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El populismo de izquierdas es vertical; la gente contra las élites, los de abajo contra los de arriba. El de derechas es horizontal: nosotros, los de aquí, contra los bárbaros que vienen de afuera. En el norte de Europa, donde más se ha desarrollado el estado del bienestar, más miedo existe a perder la estabilidad. Esto hace que se perciba a los extranjeros —y al terrorismo que se teme que pueden traer consigo— como una amenaza para el bienestar. Los sectores de clase media se vuelven xenófobos porque piensan, en la línea de las teorías de políticos de extrema derecha como Marine Le Pen o Geert Wilders, que, si en lugar de tener la puerta del apartamento abierta, la cerráramos, los que nos quedamos dentro podríamos volver a ponernos de acuerdo para restablecer el pacto social acordado en la posguerra y que ahora se desvanece bajo el peso de la globalización, la presión migratoria y el neoliberalismo. Según el sociólogo Joan Subirats, lo paradójico del mensaje que podríamos llamar lepenista es que, básicamente, pretende una renovación del pacto socialdemócrata; en el fondo, los partidos populistas de derechas intentan hacer lo que la socialdemocracia ha dejado de hacer. Se podría definir como «nacionalismo del bienestar», el modelo con el que la extrema derecha estaría robándole sus últimos votantes a la izquierda socialdemócrata.
Las sociedades escandinavas, en las que de forma permanente ha prevalecido la hegemonía socialdemócrata, son ahora el mejor muestrario de los populismos de corte xenófobo de toda Europa. Durante décadas estos países tuvieron sus puertas abiertas de forma ejemplar a los refugiados procedentes de todo el mundo. No se puede hablar de una Escandinavia homogénea; cada país tiene configuraciones sociales y políticas diferentes. Pero en todos ellos —Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia— existen partidos cuya principal seña de identidad es el rechazo a la inmigración, y son formaciones que integran las coaliciones de Gobierno o al menos tienen el peso suficiente como para ser determinantes en la configuración de la acción política. Lo más notable de esta transformación del marco político es que estos partidos, con su propuesta de «nacionalismo del bienestar», están robándole los votantes a la socialdemocracia, que, a su vez, intenta recuperarlos adoptando algunas de sus características.
En algunos países escandinavos, como en Suecia, existe realmente una gran presión migratoria; casi un 15 por ciento de la población ha nacido en el extranjero y otro 12 por ciento tiene al menos algún progenitor llegado de fuera del país. Uno de cada cuatro suecos es de origen foráneo, uno de los porcentajes más altos de Europa. En 2015 llegaron a Suecia 163.000 inmigrantes, el equivalente al 1,63 por ciento de su población, que no llega a los diez millones. El FMI estima que Suecia dedica un 1 por ciento de su PIB (512.000 millones de euros) a los refugiados, mientras que Alemania, la otra gran receptora, solo invierte el 0,35 por ciento. Este fenómeno ha propiciado el crecimiento de un partido abiertamente xenófobo y antiinmigrante: Sverigedemokraterna (Demócratas de Suecia, SD), que en las elecciones de 2014 dobló con creces sus escaños y se convirtió en la tercera fuerza del país, con casi un 13 por ciento de los votos. Las encuestas le conceden hasta un 18 por ciento para los comicios de 2018. Su líder, Jimmie Åkesson, ha conseguido llevarlo desde la franja marginal de la extrema derecha hasta el centro de la política sueca, subido al resentimiento contra los extranjeros. Su consigna se puede resumir en un tuit: «La próxima elección es una elección entre la inmigración masiva y el bienestar. Tú eliges».
Ahora las puertas de Suecia se han empezado a cerrar. Durante tres años, los refugiados no conseguirán el permiso de residencia permanente, sino solo temporal, y no podrán traer a sus familias si no tienen ingresos. A quienes se les deniega la petición de asilo se los fuerza a abandonar el país, salvo que tengan hijos menores de dieciocho años, y pierden el derecho a un techo, a la comida y a la paga de seis euros al día para gastos, las condiciones en las que han esperado la resolución de su caso. Esta medida, sin embargo, tiene un impacto relativo: un 76 por ciento de los demandantes obtuvieron el asilo en 2014. El Gobierno prevé expulsar a entre sesenta mil y ochenta mil de los solicitantes llegados en 2016, pero el tiempo de tramitación para conceder permisos de residencia supera el año. Aprobar estas medidas consensuadas entre seis partidos fue un auténtico trauma para el Gobierno de coalición entre socialdemócratas y verdes. «Me duele que Suecia no sea capaz de recibir solicitantes de asilo al alto nivel actual. Simplemente, no podemos hacer más», dijo el primer ministro Stefan Löfven mientras a su lado, la líder de los Verdes, Åsa Romson, intentaba contener las lágrimas.
