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Alemania ya es un país «normal», proclamó un veterano periodista de la televisión pública después de las elecciones de septiembre de 2017. «Bien, ahora todo esto ha acabado, ahora ya somos un país como los demás.» Desde que el Gobierno federal se trasladó de Bonn a Berlín en 1999 —salvado con un aprobado alto el trauma de la reunificación— y apareció la Alemania que ahora conocemos, los europeos la han mirado con una mezcla de admiración, envidia e irritación. Mientras en sus respectivos países tenían que lidiar con parlamentos ingobernables, partidos populistas de izquierdas y de derechas que no lograban ponerse de acuerdo en nada y Gobiernos débiles incapaces de sacar adelante ninguna reforma, en Berlín se sucedían los ejecutivos estables con una alternancia modélica y cada legislatura construía sobre la anterior. Se formaban coaliciones de amplio espectro —incluso grandes coaliciones entre los dos principales partidos— y la economía tiraba de toda la zona euro, a cuyos miembros se regañaba y sancionaba por su falta de rigor presupuestario.
Ahora el mapa político alemán se ha desbordado por ambos lados del espectro y por uno especialmente peligroso: la extrema derecha. Alternative für Deutschland (AfD), un partido xenófobo, populista e islamofóbico, ha conseguido una gran franja de electores a la derecha de los democristianos y los socialcristianos. Con casi un 13 por ciento de los votos, se ha convertido en el tercero del país y ha colocado cerca de un centenar de diputados en el Bundestag. Los dos grandes partidos hegemónicos, la CDU/CSU y el SPD, se han encogido hasta contar con poco más del 50 por ciento del apoyo ciudadano. Primero hubo un intento de formar un Gobierno estable liderado por la cancillera Angela Merkel que dejara a los socialdemócratas en la oposición, tal y como ellos mismos deseaban y, además, estableciera un cordón sanitario frente a la extrema derecha. Pero la llamada coalición Jamaica, que reunía a democristianos (CDU/CSU), liberales (FDP) y Verdes, fracasó. Aparcada la posibilidad de convocar de nuevo a los ciudadanos a las urnas, por miedo a que el populismo de AfD creciera aún más, la presión sobre el SPD para reeditar la grosse Koalition entre democristianos y socialdemócratas de la última legislatura, liderada por Angela Merkel, fue imposible de resistir por el viejo partido de la izquierda alemana, aun a sabiendas de lo mucho que se juega en el futuro y de que el hervor populista tiene mucho que ver con el centrismo de los últimos cuatro años. Así, cinco meses después de los comicios, y tras durísimas negociaciones, las bases del SDP dieron el visto bueno al acuerdo y abrieron la puerta a la investidura de Merkel.
En el camino, tanto democristianos como socialdemócratas se dejaron muchas plumas. Schulz tuvo incluso que abandonar la presidencia del SPD, que ha vivido un debate muy agrio y ha visto como sus juventudes, los famosos Jusos, rechazaban abiertamente el pacto y abrían una brecha en el viejo liderazgo con la emergencia de un joven político radical al que se le augura un futuro importante: Kevin Kühnert. Para Merkel, sin duda, este será su último mandato. Como reconociéndolo, la canciller abrió la puerta de su sucesión nombrando a Annegret Kramp-Karrenbauer como secretaria general del partido, tras forzar la renuncia del veterano Peter Tauber. Desde los sectores más conservadores de la CDU, y especialmente desde sus socios bávaros de la CSU, se acusó a Merkel de haber cedido en demasía a las pretensiones del SPD, a quien entregó una pieza tan importante como el Ministerio de Finanzas. A los socialcristianos les produce vértigo el irresistible empuje de AfD, que puede hacer que en las elecciones que tendrán lugar en Baviera a finales de 2018 les aparte por primera vez del poder que ostentan en este land desde la fundación de la República Federal. Para compensarlos, Merkel tuvo que ceder a la CSU otra pieza clave: el Ministerio del Interior, concretamente a su líder Horst Seehofer, el presidente de Baviera, cargo que tuvo que dejar. Además de vanagloriarse de haber conseguido establecer un tope anual de entrada de solicitantes de asilo, Seehofer anunció una curiosa medida simbólica, pero que muestra a las claras como el «efecto AfD» está cambiando las cosas en Alemania. El Ministerio del Interior cambia su nombre y se llama ahora Ministerio de Interior, Construcción y Patria, en alemán Heimat). La palabra heimat, como tantas otras en Alemania, tiene connotaciones abiertamente nacionalistas, significa patria, pero también terruño, casa o país natal. Originalmente fue muy utilizada en el periodo del Romanticismo alemán, pero los nazis también la usaron, razón por la que solía evitarse.
