Era un frío amanecer en Ginebra cuando Corbin abandonaba el aeropuerto internacional, pero en Ginebra siempre son fríos los amaneceres. Él estaba destemplado, la fiebre había desaparecido, pero se sentía molesto.
Tomó un taxi en el mismo aeropuerto, que está a solo unos cinco kilómetros de la ciudad, y se dirigió al hotel Four Seasons, que tenía una buena ubicación en la ciudad, a poco más de cinco minutos de los principales bancos, y era su refugio habitual en la ciudad. Más cuando iba a validar los bonos históricos. Caro, era carísimo, más de ochocientos dólares diarios, pero a estas alturas tenía que aparentar; aunque no le gustaba, lo había hecho ya muchas veces a lo largo de su vida y tampoco era tan malo.
La gente que no le conocía siempre le comentaba que lo que a él le gustaba era dormir en el suelo en cualquier guerra, y que allí disfrutaba. Craso error, a Corbin le gustaban como a todo el mundo los lujos, lo que ocurre es que si quieres trabajar, y sobre todo conocer el mundo real, debes dormir y vivir en esos sitios patibularios y conocer a la gente que allí habita.
Eso quizás era lo mejor de la vida de Richard. Había tocado todos los palos en el filo de la navaja, si caías hacia un lado estabas en la ilegalidad o muerto, y si caías hacia el otro se jodió el negocio. Solo saldría bien si eras capaz de aguantar el equilibrio en el filo del cuchillo.
Eso era lo que le había pasado con los bonos históricos, aquellos papeles que solo eran buenos si un banco suizo te decía que eran correctos. En ese momento tenías que llamar al comprador para que pagara de inmediato, pues el precio empezaría a dispararse después de esa validación por un agente de la banca suiza.
Tres veces había realizado Corbin aquellas operaciones, que le dejaban un buen dinero y una vida de lujo mientras se llevaban a cabo. Cobraba treinta mil dólares más gastos por estar presente en cada validación y llamar con rapidez en cuanto supieran el resultado.
En sus viajes se había hecho amigo de Martina, una escultural argentina que trabajaba en el banco validando los famosos papeles. Richard bromeaba con ella y le decía que con ese cuerpo, por qué no se casaba con uno de esos millonarios compradores y dejaban ese pesado trabajo. Ella se reía y siempre le respondía con una sonrisa. Incluso llegó a cenar con ella en uno de esos restaurantes de lujo del puerto, frente al lago Lemán, romántico y carísimo, como todo en Suiza. No consiguió más con ella, pero a él le valía, se reía y lo pasaba bien, era lo que siempre le importó a Richard, la sonrisa de una mujer y que bebiese. Si no, el segundo zumo de piña que pedía ella era como un resorte que le hacía abandonar la cita.
En el tercer viaje a Ginebra encontró a un señor bajito con gafas en la validación. Preguntó por Martina y aquel tipejo poco agradable le contestó:
–Martina está detenida, validaba bonos falsos a cambio de dinero.
Corbin se sorprendió, pero bueno, ahora comprendía muchas cosas, a Martina no le hacía falta casarse con un millonario, seguro que su novio era millonario y se encargaba de estafar a los compradores con la ayuda de ese bellezón. Por un momento sintió pena por Martina, le caía bien. Cada vez que alguien le caía bien, desaparecía, parecía una maldición.
En el negocio de los bonos Corbin estuvo poco tiempo, aquello era demasiado oscuro hasta para él. Gracias a su ángel de la guarda o su sexto sentido rechazó un trabajo que consistía en la compra de un bono Black Eagle que se llevaría a cabo en San Diego. El dueño, el propietario de una de las tequileras más importantes de México. El bono, más que legal, y validado en Suiza y Estados Unidos. Nunca permitieron a Corbin hablar con el comprador. El trato y las llamadas telefónicas eran demasiado raros. Era imposible estar más de treinta segundos hablando sin que cortaran. Nunca te daban el teléfono y siempre tenían que llamarte ellos.