Como en muchas otras sociedades occidentales, el populismo xenófobo sueco ha encontrado el campo abonado en una franja social que se considera maltratada, que piensa que ha sido olvidada por sus políticos, que padece las consecuencias de las tensiones emergentes en la estructura del estado del bienestar. Los votantes de SD son más pobres que la media, más viejos, visten menos a la moda… Pertenecen a una Suecia abrumadoramente provinciana, muy distinta de la que hasta ahora mostraba al mundo su cara más atractiva, generosa y solidaria. Han roto su silencio y no parece preocuparlos mucho los elementos racistas e incluso neonazis que arrastra consigo SD, como el hecho de que algunos de sus candidatos tengan que retirarse cuando aparecen fotos suyas con un brazalete con una esvástica o cosas similares. No es ningún secreto que entre sus militantes abundan los elementos abiertamente racistas, homófobos, machistas y antisemitas, que protagonizan actos vandálicos y agresiones contra minorías.
Por este extremo el SD se toca con los movimientos abiertamente neonazis, como el Den Nordiske Motstandsbevegelsen (Movimiento de Resistencia Nórdico, NMR), el grupo más activo en Escandinavia, que ahora, al amparo del auge de la ultraderecha, multiplica su presencia. Fundado en 1997 a partir de un grupúsculo llamado Movimiento de Resistencia Sueco, el NMR ha ganado fuerza en los últimos años y se ha extendido al resto de Escandinavia, razón por la que ha cambiado de nombre. Hay razones históricas que hacen a Suecia, la mayor potencia regional, más proclive a albergar movimientos supremacistas. Hasta comienzos del siglo XX la Corona sueca todavía controlaba Noruega. También Finlandia antes de que se la anexionara el Imperio ruso. En ambos países hay importantes minorías suecas, hasta el punto de que el idioma sueco es cooficial. El NMR, que defiende un Estado nacionalsocialista y lucha «por la libertad y la supervivencia de la raza nórdica», ha multiplicado su presencia en manifestaciones y protestas hasta convertirse en el grupo neonazi más activo y peligroso, al que se atribuyen acciones como ataques con explosivos contra viviendas de solicitantes de asilo o librerías y un intento de atropello contra una manifestación prorrefugiados. La Fundación Expo —que se dedica a investigar las actividades de la ultraderecha, y en cuya creación participó el fallecido escritor Stieg Larsson, autor de la célebre saga Millennium— cifra en trescientos los miembros del NMR, de los que ciento cincuenta serían suecos.
Sobre Suecia pesa la sombra de su papel durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras que Dinamarca y Noruega fueron ocupadas por las tropas del Tercer Reich, Suecia, al igual que Suiza, se mantuvo neutral, aunque favoreció a los alemanes. Inicialmente, el Gobierno sueco consideró que no estaba en posición de oponerse, y más tarde colaboró con el régimen de Hitler. Voluntarios suecos formaron parte de unidades de las SS y participaron en primera línea en la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética. También proporcionó a los alemanes las materias primas, esencialmente acero, para construir submarinos y tanques, y el Gobierno de Estocolmo permitió a la Wehrmacht usar sus ferrocarriles en las campañas contra Noruega y la URSS. Como dijo el propio Larsson, los suecos no son los herbívoros pacíficos que mucha gente imagina, y recordó que el primer ministro Olof Palme fue asesinado a tiros en una calle de Estocolmo en 1986 y que, más recientemente, en 2003, la ministra de Asuntos Exteriores Anna Lindh murió apuñalada en unos grandes almacenes.