Fundado originalmente por elementos conservadores y reaccionarios de extracción académica sobre la base del rechazo al euro durante la crisis griega, AfD ya estuvo a punto de superar el listón del 5 por ciento en las elecciones de 2013. Pero, con la llegada de la ola de refugiados y la política de puertas abiertas de la canciller Angela Merkel, el partido olvidó el tema monetario y evolucionó hacia una oferta de extrema derecha xenófoba, al tiempo que devoraba a sus líderes más carismáticos. La última, Frauke Petry —artífice de la transformación del partido, que se sumó en la inquietud popular por la inmigración para anclarlo definitivamente en el paisaje político alemán—, acabó desplazada por el ala más radical. Pero AfD no viene del pasado ni es comparable a los partidos de extrema derecha que han ido apareciendo y desapareciendo en la historia de la República Federal. No es el lugar a donde van a morir los viejos nazis. Es una amalgama de honrados conservadores, nuevos nacionalistas, insoportables racistas e ilusionistas políticos. No es muy distinto a otras formaciones europeas que, con el mismo discurso nacionalista y xenófobo, se han nutrido de votantes irritados por la globalización y los cambios sociales.
Desde la Segunda Guerra Mundial, tratar de definir la identidad nacional alemana —y aún más celebrarla— ha sido tabú. Se entendía como un primer paso hacia el tipo de nacionalismo que degeneró en el Tercer Reich. Las banderas tenían poco protagonismo, al igual que el himno nacional. AfD rompió este tabú agitando la sensación de que Alemania había perdido el control de sus fronteras y estaba siendo invadida. Ya no se trataba solo de un problema económico o político, sino de un peligro grave para su propia identidad; el caldo de cultivo clásico de la xenofobia. Hasta ese momento, ninguno de los partidos tradicionales vendía «identidad» en su programa. AfD fue la primera en proporcionarla y en incorporar el patriotismo a la política. Introdujo el tema en la conversación nacional con un discurso especialmente atractivo para importantes sectores de la sociedad alemana: desde los perdedores de la crisis necesitados de protección hasta los creyentes nacionalistas o los nostálgicos del supremacismo ario.
No es más ultraderechista AfD que el Frente Nacional francés o los partidos racistas escandinavos; simplemente sucede que en Alemania esto adquiere tintes más siniestros. Europa es más igual a sí misma de lo que algunos pretenden, y el racismo y la xenofobia se pueden encontrar prácticamente en todos lados. Desde la derrota del régimen nazi en 1945, la única definición positiva de la identidad alemana era la construida sobre la base del «nunca más». Después del proceso de reunificación, cuando Alemania emergió como la gran potencia europea y antes de que aparecieran las crisis financiera y migratoria, las élites políticas y culturales intentaron construir lo que se llamó el patriotismo constitucional, que formó parte de la escenografía del Campeonato Mundial de Fútbol de 2004, un campeonato que ni siquiera ganó la selección alemana. Pero el intento de esconder el sentimiento de Deutschtum («germanidad») bajo la identidad europea no ha funcionado. A muchos alemanes ya no les basta Europa, ni siquiera saben si les gusta la UE; son varias las encuestas, como la del Pew Research Center, que indican que más de la mitad alberga un alto grado de euroescepticismo.
LA DERECHA XENÓFOBA
NO QUIERE HABLAR MÁS DEL HOLOCAUSTO
Hasta ahora los partidos políticos tradicionales se habían resistido a incorporar el elemento identitario a su discurso, lo que dejaba el campo abierto a la AfD. Björn Höcke, uno de los más vehementes oradores de esta formación, no tiene ningún reparo en criticar el recuerdo del Holocausto como parte de la historia nacional. «Somos el único país del mundo que ha levantado un monumento a la vergüenza en el corazón de su capital», dice en referencia al monumento del Holocausto en Berlín. Los alemanes, denuncia, «tienen la mentalidad de un pueblo totalmente vencido, cuando la verdad es que Alemania es un pueblo grande y viejo que ha aportado más que ningún otro a la humanidad». No todo el mundo en AfD comparte el discurso de Höcke, pero es una buena muestra del tipo de mensaje con el que el partido reivindica el orgullo patriótico, algo hasta ahora ausente del discurso político oficial.
El elemento determinante del ascenso de AfD ha sido la inmigración. Cerca de un millón y medio de refugiados llegaron a Alemania entre 2015 y 2016. Fue una oleada estremecedora con todos los elementos de un cataclismo social, con imágenes difundidas a todas horas que provocaban temor. Era la huida del infierno de las guerras de Oriente Próximo, en cuyo origen estuvo presente Occidente, que muchos percibían como una invasión en toda regla. El Gobierno de la canciller Merkel optó por abrir las puertas de par en par. Hubo mucha solidaridad; una parte importante de la sociedad se volcó en ayudar a los recién llegados. La memoria de su propio éxodo, cuando tras la derrota millones de alemanes fueron expulsados de los territorios del este adjudicados a Polonia y hubo más de un millón de muertos, no se había extinguido. Pero otros alemanes lo vivieron como un ataque a su modo de vida.
Finalmente, en un momento dado, Merkel cerró las puertas. Se estaba produciendo una desestabilización no solo interna, sino también en los países vecinos. Ahora la cuestión central es cómo se integrará esta masa de población en los próximos años. «Lo gestionaremos», dijo la canciller en el peor momento de la crisis, pero nadie sabe cómo conseguir, a medio y largo plazo, que los inmigrantes musulmanes de Afganistán, Irak o el norte de África acepten sin ambigüedades valores como la tolerancia religiosa, la igualdad de derechos de las mujeres y la prioridad de la ley terrenal sobre los mandamientos divinos. Lo paradójico fue que, durante la campaña del verano de 2017, los candidatos de AfD no tuvieron que insistir en este asunto porque quienes acudían a sus mítines lo daban por descontado, lo que les permitía definirse como un partido protector de la gente común y enemigo de las élites políticas, que supuestamente habían secuestrado el debate sobre la historia y la cultura alemanas. El tema de la integración estuvo ausente de la campaña, pero Merkel, durante la campaña, ya introdujo elementos de dureza para los inmigrantes que pretenden mantener hábitos y reglas que muchos alemanes no están dispuestos a aceptar. «No nos pertenecen», dijo, refiriéndose a las mujeres que se cubren toda la cara.