Esto le traía malos recuerdos a Richard. En los negocios del petróleo o de las commodities mucha gente funciona de esa manera, no te dan nunca el teléfono y estás trabajando a ciegas, esperando a que te llamen, y más cuando ya estás comprometido con el comprador y este no aparece. Llaman cuando quieren y a la hora que les parece bien. Hay que aguantar estas maneras anticomerciales, aunque se sepa el porqué de todas estas precauciones, estamos trabajando con delincuentes. Lo fácil sería decir que no queremos hacer negocios con criminales, pero en el mundo en el que se movía Corbin, decir esto era anularte el 75 por ciento de tu potencial clientela.
Por eso, cuando la operación de San Diego empezó a tomar forma, Corbin aconsejó a su cliente, el dueño del bono, que pasara de esta negociación. Ya tenía demasiada experiencia para saber con quién trataba. Eran narcos mexicanos lavando miles de millones. El dueño del bono no hizo caso a Corbin, que se retiró de la operación. El tequilero llevaba años intentando colocar el bono y no lo conseguía. Para colocarlo medio legalmente tienes que tener unos enormes contactos internacionales, a nivel de presidentes de gobierno, que se lo digan al expresidente Fox y los cajones de bonos que decían tenía en su rancho. Y nuestro propietario sí era Dios, pero solo en México, y cuando consiguió un cliente contrató a Corbin como intermediario.
El final de la operación es fácilmente predecible. La firma y el pago del bono se iban a realizar en un banco de San Diego. No se habían sentado los compradores y el vendedor cuando los SWAT entraron en el banco, rompiendo todo como si fueran bomberos apagando un incendio, mientras los vehículos en los que habían llegado intentaban salir por las calles bloqueadas alrededor del banco. Atraparon a todos y nuestro amigo tequilero pasó de ser un señor en México a ser un preso federal en Estados Unidos, junto a los emisarios del comprador, todos sin comerlo ni beberlo. Ese es el problema de los negocios internacionales, para uno que pillas limpio, te puedes comer toda la mierda del mundo de otros. Cuando ya no se piensa en ganar dinero para vivir, solo en tener más, por poder, mal estamos, estamos en el punto de que nos agarren.
En su primer día en Ginebra, Richard se levantó en aquella habitación de lujo, una de esas habitaciones de casi mil dólares diarios, un precio que nunca había visto justificado. La decoración es exquisita, pero a estos hoteles vas a dormir, y a pesar de su precio no te incluyen nada, ni el desayuno. Corbin había estado en los hoteles más caros del mundo pagando cinco veces lo que este valía y en pensiones en África durmiendo por menos de un dólar. Esos cambios los tenía en su trabajo en cuestión de un par de días, pero lo mejor era que no le importaba, estaba acostumbrado a eso.
A las 12 de la noche, hora de Greenwich, habló con Crow, que había llegado a Guatemala con Alberto y ya lo tenía instalado en una casa de las afueras de la ciudad, en una zona ni buena ni mala, sin llamar la atención, y le había dejado dos mil dólares para que viviera con tranquilidad.
–Por raro que parezca –le explicó Crow–, Alberto ni parpadeó cuando recogía sus enseres más preciados, y la mujer y sus hijas solo le obedecieron mientras él les decía que se quedaba todo, solo debían llevar la ropa y por supuesto el inseparable maletín de cuero de Alberto. Allí llevaba su seguro de vida. ¿Sabes lo que tenía dentro del famoso maletín? Al menos tenía la dirección y cuentas bancarias de más de cien narcotraficantes, me contó durante el viaje.
Crow y Richard quedaron en hablar la noche siguiente y en que le daría instrucciones.
A primera hora de la mañana, Richard salió a la calle. Estaba en el centro de la ciudad, y aparte de entidades financieras estaban las mejores tiendas de prêt-à-porter (listo para llevar) del mundo. Entró en la primera tienda de trajes para caballero que encontró y con su vestimenta militar llamó la atención del sastre. En esa pulcra ciudad que es Ginebra (quizás demasiado aséptica), este tipo de vestimenta no se ve mucho. Richard se presentó como un agente internacional, desde 007 esto funciona muy bien, incluso en el primer mundo. Y que necesitaba un traje gris, camisa blanca, calcetines y zapatos para ahora mismo. El pobre y sin duda aburrido sastre se vio interviniendo en una película y dejó todo para atender de inmediato a Richard. Cuando le estaba tomando medidas, corroboró la historia de Corbin al pasar la cinta métrica y encontrarse todavía un apósito en su costado. Richard no se cortó y se lo arrancó.