En 2014, tras ocho años de hegemonía conservadora, los socialdemócratas volvieron al poder en Estocolmo. El primer ministro Stefan Löfven, un antiguo sindicalista, formó un Gobierno en minoría con el apoyo de los Verdes, que dos meses más tarde a punto estuvo de caer y provocar unas elecciones anticipadas. Estas se evitaron con un acuerdo con el bloque de la oposición conservadora tradicional, que no incluye a la extrema derecha. Todo apunta a que los comicios de 2018 pueden transformar radicalmente el mapa político sueco. El bloque de centro-derecha —los Moderados de Anna Kinberg Batra y el Centerpartiet de Annie Lööf— cree todavía posible conseguir una mayoría alternativa a la actual coalición sin la necesidad de contar con el apoyo del Sverigedemokraterna de Jimmie Åkesson. Pero lo tienen muy difícil. Todas las encuestas sitúan a la extrema derecha como la segunda fuerza política del país, con más del 20 por ciento de intención de voto, solo por detrás de los socialdemócratas de Löfven, con un 27 por ciento. En el bloque conservador ya se escuchan voces que matizan el extremismo de Åkesson y aseguran que se ha «moderado mucho» respecto a sus inicios. Su entrada en un Gobierno ya no parece tan remota.
DINAMARCA: EL NACIONALISMO DEL BIENESTAR
Aunque Dinamarca es menos inquietante, lo cierto es que la extrema derecha ya ha entrado en el Gobierno. En el país más feliz del mundo, según la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN) —una condición que alterna con Noruega—, una formación xenófoba se ha convertido en la segunda fuerza política. El Dansk Folkeparti (Partido Popular Danés) que lidera Kristian Thulesen Dahl protagonizó la gran sorpresa de las elecciones generales de junio de 2016 al alzarse con el segundo lugar y un 21 por ciento de los votos. Su programa incluía dos promesas clave: aumento del gasto público, por un lado, y restablecimiento de los controles fronterizos y lucha contra la inmigración, por el otro.
El DF nació en 2005 en la estela de la llamada crisis de las caricaturas. La publicación en el periódico Jyllands-Posten de una docena de caricaturas satíricas en torno a la figura del profeta Mahoma, fundador del islam, entre las que figuraba una en la que escondía una bomba dentro de su turbante, desató una reacción con episodios de gran violencia en muchos países musulmanes, que lo consideraron una provocación, la misma consideración que le mereció a la Iglesia católica. Sobre los dibujantes y los editores cayeron amenazas de muerte y uno de ellos, Kurt Westergaard, sufrió un asalto a su casa en Aarhus por parte de un hombre armado con un cuchillo y un hacha, con estrechos lazos con el movimiento islámico somalí Al Shabab y Al Qaeda en África Oriental. Ni el periódico ni el Gobierno danés pidieron disculpas. Alegaron que se trataba de un ejercicio de libertad de expresión, y posteriormente las caricaturas fueron publicadas por diarios y revistas de todo el mundo. Este episodio y la irritación de la sociedad danesa fueron hábilmente utilizados por Pia Kjærsgaard, la fundadora de DF, para lanzar la formación a la arena política ya de entrada con este componente islamófobo.
Kristian Thulesen Dahl, que reemplazó a Pia Kjærsgaard —ahora presidenta del Parlamento—, procede de Jutlandia, la curva del flanco occidental de la península, parte del «plátano podrido» arruinado por la despoblación y el desempleo. A sus habitantes, los jyllanders, les gusta decir que viven fuera de la vista y del pensamiento de los políticos de Copenhague que deciden el destino del país. Dahl, de cuarenta y cinco años, arrasó en Jutlandia y fue recibido como un héroe en su condado natal de Vejle, donde acude siempre que puede para jugar al fútbol con sus viejos amigos. Se dice que comprende las preocupaciones de la gente de los pueblos y las ciudades pequeñas, las mismas zonas rurales que se consideran perdedoras en el mundo globalizado y que desconfían de los inmigrantes. Según una encuesta reciente, el 55 por ciento de los daneses creen que los inmigrantes eligen su país para acceder a los beneficios sociales, y que esto produce el efecto de reducir las pensiones y los derechos sociales de los daneses más pobres.
