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España fue uno de los países europeos más fuertemente golpeados por la Gran Recesión. Había transitado con éxito el camino desde el espacio extramuros de la dictadura franquista hasta convertirse en uno de los Estados del núcleo duro de la UE, con un sistema democrático relativamente estable y un modelo constitucional que, aunque no del todo federal, sí supuso una fuerte descentralización. La cura de austeridad fue durísima: el país entró en recesión, el desempleo alcanzó cotas históricas —más del 25 por ciento en 2012— y el bipartidismo imperfecto que había permitido saludables alternancias en el Gobierno saltó por los aires. Tras la atroz purga, cuando el crecimiento regresaba a la economía y empezaba a generarse empleo a un ritmo sostenido, irrumpió uno de los fenómenos políticos más desestabilizadores que han marcado el arranque del milenio en Europa: el independentismo catalán, un nacionalismo populista con profundas raíces históricas, trazos visionarios, elementos supremacistas y una extraordinaria capacidad de gestión social, de propaganda y agitación, capaz de movilizar en las calles a cientos de miles de personas una y otra vez, conjugando el dominio de las redes sociales con las técnicas de mercadotecnia más profesionales y las escenografías más espectaculares.
Sin embargo, antes de la eclosión del proceso de independencia catalán, España ya había dado a luz otro movimiento populista, aunque de muy distinto signo, que había hecho temblar los cimientos del sistema democrático nacido tras la muerte del dictador Francisco Franco. En la estela de «los indignados», de las movilizaciones ciudadanas del llamado 15-M, cuando en mayo de 2011 miles de personas acamparon en la Puerta del Sol de Madrid y en las plazas de otras grandes ciudades contra las élites políticas y económicas bajo la consigna «no nos representan», nació Podemos, un partido que planteaba una enmienda a la totalidad del modelo político derivado de la Constitución de 1978; un partido que se reclamaba abiertamente populista y anunciaba una lucha entre «la gente» y «la casta», un término que no solo se aplicó al poder político y económico, sino también a las instituciones que habían permitido que una España carcomida por la corrupción y gestionada con ineptitud se viera empujada a la catástrofe social. El populismo de derechas es horizontal, se establece en función de nosotros contra ellos, los de aquí contra los de afuera, los nuestros frente a los bárbaros que nos invaden. El populismo de izquierdas es vertical: la gente contra las élites.
España es, en gran medida, un país sectario en el que no se admiten componendas. La política española se caracteriza por la existencia de innumerables líneas rojas que separan a los votantes de izquierdas de los de derechas, a los nacionalistas periféricos de los grandes partidos conservadores españoles con su correspondiente dosis de nacionalismo, que no pueden ser traspasadas. Esto ha sido fuente de graves conflictos en el pasado —la Guerra Civil es un ejemplo paradigmático— y complica enormemente la formación de gobiernos cuando no se producen mayorías absolutas. Tras la muerte del dictador Francisco Franco y la modélica transición a la democracia, se gestó un sistema que permitió la alternancia entre la izquierda, encarnada en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), y la derecha del Partido Popular (PP).
Más que en ningún otro país europeo, en España hay un antes y un después de la crisis. El socialista José Luis Rodríguez Zapatero había conseguido ser reelegido presidente del Gobierno en 2008, tras un primer mandato en el que todos los indicadores iban viento en popa y la economía española asombraba a propios y extraños. Tal vez por eso no supo calcular las dimensiones de la crisis que estalló al poco de iniciar su segunda legislatura y no tomó medidas —o tomó las equivocadas—, lo que precipitó al país en el abismo de la recesión. Muestra del caos en el que se encontraba fue una de sus últimas decisiones: hacer aprobar por la puerta trasera la modificación del artículo 135 de la Constitución española, introduciendo el concepto de estabilidad presupuestaria y la prioridad en los presupuestos generales del pago de la deuda pública sobre cualquier otro gasto del Estado. El Ejecutivo del PSOE se sometió así a las presiones de Berlín, Bruselas y el Banco Central Europeo para calmar a los mercados e intentar salvar a España de una intervención. Corría el año 2011 y con esta medida Zapatero dio por cerrada la legislatura —las elecciones serían en otoño—, mientras España se despeñaba por una profunda depresión con un desempleo masivo, oleadas de desahucios y la desestabilización del sistema financiero, arrastrado por el estallido de la burbuja inmobiliaria.
Los orígenes de Podemos y del proceso independentista catalán se pueden situar prácticamente en el mismo momento: en la primavera de 2011. El 30 de abril, es decir, dos semanas antes del 15-M, se creó la Conferència Nacional per l’Estat Propi, el embrión de la Assemblea Nacional Catalana (ANC), la organización que iba a liderar el proceso para llevar a Cataluña a la independencia. Los «indignados», por su parte, tomaron forma política y dieron lugar a la creación de Podemos en 2014. Ambas fuerzas emergentes, pero aún en construcción, se vieron las caras en junio de 2011, cuando el presidente de la Generalitat Artur Mas, varios consellers y la presidenta del Parlament tuvieron que acceder en helicóptero a la cámara porque estaba cercada por «indignados» que protestaban por los recortes en políticas sociales. Un episodio que muchos analistas establecen como el momento en el que Mas y el partido del catalanismo conservador decidieron pasarse al independentismo.