El éxito electoral de AfD ha tenido un gran impacto, aunque en términos reales siga siendo un partido minoritario con nulas expectativas de llegar al poder. Su agenda populista se ha ido filtrando en la sociedad alemana y ha entrado de lleno en la batalla por la hegemonía cultural. En las filas conservadoras, las críticas a la canciller Merkel por su política centrista —amén de su decisión de abrir la puerta a los refugiados— son cada vez más fuertes, tanto en la CDU como en su socio la CSU bávara, que ya no duda en ofrecer dosis de patriotismo y xenofobia a sus votantes tradicionales. AfD se frota las manos. «Habrá una caza contra Merkel», dijo su líder, Alexander Gauland, la noche electoral. Gauland, que nació en Chemnitz, en la antigua Alemania comunista, pero emigró de joven a Fráncfort, proviene de las mismas filas que la canciller y ocupó cargos de relevancia dentro de la CDU en Hesse. No fue hasta 2013 que rompió con los democristianos y acusó a Merkel de despojar al partido de su identidad conservadora. Ya entonces ventilaba sus pulsiones xenófobas con comentarios racistas como los que lanzó contra la presencia de jugadores «no alemanes» en la selección de fútbol, en referencia a los de origen extranjero, especialmente africano. Muestra del amplio espectro que ambiciona el partido es que el bronco Gauland, de setenta y seis años, comparte el liderazgo de AfD con Alice Weidel, de treinta y ocho, economista y empresaria, lesbiana y feminista, que vive con su pareja esrilanquesa y sus dos hijos, y que es partidaria de la salida de Alemania no solo del euro, sino también de la UE.
Como sucede en muchos otros países europeos, los votantes de estas formaciones populistas de extrema derecha proceden de capas sociales muy diversas y de amplias franjas de edad. Sus votantes —mayoritariamente masculinos, eso sí— se sitúan entre los veinticinco y los cincuenta y nueve años, y en especial entre los treinta y cinco y los cuarenta y cuatro. No salen solo de las filas tradicionalmente conservadoras del país, sino que provienen de la práctica totalidad del espectro social y político, y una parte importante son votantes frustrados que llegan de la izquierda. Según un estudio del instituto Infratest Dimap, solo medio millón salieron de la CDU, una cifra relativamente baja si se tiene en cuenta que otro medio millón llegaron del SPD socialdemócrata y otros cuatrocientos treinta mil de la izquierda populista de Die Linke. Pero lo más significativo es que un millón de votantes de AfD eran habituales abstencionistas, un dato inquietante que revela el nivel de populismo del que se alimenta.
El problema de mantener a los partidos de extrema derecha en cuarentena una vez que han obtenido representación parlamentaria es que produce un efecto perverso en el sistema. A medida que aumenta el número de votantes de estas formaciones, crece la presión sobre los principales partidos para que se conjuren con el fin de cerrarles la puerta al poder. A menudo esto fuerza la unión de los dos principales partidos en una gran coalición, a pesar de sus diferencias políticas. Al actuar así la política puede comenzar a parecerse a un cártel de élite, en el que el establishment mantiene un consenso para gobernar y las opciones se reducen a un carril cada vez más estrecho, descartando lo que los votantes demandan. Esto no hace sino alimentar el discurso de los partidos populistas de extrema derecha acerca de que todos los partidos principales son iguales y están controlados por élites que no escuchan a la gente.
LA LARGA TRADICIÓN DE GOBIERNOS DE COALICIÓN
Todos los Gobiernos alemanes desde 1949 han sido Gobiernos de coalición y, hasta ahora, siempre han funcionado. El fracaso de las conversaciones a tres bandas —entre democristianos (CDU/CSU), liberales (FDP) y Verdes— para formar Gobierno muestra hasta qué punto la fuerza de AfD ha corrompido la capacidad de alcanzar un compromiso. Los populistas han conseguido desacreditar el compromiso como un valor central de la democracia. Fueron los liberales de Christian Lindner quienes dieron el portazo. Volvían al Bundestag tras pasar una legislatura en el frío exterior. En 2013, después de haber gobernado en coalición con Merkel, el FDP lo pagó quedando por debajo del 5 por ciento mínimo para obtener representación. Ciertamente había algunos temas conflictivos; en concreto el de la reagrupación familiar de los refugiados, que los liberales no aceptaban. Los Verdes, por su parte, querían que se fijara una fecha para el cierre definitivo de las centrales eléctricas de carbón, entre otras cosas. Pero todos eran temas negociables y se estuvo muy cerca de llegar a un acuerdo. La inesperada decisión de Lindner de abandonar las negociaciones fue un fuerte golpe para la imagen global de Alemania como una potencia estable y responsable, en especial si se entiende que fue provocada precisamente por el temor al uso que los populistas podían hacer del hecho de haber llegado a un compromiso. Por primera vez desde los días de la República de Weimar, los partidos democráticos eran sometidos a una gran presión por parte de la extrema derecha.
