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El 4 de julio de 2016, la noticia sorprende al Reino Unido y a Europa: Nigel Farage deja la dirección de su partido, el United Kingdom Independence Party (UKIP), unos diez días después de haber logrado una victoria histórica, el brexit. Esa es también la razón que señala el líder euroescéptico para retirarse: «Mi objetivo de salir de la UE se ha cumplido —declara—, he cumplido mi misión». Pero aprovecha esta declaración para puntualizar las cosas: él nunca prometió, como pretenden algunos medios de comunicación continentales, que esta salida de Europa permitiría al Reino Unido recuperar trescientos cincuenta millones de libras esterlinas por semana, es decir, cuatrocientos diecisiete millones de euros, que podrían así reasignarse al funcionamiento del sistema de salud, el National Health Service. Ahora bien, esta afirmación sobre el dinero contante y sonante fue uno de los argumentos más poderosos del bando del Leave, anunciado a bombo y platillo con paneles publicitarios en las carrocerías de los autobuses y a través de todo el país. De hecho, fue Boris Johnson, antiguo alcalde de Londres, y su agrupación Vote Leave los que se comprometieron a dicha devolución, después de que esta fuera designada por la comisión electoral como organismo oficial de la campaña favorable al brexit y dotada para ello con una partida de gastos de siete millones de libras.
No obstante, Farage utilizó también el argumento financiero para convencer de la pertinencia de la salida de la UE. Explicaba que los británicos abonaban cincuenta y cinco millones de libras diarias a la UE y deducía las sumas entregadas cotidianamente por Bruselas en forma de ayudas diversas, y concluía que el Reino Unido era deficitario en diez mil millones anuales por causa de Europa. En los debates del referéndum se comprometió a gastar esos treinta y cuatro millones de libras ahorradas cada día al servicio de la salud y de las escuelas.
Así pues, la ecuación financiera fue decisiva en la argumentación de los partidarios de la salida de la UE. Si bien esos cálculos son altamente cuestionables. Así, de los dieciocho mil millones de libras entregadas cada año por Londres a Bruselas, hay que deducir los cinco mil millones de devolución, famosa rebaja negociada por Margaret Thatcher en 1984, gracias a su célebre consigna: «I want my money back». Las ayudas europeas entregadas al Reino Unido alcanzan cada año cuatro mil millones, y el sector privado británico por su parte percibe, según estimaciones de The Guardian, 1.400 millones de libras. Por último, el acceso al mercado interior que permite la adhesión a la UE autoriza a su vez sustanciales economías de derechos de aduanas e impuestos diversos. Saber si el brexit es un buen o un mal negocio financiero depende, pues, del cálculo aleatorio. Solo después de varios años de haber salido de la Unión se pueden medir los posibles beneficios o estimar el coste suplementario de una decisión así. Y como dice un comisario europeo: «No se pueden tener las ventajas de Noruega y las restricciones de Canadá, no se cambiarán las reglas del mercado único porque les convenga a los británicos».
Por supuesto, los partidarios del brexit se han guardado mucho de advertir a los votantes del coste de la salida en sí misma. Se sabe desde entonces: a la vista de las negociaciones, son alrededor de cincuenta mil millones de euros lo que va a pagar el Reino Unido para asumir las obligaciones presupuestarias que votó con los otros veintisiete países. Como en una copropiedad, estas obligaciones hay que cumplirlas más allá de la fecha del «divorcio». «Ni pensar en pagar entre veintisiete los presupuestos votados por veintiocho», advirtió Bruselas desde el principio de las negociaciones.
La utilización sesgada de estas estimaciones financieras bastaría para calificar la campaña por la salida de la UE de campaña populista. Esto se vuelve evidente cuando se elabora la lista de los demás argumentos empleados contra Europa, ya se trate de especulaciones sobre el tamaño de los plátanos que se autorizaría en el país o de los fantasmas esgrimidos en materia de migraciones. Así, Boris Johnson profetiza que la entrada próxima de Turquía en la Unión va a venir acompañada «de asesinos, terroristas y secuestradores». Además, Johnson compara Bruselas con Adolf Hitler. Luego explica que permanecer en Europa traerá un 10 por ciento de inmigrantes adicionales, lo que provocará una bajada del 2 por ciento de los salarios británicos. La habilidad de los oponentes al Remain es criticar la presencia y el impacto económico de los trabajadores venidos de otros países de la Unión, escapando así a la acusación de xenofobia para quedarse solamente en el terreno de la reflexión en materia de competencia.