–Así puede usted medir bien –le dijo.
Al sastre le temblaba el metro cuando lo pasaba por el todavía reciente agujero de bala que tenía en el costado. Debía de pensar que era un delincuente o un agente secreto, por lo menos le había animado el día.
Zapatos no tenía en la tienda, pero mandó al aprendiz corriendo a traer varios modelos del 43 para su extraño cliente. Richard tenía la misma talla de todo desde los dieciocho años, solo después de una misión de extremos sufrimientos perdía algo de peso, que volvía a recuperar en las dos primeras fiestas en la civilización. Poco tardaba en volver a su nivel estándar.
Se tomó un par de whiskies mientras le hacían los retoques en el traje y en menos de un par de horas estaba saliendo de la tienda con un espléndido traje gris, camisa blanca, corbata azul de Burberry y unos zapatos que siempre le habían resultado incómodos, los zapatos de suela de cuero. Son muy bonitos, con sus cordones y su brillo negro, que resaltaba en unos pies acostumbrados a las selvas y las montañas, lo admitía. Pero cuando había que correr, y en un suelo mojado, con esos zapatos podías darte por atrapado o abatido. No sabía cómo los agentes secretos de verdad, o los agentes de la CIA, podían ir siempre de traje. Sería para imponer miedo o respeto, pero efectivos no eran.
Hacía frío en Ginebra para caminar a cuerpo, pero Richard no iba a ponerse el M-65 sobre aquel traje, y un abrigo no haría sino estorbar en alguna pelea o carrera. Además, por primera vez en mucho tiempo no tenía que ocultar armas entre su ropa, no por gusto, desde luego. Así que le encargó al sastre que llevase su ropa al Four Seasons, a la vez que le pedía un maletín de cuero, que diligentemente le entregó el sastre. Debía de ser suyo, porque tenía roces del uso, pero el comerciante debió de pensar que estaba ayudando a un paladín salvador del mundo.
Richard sacó los documentos del bolsillo interior de su chaqueta de combate y los depositó en el portafolios.
Si no conocieses a Corbin, al verlo caminar por el distrito financiero podías confundirle con un ejecutivo con base en Suiza, pero nada más lejos de la realidad. En pocos minutos llegó a la Place Bel-Air 2, la sede del Credit Suisse, una de las entidades financieras más importantes del país helvético y por ende del mundo. Entró con aplomo, allí no había control de seguridad. Según te veían te dejaban pasar o los carabineros de la entrada te detenían para preguntarte hasta el nombre de tu madre antes de que llegaras a pisar el patio de operaciones.
Richard se dirigió al guardia de seguridad que estaba en el centro del patio, frente a una solemne mesa con el cartel de información sobre ella.
–Buenos días, señor –comenzó Corbin–. El señor Russell me está esperando, dígale que Corbin está aquí, por favor.
El guardia, que parecía un almirante por su pulcritud, avisó a alguien.
–Enseguida bajan a buscarle.
Nadie dudaba, parecía que le estaban esperando. En menos de un minuto, una espectacular mujer con pantalón y chaqueta de hombre vino hacia él. No estaba sola, un caballero con traje azul y pinganillo en la oreja la acompañaba. Tendrán miedo a que la violen, pensó Richard.
–Por favor, señor Corbin, acompáñenos.
Se dirigieron al ascensor y la mujer presionó el botón de la planta 5, la última. Bien íbamos, en las plantas altas están los peces gordos, los que deciden, sabía Richard.
Siguiendo el movimiento de caderas de aquella espectacular mujer, y con el gorila de seguridad cerrando la comitiva, llegaron ante una enorme puerta de madera, que se abrió al introducir su anfitriona una tarjeta de plástico. Allí se quedó el gorila, tras esas puertas se decidía el destino del mundo, y muy pocos podían conocerlo.
