Tras una interminable escala y cambio de avión en Atlanta, Corbin estaba aterrizando en Chicago. No sabía lo que le esperaba, pero seguro que no sería fácil.
Chicago es la segunda ciudad más grande de Estados Unidos. Está situada junto al enorme lago Michigan, que es como un mar interior en el centro del país. Debido a su estratégica situación, es el centro comercial de Estados Unidos. Aquí llegan todas las vías del ferrocarril, los camiones y autobuses. Todo pasa por Chicago, y a nuestros amigos los narcos no se les podía escapar esta estratégica situación. A pesar de estar en el norte del país, está llena de hispanos y de bandas callejeras, sobre todo de afroamericanos, que son el brazo ejecutor de los hispanos.
Desde la época de Al Capone ha sido la ciudad elegida por los delincuentes para trabajar. Cuando hablas con un policía de la ciudad, siempre te dicen lo mismo: «El día que se seque el lago Michigan aparecerán cientos o miles de cuerpos que se fueron al fondo con unos pies de cemento o de hormigón». Al igual que en Las Vegas, la mafia entierra los cuerpos en el desierto. Aquí, desde el principio los ajustes de cuentas terminaban con el cuerpo del delito sumergido en las heladas aguas del lago.
Los capos mexicanos llevan trabajando aquí desde mediados de los años ochenta y la ciudad ha sido y sigue siendo la base para la distribución de los estupefacientes en el país.
Los que llegaron cuando aquello empezó fueron los que siguen aquí, los hermanos Flores, Florito y Apolo. Dos tipos sanguinarios a los que temen todas las bandas de la ciudad, ellos son los que tienen los contratos con los carteles mexicanos y se encargan de la distribución y cobro de la droga en el mayor mercado del mundo, el americano.
Richard bajó del avión desde su asiento de primera clase, vestido como un agente de la CIA en campaña y con la ropa llena de polvo, de la balacea que había tenido antes de subir al avión en Culiacán. Las azafatas le miraban preguntándose quién sería aquel tipo extraño que se había bebido media botella de whiskey durante el vuelo y que no se había ni quitado la chaqueta. Lo que no sabían las aeromozas era que solo se había bebido media botella porque debía estar sereno para lo que le esperaba nada más aterrizar. Mientras bajaba del avión, esto pasó por su cabeza: «Bueno, ahí vamos, esperemos no me reciban los Flores con otra ensalada de tiros en la cinta de las maletas». Recogió su petate y salió por la puerta del enorme aeropuerto de la ciudad de Chicago. Ante él, un tipo alto y vestido con traje azul impecable y gafas de sol que parecía le crecían de las orejas tenía un cartel con su nombre. Se acercó y cuál fue su sorpresa, detrás de aquel tipo estaba Apolo Flores, que había ido en persona a recogerle. Entonces no sabía si aquello era bueno o malo, quizás pensaban tirarle al lago directamente.
–Hombre, el señor Corbin se digna a visitarnos –fue el cariñoso recibimiento de Apolo.
–No te extrañe, amigo –fueron las primeras palabras de Richard–, aunque en nuestros negocios es difícil llamar amigo a alguien que te puede cortar el cuello en los próximos diez minutos.
–Tranquilo, Richard, somos amigos y hemos ganado plata juntos, aunque no quedó claro quién engañó más al otro.
Las cosas las tenían claras los dos.
Apolo era el peor de los dos hermanos. Talla estándar mexicana, no superaba el 1,65 de altura, vestido con trajes italianos que le quedaban como a un cristo dos pistolas, reloj Breitling Aviator en la muñeca, lleno de agujas y números que él nunca sabría interpretar, pero que a Apolo le gustaba, era grande y caro, era lo único que le importaba. No te podías fiar de él y habría matado a su padre por dinero, la plata era poder y eso era lo que él quería.
–Por favor, acompáñanos al carro –indicó Apolo a Richard, con un leve gesto de la mano derecha.
Corbin no se fiaba, nunca había visto a Apolo con un solo guardaespaldas. Esta gente es objetivo continuo de la competencia. Esa competencia nunca puede llegar a su salvajismo, esa es su ventaja. Las bandas de negros, por malos que sean, nunca llegarán a los niveles que estos hermanos tenían para cobrarse venganza o acabar con bandas que intentaban trabajar en Chicago sin pagarles el «piso» o alquiler por el uso de su territorio.
