Aún no se había acostumbrado al cambio horario cuando ya había iniciado el trabajo. No había tiempo que perder, el tiempo apremiaba y tenía que encontrar una plata inmensa que llevaba años escondida.
Aquella primera mañana salía de la casa de don Julio no sin cierta preocupación. El trabajo lo había aceptado porque no había otra opción, él podía vivir sin tener que jugársela de esta manera. Para qué coño quería quinientos millones de dólares, si con cinco sería el tipo más feliz del mundo. Sin dejar el trabajo, pero con las espaldas cubiertas para siempre. Un trabajo de esa índole lo podía haber encontrado sin dificultad, pero no sé si fue la tensión o la adrenalina lo que le hizo aceptarlo. Aquello que ya estaba pensando sería una sentencia de muerte, no su retiro.
El primer destino sería Sinaloa, donde en otro tiempo hubo muy buenas relaciones con el cartel del Golfo y el de Tijuana. Entre los tres se repartían el mercado, el pastel de la droga mexicana. Un mercado que había crecido sin límites y que poco a poco habían ido tomando los nuevos carteles. Ahora en Sinaloa mandaba Archivaldo, el Gordo, hijo de uno de los más grandes. Sería su primera visita.
Esas alianzas entre carteles nunca las había entendido Corbin, y eso estando en medio de muchas. Si estás metido en este negocio, lo ideal es cerrar grandes alianzas y terminar con la competencia más débil. Aquí empieza el problema, un narco nunca dice la verdad y miente. Los primeros, a sus aliados, por eso nunca han llegado a ninguna parte. Tarde o temprano las uniones o alianzas de mafiosos siempre terminan en guerra entre ellos.
Por ejemplo, en los buenos tiempos se habían unido los carteles del Golfo y Sinaloa para enfrentarse a Tijuana, pero luego los Ántrax, cartel fundado por el Chino Ántrax, se revela como brazo armado, y no digamos los Zetas, que habían pasado de ser un ejército mercenario compuesto por exmilitares a servir a don Julio en el cartel del Golfo.
Estos profesionales de la muerte no tardaron en darse cuenta de que el negocio estaba fuera. Así lo hicieron, se separaron y comenzaron su conquista, una conquista que hoy está a punto de tomar el cartel del Pacífico, que es uno de los más antiguos.
Este cartel tiene más de tres generaciones trabajando en el negocio. Comenzaron como meros traficantes de hierba o marihuana, cuando se detectaba un kilo de vez en cuando en Estados Unidos. Tardaron mucho los americanos en darse cuenta de lo que los estaba invadiendo. Al principio lo tomaban como una tontería de niños ricos, pero llegaron los años ochenta y noventa del siglo pasado y de un golpe los gringos se despertaron.
Miami era la capital del movimiento de dinero. Los carteles alquilaban casas para poder guardar los fardos con el efectivo. Ese dinero que más tarde salía de Estados Unidos como producto de la venta de estupefacientes en el país. Un dinero que parecía no tener límites, sobre todo si nos damos cuenta de que toda la promoción de policía de Miami de los años noventa había terminado en la cárcel. Todo se podía comprar, la ciudad crecía, los rascacielos, las zonas financieras y los bancos no daban abasto, se creó una enorme metrópoli. Hasta entonces Florida era la costa dorada donde viajaban todos los americanos a disfrutar del sol en su jubilación. De repente se convirtió en una batalla campal.
Años duros en los que el ayuntamiento de Miami tenía que alquilar camiones frigoríficos para guardar los cadáveres que se producían durante la noche. Era una guerra abierta. La DEA (departamento antidroga americano) tuvo mucho trabajo en aquellos años, hasta que se dieron cuenta de que el problema estaba en los países de origen y que era allí donde debían combatirlos.
Esta es la historia ficticia, la real fue mucho más dura en aquellos años.
Una agencia americana como la CIA había sido socia de los grandes traficantes del Sudeste asiático, de allí sacaban una gran parte de su financiación, algo que nadie será capaz de admitir, y que a Corbin le había explicado uno de los primeros agentes de la CIA que conoció, en un tugurio de Hanói.
–Richard –le explicaba este viejo agente, totalmente sumergido en los efectos del whiskey malo que se podía beber en aquel lugar perdido de la mano de Dios–, la CIA ha sido el mejor negocio de Estados Unidos, teníamos socios en todo el mundo. Asia y todos sus traficantes debían pagarnos, como llaman ahora, un «piso», un tributo por trabajar en USA. Eran buenos tiempos, nosotros poníamos y quitábamos presidentes en Sudamérica, nadie nos tosía, a aquellos presidentes los llamábamos «our boys», nuestros chicos, y campábamos a nuestras anchas por sus países, que eran como sucursales del nuestro.
»Pero todo esto cambió –siguió narrando el agente ebrio–. Noriega era uno de los nuestros, él recibía todo el dinero del narcotráfico en la banca panameña y de ahí también cobrábamos nuestro impuesto, hasta que el Cara de Piña decidió que no nos necesitaba para su lucrativo negocio y cortó los pagos. Nuestro gobierno actuó e invadimos el país.