Apareció un tipo de edad madura, un poco mayor que Corbin, y con un traje azul pálido que dejaba el de Richard a altura de mercadillo, y eso que le había costado 1.500 euros. Aquel hombre era Jonathan Russell, uno de los puppet masters, los amos de las marionetas, como se llama a los que manejan el planeta desde las sombras. Richard había conocido a muchos de estos, pero en ninguna de sus visitas al banco había llegado a esta planta, y menos a tratar con este auténtico tiburón de las finanzas.
–Señor Corbin, le estaba esperando, por favor, siéntese –le indicó Russell.
Corbin se sentó en la silla derecha, que era digna de un museo y que tendría cientos de años, frente a una impresionante mesa de roble con un tapete verde sobre ella. Parecía más la mesa de un tahúr que la del director de un banco.
–Ya que ha llegado usted hasta aquí, creo que no tengo que explicarle nada.
Eso era lo que te decía todo el mundo cuando estabas al final de una enorme operación, y era verdad, si estabas sentado con estos interlocutores era que ya sabías la que se estaba fraguando.
–Señor Corbin, ya he visto su historial en el banco y viene de parte de mi gran amigo y partner1 del Wells Fargo. Por seguridad no le daré su nombre, pero creo que tiene unos documentos que mostrarme, y vamos a realizar una buena operación.
En los momentos difíciles o en las negociaciones complicadas, Corbin se crecía. Como él siempre decía, si tienes que llorar, que sea al final de la pelea y no mientras, que toca mantener el tipo.
–Muy bien, señor Russell –le contestó Richard mientras abría el maletín posado sobre sus rodillas–. Aquí tiene la prueba de fondos de la cuenta, el poder otorgado a la persona encargada de manejar esta cuenta hasta su fin y el poder que me otorgó a mí para actuar en su nombre y manejar todo lo necesario para disponer de esos fondos.
Russell tocó un timbre del teléfono y entró un tipo bajito con gafas y pinta de empollón. De inmediato Corbin y él se conocieron, era el que había sustituido a Martina en la verificación de bonos históricos. Aquel hombrecillo que decidía si ese documento que llevabas era verídico –en el caso de los bonos, si valían cientos de millones o eran simple papel mojado– tenía la vida de muchos hombres en sus manos, ya que su decisión te podía llevar a la cárcel o a la tumba directamente.
Aquel tipejo miró un poco los documentos, pasó el dedo sobre los sellos y los miró al trasluz, y solo dijo:
–Señor, voy a hacer unas llamadas.
Como si de un esclavo se tratase hablando con su amo.
Allí se quedaron Jonathan y Richard, en la soledad de aquel despacho que si tuviera oídos y contara lo que por allí había pasado, sin duda cambiaría la historia del mundo, o al menos como la conocemos.
Russell rompió el incómodo silencio.
–Señor Corbin, ¿nunca se ha planteado trabajar para la banca internacional? Nosotros somos uno de los más importantes del planeta, y con sus conocimientos y sangre fría creo que podríamos hacer muchas cosas juntos. Tendría a su disposición a los mejores abogados del planeta y un salario de un millón de dólares anuales, más gastos y comisiones. Estaríamos muy interesados en conocer a sus clientes de Mesoamérica y Centroamérica, yo creo que en un par de años podría retirarse, para disfrutar de una jubilación que seguro será bien ganada, y ya estará usted harto de este trabajo, ¿me equivoco?
Richard tuvo que apretar los puños para no golpear a aquel monigote con traje en ese mismo instante. Ese golfo manejaba el mundo parapetado tras su mesa de roble, con sus decisiones creaba hambrunas o desataba guerras de interés político, manejaban el precio del petróleo y podían poner al mundo entero a temblar.
Richard había trabajado con los mayores hijos de puta del planeta, traficantes de droga, guerrilleros asesinos y toda la gente de mal vivir que puedas imaginar. La banca siempre superaba con creces a todos esos tipos, si alguien no tiene corazón en el planeta eran ellos, y cuando conoces a la cabeza visible de uno de ellos es más difícil contenerte.