Un impresionante Jaguar Vanden Plas estaba aparcado en la puerta de salida del aeropuerto. Dejar un coche allí está totalmente prohibido. Chicago es uno de los aeropuertos más vigilados de Estados Unidos. Cuando salieron, vio a un policía junto al carro. Pensó: se acabó la suerte de Apolo, ya no es quien era en esta ciudad. Pero Richard se equivocaba, el traficante deslizó con suavidad su mano al bolsillo derecho y sacó un billete de cien dólares que le dio al policía, que no estaba allí para multarle, estaba vigilando su coche. Realmente estos tipos no dejan de sorprenderme, pensó Corbin.
–Vamos al hotel Fairmont, que tanto te gusta, Richard –le dijo Apolo mientras se acomodaban en el asiento trasero de un impecable cuero blanco en el espectacular V-12.
Cuando iniciaron el camino hacia el hotel Fairmont, Richard recordó su último viaje a la ciudad. También había estado en el Fairmont, un precioso cinco estrellas en la North Columbus. Lo que parecía no recordar Apolo era que Richard había salido corriendo a las 5 de la mañana de su habitación porque el conserje le había avisado de que unos negros con gabardina habían preguntado por él. Seguramente enviados por el propio Apolo cuando se enteró de que los AK que les había vendido eran chinos. Destrozaron la puerta de su habitación de un plomazo con las escopetas del 12 que llevaban debajo de las gabardinas. Aquellas Maverick del calibre 12 que Richard había vendido como churros en África, cuando los hombres luchaban cuerpo a cuerpo, viendo al enemigo. Ahora solo querían armas con mucha cadencia de tiro, mucho ruido y romper todo lo que tuvieran por delante. Eso es lo que querían, asustar a un barrio entero cuando empezaba la juerga, se estaba perdiendo el honor hasta en los gatilleros. Mejor no recordárselo, se dijo Richard, él lo sabe mejor que yo.
En el trayecto fueron conversando como dos viejos amigos, falsamente, pues los dos sabían lo que pensaban uno del otro, y nunca se mencionó el verdadero motivo del viaje de Corbin, la plata de don Julio.
Al llegar al lujoso hotel, Corbin tomó su petate negro y atravesó el magnífico y enorme lobby. Cuando un hotel no puede tener más lujo en las habitaciones, lo único que lo puede diferenciar de los demás es el tamaño y decoración suntuosa de los bookings o recibidores de huéspedes.
Los altos ejecutivos con los que se cruzaba le miraban, llevaba pinta de haber pasado una mala noche, o de caer directamente de una guerra. Era su forma de vestir, lo más cómodo para su trabajo y su vida. Esa ropa llevaba ya varias batallas a su espalda, y más después del tiroteo de Culiacán, y al lado de Apolo, con su impecable traje de corte italiano, llamaba más la atención.
A Richard eso nunca le preocupó, siempre había cosas más importantes. La ropa debe permitirte revolcarte en una refriega, ocultar armas e incluso, como el chaleco que llevaba puesto ese día bajo el M-65, ser capaz de detener una cuchillada certera, que sin él se le llevaría al otro barrio rápidamente.
Lo mejor fue cuando se acercó al mostrador. Aquel empleado mayor de pelo canoso y vestido impecablemente se quedó blanco al ver a Richard. Estaba en el hotel hacía un par de años, cuando el incidente de la banda que había asaltado la habitación en la noche.
–Señor Corbin, nuevamente contamos con su presencia.
–Sí, amigo –respondió Corbin–. Yo también he pensado en estos años si era un espíritu o si realmente seguía vivo, esperemos que esta vez mantengamos el mobiliario entero cuando me vaya, ¿verdad, Apolo? –le dijo al mafioso, dirigiéndole una mirada que le traspasaba.
–Por supuesto, Richard, en cualquier otra ocasión no te habrían vuelto a aceptar aquí, yo hablé personalmente con el director para que tomaran tu reserva –sentenció Apolo.
–Quizás sepas ya cómo burlar la seguridad del hotel para llegar a mi habitación por la noche –le respondió Richard.
Tras aquella primera tensión, Apolo le dijo:
–Mira, Richard, lo pasado no existe, descansa y mañana vendremos a las nueve Florito y yo para arreglar los temas a los que vienes. Espéranos en el restaurante, en el Millennium Room, y desayunamos juntos.
–Muy bien, amigo.
Deseando perderle de vista, Richard se despidió de Apolo, pero este no se marchó hasta que le asignaron la habitación y conoció su número.