Para los Verdes la negociación era una auténtica prueba de fuego. La formación ecologista se ha ido adaptando al cambio de los tiempos con bastante éxito. En la década de 1980, cuando su militancia se componía mayoritariamente de jóvenes revolucionarios de raíces sesentayochistas, la batalla se produjo entre los llamados fundis —fundamentalistas opuestos a cualquier concesión al sistema— y los realos —realistas abiertos a jugar dentro de las instituciones—, y fue ganada por estos últimos, liderados por el carismático Joschka Fischer, que más tarde llevaría a su partido al Gobierno federal como socio minoritario del SPD, y ocuparía el Ministerio de Asuntos Exteriores de la Alemania recién unificada. El apoyo de Alemania al bombardeo de Kosovo en 1999 ya provocó entonces un intenso debate en el partido. Sin embargo, los Verdes no han sido nunca un partido obrero ni han tenido relaciones dignas de resaltar ni con el movimiento sindical ni con movimientos sociales, más allá de lo estrictamente relacionado con el medio ambiente.
En el otro extremo del espectro político, Alemania tiene también un partido populista con rasgos semejantes a los de otras formaciones europeas de similar ideología. Die Linke es el heredero del SED, el antiguo partido comunista de la RDA reconstruido tras la reunificación como PDS, cuya supervivencia ya es en sí toda una hazaña. Fundado por Gregor Gysi, un abogado de los disidentes políticos de la Alemania Oriental y miembro de una de las familias de la aristocracia comunista del régimen, adquirió protagonismo en los años de la caída del Muro de Berlín, lo que le sirvió para refundar el SED y erigirse en defensor de la causa de los ciudadanos del Este. En este largo viaje de más de un cuarto de siglo ha ido añadiendo elementos, empezando por la facción más izquierdista del SPD encabezada por Oskar Lafontaine, que fue secretario general socialdemócrata y ministro de Finanzas en el primer Gobierno de Gerhard Schröder, con quien chocó por las políticas liberales que, en su opinión, llevaba a cabo el Ejecutivo.
En 1999 Lafontaine renunció a sus cargos en el Gobierno y en el partido, y se convirtió en una de las voces más críticas de las reformas efectuadas por el Gobierno de Schröder que afectaban a la jornada laboral, el seguro de desempleo, la sanidad y los derechos de los trabajadores. En 2005 abandonó el SPD y se presentó en las listas de Die Linke, en una operación que extendió el ámbito real de la formación a todo el país y que le supuso un 8,7 por ciento de votos y 54 escaños en el Bundestag. Retirado Lafontaine por problemas de salud y con Gysi lejos de la primera línea, Die Linke se ha apropiado de una franja de en torno al 10 por ciento del electorado, lo que ha contribuido al adelgazamiento del espacio socialdemócrata. En la anterior legislatura, Die Linke era la primera fuerza de la oposición en el Bundestag y debatía la posibilidad de un acercamiento estratégico a los socialdemócratas y los Verdes para formar una coalición de Gobierno. Como todo partido populista que se precie, Die Linke también intenta pescar votos en todas las aguas. La actual líder del partido y presidenta del grupo parlamentario, Sahra Wagenknecht, la joven esposa de Oskar Lafontaine, no solo ha mostrado sus simpatías por las políticas económicas de Donald Trump, sino que ha defendido, en contra de la línea del partido, una política restrictiva respecto a la acogida de refugiados, por lo que ha merecido el aplauso de la extrema derecha. Por esta razón, en el congreso de Die Linke de 2016, Wagenknecht recibió una tarta de chocolate en toda la cara, obsequio de un grupo llamado Iniciativa Antifascista.
UN BUNDESTAG DE DIMENSIONES GIGANTESCAS
Con estos dos partidos populistas en los extremos, la arquitectura política de Alemania ha alcanzado un grado de complejidad e incertidumbre desconocido en el país. El debate parlamentario ha cambiado de tono y todo indica que cada vez será más bronco. El Bundestag resultante de los comicios de 2017 amenaza con ser ingobernable. El sistema de adjudicación de escaños exige que se amplíe el número de diputados hasta que se llegue a un reparto perfectamente equitativo. Esto ha propiciado una cámara de dimensiones gigantescas, la más numerosa del mundo occidental, con una cifra récord de 709 miembros. La bronca, como ya han adelantado, correrá a cargo de AfD con sus 92 representantes. Este gigantismo tampoco augura nada bueno para el trabajo diario de la cámara, aunque para intentar que funcione la preside uno de los políticos más veteranos —y también más inflexibles— de Alemania, el antiguo ministro de Finanzas Wolfgang Schäuble, que fue elegido por primera vez en las listas de la CDU en 1972.