En Dinamarca viven, según cifras de Naciones Unidas, unos quinientos ochenta mil inmigrantes, poco más de un 10 por ciento de la población del país, lo que lo sitúa en el puesto 57 entre los países del mundo en porcentaje de inmigración. Parecería una cifra importante vista desde la perspectiva de la oleada de refugiados que alcanzó Europa Occidental en los últimos años. Pero lo cierto es que los inmigrantes en Dinamarca no son mayoritariamente árabes que llegan huyendo de las guerras de Oriente Próximo, sino que proceden sobre todo de Alemania, Turquía y Polonia. La presión ha aumentado en los últimos años. En 2012 Dinamarca recibió a 11.800 refugiados, la cifra más baja en décadas, y en 2016 fueron 33.436 quienes pidieron asilo, todavía por debajo de las cifras de principios de este siglo. En cualquier caso, son cantidades muy inferiores a las de sus vecinos Alemania y Suecia. La reticencia hacia los extranjeros, especialmente los que llegan de culturas consideradas ajenas, es decir, los musulmanes, viene de lejos. Al menos desde 1997 los Gobiernos de Copenhague vienen ofreciendo dinero en efectivo a los inmigrantes para que abandonen el país si no pueden asimilarse a su cultura local. Con el fin de evitar que el reagrupamiento familiar se convierta en un sistema de naturalización, la ley establece que, para que el cónyuge extranjero de un ciudadano danés pueda optar a la ciudadanía, tanto el danés como el extranjero deben tener al menos veinticuatro años de edad. Para solicitar asilo se exigían tres años de residencia y ahora se han aumentado a siete.
La ley más radical para frenar la llegada de refugiados es la que permite confiscar bienes a solicitantes de asilo para financiar su estancia en este país nórdico. El Parlamento, con el apoyo de fuerzas que suman tres cuartas partes de los escaños, aprobó un paquete de medidas sobre política de asilo que incluye una ley que permite confiscar efectivo y objetos cuyo valor supere las 10.000 coronas (1.340 euros). El Gobierno liberal, en el que participa el DF, quiere ir más lejos y ha presentado un plan titulado «Una Dinamarca más fuerte. Control del influjo de refugiados», que contempla prisión incondicional durante dos semanas, uso de la fuerza y devolución inmediata en la frontera. «Esto crearía una sensación de seguridad y traería la paz y el orden», aseguró el Ejecutivo cuando lo presentó en la cámara. De momento, sin embargo, este paquete de medidas no ha conseguido superar la mayoría parlamentaria.
Pero, aparte de utilizar la cuestión de la inmigración como arma populista electoral, el Dansk Folkeparti también pretende robarle la cartera a la izquierda tradicional. Durante toda su historia se ha situado claramente en las antípodas de los socialdemócratas; el primero en el bloque azul de centro-derecha y los segundos como líderes del bloque rojo de centro-izquierda. La línea dura antiinmigración era lo que identificaba al DF. Pero, en los últimos años, los socialdemócratas se han movido a la derecha en este asunto, hacia el «nacionalismo del bienestar», en un intento de evitar la fuga de votantes de las clases trabajadoras y de niveles adquisitivos más bajos hacia la derecha, como ha sucedido en Francia y otros países en los que la extrema derecha se ha nutrido de antiguos votantes comunistas.
El eslogan de la campaña del DF era: «Ya sabes por lo que estamos» («Du ved, hvad vi står for»), un lema que encaja perfectamente en el ovillo de sobreentendidos en el que se mueve la extrema derecha europea. No hace falta decirlo; los inmigrantes económicos, la Europa federal y el fundamentalismo islámico son los temas estrella que alimentan el apoyo popular de estos partidos. Son mensajes difíciles de contrarrestar, más allá de las acusaciones de racismo y xenofobia. Pero, como sucede con todos los movimientos populistas, es cierto que saben a lo que se oponen, pero no dicen —o no saben— lo que proponen, y este es el secreto de su campaña, porque permite a los votantes llenar los espacios en blanco con su causa favorita: para unos, el regreso a los buenos viejos tiempos anteriores a la globalización, el orden e incluso la socialdemocracia protectora; para otros, la libertad o la expulsión de los extranjeros.