Corbin era un profesional, y colocándose el nudo de la corbata, contestó:
–Muchas gracias, señor Russell, desde luego es una gran oferta que tendré en cuenta, nada me gustaría más que trabajar con ustedes. La cobertura que me ofrece es inmejorable y por supuesto pondría mi agenda a su disposición. En cuanto termine este trabajo, estaría encantado de reunirme con usted.
A Russell se le pusieron los ojos como platos. Cómo podía ilusionarse una persona que seguro en su fortuna personal tenía miles de millones por contar con alguien que le pondría en contacto con los mayores narcotraficantes, para ganar más miles de millones. La plata aquí ya no era importante, estos tipos quieren poder, jodiendo a quien tengan que joder.
Por supuesto, la respuesta de Corbin era un farol, no pensaba trabajar para estos buitres jamás. Ya había removido bastante mierda en el planeta como para terminar su vida en esto. Todavía le quedaban, no escrúpulos, que nunca había tenido, pero sí todo el honor intacto, que con los años le había ido creciendo.
Se oyeron unos golpecitos temerosos en la puerta.
–Adelante –gritó Russell.
Era el pequeño validador de documentos, que volvía con los papeles de Corbin en la mano. Se acercó al banquero y le susurró unas palabras al oído.
–Muy bien, Corbin, parece que vamos a hacer negocios, los documentos son buenos, aunque parece que ha despertado el interés de medio mundo. Por lo menos llegó usted hasta aquí, cuando salga será su problema, pero eso no ocurrirá hasta que tengamos documentado todo. Tenemos preparada toda la documentación, Franklin nos llamó y la verdad es que cumplió su palabra, estos papeles son buenos, solo estamos pendientes de su firma.
Presentaron ante Richard una enorme carpeta de firmas. Dentro había todos los documentos bancarios del Credit Suisse que imaginarse pueda. Pólizas de crédito, cheques bancarios, cartas de crédito abiertas, etc., más de cincuenta documentos con un valor total, según la relación adjunta, de 7.000 millones de dólares, el importe total de la cantidad depositada en el Banco Agrícola de El Salvador, menos gastos que cobraba el banco. Una cantidad que jamás habrían podido cobrar o transferir, ya que como Corbin sabía, no tenían capacidad financiera para esta operación. Si transferían esa cantidad, ni vendiendo todas las agencias del banco habrían podido hacerle frente.
Mientras Richard firmaba esos documentos, no dejaba de pensar dónde iría a parar ese capital y las garantías bancarias y pruebas de fondos que acababa de entregar. Credit Suisse podría subvencionar cualquier guerra en el mundo o financiar terroristas avalando cuentas de los países árabes. O quizás terminara dando préstamos al corrupto gobierno de El Salvador, con un interés salvaje, por supuesto, y sin mover un solo centavo del Banco Agrícola podían cuadriplicar la cantidad en unas pocas semanas. Los secretos y las grandes trampas de la banca, desconocidos por el mundo en general, pero los que mantienen este falso nivel de vida de nuestra sociedad.
Richard había conocido gente que había conseguido un préstamo de los narcos, cien millones de dólares, a devolver antes de cinco años, con la vida como único aval. El prestatario recibía el dinero en efectivo, pagaba un 50 por ciento para que se lo colocaran lavado y limpio en un banco americano, y con los cincuenta millones restantes pedía una póliza de crédito, del HSBC, por ejemplo, de doscientos millones. Pagaba a los narcos y le quedaban cien millones para jugar, y si vencía la póliza solicitaba otra. Así, con el propio peloteo, tendrían para vivir como reyes toda la vida, y el único dinero real que se había movido eran los primeros cien millones. El resto sería dinero fantasma, sabiéndolo todos, el banco y el cliente. Vivirían en una desahogada economía que poco distaba de la delincuencia de donde provenía el primer capital. La única diferencia era que estos eran delincuentes con corbata y chaqueta, pero así está establecido el sistema de financiación bancaria, y cientos de millones de personas viven con este sistema en todo el planeta; solo hay que conocerlo y estar metido en este submundo de mierda y dinero.