Los funcionarios del Bundestag han tenido que buscar despachos a lo largo y ancho del Regierungsviertel —el distrito gubernamental de Berlín— para poder albergar a todos los diputados, porque la nueva extensión de la cámara, que contará con trescientos despachos, lleva cinco años de retraso tras encontrarse filtraciones de agua. También ha habido que colocar nuevos escaños en el hemiciclo, que ahora llenan del todo la enorme sala del viejo Reichstag. Nadie quería sentarse junto a los diputados de AfD, relegados al extremo derecho del hemiciclo; les ha tocado a los liberales del FDP que volvían al Bundestag después de cuatro años de travesía del desierto. El nuevo Parlamento les costará a los contribuyentes 75 millones de euros adicionales cada año. La mayoría de los expertos constitucionalistas consideran que esta cámara de más de setecientos miembros acabará invalidada por el Tribunal Constitucional, pero calculan que la batalla legal no se solucionará hasta que prácticamente haya acabado la legislatura. AfD no solo desestabiliza el trabajo parlamentario en términos políticos, también en puros términos funcionales. Al ser nuevo en la cámara, el partido necesitaba dotarse de personal y de expertos en todos los campos, para lo que se lanzó a una agresiva política de fichajes y drenó las estructuras funcionales de los viejos partidos. Los nuevos diputados de AfD han fichado a los asistentes de los diputados democristianos que perdieron sus escaños, conscientes de que vencían sus contratos de trabajo.
Una de las ventajas que planteaba la no reedición de la gran coalición entre democristianos y socialdemócratas era que no le correspondería a AfD el papel de principal partido de la oposición, sino al SPD. Ahora, la nueva grosse Koalition finalmente pactada entre Merkel y Schulz para evitar la repetición de unas elecciones en las que AfD tenía mucho que ganar, devuelve a la ultraderecha el papel de primer partido de la oposición, con todos los atributos que le concede el reglamento de la cámara. AfD ya ha anunciado que aprovechará sus privilegios y hurgará en el tema que le ha dado alas, el de la inmigración. Entre otras cosas, pretende crear un comité que investigue la gestión de Merkel durante la crisis de 2015. Para ello, sin embargo, la ultraderecha necesita reunir al menos ciento veinte votos, lo que supone el apoyo de veintiocho diputados a sumar a los suyos. De momento no parece estar a su alcance, como lo demuestra que no ha conseguido colocar a su candidato, Albrecht Glaser, en una de las vicepresidencias de la cámara. Glaser, de setenta y cinco años, se pasó de la raya en su islamofobia cuando sugirió que los musulmanes que viven en Alemania deberían perder su derecho a la libertad de religión, con el argumento de que la fe de los musulmanes no respeta esa libertad. Los nombramientos de las vicepresidencias requieren una mayoría parlamentaria. Glaser solo recibió el apoyo de 123 diputados. Pero AfD lo aprovecha todo y el caso de Glaser le ha servido para denunciar «barreras hipócritas» a la libertad de expresión en las instituciones democráticas y alimentar el victimismo marca de la casa. Antes de la votación, Bernd Baumann, su portavoz parlamentario, comparó una moción aprobada al final de la anterior legislatura para evitar que fuera un diputado de AfD quien pronunciara el discurso de apertura de la cámara con un episodio de 1933, en el que el jerarca nazi Hermann Göring bloqueó el discurso de la líder comunista Clara Zetkin. Un relato que no se ajusta a la realidad histórica, pero que dice mucho del cinismo de esta nueva extrema derecha alemana.
Con todos estos elementos, incluida la presencia de una izquierda alternativa que no le hace ascos al populismo más banal, parece evidente que esa Alemania sobre la que pivotaba —y todavía pivota— el proyecto europeo ya no es la locomotora incansable que tira del resto; eso sí, sacando buen provecho de su liderazgo. Como señaló el periodista citado al comienzo de este capítulo, ahora es un país normal, no más estable que las demás democracias europeas y abierto, por lo tanto, a cualquier tipo de disfunciones. ¿Qué ha sucedido? Alemania sobrevoló la gran crisis mucho mejor que el resto gracias, en parte, a que se adelantó a las reformas que la Gran Recesión impuso por la fuerza de los hechos a sus socios europeos. Tras la reunificación, la absorción de la Alemania comunista por la República Federal tuvo un coste exorbitante: dos billones de euros según los cálculos de la Universidad Libre de Berlín. Más del 60 por ciento se destinaron a prestaciones sociales, en especial a pensiones. En 2004, por tercer año consecutivo, el déficit público superó el 3 por ciento establecido como límite en el Tratado de Maastricht y en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, y se situó en el 3,7 por ciento del PIB, mientras que la deuda alcanzaba el 66 por ciento.
Fue un Gobierno de izquierdas —el más escorado a la izquierda en la historia de la República Federal— el que asumió la tarea de poner a dieta el generoso sistema de prestaciones sociales y aplicar una reforma laboral. La llamada Agenda 2019 fue obra del canciller Gerhard Schröder, que gobernaba en coalición con los Verdes, liderados por Joschka Fischer. Es el terrible destino de la socialdemocracia europea: clama desde la oposición y recorta desde el poder. Se liberalizaron las condiciones de trabajo y se abrió la puerta a los contratos de tiempo parcial y al trabajo temporal. El subsidio de desempleo se redujo a un año —dieciocho meses para los mayores de cincuenta y cinco años—, siempre a condición de no rechazar los trabajos que se le ofrecieran al parado. Hasta la reforma, era posible disponer de un segundo par de gafas cada año a cargo de la Seguridad Social o pasar una semana de descanso en un balneario del Rin para curar el estrés del invierno. Ahora las prestaciones se limitan a un sistema de salud y ayudas sociales siempre condicionadas y nunca permanentes.