Como laboratorio político, lo que está sucediendo en Dinamarca ejemplifica los dilemas a los que se enfrenta la socialdemocracia europea. Los nuevos populismos de derechas coinciden con ella en la necesidad de aumentar el gasto en el sector público, en el rechazo a bajar los impuestos a las rentas más altas y a aumentar la edad de jubilación. Toda una paradoja porque en la segunda mitad de la década de 1990 en los países escandinavos se produjo un auge de los partidos conservadores y liberales, que emprendieron reformas en clave económica neoliberal para revitalizar sociedades que, tras largas décadas de Gobiernos socialdemócratas, habían perdido competitividad y cuyas economías e ingresos fiscales se resentían. Estas políticas supusieron una reducción del gasto público y de la presión fiscal. Ahora, en cambio, la nueva derecha populista y xenófoba que representa el DF va en dirección opuesta. En las últimas elecciones ofreció un aumento del gasto público sensiblemente mayor que el que figuraba en el programa de los socialdemócratas de Helle -Thorning-Schmidt y —en clave nativista— se comprometió a desviar recursos destinados a refugiados y solicitantes de asilo para mejorar la atención de los ancianos. Una de sus promesas más populares, que atendía a una preocupación generalizada por la calidad de la asistencia social, era garantizar que los ancianos y enfermos que viven en su propio hogar reciban al menos un baño por semana.
Si esta derecha populista quiere ser fiel a sus votantes, tiene que conseguir acuerdos en torno a temas como la resistencia ante la globalización no regulada y el control de las políticas neoliberales, empezando por la creciente y desestabilizadora desigualdad, los derechos de los trabajadores frente a la presión por liberalizar el mercado de trabajo, la gestión estricta de la inmigración y el acuerdo para la integración de los refugiados legales; todos ellos temas que forman ahora mismo el corpus del programa socialdemócrata. También sobre la cuestión europea el DF se ve obligado a mantener posturas ambivalentes, lejos del euroescepticismo tradicional del partido. Para tranquilizar a sus votantes, necesita seguir siendo crítico sobre ciertos temas, pero no puede sino aprobar políticas comunitarias de claro tinte socialdemócrata como la lucha contra los paraísos fiscales, la introducción de un impuesto sobre las transacciones financieras y todo lo relacionado con la educación pública o las regulaciones laborales.
Los socialdemócratas (SDP), consecuentemente, tienen problemas para mantener su condición de partido de amplio espectro al tiempo que hegemónico entre las clases trabajadoras sin entrar en algún tipo de alianza con el DF, lo que supone adoptar una perspectiva nacionalista. Por el momento, esta complicada relación lo que hace es reforzar la legitimidad del DF en sectores del movimiento sindical y de la derecha pequeñoburguesa de voto socialdemócrata, pero a costa de duras batallas internas. Por otro lado, el ala más internacionalista y progresista del SDP considera que hay que ir más allá del antiglobalismo pequeñoburgués y enfrentarse abiertamente a los populistas de derechas si quieren recuperar el liderazgo político entre los votantes de la clase trabajadora y distanciarse del populismo genuinamente. Episodios como la entrevista conjunta que Dahl y la líder socialdemócrata Mette Frederiksen dieron a la revista sindical Fagbladet 3F, en la que se elogiaron mutuamente y aseguraron haber desarrollado una buena relación de trabajo, son una excelente muestra de esta conjunción de intereses.
NORUEGA: USAR EL PETRÓLEO PARA UN ESTADO PROTECTOR
El espacio populista lo ocupa en Noruega el Fremskrittspartiet (Partido del Progreso, FrP), una formación muy peculiar de ya larga historia, originalmente libertario en la acepción norteamericana del término —no pagar impuestos y apartar al Estado—, pero que finalmente también ha acabado por unirse al coro de quienes reclaman el regreso del Estado protector. La diferencia de Noruega con los demás países escandinavos es, básicamente, que los otros no tienen el maná del petróleo. En 1990, la asamblea legislativa, el Storting, decidió crear el Fondo de Pensiones Global del Estado noruego con las ganancias del petróleo para contrarrestar los efectos de la futura disminución de los ingresos provenientes del crudo del mar del Norte y atenuar los efectos de la fluctuación de los precios en la economía noruega. Desde entonces el fondo, que depende de una autoridad independiente del Gobierno, invierte en los mercados financieros internacionales y se ha convertido en uno de los mayores del mundo. En 2017 su valor total era de 857.000 millones de euros, representaba el 1,05 por ciento de los mercados bursátiles mundiales y era el mayor propietario de valores en Europa. Pese a su nombre, no se trata de un fondo de pensiones porque no se nutre de las contribuciones de los trabajadores, sino de los beneficios del petróleo.