–Muy bien, Corbin, ya tiene toda la documentación para que se la moneticen en Wells Fargo, falta la diligencia oficial y firma y sello de aceptación del banco por toda la operación. Ahora firme el pago de esos documentos con la cuenta del Banco Agrícola y habremos terminado.
Entraron en la habitación dos tipos, los notarios del banco, con una cesión de poderes de Richard a favor del banco, y desde ese momento el capital de don Julio, totalmente limpio, estaba a nombre del Credit Suisse, una trampa financiera que a pesar de su experiencia seguía sorprendiendo a Corbin. Cómo podía el mundo sobrevivir con estas mentiras, mientras millones de habitantes del planeta se morían de hambre.
Menos mal que ese pensamiento, como cuando pensaba en Mercedes, que no se la podía quitar de la cabeza, solo le duraba un segundo. No podía mostrar debilidad o perder el autocontrol.
Ya estaba cansado de todo lo visto en su vida, pero esta operación le había superado todas las expectativas, así que dirigiéndose a Jonathan, dijo:
–¿Le importa que salga a tomar un café fuera, mientras legalizan todos los documentos? Tengo un disparo reciente y me encuentro un poco mareado.
Russell, con admiración, le indicó una sala con vistas espectaculares sobre la ciudad para que esperase sentado cómodamente. Cuando estuvo solo, aunque se sabía observado y grabado, tomó su celular y llamó a Frank, el abogado federal.
–Franky, estoy en el Credit Suisse, todo OK. Solo espero a que me den todos los documentos y vuelo a tus oficinas con ellos y los monetizamos.
–Si estás en el banco, llámame desde un teléfono público cuando salgas y te daré instrucciones.
Un escueto OK fue la contestación de Richard. Entendió que ya tenían absolutamente todas sus comunicaciones pinchadas.
Al cabo de una media hora vino el propio Russell con el maletín donde estaban los documentos, que valdrían siete billones de dólares. Increíble, pero cierto.
–¿Se encuentra mejor, Corbin? Aquí tiene los documentos y encantado de trabajar con alguien tan profesional como usted. Le espero cuando termine su trabajo, aquí tiene una familia que le espera –dijo mientras le tendía la mano.
Richard no dudó ni un momento en darle un fuerte apretón de manos, cogiéndole el antebrazo derecho con su mano izquierda, mientras le decía:
–El placer ha sido mío, señor Russell, nos vemos pronto. Solo un favor, no me encuentro en mis mejores momentos, y con todos estos documentos, ¿le importaría llamar a un coche para que me lleve al Four Seasons?
Russell lo vio como lo más normal y avisó a su chófer para que le llevara.
Corbin bajó a la primera planta del sótano acompañado del gorila que había subido con él al despacho de Russell. Lástima que no venga la tremenda secretaria, pasó por la cabeza de Richard. El gorila entró primero en el parking mientras miraba a ambos lados. El coche, un Lincoln espectacular de los años setenta, le esperaba con la puerta abierta. El gorila le indicó que subiera y arrancó de inmediato. Corbin iba incómodo con el traje, por muy bueno que fuese le agobiaba no tener libertad de movimientos, y en cualquier momento la podía necesitar.
En cuanto el Lincoln salió del parking y paró en el primer semáforo, Corbin le gritó al chófer:
–Muchas gracias, ya me encuentro mejor.
Y abrió la puerta y se bajó del vehículo de un ágil salto. El chófer se quedó sorprendido y cuando bajó los cristales tintados para ver dónde estaba su pasajero, ya no había nadie.
Richard conectó el buscador del GPS en el teléfono y puso «FedEx». Inmediatamente, el navegador le marcó cuatro puntos de agencias de transporte. En ese mismo instante apagó el teléfono, lo tiró a un cubo de basura y se alejó de las localizaciones que le daba. A paso ligero se dirigió hacia una agencia de DHL que conocía cerca del Four Seasons. Si le habían pinchado el teléfono estarían todos sus perseguidores en las agencias de FedEx.
En la agencia de DHL cogió un sobre de los blindados y metió todos los documentos, pagó el envío exprés y lo mandó todo a la hermana de Crow, que vivía en Júpiter, cerca de Miami.