LA DERECHA APLICA LA GRAN CURA DE AUSTERIDAD
Las durísimas reformas aplicadas por el nuevo inquilino del palacio de la Moncloa, el conservador Mariano Rajoy, aupado en la mayoría absoluta que consiguió el Partido Popular (PP) en el otoño de 2011, comportaron de modo casi inmediato una gran bajada salarial; la única forma de conseguir el equivalente a una devaluación de la moneda sin salirse del euro. Si antes de la crisis el término «mileurista» se aplicaba de forma despectiva a los jóvenes profesionales que, pese a su formación y capacidades, no podían pasar de un salario de mil euros al mes, esta cifra se convirtió por ensalmo en el objeto de deseo de todos aquellos cuyos ingresos se redujeron en más de un 25 por ciento. La productividad, naturalmente, aumentó de manera exponencial y España se convirtió de la noche a la mañana en uno de los más importantes fabricantes de automóviles de Europa. Por otro lado, se introdujo una fuerte dosis de dumping fiscal. Para relanzar la economía, se exoneraron los impuestos para las empresas y los inversores, una estrategia no cooperativa para atraer capital.
Por otro lado, el mantra de que España era uno de los países más descentralizados del mundo ya no reflejaba la misma verdad que inspiraba la Constitución de 1978, en la que participó directamente el nacionalismo catalán. El proyecto recentralizador de los Gobiernos de José María Aznar (1996-2004), que había quedado en standby durante los años de Rodríguez Zapatero, encontró un implacable aliado con la llegada de la crisis financiera y las políticas de austeridad impuestas desde Bruselas. El Ejecutivo de Rajoy se dotó de poderosos instrumentos para controlar la acción política de los Gobiernos autonómicos a través de la financiación. El independentismo catalán y Podemos son, aparentemente, cosas muy diferentes, pero ambos responden al agotamiento de la utopía neoliberal, cuando se visualiza que el instrumento para afrontar la crisis de la deuda consiste básicamente en ir bajando la fiscalidad a los ricos y los salarios a los pobres, lo que fuerza las costuras de la democracia.
«No nos representan» era el lema que se coreaba en las plazas y en los mítines de los círculos de Podemos, que funcionaba de forma asamblearia, una manera de señalar el desprestigio del modelo de democracia representativa clásica, pervertido por el sistema de listas electorales cerradas, que había dado lugar a una partitocracia ajena a la ciudadanía. El núcleo original estaba formado mayoritariamente por profesores y académicos de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Luis Alegre, Carolina Bescansa e Íñigo Errejón —«los cinco de Podemos»— empezaron a ocupar los medios de comunicación, especialmente la cadena privada La Sexta. Cuando, a finales de julio de 2014, se abrió la posibilidad de que los simpatizantes se inscribieran como miembros del partido a través del sitio web de Podemos, se apuntaron 32.000 personas en las primeras 48 horas y en pocas semanas la cifra superó los 100.000. En octubre, Metroscopia les dio un 13,8 por ciento en intención directa de voto, por delante del PP. Cuando el presentador Jordi Évole entrevistó a Pablo Iglesias en su programa Salvados, batió su récord de audiencia con cinco millones de espectadores.
El mensaje era muy claro y muy simple: desmarcarse de la práctica política tradicional al establecer una dicotomía entre «la casta», asociada a cualquier tipo de poder institucional y a los grandes escándalos de corrupción, y «la gente», es decir, los de arriba contra los de abajo, huyendo de forma deliberada de expresiones como «pueblo» o «clase trabajadora». La disyuntiva, aseguraban los líderes de Podemos, ya no se articulaba en torno al eje izquierda-derecha, sino en la confrontación entre la élite y la ciudadanía. En poco tiempo, a través de las apariciones en televisión de Pablo Iglesias —un líder al que definía su aspecto físico, con coleta y una vestimenta no solo informal, sino deliberadamente sobria y sin ningún tipo de pretensión—, consiguió que lo importante no fuera lo que decía, sino marcar la agenda política.
EL IMPACTO DE LA «NUEVA POLÍTICA» TRANSFORMA EL PAISAJE
El impacto de la nueva política en la sociedad española fue espectacular. Casi sin tiempo para organizarse, Podemos se presentó a las elecciones europeas de 2014 y consiguió 1,2 millones de votos y cinco eurodiputados. Tras las europeas, su ascensión continuó de forma meteórica. Dos meses después el sondeo del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) los situó como la segunda fuerza política en intención directa de voto, por delante del PSOE y a menos de un punto del PP. En las redes sociales su presencia era abrumadora. En Facebook pasó en dos meses de cien mil seguidores a seiscientos mil, y el hashtag Pablo Iglesias fue trending topic número uno en Twitter en múltiples ocasiones.
La falta de estructuras los llevó a no presentarse directamente a las municipales de 2015, pero sí apoyaron candidaturas afines que obtuvieron un éxito inesperado: la conquista de siete grandes capitales, entre las que se encontraban Madrid y Barcelona, las dos mayores ciudades de España. Un episodio revelador en tanto que mostró las dimensiones que, más allá de Podemos, había adquirido la «nueva política». En Barcelona surgió la emblemática figura de Ada Colau, una activista social que se había dado a conocer encabezando la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), el movimiento antidesahucios con el que había conseguido llevar al Congreso una iniciativa popular avalada por seiscientas mil firmas para cambiar la Ley Hipotecaria, introducir la dación en pago y evitar que la deuda por una vivienda siguiese más allá de la pérdida de esta. En Galicia, otro movimiento similar, las Mareas, se hizo con las alcaldías de A Coruña y Ferrol, y otro tanto sucedió en Cádiz y en Zaragoza. Podemos se ensanchaba con las llamadas «confluencias» que mostraban su impacto en las grandes ciudades españolas y le construían un aura federal, que ya no vestía ningún otro partido en España.