Cualquiera que haya sido la parte de demagogia en el discurso de los partidarios del Leave, el resultado está ahí: el 23 de junio de 2016, con una participación récord que supera el 72 por ciento, los votantes británicos eligen en un 52 por ciento frente a un 48 por ciento salir de la UE, en la que el país había entrado en 1973. El Leave tiene 2,7 millones de ventaja sobre el Remain. Este resultado es un acontecimiento imprevisto ya que, aun con márgenes estrechos, las cifras de los sondeos permanecían favorables al Remain pocos días antes de la votación. El shock es político, pues provoca la caída del Gobierno de David Cameron y la apertura de una crisis dentro del Partido Conservador; el shock es geopolítico, pues es la primera vez que un país abandona la Unión Europea, dando credibilidad a la idea de que esa estructura puede deshacerse; el shock es económico, ya que las primeras consecuencias de esa votación son negativas en la City igual que en la economía real y permiten augurar un «castigo» a medio plazo. Michel Barnier, designado poco después por Bruselas para negociar en nombre de los 27 miembros la salida del 28.º, da cuenta del seísmo: «Cuando realicé mi primera vuelta por los países miembros, noté una toma de conciencia general. El brexit ha sido un shock en todas partes, ya que cada cual se decía: “Me puede pasar a mí”. El segundo shock fue la elección de Donald Trump a la Casa Blanca. El tercer shock fue la oleada de terrorismo que alcanzó a países que hasta entonces se habían librado de él».
El análisis del voto en las trescientas ochenta y dos circunscripciones en las que se organizó el referéndum, pronto va a entregar enseñanzas sociológicas propias a establecer si el brexit es o no un fenómeno populista. La primera lección está clara: la parte del reino que ha sacado provecho de la mundialización votó por el Remain. La que parece excluida de los circuitos de prosperidad votó por el Leave. La correlación es igualmente elocuente entre la opción electoral y la creación de riquezas locales, o incluso los ingresos medios de los habitantes. Escocia, Londres y sus alrededores, las metrópolis dinámicas, como Brighton o Manchester, las ciudades universitarias como Oxford o Cambridge y finalmente Irlanda del Norte recomendaron permanecer en la Unión, mientras que las zonas estancadas en la crisis económica, así como la mayoría de las zonas rurales, sobre todo del este y de las Tierras Medias le volvieron la espalda, al igual que los feudos laboristas tales como Sheffield o Birmingham. Siete de los sectores que más votaron por el Remain se sitúan en Londres.
En cambio, se ve que la decisión de los electores no es correlativa a la presencia o no de una concentración importante de inmigrantes originarios de países de la UE. El Leave simplemente se benefició en las ciudades en las que esta afluencia de trabajadores ha sido reciente y brusca. No obstante, este indicador debe mirarse de manera más matizada. En su libro, Brexit No Exit (I. B. Tauris), el antiguo ministro de Asuntos Europeos británico Denis MacShane recuerda que los ciudadanos que se definen como «ingleses pero no británicos» han votado en un 80 por ciento por el Leave, mientras que los que se declaran «británicos y no ingleses» eligieron el Remain en un 60 por ciento. Es indudable que existe un componente identitario en la votación del 23 de junio de 2016, lo cual es un rasgo fundamental del populismo. «El brexit puede verse, pues, como una afirmación del monoculturalismo blanco inglés», concluye MacShane.
El análisis del voto según la edad aporta una visión adicional y polémica sobre la legitimidad del brexit —aun cuando los sondeos realizados por el instituto YouGov, justo antes del escrutinio, han recibido críticas—. Según dichos estudios, el 66 por ciento de los británicos entre los dieciocho y los veinticuatro años de edad votaron por el Remain, y el 52 por ciento de los de veinticinco a cuarenta y nueve años hicieron otro tanto. En cambio, el 58 por ciento de los electores entre cincuenta y sesenta y cuatro años votaron Leave, un resultado que sube hasta el 62 por ciento entre los mayores de sesenta y cinco años. Esta discontinuidad queda disminuida si se tiene en cuenta el hecho de que han sido muchos los jóvenes que han pasado de las urnas. Muchos de estos abstencionistas habrían votado por el brexit si hubieran llegado a votar... Más allá de la polémica cuantitativa, el debate que se produce a continuación constata que el destino del reino fue elegido por británicos que no verán sus efectos, por estar llamados a abandonar este mundo en los años que vienen. En cambio, los más jóvenes vivirán mucho tiempo fuera de la UE aun cuando deseaban seguir siendo ciudadanos de ella.