No hacía falta que el extraño agente diese muchos más datos a Corbin, él había vivido aquellos años y la invasión americana de Panamá en primera persona, desde dentro del país, y había estado a punto de ser fusilado por los dóberman de Noriega, su policía especial.
Pero lo mejor sería el desenlace de la conversación, cuando su ya amigo agente de la CIA sentenció:
–Entonces todo se desmoronó, el gobierno americano no podía permitir que los narcos sudamericanos estuvieran llevando la nueva droga, la cocaína, por toneladas a Estados Unidos, y hasta el último dólar de su venta volvía a Colombia, no quedaba ni un centavo en USA, y eso no lo iban a permitir. Entonces comenzaron las operaciones salvajes antidroga, con apoyo militar a los gobiernos, sobre todo al colombiano, con bloqueos marítimos incluidos.
Unos años que Richard había vivido junto al gobierno y el ejército de Colombia, y que habían sido una guerra abierta sin cuartel. Eran los años de los primeros grandes capos en Cali y Medellín, que se repartían el mercado al norte de la frontera, que más tarde se expandió al resto del mundo.
Ese apoyo sin límites acabó con el capo de capos, don Pablo Escobar.
Escobar era adorado por el pueblo, construía casas para los pobres y la economía de sus ciudades era de las más boyantes del planeta. Tenía su propio equipo de fútbol, si había que comprar una nueva flota de coches para la policía él la pagaba. Todo, hasta se llegó a ofrecer a pagar la deuda externa del país.
Una persona tan querida como temida por los suyos, no hay más que escuchar a uno de sus lugartenientes, el Popeye, que junto a la Klica y la Barbie fueron sus gatilleros o asesinos a sueldo de confianza. Eran leales hasta la muerte. De su convivencia con Escobar todos dicen lo mismo, nos podía mandar matar en cualquier momento. La frase de Popeye cuando salió de la cárcel veinticinco años después, «Don Pablo era un criminal, un asesino y un bandido, pero era mi amigo y habría muerto por él», era lo que Escobar inculcaba a sus hombres. Era un tipo especial e irrepetible, por eso tuvieron que acabar con él a cualquier precio, era demasiado peligroso, y no por la droga precisamente.
Fue un tremendo criminal, pero cometió muchos errores en su vida. El primero, entrar en política, todo se perdona menos entrar en un negocio milenario. El segundo error fue enfrentarse al gobierno, con esa prepotencia del que se cree invencible, al contrario que los carteles de Cali, con Gilberto Orejuela o Chepe Santa Cruz, que negociaron con el gobierno y siguieron adelante.
Un imperio de terror que mantuvo en funcionamiento completo hasta aquel 2 de diciembre de 1993, cuando fue abatido por las fuerzas del orden colombianas, apoyadas por agentes de la DEA. Ese fue el día que el negocio cambió.
Esto pasaba por la mente de Corbin durante su largo viaje a Sinaloa. Nuevamente iba por carretera, serían casi mil kilómetros desde Guanajuato a Culiacán, todo el camino por zonas rojas tomadas por carteles enemigos y a bordo de la tremenda Suburban.
Habían partido al amanecer y no pararían nada más que para repostar el combustible de aquel enorme tanque sobre el que iban.
En el camino se toparon con numerosos controles militares. El Guapo no paraba en ninguno, enseñaba un pañuelo verde por la ventanilla y ni siquiera le detenían para identificarlos, todo el mundo sabía que aquel pañuelo se interpretaría como que eran hombres del Golfo, y a ningún militar le convenía detenerlos. Tanto si llevaba mota1 como si no, pararle era meterte en un problema con don Julio, y eso todavía imponía respeto en México.
Concertar una reunión con Archivaldo, el Gordo, el nuevo capo en Culiacán, no era tan sencillo. No se puede tomar un celular y llamar, «Hallo, Archivaldo, voy a verte». Es algo impensable. Don Julio se había encargado de enviar un mensajero por avión para que conversara con los hombres del Gordo y que este bajase de la sierra a Culiacán para ver a Corbin.
El camino por carretera atraviesa una de las zonas más bonitas de México. Es precioso, o sería precioso si no fueses todo el camino esperando el ruido sordo de un disparo impactando contra la chapa del coche.
Raúl se ha quedado con don Julio, el viaje es peligroso y a mí le da igual perderme, pero no a su hombre fiel. Nos ha dado a dos de sus guardias para que nos acompañen. Uno va sentado a mi lado, armado hasta los dientes, con dos granadas colgando, una Colt 1911 o la escuadra, como les gusta llamarla a los matones, en la cintura, el cuerno de chivo en la mano y con la pechera antibalas puesta, dispuesto a matar o morir no por su patrón, sino por un trabajo que seguramente le ha sacado de la miseria y el hambre.