Todo estaba listo para asaltar los cielos, es decir, para conseguir el poder en las elecciones generales de diciembre de 2015. «El cielo no se toma por consenso. Se toma por asalto», había dicho Pablo Iglesias en el congreso fundacional de la formación morada, pues este fue el color elegido para su logotipo. Era un concepto tomado prestado de Karl Marx, con el que el padre del comunismo había descrito las aspiraciones de la Comuna de París de 1871. En la campaña, sin embargo, ya se pudo percibir que en las aguas profundas el enemigo a batir no era la derecha, sino el PSOE, al que los líderes de Podemos, especialmente Iglesias, pretendía sustituir en el espacio de izquierdas. Fue la primera pérdida de la virginidad populista, pero casi consiguieron adelantar a unos socialistas en horas bajas. En las generales de 2015 Podemos atrapó cinco millones de votos y se quedó a muy pocos escaños del PSOE. La aparición de otro partido en el espectro de centroderecha, Ciudadanos, contribuyó a romper completamente el bipartidismo imperfecto en favor de un sistema de cuatro grandes partidos y varios pequeños, básicamente nacionalistas. Izquierda Unida (IU), la heredera del viejo Partido Comunista de España (PCE), quedó reducida a dos diputados.
Rajoy pagó la impopularidad por las reformas y la corrupción de su partido, pero el PP siguió siendo el más votado. PSOE, C’s y Podemos intentaron, sin mucha convicción, un pacto para desalojar a Rajoy, que no funcionó. Tras casi un año con un Gobierno en funciones y después de comprobar que no había forma de salir del impasse, los españoles volvieron a votar a finales de 2016. En ese tiempo Podemos se fue transformando; aunque siguiera practicando y exhibiendo modos y tácticas populistas, perdió su esencia asamblearia en favor de un liderazgo fuerte y vertical para convertirse de forma acelerada en un partido de izquierdas tradicional, y estableció alianzas electorales con Izquierda Unida. Casi seis años después del 15-M, y dos años y medio después de que Pablo Iglesias prometiera «asaltar los cielos», se presentó en el mismo escenario, el pabellón de Vistalegre de Madrid, sumido en una profunda crisis interna, haciendo juegos malabares de egos al borde del precipicio, jugando a los tronos y abierto en canal para descifrar cómo gestionar un éxito único sin destriparse en el intento. Iglesias se impuso e impuso un liderazgo personalista frente a la facción liderada por su número 2, Íñigo Errejón. Fue el principio del fin del asalto al llamado Régimen del 78.
El Partido Popular volvió a ganar los nuevos comicios, pero seguía sin disponer de los escaños suficientes para formar Gobierno. El establishment económico, político y mediático, en lo que podemos definir como un ataque de pánico, desató una guerra sin cuartel contra Podemos, con acusaciones falsas de financiación irregular que llegaban, paradójicamente, de miembros de un partido con cientos de casos de corrupción sistémica abiertos en los juzgados. Ataques de todo tipo en forma de campaña de desprestigio llovieron desde prácticamente todos los medios de comunicación, entre los que destacó el diario El País, el gran referente de la izquierda, que, en un giro copernicano derivado en buena parte de su agónica situación financiera, se dedicó día sí y día también a las labores de demolición de la formación morada.
Salir de este nuevo impasse que amenazaba con devenir en un bucle electoral se convirtió en la prioridad de lo que Podemos llamaría «la casta». Para poder formar Gobierno, Rajoy necesitaba no solo el apoyo de Ciudadanos, que Rivera le entregó casi sin condiciones, sino la abstención de, al menos, un puñado de diputados socialistas. Pero Pedro Sánchez se negaba con la frase «no es no», e insistía en su promesa electoral de no hacer presidente a Rajoy. Entonces se puso en marcha una verdadera conspiración para hacer caer a Sánchez de la Secretaría General del PSOE. En uno de los episodios más lamentables de la —todavía— joven democracia española, con el apoyo descarado y demagógico de los medios de comunicación, aparecieron en escena los viejos dinosaurios socialistas, desde Felipe González hasta Alfonso Guerra, y con su anuencia se organizó un auténtico golpe de Estado que liquidó a Sánchez e instaló una gestora al mando del partido para que, finalmente, se abstuviera en las Cortes de modo que saliera adelante el Gobierno del PP. Así, a finales de 2016, tras un año «en funciones», el Ejecutivo retomó su titularidad con muy escasos cambios.
En una pirueta digna de película épica de Hollywood, Pedro Sánchez volvió a presentarse a las primarias para recuperar la Secretaría General del PSOE. Su adversaria no era otra que la candidata del viejo establishment, representante del poder regional más conservador, la presidenta de la Junta de Andalucía Susana Díaz. Sánchez venció por una amplia mayoría, lo que puso en evidencia la escasa sintonía de los cuadros socialistas con sus bases, que resultaron estar mucho más a la izquierda de lo que creían. Con el PSOE ocupando el espacio de Podemos y viceversa, el discurso populista impregnó totalmente la política española, aunque ninguno de los partidos que lo practican pueda ya considerarse genuinamente populista. Podemos, integrado en el sistema, ya no canalizaba el descontento de «la gente» y perdió la posibilidad de convertirse en el partido hegemónico de la izquierda, pero conservó parte de su clientela, aquella que nunca podría volver a votar a un partido tradicional. A la derecha, Ciudadanos también adoptó posturas populistas y una demagogia nacionalista derivada, probablemente, de sus orígenes anticatalanistas, y en este proceso Rivera descubrió que su gran caladero de votos no estaba en el centro, sino a la derecha del PP.