El verdadero criterio discriminatorio que explica el resultado de los argumentos populistas en la campaña es el nivel de calificación académica. El Reino Unido poco cualificado es el que votó Leave. La British Election Study llevó a cabo una encuesta entre treinta y un mil votantes, que establece que los postgraduate degree votaron Leave en un 27 por ciento, frente a un 75 por ciento de los «sin cualificación».
La índole populista del voto del referéndum también se inscribe en el afianzamiento ideológico de los partidarios del Leave. El resultado del 23 de junio es el triunfo del UKIP, es decir, del Partido de la Independencia del Reino Unido. La finalidad de esta formación, su «objeto social», en cierto modo, es la salida de la UE desde su creación, en 1993. A pesar de las vicisitudes de la vida política, el efecto eliminatorio del modo de elección uninominal mayoritaria de una sola vuelta, la solidez del bipartidismo británico y los asuntos político-financieros que alcanzan a algunos de sus elegidos, el UKIP progresa con regularidad. Sin embargo, con esta culminación del proceso llega el principio del fin para los leales a Nigel Farage, que lo presiente y abandona el partido justo después de la victoria. Diane James, que lo sucede, tira la toalla en otoño. Después, Paul Nuttall, tras un ínterin de Farage, lleva al UKIP hacia las legislativas anticipadas de 2017, donde le espera un desastre: el 1,8 por ciento de los sufragios, cuando en 2015 había alcanzado el 12,6 por ciento y, sobre todo, el 27,5 por ciento en las elecciones europeas de 2014, cuando los ciudadanos lo situaron en primera fila de las formaciones políticas del Reino Unido. No obstante, si el soberanismo también disminuye no es tanto porque se ha alcanzado el fin supremo. Es, en realidad, porque el brexit pronto aparece como un engaño, perjudicial a medio plazo para el conjunto de los ciudadanos del país.
Es demasiado fácil atribuir la victoria del Leave solamente a la propaganda firmada por el UKIP. Primero, porque la campaña oficial en favor de esta opción la dirigió la franja soberanista del Partido Conservador. Es una parte muy antigua de la identidad de los tories la que ha mantenido este euroescepticismo. Quizá incluso se trate del ADN fundamental del partido, escamoteado por la voluntad europeísta de Edward Heath, primer ministro que organizó la entrada del país en la UE en 1973. Margaret Thatcher fue la primera encarnación del reflujo de esta estrategia en los conservadores y de un comportamiento soberanista dentro de la Unión. Su actitud en las cumbres europeas mostró en más de una ocasión hasta qué punto desaprobaba la entrada de su país en la UE. En 1997, derrotados por los laboristas de la mano de Tony Blair, los tories encuentran un nuevo líder, William Hague, que sitúa el combate antieuropeo en el centro de la refundación conservadora. Prometiendo y luego provocando el referéndum, David Cameron intentó quizá ser el descendiente de Heath, y se encontró con que era el hijo de Hague.
Al hilo de los últimos años, varios conservadores, de los cuales un diputado a la Cámara de los Comunes, abandonaron su partido para unirse al UKIP. Así pues, la victoria del Leave es también, entre los tories, una victoria del campo soberanista sobre el campo europeísta, de Boris Johnson sobre David Cameron. La suerte de Europa ha quedado secuestrada por una lucha intestina en el Gobierno y la mayoría británicos.
Esto no bastó para garantizar la victoria del brexit, que solo quedó asegurada por el apoyo de una parte de los laboristas. Denis MacShane, ministro de Asuntos Europeos en el Gobierno de Tony Blair de 2002 a 2005 demuestra, en Brexit No Exit, hasta qué punto la tradición eurófoba de la izquierda británica siguió estando viva más allá del eclipse del blairismo. Para toda una generación, la UE no es más que el nuevo vehículo que ha utilizado Alemania —a la cual Francia está mecánicamente unida— para dominar el continente. El posicionamiento ambiguo de Jeremy Corbyn, líder del laborismo, que votó por el Remain sin luchar verdaderamente contra el brexit, suscita críticas, pero deja la vía libre al soberanismo popular, absolviendo de entrada a los votantes del Leave que venían de la izquierda. Después del escrutinio, es objeto de una tentativa de deponerlo dentro de su partido, pero una votación lo confirma a la cabeza de los laboristas por más del 60 por ciento de los votos. Si bien él mismo no es una figura del euroescepticismo, por su posicionamiento muy a la izquierda refuerza el basismo soberanista. «Jeremy Corbyn no es Jean-Luc Mélenchon», dice un antiguo comisario europeo francés. «Es más estructurado, menos ideólogo. Si él fuera primer ministro negociaría para el Reino Unido un estatus a la noruega, con ayuda de los liberales.» Esa es realmente la finalidad de Corbyn: que el brexit se termine con la caída de los conservadores y que él pueda negociar nuevas relaciones entre la UE y el Reino Unido desde el número 10 de Downing Street.