EL PROBLEMA DE LOS TRABAJADORES POBRES
Las empresas transformaron los contratos a tiempo completo en los llamados minijobs, que crearon un falso aumento del empleo consistente en redistribuir el trabajo existente, pero en condiciones de precariedad. Más de siete millones de alemanes tienen este tipo de trabajos: repartidores, empleadas del hogar, servicios de limpieza, cuidadores de niños o de ancianos, pintores o camareros en las horas punta… todos ellos empleos para los que no se requiere una cualificación especial. Muchos no llegan a fin de mes y necesitan un segundo trabajo, otro minijob, y un gran número de jubilados forman parte de este colectivo. Cuanto más tiempo se ejerce un minijob, más complicado es lograr un trabajo a jornada completa que permita cotizar a la Seguridad Social y acceder a una jubilación mínimamente decente. Un año de trabajo en un minijob solo da derecho a una pensión mensual de 3,11 euros; y una vida laboral de cuarenta y cinco años, a menos de 140 euros. Sin ingresos suplementarios, estas personas solo tendrían derecho a percibir la pensión básica de 688 euros mensuales que garantiza el Estado como jubilación mínima. A la precariedad se le une la humillación social. Por ejemplo, una mujer de treinta y cinco años, divorciada y con un hijo adolescente, perdió su trabajo hace años y sale adelante gracias a las ayudas sociales, pero si quiere seguir accediendo a los subsidios está obligada a aceptar un trabajo de los que le ofrece la oficina de empleo, y actualmente limpia la escuela en la que estudia su hijo.
La reforma de Schröder es uno de los elementos clave del éxito de la economía de Alemania, que ha conservado su capacidad de fabricación mucho mejor que otras economías avanzadas. La manufactura, por ejemplo, sigue representando el 23 por ciento del PIB, frente al 12 por ciento en Estados Unidos y el 10 por ciento en el Reino Unido, y da empleo al 19 por ciento de la mano de obra alemana, frente al 10 por ciento en Estados Unidos y el 9 en el Reino Unido. Algo que contrasta abiertamente con la práctica habitual de las economías más ricas: externalizar la manufactura a otros lugares con costes de mano de obra más bajos. Alemania nunca ha aceptado esta práctica y ha mantenido su liderazgo en la fabricación a través de un compromiso para procesar la innovación, respaldado por una red de institutos de investigación.
Pero la reforma recortó la capacidad negociadora de los poderosos sindicatos, tradicionalmente integrados en la gestión de las empresas. Ahora solo tres de cada cinco trabajadores están protegidos por los convenios firmados por los sindicatos. Con estos datos es fácil entender que una parte importante de la sociedad alemana se sienta desprotegida y abandonada, pues se ha roto el pacto «socialdemócrata» de la posguerra precisamente donde mejor se había articulado. Se trataba de recuperar la competitividad y —de paso— reformular el estado del bienestar. Como dicen algunos analistas, consistió en pasar del welfare state al workfare state, en el sentido de la maldición bíblica: del bienestar al trabajar. Quienes caen en el territorio definido por los minijobs quedan atrapados y pasan a formar parte de una clase social instalada en el resentimiento: la mejor gasolina para el populismo y uno de los viveros de votos de AfD y Die Linke.
Otro de los elementos que han contribuido a la ola populista es la división entre el este y el oeste y la cultura del agravio que se ha instalado en muchos lugares de la antigua Alemania comunista, pese a que pronto hará tres décadas de la caída del Muro de Berlín. Los estudios señalan, por ejemplo, que el voto a AfD ha crecido de manera exponencial en las zonas cercanas a la antigua frontera. La RDA desalentó activamente la mezcla social y procuró que estos lugares fueran poco atractivos para vivir, y menos aún para gente con buen nivel de estudios y con ambiciones. Un experimento casi antropológico que ahora explica el carácter especialmente reaccionario de algunos de estos pueblos y ciudades donde se pide el regreso del antiguo Estado protector.
Die Linke, hasta cierto punto sucesora de ese Estado, insiste en su programa en que su objetivo es lograr «un nivel de vida igual en el este y el oeste». Pero quien realmente ha triunfado en el este ha sido AfD, que, con porcentajes superiores al 20 por ciento, incluso se ha colocado en el primer lugar en algunas circunscripciones. Y lo ha hecho con un discurso por completo opuesto al de Die Linke, abogando, por ejemplo, por la abolición del impuesto de sucesiones, uno de los mecanismos para cerrar la brecha de riqueza entre el este y el oeste. Sus militantes y cuadros no se centran tanto en el discurso económico como en el ideológico. Alimentan el resentimiento que todavía tienen muchos ciudadanos contra la antigua República Federal, que consideran ajena a su concepción del mundo. Una vieja división cuyo origen está mucho más lejos que la que impuso la Guerra Fría. En cierto modo es la Alemania del Elba contra la Alemania del Rin, prusianos contra renanos, en un ejercicio de reduccionismo. El líder de AfD en Turingia, Björn Höcke, pide abiertamente una vuelta a los «valores prusianos», mientras que Alexander Gauland sugiere que la política de Alemania hacia Rusia debe inspirarse en la del canciller Otto von Bismarck. André Poggenburg, que dirige AfD en Sajonia-Anhalt, exige un sistema de educación centralizado basado en «virtudes prusianas clásicas como la franqueza, el sentido de la justicia, la honestidad, la disciplina, la puntualidad, el orden, el trabajo duro y la obediencia».