En México estas armas están prohibidas, pero sé por experiencia lo fácil que es pasar estos rifles por la frontera. Todo lo que se compra en la frontera pasa solo por una de las gates o pasos fronterizos, y cada día les dan un número: esa puerta no detendrá a ningún vehículo que entre con matrícula terminada en un número determinado. Es la clave que les dan los narcos al efectuar el pago a los vigilantes, y como decía don Pablo Escobar, los guardias fronterizos deben elegir entre plata o plomo.
A un guardia fronterizo pueden pagarle veinte mil dólares por hacer la vista gorda un día, tanto con droga como con ilegales. Un precio muy barato si calculamos las ganancias con esa puerta franca durante un día. El vigilante no tiene alternativa ni opción a decir que no.
En la carretera que une El Paso con Juárez en la entrada a México puedes encontrar una armería americana cada pocos cientos de metros. Armerías con todo tipo de armamento ligero, pistolas y rifles de francotirador. El material más especial, como los lanzacohetes o las granadas de mano, ya se encarga la gente como yo de hacérselo llegar en avionetas directamente desde las fábricas norteamericanas. En una guerra continua no debe faltar nunca el suministro.
Ya ha caído la noche hace varias horas cuando la Chevrolet entra por los suburbios de Culiacán. Este final ha sido lo más difícil, si con la oscuridad nos confunden los hombres de Sinaloa y piensan que venimos a hacer algún trabajo aquí, lo más fácil es que acabemos con los brazos y las piernas separados del cuerpo.
El segundo guardia que va en la caja trasera de la camioneta, agazapado con un AR-15 de culata corta en las manos y ocho cargadores en su pechera, no deja de mirar, temeroso de un ataque por la retaguardia.
Me sigue pareciendo increíble que esta gente se mueva por un país donde teóricamente existe un gran control sobre las armas con todo lo que llevan colgado, pero ya he visto que en los controles no tienen que dar una sola explicación.
Corbin no respiró tranquilo hasta que vio el hotel Monte Real a través del cristal del coche. Lo peor fue cuando pararon en la puerta y bajaron su bolsa militar mientras el Guapo le decía:
–Don Richard, nosotros nos vamos, la reserva está hecha a su nombre y ya se pondrán en contacto con usted, hoy, mañana o no sé, usted espere, nos dijo don Julio.
Mientras dice esto me pasa una bolsa de plástico doblada con algo dentro. Nada más tocarla sé lo que es, una Colt 1911 con dos cargadores.
–Por si acaso, don Richard, con esos pendejos de Sinaloa todo es posible, y espero que volvamos a vernos.
El Guapo siempre me cayó bien, por lo menos sabe que me quedo en la boca del lobo y es un detalle dejarme la Colt. Aunque es una de las armas que más odio, calibre 45, grande y pesada y solo con siete cartuchos en el cargador. Es la pistola favorita de los narcos, al ser tan grande se puede personalizar y ponerle unas cachas de oro con la santa muerte o la Virgen de Guadalupe que les libre de todo mal.
No era una buena arma, pero ya estaba acostumbrado a dormir con una pistola debajo de la almohada durante muchos años, y ya tenía una edad como para no cambiar las costumbres adquiridas.
El hotel Monte Real siempre había sido su favorito en Culiacán.
Cuando viajas continuamente por el mundo y siempre repites lugares, al final tu casa es tu hotel, la frialdad de esos alojamientos termina contagiándose a tu corazón. Vives en un mundo prestado, aunque cuando sales a la calle pasas momentos y sensaciones que harían temblar al resto de los humanos, pero a ti siempre te dejan frío.
Corbin entró con tranquilidad en la recepción del hotel, un lobby de mármol claro que sin duda quería mostrar que estabas en el mejor establecimiento de la ciudad. Enseguida un botones que casi había pasado la edad de la jubilación le arrebató la bolsa de la mano a Corbin. Richard siempre pensaba lo mismo en estos casos, si este hombre con la edad que tiene es botones y empezó en esta empresa hace cuarenta años, no sé de qué entraría. Era parte del humor negro que muchas veces es necesario para no caer ante las miserias y las diferencias de clases sociales en estos países, la risa, algo que Richard había tenido como un mandamiento en su vida, el día que no nos riamos de nosotros mismos, estamos muertos.
El empleado del mostrador saludó a Richard y muy amablemente le dijo que no era necesario firmar el registro.
–Le estamos esperando, señor Corbin –le indicó el empleado con una librea digna de un alto mando del ejército.
Mientras se dirigía a su habitación no dejaba de pensar que aquello de no estar registrado estaba bien, para que la policía no lo supiese. Sin duda los personajes más peligrosos de este México actual actúan de esta manera, y la reserva la había hecho el propio jefe del cartel del Golfo. Pero estaba seguro de que todos los bandidos de la ciudad sabían que estaba allí.
Ya en la tranquilidad de su amplia suite, con cortinas y dorados por todas partes, pensó que aquello parecía una casa de gitanos con dinero. Los brillos y remates color oro estaban por todas partes en la habitación.