Al salir de la agencia de transportes buscó un locutorio, que aunque parezca mentira, con la inmigración en Ginebra proliferan por toda la ciudad. En estos locales las llamadas se hacen por Internet y rastrearlas es casi imposible. Al entrar, todos le miraron extrañados: ¿qué hacía aquel ejecutivo en un lugar desde donde solo llaman los más pobres? Se metió en una cabina donde apenas cabía y llamó al hotel de Guatemala donde estaba Crow. Preguntó por él a recepción, rezando para que se encontrase en el hotel. Inmediatamente, Crow respondió en su habitación.
–Hermano, ya tengo todo, escúchame bien –le dijo Richard–. Apaga el celular y en cuanto colguemos tíralo lejos, vete a la casa de tu hermana, coge lo que llegará y se lo llevas al picapleitos. Que te dé un celular nuevo y vete a México a la casa donde siempre nos encontramos. Dentro de cuarenta y ocho horas nos vemos allí, yo tendré tu número, y compra hierros buenos y largos.
–OK, Richard, allí nos vemos –dijo Crow, y colgó el teléfono.
Richard le acababa de dar instrucciones para que recibiera un paquete en casa de su hermana y se lo llevara a Frank, con cuidado, que estaban siguiendo sus pasos y pinchando los teléfonos.
Antes de marcharse del locutorio se conectó a Internet, compró un vuelo a México D.F. vía Madrid para el día siguiente y lo reservó a nombre de Smith, pagándolo con una tarjeta de crédito buena. No era un error, ya estaría en la lista de los más buscados, sobre todo desde que había salido del despacho de Russell y este había llamado a todas las agencias federales. Era como si quisiera que le pillaran.
Salió del local y caminó por las calles de Ginebra. Seguía con el maletín en la mano, por si alguien le estaba siguiendo o le localizaban.
No quería ir al Four Seasons, podían darle un susto en mitad de la noche, ya estaba empezando a cansarse de perder toda la ropa, y ahora le tocaba llevar puesto el traje. Se dirigió al hotel Ritz-Carlton, otro de sus hoteles favoritos del centro de la ciudad. No era tan caro como el Four Seasons, pero era realmente bueno, y a estas alturas ya necesitaba intentar descansar. El estrés y andar todo el día mirando a su espalda para encontrar a quien le seguía cansaba a cualquiera, y como él siempre decía, ya estaba mayor para este trabajo, aunque seguía realizándolo igual que a los veinte años.
En el Ritz se registró con otro pasaporte. Este era español y lo único que buscaba era que le dejasen dormir esa noche.
Esa noche fue de las más difíciles, al día siguiente debía ir al aeropuerto, le podían disparar en el camino o asaltarle antes de llegar, tenía que idear un plan para poder entrar en el recinto. No estaba para pensar mucho y lo único que se le ocurrió fue que aunque su avión saldría a las 3 de la tarde, iría al aeropuerto antes de amanecer. Por lo menos evitaría a los francotiradores, si querían bajársele tendrían que acercarse y ahí todavía tendría una oportunidad.
Casi no pudo conciliar el sueño esa noche, y a las 5 de la mañana estaba tomando un taxi hacia el aeropuerto; por cierto, los taxis más caros del mundo son los de Ginebra. A esas horas de la noche en Ginebra, en menos de veinte minutos estaba llegando a la terminal. De madrugada no debía de haber mucho público en la entrada del aeropuerto internacional, pero había varios grupos de personas en la fría noche ginebrina.
Richard se bajó del taxi y con el maletín como único equipaje se dirigió hacia la entrada. Poco más de veinte metros le separaban de la supuesta seguridad de la terminal. No había caminado dos metros cuando un hombre con una gabardina tipo inspector Gadget le paró preguntándole:
–Señor Corbin, ¿verdad?
Richard asintió sin problemas.
–FBI, por favor acompáñenos.
Corbin vio por el rabillo del ojo a cuatro muchachos con cazadoras negras y pelo al uno acercándose a ellos. En ese momento, dos camionetas como las de los narcos pararon a su lado. De una bajaron cuatro hombres con idéntica pinta a la del que le había detenido, mientras las dos puertas de ambos vehículos se abrían a modo de parapeto, con un hombre tras cada una de ellas agazapado y preparado para lo que viniese, y Richard sin armas. Se estaban peleando por la presa, y la presa era él.