En Alemania hay un partido neonazi, el Nationaldemokratische Partei Deutschlands (NPD), que carece de representación en el Bundestag aunque tiene un representante en el Parlamento Europeo. El NPD vivió su mejor momento a finales de la década de 1960 y tuvo una segunda juventud en la primera década de este siglo, cuando consiguió entrar en los parlamentos de Sajonia y Mecklemburgo, en la antigua Alemania Oriental. Pero la emergencia de AfD lo ha devuelto a cifras por debajo del 1 por ciento. Otras organizaciones filonazis, como la Deutsche Volksunion, o partidos similares a AfD, como Die Republikaner, emergen en periodos de crisis o cuando, como ahora, la CDU-CSU se mueve hacia el centro para formar coalición con los socialdemócratas. El peso real del movimiento neonazi en Alemania es difícil de precisar, no tanto por la indudable presencia de individuos y grupúsculos que se reclaman seguidores de las doctrinas de Adolf Hitler, sino en cuanto a su verdadera dimensión política. En 2003 el entonces ministro del Interior, el socialdemócrata Otto Schily, intentó prohibir el NPD. En el proceso de ilegalización se descubrió que al menos un tercio de los dirigentes nacionales del partido eran agentes infiltrados por el propio Ministerio del Interior, lo que echó por tierra el intento. Para mayor vergüenza de las autoridades policiales, quedó en evidencia que los líderes neonazis que fomentaban actos violentos que pudieran ser achacables al NPD eran precisamente los policías infiltrados en la formación neonazi. Hubo otro intento en 2012, esta vez a cargo del Bundesrat, la cámara territorial, que presentó una demanda ante el Tribunal Constitucional. Esta ha sido rechazada recientemente alegando que, si bien el NPD persigue «objetivos anticonstitucionales», no está en posición de poder cumplir estos objetivos por su escasa presencia en el ámbito político alemán.
LA EXTREMA DERECHA SE INSTITUCIONALIZA EN AUSTRIA
La extrema derecha populista no es ninguna novedad en Austria, un pequeño país que padece de una evidente macrocefalia en forma de una capital imperial: Viena, que concentra dos millones y medio de habitantes de un total de ocho y medio, y donde hay una larga tradición de mezcla y cosmopolitismo, pero también de racismo y antisemitismo, que se manifestó abiertamente y sin complejos cuando, tras la Anschluss, pasó a formar parte del Tercer Reich en 1938. El populismo de derechas está fuertemente enraizado. En 2000 el ultraderechista Partido de la Libertad de Austria (FPÖ), liderado por el extravagante Jörg Haider, consiguió entrar en el Gobierno tras una campaña abiertamente xenófoba. Ahora ha regresado al poder en Viena tras obtener el mejor resultado de su historia, mejor que el logrado por Haider en 1999. Hay un chiste, ya clásico, sobre cuál es el país más inteligente del mundo. La respuesta es: Austria, porque ha conseguido hacer creer al mundo que Hitler era alemán y Beethoven austríaco, cuando es justo al revés.
La formación de aquel Ejecutivo fue muy tormentosa. Pasaron casi cinco meses desde los comicios de octubre de 1999 hasta la toma de posesión en febrero de 2000. El presidente federal Thomas Klestil encargó al democristiano Wolfgang Schüssel, del Partido Popular Austríaco (ÖVP), la formación del Gobierno y, amparándose en sus poderes, llegó a vetar a dos ministros del FPÖ: Thomas Prinzhorn, por sus «descarrilamientos verbales», y Hilmar Kabas, por su verborrea xenófoba durante la campaña. Los Gobiernos europeos reaccionaron con indignación. Tras muchos desencuentros, la UE llegó incluso a imponer sanciones diplomáticas y el Parlamento Europeo amenazó con la suspensión. Israel retiró a su embajador en Viena y The New York Times instó a la Administración Clinton a hacer lo mismo. Pese al descalabro del FPÖ en los comicios de 2002, cuando perdió dos tercios de sus diputados, la coalición sobrevivió a su condición de paria durante cinco años, que fueron muy duros de transitar para la diplomacia de Viena, y se vino abajo en 2005.