Como sus vecinos, tras la Segunda Guerra Mundial Noruega vivió un largo periodo de hegemonía socialdemócrata que llegó hasta la última década del siglo pasado. El Partido del Progreso nació en 1973 como el proyecto personal de un personaje extravagante de apariencia aristocrática, por más que en Noruega no haya aristocracia: Anders Lange. Su objetivo era forzar al Gobierno a bajar los impuestos y reducir los subsidios sociales. Lange pronunció un famoso discurso en una plaza de Oslo, frente a las sedes del Partido Laborista y de los sindicatos. Abrió una botella de licor de huevo y bebió directamente de la botella, lo que entonces era ilegal en Noruega. No consiguió un gran apoyo popular. Pocos años más tarde, en 1978, tomó las riendas del partido Carl I. Hagen, un auténtico populista y demagogo dotado de una gran capacidad retórica.
Hagen, en la misma línea que Lange, criticaba el despilfarro de la socialdemocracia gobernante, exigía una bajada de impuestos y acusaba a la gente del norte del país de ser vaga y vivir del Estado, lo que le valió el apoyo de la pequeña burguesía. En Noruega el norte es más pobre y está más despoblado; sucede al revés que en la Europa meridional. El norte, además, está ocupado por los samis (también conocidos como lapones), un pueblo al que tradicionalmente el sur ha considerado inferior y al que se intentó asimilar —sin éxito— porque su idioma y su cultura —y también las tesis raciales que los consideraban no arios— se veían como un obstáculo para la consolidación del Estado nacional. Durante la Segunda Guerra Mundial el Nasjonal Samling (el Partido Nazi noruego, NS) planeó erradicar a los samis y, mientras duró la ocupación de Noruega por los nazis, se produjo una cruel persecución contra ellos que estuvo a punto de derivar en genocidio.
Paradójicamente, los tics raciales de Hagen respecto a los samis no impidieron que pocos años más tarde el FrP consiguiera un importante apoyo en el norte, derivado del resentimiento tradicional de los habitantes de estas zonas periféricas contra el sur y especialmente contra Oslo, la capital, porque Hagen se enfrentaba precisamente al poder establecido. Popularmente se conocía al FrP como «el partido de los propietarios de excavadoras» porque una buena parte de los miembros del partido tenían una pequeña excavadora, vivían de eso y no querían pagar impuestos. Los pequeños empresarios autoempleados eran los más fieles al partido.
En el Partido del Progreso siempre hubo dos corrientes. Una era totalmente neoliberal —ultralibertaria al estilo de su fundador—; estaba a favor de que desaparecieran las fronteras, de abrir la puerta sin reparos a la globalización y a la inmigración. La otra corriente era mucho más conservadora y con tendencia a la xenofobia. Con olfato populista, Hagen pronto descubrió que había un amplio descontento, un malestar en las clases trabajadoras y las rentas más bajas, gente sin trabajo o con trabajos ocasionales, y finalmente expulsó a la corriente libertaria, transformó el partido en el defensor de las clases menos privilegiadas y se convirtió en partidario del estado del bienestar. La pregunta que pasó a hacer Hagen en sus mítines fue: ¿por qué no podemos subvencionar a nuestra gente si este es el país más rico del mundo? Y la respuesta fue: vamos a gastarnos el dinero. Hay incluso gente en el Partido del Progreso que propone que se reparta el fondo soberano entre toda la población.
Sobre Europa, Hagen era al principio favorable a entrar en la UE, luego fue neutral y ahora está en contra. Sigue siendo contrario a la inmigración. Como todos los países nórdicos, Noruega ha recibido un número importante de inmigrantes en lo que va de la década, con un aumento de algo más de doscientas mil personas procedentes principalmente de Polonia (12,50 por ciento), Suecia (6,74 por ciento) y Lituania (4,92 por ciento). Según cifras de Naciones Unidas, en 2015 había en el país 741.813 inmigrantes, un 14,23 por ciento de la población total.