Mientras pensaba esto, cayó rendido en la cama de dos por dos metros sin ni siquiera abrirla. Estaba reventado, mil kilómetros de tensión durante todo el día habían sido mucho. Lo único que pasó por su cabeza fue «estoy viejo para esto», mientras perdía el conocimiento y dejaba la bolsa con esa 1911 que no había soltado de la mano desde que se la había entregado el Guapo.
Ya estaba en lo alto el sol cuando un timbrazo del teléfono rococó que tenía en su mesilla le despertó.
–Hallo –contestó de inmediato.
–Señor Corbin, soy Cara Cortada, amigo de la persona que viene usted a ver, a la una vendré a por usted, por favor espéreme en recepción.
Este era el sistema y Richard lo conocía de memoria, cuando vas a ver al diablo esto es así. Todo es intrigante y nunca te dirán una palabra de más, y si es posible te dirán una de menos. Llevaba muchos años con estas reuniones y habían llegado a ser tan naturales como las que tiene cualquier banquero a diario, con la única diferencia de que cualquiera y la más simple puede ser la última.
A la una en punto estaba Richard en la recepción del hotel, inusualmente vacía para lo que es un lobby de cualquier hotel del mundo, se notaba que allí no había muchos huéspedes. Culiacán no es el sitio más turístico del mundo, y sus alicientes y las cosas más importantes que se pueden ver allí son los secuestros y asesinatos en cualquier esquina.
Corbin llevaba su inseparable chaqueta M-65, en esta ocasión de color verde, una camisa de hilo blanca y unos pantalones tácticos 5.11, donde siempre llevaba, en los bolsillos de las perneras, una linterna, una navaja Spyderco Police y en este caso el otro cargador de la Colt, que ya portaba en la cintura, sintiéndola en su espalda.
Se le acercó un tipo bajito, escuchimizado, y con una marca en la cara que delataba su apodo, era el Cara Cortada. Llevaba una camisa blanca con unas enormes flores rojas bordadas en el pecho. Richard sabía que estos tipos son los más peligrosos, se quitan los complejos a golpe de gatillo. De estos conocía a muchos y o les dabas primero un taponazo, un tiro, que los tumbara o no dudarían en dispararte por la espalda.
–Señor Corbin, ¿me permite? –mientras le registraba sin pudor, aunque le costaba llegar al cuello, ya que la diferencia de altura era de más de dos palmos.
Lo primero que descubrió fue la 1911.
–Esto no lo va a necesitar, yo se la guardo –le dijo esbozando una de las sonrisas más falsas y con más caries que Richard había visto nunca.
La verdad es que a Corbin no le preocupaba mucho perder de vista su arma. Nada podría hacer con ella frente al arsenal que suponía llevarían bajo la camisa o a la vista sus interlocutores, pero este esmirriado no buscaba armas, buscaba micrófonos o teléfono celular.
–Perfecto, señor Corbin, por favor, suba al carro.
Esta vez el carro era un Toyota Land Cruiser totalmente blindado, solo había que mirar las ventanillas delanteras. Bajan únicamente un par de dedos, no descienden más, lo suficiente para pagar un soborno en la carretera y con un cristal de más de dos centímetros de grueso.
El coche no sale de la ciudad y va callejeando de un lado a otro, volviendo en varias ocasiones por el camino hecho. Está comprobando que no nos siguen. Aún no asumen estos hombres de campo que nos pueden tener pinchados por un satélite sin que podamos hacer nada por evitarlo.
–¿Dónde vamos? –pregunto al Esmirriado.
–Vamos al nuevo malecón, míster, al restaurante El Farallón, donde sirven el mejor marisco de la ciudad, allí le están esperando.
No cabe duda de que estamos en territorio del cartel de Sinaloa, no se molestan ni en ocultarse, ni la policía ni nadie puede decirles nada aquí.
Cuando llegamos al restaurante, el acompañante me hace una especie de reverencia, indicándome que me dirija al interior del local.
Todas las mesas estaban vacías, solo había una ocupada. Al fondo y mirando hacia la puerta vio a un hombre enorme, era Archivaldo sin duda, el Gordo.
Se acercó sin ningún miedo, aunque imponía respeto aquel tipo mal encarado que le miraba fijamente desde su silla, con un exceso de peso evidente y con una camisa de cuadros por fuera del pantalón. No se levantó ni para saludarle, le indicó que se sentara a su lado, al menos de momento estaba siendo educado.
–Soy Archivaldo el Gordo y el nuevo jefe en Sinaloa.
–Encantado, Archivaldo, yo fui amigo de tu padre e incluso llegamos a hacer negocios juntos –le respondió Richard.
–Ya lo sé, señor Corbin, mi padre hablaba muy bien de usted. Tengo curiosidad por saber qué ocurrió en aquella operación. ¿Qué falló poco antes de cazar a mi padre?
