conclusiones porque seguía habiendo mucha gente en las costas de Libia a la espera de embarcarse.
Todos saben —políticos y expertos— que el problema empieza mucho antes de las costas de Libia o de cualquier país ribereño. El problema nace tierra adentro y se va alimentando mientras cruza el continente. El portavoz de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), Flavio Di Giacomo, reconoció la labor de las autoridades costeras libias, que finalmente habían cambiado de campo para pasar a combatir a los traficantes de carne humana, pero dejó claro que la reducción del flujo migratorio no comienza en el mar, sino en tierra. «No se están interceptando más embarcaciones ilegales, sino que son menos las que zarpan», dijo Di Giacomo. El trabajo diplomático y de cooperación, amén del reconocimiento de sus propios intereses nacionales, está llegando a los países por los que pasan los inmigrantes de camino hacia Libia y otros lugares de embarque, que están cerrando sus fronteras y controlando los flujos. Por ejemplo, Sudán, con la asistencia técnica de la UE, ha establecido controles mucho más severos, tan «severos» que Amnistía Internacional y la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados han denunciado numerosos casos de violencia y torturas en centros de detención de estos países de tránsito.
La presión para cerrar el flujo migratorio afecta también a las ONG que se dedican al rescate de quienes se pierden en el mar o naufragan. Las autoridades italianas a menudo son críticas con estas organizaciones, a las que acusan de operar en el límite de las aguas territoriales libias y así facilitar la labor de los traficantes. La táctica de las mafias consistiría en meter a los inmigrantes en botes de goma impracticables, que no tienen ninguna posibilidad de navegar mar adentro, contando con que de inmediato los rescatarán estas organizaciones o buques mercantes. Tal vez por eso la Guardia Costera libia ha anunciado varias veces su intención de ampliar su zona de búsqueda y rescate más allá del límite de sus aguas territoriales, y en ocasiones lo ha hecho.
El Gobierno español fue pionero en este tipo de estrategias para frenar la ola de inmigración ilegal que llegaba en pateras por la zona del estrecho de Gibraltar y también hacia Canarias. Hace ya más de una década que Madrid firmó tratados de repatriación con una decena de países africanos, desde Marruecos hasta Malí, incluidos Mauritania, Guinea-Bisáu, Nigeria o Senegal, acordados la mayoría a partir de 2006, con el socialista José Luis Rodríguez Zapatero al frente del Gobierno. Estos acuerdos han sido uno de los pilares de la gestión migratoria española, un modelo que las instituciones europeas estimulan y avalan. «Es un buen ejemplo para la UE y me gustaría que Frontex se comprometiera con este tipo de cooperación», declaró el director de Frontex, Fabrice Leggeri, tras constatar que por España entra una ínfima parte de los inmigrantes irregulares. En 2016 un total de 521 personas fueron repatriadas en aviones fletados por España o juntamente con Frontex; unos 900 argelinos fueron deportados en barco y 1.237 personas fueron expulsadas directamente por los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla.
La UE pretende emularlo. El objetivo del fondo fiduciario de emergencia para África aprobado por los Veintiocho en La Valeta (Malta) en 2015 y dotado con 1.800 millones es luchar contra las causas de la emigración, pero al mismo tiempo mejorar la «contención» y la «readmisión de efectivos», es decir, vigilancia fronteriza y repatriaciones. Pese a estos controles, el flujo de inmigrantes irregulares hacia la península Ibérica ha vuelto a aumentar. En 2016 se detectaron cerca de 10.700 inmigrantes cuando intentaban llegar a través de las rutas africanas; un 46 por ciento más que en 2015 y un 21 por ciento más que en 2011, el año del anterior récord. En su mayoría eran originarios de Guinea, Argelia y Costa de Marfil. En los pasos de Ceuta y Melilla, sin embargo, se registró la cifra más baja hasta el momento, alrededor de un millar de irregulares, probablemente debido a la construcción de la famosa valla con alambradas, aunque a finales de 2016 unos cuatrocientos subsaharianos, el mayor grupo en una década, consiguieron saltarla en Ceuta.
Parece evidente que, con barreras, Europa no conseguirá parar el flujo migratorio. El hecho de haber empezado a comprender que la solución hay que buscarla en los países de origen, no solo entrenando y financiando a las policías y a los guardacostas, sino con programas de desarrollo y empresas conjuntas, como las pesqueras que España tiene con Senegal, abre un resquicio a una cierta política de contención más preventiva. Sin embargo, la verdadera fuerza que mueve a estos ciudadanos de todo el mundo a jugarse la vida y gastar todos sus ahorros para alcanzar Europa es una idea, un sueño, el de un paraíso al alcance de los más osados. Porque son precisamente las personas más ambiciosas, más determinadas, las que emigran, lo que cierra el círculo de un subdesarrollo redundante.