EL PROCESO DE DESCONEXIÓN DE CATALUÑA
Mientras esto sucedía en Madrid, en Cataluña comenzaba una auténtica desconexión con el Estado realizada desde una parte del Estado, pues eso y no otra cosa son los poderes autonómicos. La tradición pactista de Convergència i Unió (CiU), el nacionalismo catalán conservador, se transformó con gran rapidez en un enfrentamiento sin matices con el poder central. La vieja CiU —al igual que el PP— también estaba manchada por una corrupción sistémica, e incluso su líder histórico, Jordi Pujol, y su amplia familia, tenían que desfilar por los tribunales. A los elementos desestabilizadores ya descritos, en Cataluña había que sumar otros argumentos que siempre habían estado allí, desde que en el último tercio del siglo XIX naciera el catalanismo político, y una serie de circunstancias multiplicaron su potencia exponencialmente.
En 2002 el socialista Pasqual Maragall había sustituido como presidente de la Generalitat a Pujol, el hombre que controló durante veintitrés años la Generalitat y cuyo lema era «hacer país». Tras largas negociaciones a varias bandas, tal vez para demostrar sus credenciales catalanistas, Maragall consiguió sacar adelante un nuevo Estatuto de Autonomía. Pese a haber sido aprobado en el Parlamento español y posteriormente ratificado en referéndum en 2006, el PP recogió casi cuatro millones de firmas «contra los catalanes» y lo recurrió ante el Tribunal Constitucional. A principios del verano de 2010 el Alto Tribunal declaró inconstitucionales catorce de sus artículos. La decisión era esperada y produjo una reacción de indignación popular, potenciada por una larga lista de irregularidades que habían desprestigiado el Alto Tribunal. El sábado del 10 de julio de 2010 tuvo lugar una manifestación masiva, probablemente la más concurrida hasta entonces, de rechazo a la sentencia. Y se visualizó un cambio: por primera vez los gritos y las pancartas fueron mayoritariamente en favor de la independencia y las banderas independentistas, la estelada con su estrella de cinco puntas sobre fondo azul, superaron a las senyeres tradicionales. La manifestación fue convocada por la propia Generalitat bajo el lema «som una nació; nosaltres decidim» («somos una nación; nosotros decidimos») y la organización corrió a cargo de Òmnium Cultural, una entidad catalanista surgida durante el franquismo para defender la cultura catalana. El presidente de la Generalitat, el socialista José Montilla —inmigrante nacido en un pueblo de Córdoba—, recibió todo tipo de insultos e incluso un conato de agresión, y tuvo que abandonar la marcha protegido por su servicio de seguridad.
Unos meses más tarde, los socialistas del PSC pagaron los platos rotos con un pésimo resultado en las elecciones autonómicas, y el catalanismo conservador, de la mano de Artur Mas, recuperó el poder. Pero pintaban bastos. Mientras que en el resto de España el Gobierno del PSOE todavía no había puesto en marcha las medidas de austeridad, en Cataluña el nuevo Gobierno convergente —que se autocalificaba como business friendly—, con el apoyo parlamentario del PP, se puso como objetivo la austeridad y emprendió con ansias la labor de poda del estado del bienestar con recortes en las prestaciones sociales, en la sanidad y en la educación públicas. Consecuentemente, los «indignados» también ocuparon la plaza de Catalunya, en Barcelona, en mayo de 2011. Pero esta ocupación fue disuelta a los pocos días por los Mossos d’Esquadra, la policía autonómica, con un alto grado de violencia —incluido el uso de pelotas de goma que hicieron perder un ojo a una mujer— y un saldo de 121 heridos. Ni que decir tiene que el catalanismo político recibió muy mal a este movimiento. Josep-Lluís Carod-Rovira, líder de Esquerra Republicana (ERC) y vicepresidente de la Generalitat con Pasqual Maragall, escribió: «Los españoles tienen todo el derecho del mundo a indignarse. Pero, si quieren hacerlo como españoles, lo mejor es que no se equivoquen en el mapa y que se meen, pinten, griten e insulten donde les corresponde: en su país».
El evidente rechazo social de los recortes y la gran manifestación contra la sentencia del Tribunal Constitucional fueron los dos elementos que sirvieron de detonante para que Artur Mas pusiera en marcha la transformación de la pactista y conservadora CiU en la locomotora de lo que se bautizaría como el proceso independentista. A este movimiento, liderado y gestionado desde el poder de la Generalitat, se sumaron, además de otros partidos catalanistas como ERC o las CUP, una serie de asociaciones de la sociedad civil, como las antes mencionadas Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural. En el horizonte inmediato, además, estaba la celebración de los trescientos años de la caída de Barcelona frente a las tropas borbónicas durante la guerra de Sucesión, que para el catalanismo supone el momento de la pérdida de las libertades colectivas, el fin de la existencia de Cataluña como nación. Un episodio que, al igual que sucede con los serbios y la batalla de Kosovo contra el Imperio otomano, sirve para conmemorar una derrota y marca en cierto modo el elemento de agravio permanente que caracteriza el catalanismo político.