–Yo te aclaro todo, Archivaldo. Tu papá tenía 48 sociedades en todo el mundo, en cada una ponía cincuenta millones de dólares, que en sus años buenos no era plata, ni ningún esfuerzo para alguien de vuestro nivel. Yo ofrecí a tu padre crearle una empresa en Europa para montar la sociedad número 49, con cincuenta millones de capital y cobrándole un 5 por ciento de comisión por el trabajo. La chamba era ponerle su plata limpiamente en una cuenta bancaria a nombre de un testaferro que sería el inversor, con todos los impuestos pagados y preparada para trabajar.
Corbin continuó su relato con el Gordo.
–La idea de tu padre era tener cincuenta sociedades por todo el planeta y con 2.500 millones de dólares poder retirarse dignamente. Aunque ya sabes que un capo nunca se retira. Tuvimos un retraso cuando estábamos poniendo la apostilla de La Haya a los documentos, ese día la marina detuvo a tu padre por un dedo que le delató. Su abogado, que hizo un trato con el gobierno para salvarse.
–Estaba claro que fue así –apostilló Archivaldo–. Sabes que la mayoría de esas sociedades y por supuesto la plata se perdieron, las requisó el corrupto gobierno y se repartieron el beneficio, era su condición para entregar a mi papá a los gringos y que se lo llevaran a Estados Unidos, el poder repartirse ellos el botín que tanto trabajo costó a mi padre. Por cierto, Richard, ¿sabes por qué llamamos dedos a los chivatos?
–Está claro, Valdo, porque es lo primero que pierden cuando os enteráis de que están «cantando». Bueno, llegando a este momento y viendo que sigo vivo –se aventuró Richard, y dijo a Valdo–: Creo que sabes a qué he venido, don Julio te llamó y si no no estarías aquí hablando conmigo, porque supongo que tienes cosas más importantes que hacer para dirigir tu negocio.
Richard sabía siempre cómo hablar a estos tipos, no podía ni debía demostrar miedo. Tenía que realzar su ego. En muchas ocasiones la única manera de mantenerte vivo con estos tipos capaces de desmembrar vivo a su padre por plata es esa, adularlos, algo tan sencillo y tan difícil a la vez.
Archivaldo echó una mirada a Richard de las de helarte el corazón, tenía una mirada profunda que salía de esos ojos hundidos entre las carnes que le sobraban en su oronda cara.
–Primero comamos y luego vienen los negocios –dijo.
Aquella situación sería extraña para cualquier mortal, estaban en un restaurante donde no había ningún cliente, y ninguno llegaría mientras ellos estuvieran allí. En la puerta había apostados dos hombres de Archivaldo que la guardaban subfusil en mano. En la calle dos Suburban negras cortaban el tráfico por delante del restaurante. Ambas con varios gatilleros dentro, preparados para cualquier contratiempo o visita inesperada.
Mientras, el Esmirriado se sentaba a una mesa cercana y no dejaba de mirarlos. No cabía duda de que era el hombre de confianza de Archivaldo. Corbin pensó, desde luego no sé cómo no matan antes a estos tipos, se buscan unos hombres de confianza inútiles, que no dudarán en matarle a la mínima oportunidad. El padre de Archivaldo era un hombre inteligente, quizás el más listo de todos los capos, el que mejor había sabido llevar el negocio, y había inventado nuevos métodos para el transporte, como los túneles y los pasadizos de radar. Aquí en lugar de mejorar la raza se van perdiendo facultades, hasta en los criminales.
Los antiguos jefes venían de la nada y tenían que trabajar y matar a diario para conseguir expandir el imperio, eran campesinos, no inteligentes sino auténticos genios del mal, muy listos. Muchos de estos hombres habían intentado educar a sus hijos en buenos colegios para que no tuvieran su vida. Eso nunca había llegado a buen fin, los hijos de los capos querían ser como sus padres, tener poder sobre la vida y la muerte. Los estudios eran algo que no les interesaba. Ellos serían los sucesores de sus padres cuando les llegara el pronto final, pero no serían nunca iguales a sus progenitores, los auténticos genios del crimen.
Corbin recordaba su época de periodista, cuando en los finales de los ochenta había entrevistado a un muchacho de poco más de veinticinco años en Cali. Era el jefe de un cartel valorado en unos cien millones de dólares. Un cartel pequeño, como le dijo el entrevistado, en aquellos años había miles de carteles de estas características, y se referían a los grandes como los carteles de más de mil millones, esos sí eran realmente grandes.
Al Richard de aquellos tiempos le impactó que aquel joven le dijese textualmente:
–Mire usted, míster. Yo sé que antes de los treinta años algún gatillero vendrá y me bajará mandándome al cementerio. Hoy soy el dueño de la vida, de los hombres, de las mujeres, de las casas de mi barrio, tengo el poder que se terminará en cualquier momento, pero en este momento está usted sentado al lado de Dios.