El FrP, que ahora lidera Siv Jensen, tuvo un momento de auge durante la primera década del siglo, cuando llegó a ser el segundo partido noruego. La matanza de Utøya en 2011, cuando el supremacista neonazi Anders Behring Breivik asesinó a 77 personas en la isla de este nombre y en Oslo, le ha supuesto un retroceso. Pese a que Noruega vivió entonces el peor episodio de violencia neonazi probablemente desde la Segunda Guerra Mundial, los movimientos de este tipo son muy reducidos en el país, a diferencia de la vecina Suecia. El hecho de que sufriera la ocupación de las tropas del Tercer Reich hace que las simpatías por el nazismo sean escasas. Esto no ha impedido que recientemente se produjeran episodios de exaltación racista, como cuando en el verano de 2017, en la localidad de Kristiansand, desfilaron cerca de un centenar de miembros del Movimiento de Resistencia Nórdico, en su mayoría suecos, junto a unos pocos finlandeses y noruegos.
LA ORIGINALIDAD FINLANDESA
Si se pueden establecer muchas características comunes entre suecos, daneses y noruegos, no sucede lo mismo con los finlandeses o fineses, cuya lengua es una de las pocas lenguas oficiales de la UE que no descienden de la familia indoeuropea, lo que los separa en la práctica de sus vecinos, que básicamente pueden entenderse entre ellos. Su relación con Rusia —de la que formó parte hasta que obtuvo la independencia en 1917, aprovechando la revolución bolchevique, y con la que luchó una cruel guerra en la que perdió la región de Carelia— también le confiere características distintas del resto de los países escandinavos. Su situación fue peculiar durante la Guerra Fría: la neutralidad que le impuso Moscú dio lugar al término «finlandización» para señalar la reducción de la soberanía política de un país.
Desde la desaparición de la URSS, Finlandia ha evolucionado hasta convertirse en uno de los países más prósperos de Europa, con un modelo de estado del bienestar muy desarrollado, una política altamente democrática y niveles sumamente bajos de corrupción. Esto no ha impedido, sin embargo, que el populismo xenófobo de extrema derecha también se hiciera presente. El partido Perussuomalaiset (Verdaderos Finlandeses) considera a los inmigrantes como criminales y parásitos que viven del dinero de los contribuyentes y se declara abiertamente euroescéptico. Tiene un apoyo electoral en torno al 20 por ciento y forma parte de la coalición que gobierna Finlandia en la actualidad. Creado en 1995 de los restos del Partido Rural de Finlandia, al igual que sus primos hermanos daneses y noruegos, es crítico con el capitalismo globalizado, defensor del estado del bienestar y partidario de aumentar la presión fiscal para pagar subvenciones al sector agrícola y aumentar la presencia del Estado en el sector industrial, potenciar las inversiones en infraestructuras y aplicar una legislación medioambiental radical.
Su proyección a la primera línea de la política finlandesa se produjo en las elecciones parlamentarias de 2011, cuando se convirtió en la tercera fuerza política del país. En 2015, bajo el liderazgo de Timo Soini, quedó en segundo lugar y consiguió entrar a formar parte del Ejecutivo del conservador Juha Sipilä. Pareció que moderaba su euroescepticismo, en tanto que uno de sus principales líderes, Sampo Terho, ocupó el Ministerio de Asuntos Europeos y no se produjeron desencuentros en Bruselas. Sin embargo, para sustituir a Soini, el partido ha elegido al eurodiputado Jussi Halla-aho, un personaje que se sitúa mucho más a la derecha, representante del ala más ultraderechista y xenófoba, y que podría amenazar la estabilidad del Gobierno. Conocido en los círculos nacionalistas incluso antes de entrar en política a través de su blog —en el que publicó escritos abiertamente racistas y antiislámicos, por los que fue condenado en 2012—, Halla-aho tiene el dudoso honor de haber sido mencionado en el manifiesto que escribió Anders Breivik antes de perpetrar la matanza de Utøya.