En septiembre de 2012 Mas acudió a Madrid para pedirle a Rajoy que concediera a Cataluña el llamado concierto económico, que suponía disponer de una Hacienda propia al igual que el País Vasco y Navarra, recaudar y gestionar la totalidad de los impuestos y pactar con el Gobierno central el denominado «cupo»: el pago de una cantidad en concepto de los servicios que presta el Estado. Pero el presidente del Gobierno, que en aquellos momentos vadeaba lo peor de la crisis de la deuda en una situación bastante desesperada, no le escuchó. Mas se lo tomó como un agravio colectivo y así lo comunicó públicamente. Unos días más tarde, el Parlament de Catalunya aprobó una moción pidiendo la convocatoria de una consulta sobre la independencia. Se puede situar en ese momento el arranque del proceso independentista que culminó cinco años más tarde de la peor de las maneras.
En noviembre de 2012, cuando solo había transcurrido la mitad de la legislatura, Mas disolvió la cámara y convocó elecciones anticipadas con la esperanza de aumentar su mayoría y poder prescindir del apoyo que le prestaba el PP. Pero solo consiguió cincuenta escaños y necesitó los veintiuno de ERC para mantenerse al frente de la Generalitat. El nuevo Gobierno se declaró ya abiertamente independentista y dirigió su acción con este objetivo. En Madrid Mariano Rajoy hacía oídos sordos a todas las peticiones que le llegaban de Barcelona, adoptando una táctica habitual en él, la de sentarse encima de los problemas y esperar que desaparezcan. Cada 11 de septiembre, día de la Fiesta Nacional de Cataluña que conmemora la fatídica caída de Barcelona frente a las tropas borbónicas, ANC y Òmnium convocaban manifestaciones multitudinarias de coreografías espectaculares reclamando la independencia y un referéndum. Cada Diada —así se conoce esta jornada— tenía un argumento temático. Cientos de miles de personas llegaban de todo el país con camisetas de determinados colores, llenando avenidas u organizadas en una cadena humana que recorrió Cataluña de una punta a otra, a imitación de la protagonizada por los países bálticos antes de separarse de la Unión Soviética. Ya no era solo una cuestión política o una reivindicación social: el soberanismo, el proceso a la independencia se convirtió en un modo de vida, en una creencia para llenar el armario identitario que abarcaba todos los detalles de la vida cotidiana. Ya no eran manifestaciones, sino peregrinaciones organizadas con una precisión milimétrica.
El siguiente paso fue convocar una «consulta» sobre la independencia para el 9 de noviembre de 2014. El Gobierno central presentó entonces dos recursos de inconstitucionalidad contra el decreto de convocatoria y contra la ley en la que se amparaba el proyecto inicial de referéndum. El Ejecutivo catalán optó por improvisar un «proceso participativo sobre el futuro político de Cataluña». Oficialmente se desentendía y lo dejaba en manos de la sociedad civil. Rajoy pareció aceptar este cambio y no se opuso frontalmente. Más tarde se supo que había pactado con Mas que los resultados no se harían públicos desde el palacio de la Generalitat para mantener la pretensión de que era una iniciativa privada de poca importancia. La votación se realizó sin incidentes. Participaron poco más de 2,3 millones de personas, un 33 por ciento del censo, y el 80,76 por ciento de los votantes respondieron sí a las dos preguntas propuestas: «¿Quiere que Cataluña sea un Estado?» y «¿Quiere que este Estado sea independiente?». Pero Mas no resistió la tentación de atribuirse el éxito de la convocatoria y anunció los resultados oficialmente a bombo y platillo.
La relación entre Madrid y Cataluña se endureció. Mas volvió a adelantar las elecciones. Para entonces los catalanes habían acudido a las urnas siete veces en cinco años. Los casos de corrupción empezaban a hacer mella en la vieja marca pujolista, CiU, por lo que se buscó la complicidad de todas las fuerzas independentistas bajo un paraguas bautizado Junts pel Sí ( JxS), que incluía a los restos de Convergència y hacía subir al mismo barco a ERC, para entonces ya una fuerza que amenazaba la hegemonía convergente, así como a otras formaciones escindidas de socialistas y democristianos. Las elecciones se convocaron con el marchamo de plebiscitarias, en el sentido de que una victoria de las fuerzas soberanistas validaría la independencia. Pero, de nuevo, Junts pel Sí se quedó corta. Mas esperaba una holgada mayoría absoluta, pero no la tuvo ni en votos ni en escaños, y se vio obligado a pedir el apoyo de una formación de extrema izquierda, las Candidaturas de Unidad Popular (CUP). Lo primero que hicieron los dirigentes de esta formación, realmente populista y asamblearia, fue pedir su cabeza, y la consiguieron. El nuevo presidente de la Generalitat —con el visto bueno de las CUP— era un político bastante desconocido, se llamaba Carles Puigdemont y era el alcalde de Girona.