Ideas de un joven capo que fueron como una premonición de que moriría en poco tiempo. Estando Corbin todavía en Cali, se enteró de que el muchacho había sido ametrallado a la salida de una salsoteca, la misma salsoteca donde habían estado juntos, quizás por haber hablado con él.
Mientras, Archivaldo devoraba la comida puesta sobre la mesa, servida por un camarero sudoroso al que se le notaba el miedo del que sin duda sabe a qué personaje está atendiendo.
El Gordo no se cortaba para hablar mientras devoraba las viandas.
–Richard, nosotros somos los que manejamos este negocio, ya no en México, en el mundo. Si quieres comprar droga habla con nosotros, nos hemos sacado de encima a los jodidos colombianos, ellos solo fabrican, como en Perú o en los otros países de Sudamérica. Pero si quieres vender tienes que hablar con nosotros, no puedes sacar un solo kilo sin nuestro consentimiento, y si lo haces te quedarás sin familia y luego sin vida, mataremos a tu papá, a tu mamá y a cualquiera que haya tenido una relación contigo. Es la ley, el negocio es nuestro. El único problema que tenemos es la competencia, si nosotros somos duros el vecino que quiere entrar o ampliar el negocio es más duro o salvaje que nosotros. Y así tiene que ser, no nos pueden ver un signo de debilidad o entrarán en nuestro terreno. Esos crímenes que ves en Internet no son otra cosa que guardar nuestro territorio, cierto que alguna vez se nos va de las manos. Los chicos están bebidos y comienzan a trocear a los capturados y a grabarse en video. Esos presos son enviados desde otros carteles para sembrar el caos en mi tierra, matar a mis chicos, ¿qué voy a hacer?, pues eso, cortarles la cabeza y echársela a los chanchos* antes de que se la corten a mis hombres, aquí el débil no sobrevive.
Corbin se estaba entreteniendo con la botella de tequila Corralejo que había pedido Archivaldo para su invitado. Richard sabía que su contertulio no tenía escrúpulos y que cualquier cosa que dijera se podía interpretar mal, pero allí estaba, manteniéndose como podía ante un tipo seboso que no dudaría en meterle una bala en la cabeza y con un delicadísimo tema a tratar, que Archivaldo estaba intentando eludir desde que se habían sentado.
Después de escuchar durante un buen rato las filosofías sobre la vida y la muerte de su interlocutor, que ya llegado a este punto tenía la camisa llena de lamparones de la comida que se le estaba cayendo por su enorme barriga, Richard, con el valor y ánimo que da el tequila, fue directamente al grano.
–Bueno, Archivaldo, tu padre fue socio de don Julio durante mucho tiempo, cuando dominaban entre los dos casi todo el mercado, tu padre era el cerebro para el transporte de la mercancía internacional, mientras don Julio mantenía el orden.
–Don Julio era un salvaje –interrumpe Archivaldo–, él mismo mataba a sus hombres si perdían un cargamento, entraba en pueblos donde sabían se estaba trabajando con polvo de otros y terminaban con todos. Le daba igual mujeres que hombres o chamacos.** Cierto que era efectivo, pero nos buscó muchos problemas. Los aldeanos empezaron a temernos e incluso se atrevían a denunciarnos a la policía. Menos mal que no sabían que ese policía al que nos estaban denunciando era un hombre nuestro, y ahí mismo terminaba el problema, el que entraba a denunciar a la comisaría allí mismo se quedaba, ya no volvía a salir vivo.
»A ese pendejo de don Julio –continuó el Gordo– le gustaba la sangre y la puta de su señora doña Patricia se había culeado a la mitad de sus hombres a sus espaldas, incluido mi papá. Pero ella era todavía peor, se enteraba de todo, tenía una red de espías en todos los carteles y muchas veces solo por antipatía personal, por envidia o simplemente porque algún tipo rechazó su oferta amorosa le daba las instrucciones a su marido para que le colgara. Nosotros no somos santos y no dudamos en matar, ese es nuestro negocio, pero ese cabrón que ahora quiere retirarse es el peor de todos nosotros.
La conversación se comenzaba a poner tensa. Archivaldo le había hecho un retrato perfecto de su cliente a Richard, una historia que él ya conocía y había podido sentir en primera persona. Había estado en una redada de don Julio contra los Templarios y había sido de las pocas veces en su vida que había tenido que apartar la vista mientras despedazaban a un joven de no más de diecisiete años acusado de pertenecer a la banda enemiga. No hacía falta demostrarlo, con que lo sospecharan ya era suficiente para poner en marcha los machetes.
–Ya sé que todo eso es cierto, Valdo –le interrumpió Richard–. Este hombre ha mantenido su liderazgo en el cartel del Golfo a sangre y fuego. Ha perdido a muchos familiares en guerras, cosa que dudo le importe, pero ahora es mi cliente, vengo a por la plata que durante años le habéis transportado. Ya sé que el honor no existe entre vosotros, pero si algo es sagrado es la plata. Don Julio me encargó que me des el capital de estos transportes que tú hacías a EE.UU., efectivamente el cabrón se quiere retirar antes de que lo retiren.