Para entonces el líder del FPÖ ya era Heinz-Christian Strache, y nada hacía prever que se recuperaría de aquel desastre. Pero Strache ha convertido los últimos doce años de su carrera política en una campaña permanente, y ha logrado una buena dosis de respetabilidad para el FPÖ, al tiempo que servía de modelo para Alternative für Deutschland. Lo paradójico es que la indignación y el rechazo que provocó el 13 por ciento de AfD en septiembre de 2017 no se vieron por ningún lado cuando, pocas semanas más tarde, el FPÖ consiguió más de un 26 por ciento y se convirtió en socio de Gobierno. La diferencia es que en Austria forman parte de la política cotidiana desde hace décadas. La otra diferencia es que Strache es el primer político con un pasado neonazi que forma parte de un Gobierno europeo. El FPÖ, sin embargo, no logró protagonizar el sorpasso al Partido Socialdemócrata de Austria (SPÖ) del canciller Christian Kern, que aguantó mejor de lo que se esperaba con un 26,9 por ciento de los sufragios. Pero los socialdemócratas, al igual que sus correligionarios alemanes, no quieren repetir la gran coalición con el ÖVP y prefieren recuperar fuerza y credibilidad desde la oposición.
El gran vencedor de estas elecciones, sin embargo, ha sido otro: el joven líder de los democristianos Sebastian Kurz, de treinta y un años, ministro de Asuntos Exteriores en una legislatura que acabó antes de lo previsto por la crisis de Gobierno que él mismo precipitó. Tras llevar a su partido, el ÖVP, a la victoria con un 31,7 por ciento de los votos, se ha convertido en el jefe de Gobierno más joven de Europa. La suya es una ascensión meteórica. Hasta que se postuló como candidato, el ÖVP languidecía en las encuestas, superado por los socialdemócratas, sus socios en la coalición gobernante, e incluso por detrás del FPÖ. Kurz decidió cambiar radicalmente la imagen del viejo partido conservador, en el que militaba casi desde la adolescencia. Lo rebautizó como Nuevo Partido Popular, cambió los colores de su logotipo y rediseñó el modelo de campaña con carteles que anunciaban la llegada de «un tiempo para algo nuevo». Y tuvo éxito. Consiguió hacer olvidar que, pese a su juventud, él mismo era uno de los ministros con más años de servicio en el gabinete y que el ÖVP llevaba más de tres décadas sin abandonar el poder.
Tras abrir negociaciones con el FPÖ, Kurz se deshizo en elogios sobre Strache, al que había acusado de neonazi una y otra vez durante la campaña. Destacó su «fuerte voluntad creativa y su deseo de cambiar Austria», lo que no impidió que, cuando este aceptó la invitación a las conversaciones de la coalición, le advirtiera que «no facilitaría las cosas para el ÖVP» porque el FPÖ no iba a renunciar —como se le pedía— a su pertenencia al grupo de extrema derecha de la Europa de las Naciones y de las Libertades (ENF, por sus siglas en inglés) en el Parlamento Europeo. Pero a Kurz esto no parece importarle. Pretende difuminar la división entre derecha e izquierda. Cuando el semanario Der Spiegel le señaló que, juntos, su partido y el FPÖ habían conseguido más del 60 por ciento de los votos, él respondió que otro tanto podía decirse de la suma entre los socialdemócratas y la extrema derecha, y señaló que el ÖVP solo había ganado en dos ocasiones las elecciones en los últimos cincuenta años y que parte de su éxito se basaba en haber conseguido los votos de muchos votantes habituales de los ecologistas de Alternativa Verde. Kurz promete bajar los impuestos y luchar contra la inmigración en una sociedad que, como algunos observadores señalan, se ha visto a sí misma en la primera línea de defensa de la cristiandad contra el islam, como lo fue en 1683 al resistir el asedio turco de Viena. Los aspavientos en las cancillerías y las presiones internacionales para evitar que el FPÖ pasara a formar parte de un Gobierno brillan por su ausencia.
Los vaivenes electorales que han agitado a Austria en los últimos años ilustran el nivel de volatilidad no solo austríaco, sino del escenario político europeo. En las elecciones presidenciales de la primavera de 2016, los candidatos de los partidos que formaban la coalición de Gobierno (SPÖ y ÖVP) por primera vez quedaron muy lejos del ganador, el candidato del FPÖ Norbert Hofer, y del segundo, Alexander Van der Bellen, un miembro de los Verdes que se presentó como independiente. Los resultados de la segunda vuelta, ganada por Van der Bellen por un muy estrecho margen, fueron anulados por el Tribunal Constitucional, que obligó a repetir la votación. Fue realmente un cara a cara entre dos mitades del país tan polarizadas como la personalidad de los dos candidatos. Europa contuvo la respiración porque no habría sido la primera vez que Austria tuviera un jefe de Estado con connotaciones de este tipo. Ya había sucedido con Kurt Waldheim, un antiguo nazi que consiguió ocultar su pasado y que no solo ocupó la Presidencia austríaca entre 1986 y 1992, sino que ya había llegado a ser secretario general de las Naciones Unidas entre 1972 y 1981. Finalmente, Van der Bellen ganó por un 53,8 por ciento de los votos frente al 46,2 por ciento de Norbert Hofer, con una participación del 74,2 por ciento.
Alemania, Austria y parte de Suiza concentran más de cien millones de ciudadanos de habla alemana, que comparten una misma cultura con pequeñas variantes. Europa se construye en torno a este eje que forman el Rin y el Danubio, dos ríos que nacen a menos de cincuenta kilómetros de distancia en la Selva Negra, en la divisoria continental, y uno toma el camino del Atlántico y el otro, soria del mar Negro. Lo que suceda en esta franja determinará el futuro de Europa.