Así, tanto a la derecha como a la izquierda, el referéndum del 23 de junio de 2016 se instrumentalizó por razones de política interior e incluso por disputas intrapartidarias, y la desviación populista no fue sino una consecuencia provisional de esta batalla derecha-izquierda y en el interior de los laboristas y los tories.
La epifanía y la epopeya del UKIP tuvieron al menos el mérito de favorecer al British National Party (BNP), la extrema derecha que se instaló en el Reino Unido a partir de los años treinta. Tras haber ganado dos escaños en las elecciones europeas de 2009, el BNP declina, para desaparecer casi por completo del paisaje político en 2017, mientras el UKIP está a su vez en regresión. En las legislativas, el BNP no está en condiciones de presentar sino diez candidatos en todo el país, que van a sumar solamente un total de cuatro mil doscientos votos. Queda, pues, bien claro, a fin de cuentas, que el efecto principal del brexit no es que el populismo se instale en el corazón de la vida política británica, sino el regreso de los soberanistas al primer plano dentro del Partido Conservador y la posición de los laboristas en una emboscada para tomar el poder cuando la trampa costosa del brexit atrape a la derecha.
Esto manda de vuelta a los tories a una parte oculta de su identidad, encarnada por un famoso diputado: Enoch Powell. Formado en Cambridge en las líneas más clásicas del saber, diplomado en estudios orientales y africanos, Powell surge en la historia política inglesa el 20 de abril de 1968 con una ponencia conocida como «discurso de ríos de sangre». Describe lo que serán, según él, las consecuencias nefastas de la inmigración descontrolada, principalmente la que viene de las antiguas colonias. Este discurso incendiario suscita una virulenta reacción antirracista y le vale a su autor un ostracismo inmediato en la clase política, pero también un eco inédito en la población. El «powellismo» es sin duda la médula espinal del populismo británico. Si bien pasa a situarse en el centro del esqueleto del partido tory.
Dos politólogos británicos, Matthew Goodwin y Oliver Heath, han definido muy bien el perfil sociopolítico de los votantes del Leave. Para ellos, se trata de ciudadanos left behind, es decir, los dejados en el olvido, los marginados de la mundialización y del éxito a la moda del siglo XXI. Según estudios de ambos, estos votantes son víctimas de un doble castigo, de una mala suerte redundante: el «doble maleficio». A su falta de cualificación, que hace que su acceso al empleo sea difícil, se añade la falta total de oportunidades que pudiera ofrecer una sociedad moderna que ya no los necesita ni les concede el mínimo reconocimiento. Prisioneros del «antiguo mundo», el 23 de junio de 2016 dicen «no» al nuevo.
Para Denis MacShane, la explicación adopta otro giro. Considera que la «generación E» ha sido derrotada por la «generación B» en el referéndum del 23 de junio de 2016. La primera, desarrollada en los años dos mil, es la generación E, de Europa, vinculada a la época en que el New Labour de Tony Blair dominaba la vida política británica. La segunda, la generación B, de brexit, corresponde a la regeneración del Partido Conservador sobre bases soberanistas, nostálgicas y «powellianas». Es esta una visión sociopolítica que desvincula el brexit de un puro populismo para relacionarlo con un cóctel que mezcla la revancha de los duros dentro de los tories, el impacto de una prensa sensacionalista francamente populista (Daily Mail, The Sun, Daily Express) y el laxismo voluntario e hipócrita de los laboristas ciertamente proeuropeos, pero más preocupados por una derrota de David Cameron que por la suerte del Reino Unido y de la UE.
La mayoría de los sondeos que siguieron al referéndum del 23 de junio de 2016, hasta finales del año 2017, han mostrado que los ciudadanos británicos estaban más preocupados que antes por su futuro y que una parte nada despreciable de los partidarios del Leave lamentaban su voto antieuropeo. Sin duda ese sentimiento va a incrementarse hasta la salida efectiva, en marzo de 2019, y después, ya que la factura será sustanciosa. Para Bruselas se trata incluso de un castigo, ya que el brexit debe ser la ocasión de dar un ejemplo. «Es una negociación histórica que debe seguir siendo única», dice Michel Barnier con ánimo de no ocultarlo. «Al final debe quedar claro que más vale estar dentro que fuera.» Desde hoy, según los sondeos, un nuevo escrutinio no tendría la misma conclusión que el del 23 de junio de 2016. No son sino estudios y no la realidad de una verdadera campaña, pero al menos establecen lo que entonces fue la opción de los electores: más aún que un momento populista, un verdadero aventurismo.