–Ese capital, en miles de millones de dólares, está, pero yo no lo tengo. Ese dinero es de don Julio, pero yo mandaba la mota que me daba el cartel del Golfo al centro de distribución en América. A unos que bien conoces y sé que no te llevas muy bien con ellos. Los hermanos Flores en Chicago llevan toda la distribución, ellos son la cabeza mía en los USA. Allí iba la droga procedente de México y desde esa ciudad se distribuía a todo el país, antes de salir se cobraba y se guardaba la plata, a mí me la devolvían en trenes o camiones. Don Julio era más cómodo, les encargaba que se la colocasen limpia en algún lugar de Sudamérica, él no quería mancharse las manos, ya sabes que para nosotros la plata es intocable, pues un error nos cuesta la vida, no tenemos palabra, pero respetamos el pacto con el dinero. Tenemos miles de millones en efectivo, pero si un hombre nuestro en un transporte toca un solo dólar ahí mismo nos lo bajamos,1 sus propios compañeros o amigos le disparan, no sea que sospechemos de ellos y corran la misma suerte. Si quieres la plata de ese pendejo habla con los Flores en Chicago, esos sí son auténticos putos. Ellos tienen la plata de don Julio y te la darán o te quitarán la vida, ya sabes cómo son esos dos, casi peores que tu cliente, Richard.
La verdad era que no le dejaba tranquilo la situación. A los hermanos Flores, Apolo y Florito, los conocía bien Corbin. Había hecho varios trabajos para ellos y recordaba uno en especial en el que desaparecieron varias armas del cargamento, y para justificarse Apolo detuvo a uno de sus hombres acusándole del robo, y para no pagarlas le disparó en la cabeza delante de Corbin. Unas faltas que no pagaron en aquella ocasión, pero que ya se encargó Corbin de cobrarles en su siguiente pedido al servirles un cargamento de AK-47 de origen chino a precio de los soviéticos. En este negocio, de puta a puta taconazo, siempre había pensado Richard.
Desde entonces la relación con los Flores fue tensa pero respetuosa, estos necesitaban aquello de lo que Corbin les proveía y este sabía con quién estaba tratando. Hacía años que no se veían, pero el reencuentro no sería amigable. En fin, nadie dijo que esto sería fácil, pensó Corbin mientras apuraba el vaso de tequila.
Mirando a los ojos al Gordo le dijo:
–Está bien, Valdo, habla con Florito, le dices que voy para allá con un encargo y que lo tenga preparado, yo no tengo su contacto hace mucho, sabes que no terminamos bien.
Por primera vez en la comida, Archivaldo esbozó una sonrisa mientras decía:
–Los tienes bien puestos, Corbin, ya me lo decía mi padre, cualquiera se habría dado media vuelta sabiendo que tienes que ir a ver a esas sabandijas, yo les aviso de tu llegada.
–Perfecto, amigo –contestó Richard mientras se levantaba de la silla y extendía su mano hacia la del Gordo, que limpiándose apresuradamente con la servilleta respondió, sin levantarse, por supuesto:
–Mañana te irán a buscar mis hombres y te dejarán en el aeropuerto, no te preocupes por el ticket aéreo, invita la casa, con tal de quitarme al emisario de don Julio de en medio –sentenció Archivaldo.
Superando el primer vahído que le había dado a Richard al levantarse después de tomar la botella de tequila completa, se dirigió dignamente hacia la puerta mientras el Esmirriado daba un silbido y una de las Suburban se acercaba a la entrada. Antes de subir, el Esmirriado le devolvió su Colt y sonriendo le dijo:
–¿Le gustó la reunión, míster?
Mientras iban camino al hotel, Richard iba madurando en la que se estaba metiendo. Salía de la puerta del infierno que había visitado con el Gordo para entrar dentro, hasta el fondo, con la visita a los Flores, gente de lo peor que había conocido en su complicada vida.
Una vez en el hotel no salió a la calle, aquellos lugares eran como su refugio nuclear. Si alguna vez contaba los días y las noches que había pasado en hoteles, de categorías que irían desde el superlujo a los de mala muerte, con seguridad superarían el número de noches pasadas en su casa.
En los hoteles se pasa el mayor tiempo posible, son el lugar seguro en zonas de guerra. Cuando estaba trabajando salir a la calle era ya un riesgo, un secuestro o que le ametrallaran era lo más fácil, se quitaban al emisario de en medio y evitaban el pago. De momento, porque después vendría otro a cobrar y de otra manera, en este trabajo no se perdona. Su negocio de las armas se parecía mucho al de los carteles, ellos tampoco podían demostrar debilidad. Sin el salvajismo mexicano, debían tener mano firme, que no temblara al meterle una bala en la cabeza al moroso. En este mundo siempre hay una bala esperando, el problema es que tarde el mayor tiempo posible en llegar a tu cabeza.