Últimamente los Verdaderos Finlandeses parecen pagar cara su presencia en el Ejecutivo. Todos los sondeos detectan que en intención de voto han perdido prácticamente la mitad de los apoyos que tuvieron en las generales de 2015: han caído del 17,6 por ciento a apenas el 9 por ciento. La elección de Halla-aho parece ir en la línea de recuperar las esencias más extremistas y xenófobas con el fin de recobrar apoyos. Este doctor en Filosofía de cuarenta y seis años es partidario de que Finlandia abandone la UE, pero ingrese en la OTAN, una ausencia herencia de la neutralidad de la Guerra Fría. Sus compatriotas no parecen compartir esta idea, y también son partidarios de permanecer en la UE. Halla-aho propone, además, endurecer las políticas de inmigración.
Según los últimos datos publicados por la ONU, en Finlandia había 315.881 inmigrantes en 2015, un 5,76 por ciento de la población, cifra que lo sitúa en el lugar número 78 de los países del mundo por su porcentaje de inmigración. Los principales países de procedencia de la inmigración en Finlandia son sus vecinos: Estonia (16,28 por ciento), Suecia (13,10 por ciento) y Rusia (4,56 por ciento). En lo que va de la década el número de inmigrantes ha aumentado en 67.746 personas, en buena parte llegados de Oriente Próximo y África: unos doce mil iraquíes viven actualmente en Finlandia, un país que no conocía el fenómeno de la inmigración, hasta el punto de que en fecha tan cercana como 2008 el Gobierno estableció medidas para promover la llegada de inmigrantes debido a que es el segundo país con menos densidad de población de Europa, probablemente a causa de su clima extremo.
LA MEMORIA RUSA DE LOS PAÍSES BÁLTICOS
La extrema derecha populista también está presente en las tres pequeñas repúblicas bálticas. El Partido Popular Conservador de Estonia (Eesti Konservatiivne Rahvaerakond), la Alianza Nacional de Letonia y la Unión Nacional Lituana (Lietuvių tautininkų sąjunga or tautininkai) comparten el virus identitario y ultranacionalista, el rechazo a la acogida de refugiados y el deseo de diferenciarse de otras «etnias», aunque con distinta suerte en sus respectivos países. En Letonia forman parte del Ejecutivo tripartito de centro-derecha y ya han forzado a que el país se declare insumiso en lo relativo a las cuotas obligatorias de refugiados repartidas desde Bruselas. En Estonia fueron excluidos de las conversaciones para formar Gobierno, mientras que en Lituania los desplazó la Unión de Campesinos y Verdes, que ha formado Gobierno con los socialdemócratas.
La Unión Nacional Lituana es una vieja formación fundada en 1924, en el breve periodo de independencia que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Llegó al poder gracias a un golpe de Estado en 1926 y permaneció hasta la ocupación soviética de junio de 1940. Fue restablecida cuando Lituania declaró su independencia en 1990. Al contrario que en los países escandinavos, la bandera de la lucha contra el neoliberalismo la asumió en Lituania el Partido de los Campesinos liderado por Ramūnas Karbauskis, un empresario y filántropo que ha prometido revocar la liberalización de las leyes laborales e introducir una fiscalidad progresiva.
El principal problema de Letonia, que tiene menos de dos millones de habitantes, es que la población de origen letón representa poco más de la mitad de los habitantes del país y es minoría en Riga, la capital, cuyo alcalde, Nils Ušakovs, de origen ruso, es uno de los personajes más influyentes. Un 27 por ciento de la población es de origen ruso y hay importantes porcentajes de bielorrusos, ucranianos, lituanos y polacos, sin contar minorías históricamente presentes como la alemana y la judía. La inmigración, en consecuencia, es uno de los asuntos políticamente más incendiarios. La UE pidió a Letonia que acogiera a 531 refugiados en dos años, lo que creó un gran debate político en esta nación, a pesar de que solo han llegado seis de estos refugiados.
El Gobierno letón lo preside Māris Kučinskis, del Partido de Liepāja (LP), una inusual formación de centroderecha resultado de una alianza de agricultores y ambientalistas. Pero, al no disponer de mayoría, el LP tuvo que buscar el apoyo de la Alianza Nacional, que a cambio exigió endurecer la política migratoria. Lo paradójico es que Letonia es un país que no solo envejece a gran velocidad, sino que también pierde población. Los jóvenes emigran a otros países europeos en busca de mejores oportunidades.