EL DESAFÍO DEL REFERÉNDUM PARA LA INDEPENDENCIA
El programa electoral de JxS contemplaba la declaración de independencia en un plazo máximo de dieciocho meses. Lo que no se produjo. A cambio se decidió convocar un nuevo referéndum para el día 1 de octubre de 2017, esta vez vinculante, para la creación de la República catalana, y poner a la Generalitat a trabajar en la creación de las estructuras necesarias para construir un Estado propio. Durante meses el Gobierno catalán y el de Madrid jugaron al ratón y al gato; unos escondían sus intenciones y otros buscaban medios para paralizar el proceso. Rajoy optó por judicializar el problema, presentando recursos ante el Tribunal Constitucional de todas y cada una de las leyes que aprobaba la cámara catalana. Esto no hacía más que animar a los independentistas hacia la vía unilateral. En la primera semana de septiembre el Parlament se saltó todas las reglas, silenció a la oposición —medio hemiciclo quedó vacío— y aprobó la convocatoria del referéndum y la llamada Ley de Transitoriedad que debía regir los primeros pasos de la nueva República. El Ejecutivo central intentó evitar que se celebrara la consulta por todos los medios, bloqueó las partidas para comprar urnas e incluso las buscó activamente. Pero el Gobierno catalán consiguió esconderlas y así se llegó a la infausta jornada del 1 de octubre de 2017.
Ese día en los colegios electorales aparecieron las urnas, que algunos ciudadanos habían guardado celosamente en sus casas. Muchos militantes independentistas habían dormido en las escuelas y los centros de votación para defenderlos de una posible acción policial. En lugar de contemporizar, el Gobierno de Rajoy optó por una posición de fuerza: intentar impedir la votación con el único medio que tenía a su alcance, la Policía y la Guardia Civil, que habían llegado días antes a Cataluña. La Generalitat, por su parte, se había garantizado la complicidad de los Mossos d’Esquadra, la policía autonómica, que se jugaba mucho en el envite en tanto que estaba obligada a cumplir las órdenes de los jueces. La jornada fue caótica. Se produjeron numerosos enfrentamientos en un buen número de colegios cuando las fuerzas antidisturbios cargaron contra quienes intentaban votar, lo que propició imágenes de inaudita violencia, que dieron la vuelta al mundo y reforzaron el victimismo de los independentistas. Estos creyeron que la visión de este «martirio» les granjearía la suficiente simpatía internacional como para que la UE o al menos algunos de sus Estados reconocieran la República cuando esta se proclamara.
Sin embargo, lo que no calcularon los independentistas fue que, por estas mismas razones, los días siguientes se iba a producir un pánico irrefrenable en el sector económico, que se saldó con la salida de Cataluña de tres mil empresas, entre ellas los dos principales bancos: CaixaBank, el segundo más importante de España, y Banco Sabadell, el quinto. Tampoco calcularon que este episodio despertaría a la silenciosa mayoría no independentista —unionista, según la jerga del proceso—, que básicamente era la otra mitad de la población. Pocos días después de este episodio, por primera vez el centro de Barcelona acogió una manifestación igual de multitudinaria que las independentistas en favor de la unidad de España, repleta de banderas españolas. El proceso independentista se había dado a conocer en todo el mundo, pero partió a la sociedad catalana por la mitad.
Pareció que la amenaza del Gobierno de Madrid de aplicar el artículo 155 de la Constitución, que suponía de facto la intervención de la Generalitat, y la incertidumbre creada por la espantada económica y financiera llevarían a Puigdemont a convocar elecciones y dejar las espadas en alto. Pero, como acostumbra a suceder en los procesos nacionalistas, a partir de un determinado momento el compromiso se convierte en traición. Cuando todo parecía indicar que el presidente catalán, con base en un pacto con Madrid acordado con los auspicios del lendakari Iñigo Urkullu —otra paradoja que fueran los vascos los que intentaran moderar las ansias separatistas—, iba a disolver el Parlament, una lluvia de amenazas e insultos en las redes sociales, de calificativos de traidor, una manifestación de estudiantes que se desvió camino de la plaza de Sant Jaume y la actitud contraria de sus socios de ERC le llevaron en la dirección opuesta. Al día siguiente la cámara catalana, en la que de nuevo faltaba casi la mitad del hemiciclo, proclamó la República.
Pero no ocurrió nada. La bandera española siguió ondeando sobre el palacio de la Generalitat. De la euforia se pasó a la incertidumbre. El Senado español votó a favor de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, y el Gobierno de Rajoy lo puso en marcha inmediatamente. Destituyó al Ejecutivo catalán y convocó elecciones en plazo muy breve, una jugada política que dejó poco margen a los independentistas, obligados a presentarse a los comicios ante el riesgo de perder cualquier anclaje en el poder real. Durante el fin de semana Puigdemont se dejó ver por su ciudad, Girona, y la televisión pública catalana emitió un discurso suyo grabado deliberadamente ambiguo. El lunes Puigdemont y cuatro de sus consejeros aparecieron en Bruselas. Ningún país del mundo reconoció la República catalana. Los miembros del Gobierno catalán que acudieron a la Audiencia Nacional, en Madrid, acusados de sedición, rebelión y malversación de fondos públicos, acabaron en prisión y los que habían huido a Bélgica se convirtieron en fugitivos de la Justicia.