Los muchachos de las chaquetas negras retrocedieron. Sin duda eran latinos, pero estaban fuera de sus dominios y en Europa sabían que no podían actuar con impunidad, sobre todo cuando tenían frente a ellos una brigada del FBI.
Lo primero que hicieron fue quitarle el maletín y llevarle hasta una habitación del aeropuerto. Al menos ya estaba dentro.
–Señor Corbin, sabemos a lo que ha venido aquí –dijeron mientras abrían el maletín, y veían con sorpresa que estaba vacío–. Ya está bien de jugar, sabe lo que buscamos –le increparon.
–Perdone, pero yo sé perfectamente cómo funciona esto, ustedes no tienen jurisdicción aquí, y seguramente ni están en misión oficial, ¿quién les manda? Tiene que ser alguien muy importante. También yo trabajo para alguien muy importante. Si están buscando algo yo no llevo nada, la operación ha sido un fiasco y nos han mentido a todos desde un principio.
–Corbin –le cortó el agente más mayor–, sabemos que lleva documentos bancarios importantísimos. Es todo lo que necesitamos, sabemos que trabaja para el principal cartel de México y lleva escondiéndose de nosotros varios días, cosa que ha conseguido a medias. ¿Ya no lleva su móvil?
–¿Qué móvil? –respondió Corbin–. Si verdaderamente tuviesen algo contra mí ya estaría con el mono naranja y las cadenas, en su jet privado, camino de las oficinas de su agencia o en los sótanos de la embajada en Zúrich. Vuelo a México para decir a mi cliente que no hay nada, esos documentos eran falsos y no hemos podido reunir la documentación para cobrarlo, así que me parece que les voy a evitar el trabajo de tener que matarme.
–¿Y por qué huyó del coche de Russell?
–No puedo fiarme de nadie –respondió Corbin.
–¿Y los documentos que le dieron en el Banco Agrícola?
–Exactamente igual, todos falsos, y no se podían convalidar en ninguna parte, se lo habrían robado los del gobierno en Salvador.
El agente sabía que les estaba mintiendo y llamó a su jefe. Se apartó unos metros para que no le escuchasen y al rato de conversar con aquel superjefe volvió a Corbin.
–Me han dicho que tengo dos opciones, o matarle aquí o que colabore con nosotros para cazar a don Julio. Una vez se lo quitemos de en medio, podrá darnos los documentos que buscamos, si quiere seguir vivo.
Corbin soltó un órdago en ese momento:
–Si pudieras matarme aquí, me matarías, me necesitáis como yo a vosotros, sé que no os voy a quitar de mi culo hasta que lleguemos a D.F. y veamos a don Julio. Os propongo que trabajemos juntos, yo os pongo a don Julio en la mano y vosotros me pagáis la recompensa que se ofrece por él y después os entrego todo su capital.
El agente nuevamente llamó por teléfono, esta vez solo unos minutos.
–De acuerdo, pero como nos la juegue no le mataremos, pero Guantánamo será un lugar de vacaciones comparado con el lugar al que le llevaremos.
De momento había sobrevivido a los agentes del FBI. No era la primera vez que trataba con ellos y le había funcionado. Si cumplía su promesa, don Julio estaría fuera de combate, pero con todos sus sicarios detrás de él. Bill no quedaría muy contento y también le mandaría a sus pandilleros, sin olvidar a los Flores, que seguirían buscando venganza. El futuro no era halagüeño, pero cumplir el acuerdo con el tío Sam, aunque no una buena opción, sí era la única en esos momentos.
Desde ese instante, dos agentes federales camuflados no se separarían de él. Aunque camuflados es mucho decir, si Corbin los podía oler a mil metros imaginaba cómo los reconocerían los hombres del cartel del Golfo. Esto venía a su cabeza mientras se acomodaba en el asiento de primera clase con destino a Madrid. De ahí a Ciudad de México, y una vez allí, el destino más fácil sería el infierno.