A la mañana siguiente y con puntualidad alemana sonó el teléfono de su habitación, era el Esmirriado, ya estaba su transporte abajo, desde luego estos tipos tenían prisa para que volase de su ciudad.
Cargó su bulto sobre un asiento de la Suburban e iniciaron el camino al aeropuerto. Después de un rato en el camino, le dieron un sobre con sus tickets electrónicos y otro montón de tarjetas de crédito de las rojas, sin nombre, cortesía de don Archivaldo, por la amistad con su padre, le dijo el Esmirriado, que llevaba una camisa más horrible que la del día anterior, con un grabado florido que le cubría el pecho y la espalda.
Debía volar a México D.F. y allí esperar cuatro horas para volar a Atlanta y de allí a Chicago, a su tumba, pensó mientras pasaba por su cabeza quién le mandaría meterse en esta.
Se guardó el sobre con las tarjetas y los tickets aéreos en el bolsillo interior de su chaqueta M-65 y no había terminado de cerrar la cremallera cuando vio por el cristal del parabrisas a un niño que delante del coche le indicaba al chófer que había obras cerca, que disminuyese la velocidad. La primera reacción fue que aquello no le gustaba y el chófer continuó despacio pero sin detenerse.
No le dio tiempo a pensar nada más, un fuerte tableteo desde la calle y el coche que se hundió contra el suelo, le habían reventado las ruedas delanteras. Mientras, los impactos de varias armas automáticas sonaban por todo el coche, ruidos del metal al romperse y trozos de cristal, estaban ametrallando desde fuera. Por el ruido eran fusiles de asalto, y con esa cadencia de tiro Richard sabía que no tardaría en atravesar el blindaje y dejarlos como un colador. Así que sacó el Colt que llevaba a su cintura, ya con una bala en la recámara, y gritó al guardia que los acompañaba y al Esmirriado:
–¡Fuera, que nos fríen aquí dentro!
El gatillero que los acompañaba salió disparando como un loco con su AK-47, mientras Richard se bajaba y caminaba de frente dando con el 45 tremendos impactos en un coche tras el que se parapetaban los asaltantes. Aquí no es como una película, un cargador de AK con sus 35 tiros se vacía en pocos segundos si disparas en ráfaga, y Richard piensa en la mierda de Colt que lleva, siete disparos y se acabó. Aprieta el botón para liberar el cargador y le introduce el otro, un fuerte martillazo al montarse nuevamente el arma le indica que todo está ready otra vez y vuelve a disparar avanzando hacia el auto donde se parapetan los asaltantes. Esta vez ya no hay respuesta, los gatilleros han desaparecido entre la polvareda y la ensalada de tiros que acaba de pasar en pocos segundos, se han ido.
Richard mira al Esmirriado, que con su camisa llena de polvo se esconde bajo el coche, sin arma en la mano. Realmente estos malos de pacotilla son unos mierdas, piensa, cuando las cosas se ponen duras es cuando hay que sacar todo. Así actuó Richard siempre, si hay un problema, enfréntate, ya tendrás tiempo de llorar luego, pero en el momento actúa y camina directo al problema.
Recogió su petate del interior del coche lleno de esquirlas de chapa y trozos de cristal, un escenario de guerra como los que tantas veces había visto. Ya estamos nuevamente en el lío, le vino a la cabeza, mientras miraba con desprecio al Esmirriado y paraba un taxi. En Culiacán tras un tiroteo no se acercan ni los curiosos, y la policía sabe que tiene que dejarles un tiempo para que escapen todos antes de llegar, tanto agredidos como agresores.
En el corto camino que le llevaba hacia la pista de despegue, Richard no paró de buscar una razón para el asalto. Solo dos hombres, si quieres liquidar a alguien en un carro blindado, lo primero es volarlo por debajo, donde no lleva blindaje, y cuando cae, entonces sí se ametralla. Son las normas básicas de la guerrilla urbana y la manera de actuar de cualquier gatillero profesional en México, muchos de ellos exmilitares y por ende los mejores guerrilleros urbanos del mundo.
Solo había una posibilidad: el Gordo no habría atacado a sus propios hombres, si quería liquidarme me habrían despachado en la recepción del hotel. Solo quedaba alguien más interesado en quitarle de en medio, los hermanos Flores de Chicago.
Archivaldo ya les había avisado que iba para allá, y cuáles eran sus intenciones, sin duda había sido un aviso para que no siguiera su viaje, le esperaba el infierno en Chicago, perfecto. Las mejores experiencias de su vida las había tenido sentándose en la mesa de negociación del demonio. Si el demonio pisó la tierra en forma humana, se llamó Apolo y Florito, los hermanos Flores. Esto pasaba por su cabeza como un relámpago mientras entraba en la terminal del aeropuerto y deslizaba una bolsa con la Colt 1911 y los dos cargadores en una papelera. Esa pistola debía tener tanta mierda y tantos asesinatos que si por un casual la encontraba la policía, no se atrevería ni a tomar las huellas.