La presencia de Puigdemont en Bruselas no fue casual; fue una manera de intentar poner en evidencia su frustración y echar en cara el apoyo unánime que las instituciones europeas habían dado a Rajoy más allá de lamentar con la boca pequeña la violencia del día 1 de octubre. Arrastrado por su propia lógica interna, el independentismo catalán pasó de ser un movimiento que llevaba el europeísmo como bandera a convertirse en uno de los problemas más importantes que tuvo que afrontar la UE en el tumultuoso año 2017. A los pocos días de su huida a Bélgica, el destituido Puigdemont, claramente contrariado por la falta de apoyo de las instituciones europeas, cambió su discurso por uno con muchas similitudes al de la eurofobia de los movimientos populistas de extrema derecha, como el Frente Nacional de Marine Le Pen. La UE, dijo, era «un club de países decadentes y obsolescentes en el que mandan unos pocos, además muy ligados a intereses económicos cada vez más discutibles» y «donde hay varias varas de medir». Puigdemont, que esperaba en esos momentos la decisión de la Justicia belga sobre la demanda de extradición presentada por el Gobierno español, descartaba uno de los elementos clave de la campaña independentista, el que daba por hecho que, en caso de independencia, Cataluña seguiría formando parte de la UE, al asegurar que iban a ser los catalanes quienes «deberán decidir si quieren pertenecer a esta UE» y «en qué condiciones».
Sin embargo, pese a tener que dirigir una campaña electoral desde la distancia, las elecciones convocadas el 21 de diciembre por el Gobierno central, en virtud de las prerrogativas que le concedía el famoso artículo 155 de la Constitución, volvieron a dar un resultado casi idéntico al de 2015; una mayoría independentista en escaños, encabezada por el expresidente Puigdemont desde su exilio de Bruselas, frente a una mayoría de más de un 52 por ciento del bando no independentista. La estrategia de pedir el voto para «la restauración de la República» dio resultado en un electorado que ya, abiertamente, había abandonado la política de los intereses y la gestión por la de las emociones. Con sus principales líderes en prisión o en el exilio fozoso, con sus fuentes de financiación exangües, el independentismo no solo no cedió, sino que intentó forzar la proclamación de Puigdemont como presidente de la Generalitat desde Bruselas, proponiendo fórmulas como la proclamación telemática de un Ejecutivo que gobernaría a través de internet.
Como dijo el editor Andreu Jaume, lo que se dirimía en Cataluña y en toda Europa era la «batalla entre la democracia representativa y una supuesta democracia plebiscitaria de la que no sabemos nada, salvo que quiere instaurar una república de gente buena». «La abstracción del pueblo —el Volksgeist— se ha puesto por encima del Poder Legislativo y del Poder Judicial con un Ejecutivo que actúa como oráculo visionario de la voluntad demótica», añadió. El proceso catalán tiene mucho en común con el brexit en el sentido de negar la realidad y aferrarse a una única idea marco: el objetivo final, y pasar por encima de cualquier otra consideración de tipo práctico. Los partidarios más extremistas del brexit, frente a las dificultades que encuentra el Gobierno de Theresa May en las negociaciones con Bruselas, dificultades que nunca quisieron contemplar, optan por la patada adelante, por una desconexión unilateral pura y dura, pase lo que pase, en contra de lo que realmente sería el interés «nacional».
Los dos populismos españoles surgidos de la Gran Recesión han protagonizado viajes completamente opuestos. Mientras que el independentismo catalán sigue navegando a lomos de los movimientos de masas, de la visceralidad, de las emociones, sin cambiar básicamente su discurso mesiánico, a Podemos el proceso catalán lo ha cogido con el pie cambiado y se ha visto obligado a mezclarse en una guerra que no era la suya; una guerra que escapaba del eje arriba-abajo para constituirse en el nosotros-ellos. En Barcelona, el colauismo, que parecía encaminado a un futuro hegemónico, tras mantener difíciles equilibrios, no ha podido soportar la presión del independentismo, ha doblado el espinazo gracias a su modelo de democracia asamblearia y ha roto el pacto con los socialistas con el que gobernaba la capital. En España ha sucedido lo mismo. Podemos cae en las encuestas a una velocidad de vértigo, mientras Ciudadanos se acerca peligrosamente al PP para robarle la hegemonía en la derecha. Si algo confirma lo sucedido en España en los últimos años es que es la derecha la que realmente ha entendido cómo funcionan los medios de comunicación y las redes sociales, la que sabe cómo tocar la fibra visceral, lo emocional, mientras que la izquierda acaba perdida en el laberinto de las pasiones y no sabe cómo explicarse a sí misma.
El gran vencedor de esta crisis política ha sido Ciudadanos, un partido fundado en Cataluña en 2006 para enfrentarse a la hegemonía del nacionalismo en lo que parecía una batalla perdida. Sin embargo, su líder Albert Rivera se perfila ahora en todos los sondeos como el principal aspirante a relevar en el Gobierno de Madrid al desgastado Mariano Rajoy, castigado finalmente por la corrupción sistémica del PP, que los españoles descubren día sí y día también en las decenas de casos que dirimen los tribunales, y por su pasividad ante los problemas por los que atraviesa la sociedad española, empezando por el catalán. El éxito de C’s (así es el logotipo de la formación) en las elecciones al Parlament de Catalunya de diciembre de 2017, cuando por primera vez en la historia desde la restauración de la Generalitat, un partido no catalanista, Ciudadanos, resultó ser el más votado y el que mayor número de escaños obtuvo, tuvo el efecto de propulsarle a nivel español. Rivera, como Inés Arrimadas, la vencedora en Cataluña, representan además el cambio generacional que se está produciendo en las filas conservadoras.