IRLANDA, LA FRONTERA Y EL ANTIPOPULISMO
Entre los muchos problemas y facturas que el brexit deja como herencia, figura la posibilidad de reabrir una vieja herida entre vecinos si, como bien podría suceder, se instala de nuevo una frontera física entre Irlanda del Norte, parte del Reino Unido, y la República de Irlanda, uno de los países a los que mejor ha sentado la integración en Europa y su pertenencia a la moneda única y que ha pasado de ser uno de los más pobres del continente a tener una de las rentas per cápita más altas. La isla de Irlanda albergó uno de los conflictos más crueles y sangrientos que tuvo que soportar la Europa del último tercio del siglo pasado; una guerra civil que se desarrolló principalmente en Irlanda del Norte, parte del Reino Unido, entre los republicanos católicos —el Sinn Féin y su brazo armado, el IRA— y los unionistas protestantes y sus milicias leales a la Corona británica, y que provocó más de tres mil quinientos muertos a lo largo de veinticinco años. El Acuerdo de Viernes Santo (Good Friday), firmado en Belfast el 10 de abril de 1998 por los Gobiernos británico e irlandés y aceptado por la mayoría de los partidos políticos norirlandeses, puso fin al conflicto de una manera razonable, hasta el punto de que, salvo incidentes de tipo más personal que político, se puede dar por acabado.
Uno de los elementos clave de este acuerdo, aunque no figurara de forma explícita, fue la desaparición de la frontera entre las dos partes de la isla, que a efectos económicos y sociales hoy en día funcionan como un solo espacio, según el modelo clásico de integración europea. El brexit, sin embargo, amenaza con volver a abrir la herida. Una casi inevitable consecuencia del brexit es volver a colocar la frontera. Es prácticamente imposible que el Reino Unido quede fuera del mercado único y de la unión aduanera y que siga sin existir una frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Por ejemplo, en 2015 Donegal y Derry, a ambos lados de la frontera, decidieron unirse y crear una zona económica y administrativa única. Actualmente el 10 por ciento de los habitantes de Derry ya viven al otro lado. Hay cincuenta pasos fronterizos asfaltados entre los dos municipios que sería imposible controlar.
El Gobierno conservador de Theresa May, compuesto en buena parte —empezando por ella misma— de políticos contrarios al brexit, quiso pasar de puntillas por encima del tema irlandés, pero no contaba con la rápida intervención de un sorprendente político, el primer ministro irlandés Leo Varadkar, de treinta y ocho años, gay e hijo de un inmigrante indio, que amenazó con vetar el avance de las negociaciones si no obtenía garantías de que habría una solución específica para los problemas de la isla. Todos los socios europeos le apoyaron, lo que obligó al Gobierno de Londres a pactar una serie de medidas para garantizar que en el futuro se mantendrá una frontera «blanda» entre ambas partes. Varadkar, quien forma parte de la nueva hornada de jóvenes políticos que en los últimos tiempos están accediendo al poder de manera nítida, representa en sí mismo el cambio profundo que se está produciendo en una sociedad tradicionalmente muy conservadora como la irlandesa.
Irlanda fue uno de los primeros países de la zona euro en sentir los efectos de la Gran Recesión. Tras un periodo de gran crecimiento, gracias a políticas fiscales muy atractivas para los inversores y a una escasa vigilancia de la supervisión bancaria, la burbuja financiera estalló a finales de 2007 y en 2009 entró en una depresión económica. Muchos negocios cerraron y el desempleo subió del 8,75 por ciento de 2008 hasta un 14,6 por ciento en febrero de 2012. De la gravedad de la crisis da idea que, en el primer trimestre de 2009, el PIB cayó un 8,5 por ciento respecto al primer trimestre del año anterior, y el PNB se encogió el 12 por ciento. Sin embargo, a principios de 2010 Irlanda había recuperado la velocidad de crucero y saneado su tóxico sistema financiero. Sorprendentemente, en todo este episodio la sociedad irlandesa no parece haber apostado por salidas populistas, aunque se da la paradoja de que ahora pueda ser víctima del populismo de sus vecinos.