Desde la izquierda y desde el independentismo llueven las descalificaciones sobre C’s, a quienes se acusa de populistas e incluso de fascistas. Sin embargo, es un hecho que, además de llevarse votantes del PP, también los está sacando del PSOE e incluso de formaciones más a la izquierda como Catalunya en Comú, la formación impulsada por la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, y socio electoral de Podemos. Si esto se produjera a nivel estatal, las fuerzas de izquierda probablemente tardarían mucho tiempo en poder reconstruir su espacio e incluso, en el caso del socialismo, podrían convertirse en irrelevantes. El exeurodiputado Ernest Urtasun, miembro de Catalunya en Comú, apunta a que Ciudadanos intentará ubicarse a nivel europeo en el mismo espacio que el del presidente francés Emmanuel Macron, y señala: «El riesgo que tenemos en los próximos meses es que el movimiento que lidera en Francia y que se articulará en el Parlamento Europeo como uno de los grupos más grandes quiera a C’s dentro de su proyecto». Desde la perspectiva de Bruselas, muchos sitúan a Rivera como un posible Macron español, capaz de sumarse a la refundación europea. Sin embargo, a nivel nacional, el profundo sectarismo de la sociedad española probablemente impedirá que cuaje una opción centrista. El problema de España es de índole estrictamente política. No hay un bloqueo económico y las reformas implementadas por el Gobierno de Rajoy, con sus muy importantes daños colaterales, están impulsando un crecimiento sostenido. Por el contrario, el modelo de representación política, el marco constitucional, hace aguas por todos lados y nadie se atreve a reformarlo.
PORTUGAL, LA IZQUIERDA GESTIONA CON ÉXITO LA CRISIS
En Portugal ha ocurrido todo lo contrario que en España. La derecha aplicó las reformas, pero en las urnas perdió la mayoría por escaso margen. Los socialistas consiguieron hacerse con el apoyo de los comunistas y otras fuerzas de izquierdas que no exigieron entrar en el Gobierno. Portugal es en estos momentos una rara avis en Europa. Lisboa está de moda y probablemente acabe sustituyendo a Barcelona en el imaginario del turismo urbano en busca de ese componente lúdico y sensual que tan bien representó la capital catalana. Lisboa también es el símbolo del inesperado éxito de Portugal, uno de los pocos modelos de gestión que puede reclamar la izquierda europea, una vieja izquierda no populista, básicamente la socialdemocracia de toda la vida. António Costa consiguió en su momento formar un Gobierno en minoría en alianza con los comunistas y el Bloco de Esquerda, en el que hay quien ve una suerte de Podemos luso, pese a tener casi dos décadas de existencia. Fue una carambola. El conservador Pedro Passos Coelho (PSD) había ganado las elecciones de 2015, pero sin mayoría, e incluso recibió el encargo de formar Gobierno de parte del jefe del Estado, Marcelo Rebelo de Sousa. Nada permitía pensar que Costa lograría superar el histórico odio entre su partido (PS) y el comunista y antieuropeísta PCP, pero consiguió su apoyo para gobernar en minoría y desplazó a Passos Coelho. Nadie apostaba por su supervivencia, pero dos años más tarde Costa, uno de los pocos socialistas que gobiernan en Europa, lidera los sondeos con un 42 por ciento de intención de voto, 17 puntos por encima de los democristianos, y Portugal se ha convertido en el alumno aventajado de la UE, que como reconocimiento ha elegido a su ministro de Finanzas, Mário Centeno, para presidir el Eurogrupo.
Lo más sorprendente es que Portugal fue intervenido por la Troika y tuvo que gestionar un rescate de 78.000 millones. Sin embargo, con una gran dosis de pragmatismo, el Gobierno de Costa consiguió distanciarse de la austeridad a ultranza sin por ello apartarse de la ortodoxia que exigía Bruselas. Subió el salario mínimo, aprobó medidas contra la pobreza energética, aumentó los días de vacaciones y puso fin a los recortes salariales a los funcionarios. Con un 2 por ciento de déficit en 2016 —cinco décimas menos de lo que exigía Bruselas— y el paro por debajo del 10 por ciento, el PIB portugués acumulaba trece trimestres al alza a finales de 2017. Para aplicar recortes y reducir el déficit sin demasiadas protestas en las calles, el Gobierno socialista ha contado con el apoyo de sus socios de la izquierda. El precio a pagar fue que la deuda pública subió al 130,4 por ciento del PIB, por encima del 125 por ciento previsto, solo por debajo de Japón (239,2 por ciento), Grecia (181,3 por ciento) e Italia (132,6 por ciento).
Una de las razones por las que la vieja enemistad entre socialistas y comunistas no fue impedimento, en esta ocasión, para que estos últimos permitieran la formación del Gobierno fue la emergencia del Bloco de Esquerda, un partido fundado en 1999 como un conglomerado de fuerzas de extrema izquierda, desde antirrevisionistas ortodoxos hasta trotskistas, pasando por otras minorías. Liderado por Catarina Martins, ha evolucionado hacia un perfil del estilo de Syriza o Podemos y ha desplazado electoralmente al viejo PCP. En las últimas elecciones presidenciales, su candidata, la europarlamentaria Marisa Matias, dobló en votos al candidato comunista. Al igual que Podemos, el Bloco de Esquerda apuesta por candidatos jóvenes que rechazan la vieja línea dura de los comunistas; pero, a diferencia de sus correligionarios españoles, ha optado por la colaboración crítica con el Ejecutivo socialista de António Costa.