Corbin esperó junto al ascensor a que se marcharan y volvió al mostrador de recepción:
–Mire, amigo –le dijo al canoso dependiente–. Si le parece bien cámbieme la habitación, no por mí, sino para que no tengan que cambiar la puerta mañana por un nuevo plomazo en la cerradura esta noche, no creo que a sus huéspedes les gustase despertarse a tiros en la madrugada.
Con el semblante blanco y sin decir nada, el conserje le cambió de habitación y le deslizó las dos llaves electrónicas a Richard, mientras le decía:
–Suerte, señor Corbin.
Cuando Richard llegó a su habitación, lo primero que hizo fue tomar el teléfono y llamar a Crowley, un viejo amigo de la ciudad que había sido militar de elite en los seals americanos, y que cuando dejó el ejército había tenido que pensar qué iba a ser de su vida. Los exmilitares, y sobre todo de elite, tienen muchas salidas y ayudas para volver a la vida civil. Crowley no sabía hacer otra cosa, controlaba todas las armas y era un tirador de primera. Solo tenía dos opciones, trabajar en una fábrica o seguir ligado a lo que había sido su vida, la muerte.
Así empezó Crow su vida civil, vendiendo armas y realizando trabajos para los capos mexicanos, de la mano de Richard. Eso precisamente era lo que quería Corbin de él.
Crow contestó al otro lado de la línea a la primera llamada. «Soy Corbin, estoy en el Fairmont» fue suficiente para saber que quería verle.
–Richard, me alegro de que estés con nosotros, ¿nos vemos?
–De inmediato, amigo –respondió Corbin–, necesito urgente algo bueno, pero de 17, sin interrupciones.
Crow sabía de qué estaban hablando: quería un arma de 9 Pb y diecisiete tiros.
–No te preocupes, lo tengo, voy al Columbus Tap, la cervecería del Fairmont, y charlamos.
Los dos sabían que no se debe hablar mucho por teléfono, da igual satélite que digital, y sobre todo porque desde que Richard había salido de Culiacán había visto a gente extraña que le seguía. Dos anglosajones que en la sala de embarque de Atlanta habían cambiado de vuelo rápidamente. Una simple mirada para un especialista es suficiente para saber que tú eres el objetivo.
Sin duda, cualquier agencia de seguridad norteamericana sabía que había estado con Archivaldo y ya le estaban monitorizando. Pronto empezamos, pensó, estos pueden ser más peligrosos que los Flores, y más estando en su territorio.
Aquí, por la ley de la seguridad nacional te pueden detener y poner el mono naranja, que te llevará derecho a la cárcel federal. En el caso de que un agente de la DEA o de la CIA te quiera detener en suelo patrio, hay que defenderse con uñas y dientes, y quizás en una de sus armas esté esa bala que lleva tu nombre. Casi mejor caer muerto que en manos de su justicia.
La justicia americana es muy delicada, al final queda todo en manos del juez. No hay una pena estipulada por cada delito, si te consideran alguien peligroso para la sociedad pueden meterte decenas de años en la jaula. Si te aplican la ley del tercer delito, aunque solo hayas robado tres coches, si el juez considera que eres irrecuperable para la sociedad puede condenarte a la cadena perpetua. Así que para un hombre que trabajaba con los dos bandos, como en el caso de Corbin, era poco recomendable dejarse detener.
Corbin se tomó una ducha en la espléndida regadera del Fairmont, se quitó el olor a pólvora del último tiroteo, preparó la ropa para la lavandería y se puso lo que parecía su uniforme, una camisa 5.11 color caqui, su favorita, con un bolsillo oculto y cierre con velcro para llevar el arma escondida, y unos pantalones tácticos para portar sus complementos.
Ya comenzaba a ver la vida de otra manera, se encontraba nuevo.
Hay que ver lo que es el ser humano, a pesar de la edad una ducha y ropa limpia le dejaban siempre preparado para el combate, por agotado que estuviera.
Subió al Columbus Tap y cuál fue su sorpresa al ver a su amigo allí sentado ya esperándole. Se fundió en un abrazo con Crow, juntos habían pasado mucho, la última vez se habían visto en Irak.
Richard avanzaba para llegar al cuartel general de Mosul en un Hamby, un vehículo blindado del ejército americano. Allí tenían que firmarle la entrega de un cargamento de munición. El camino a Mosul era muy difícil, te disparaban desde todos lados y Crow estaba en un tejado cubriendo su camino y recibiendo pepinazos, por cada disparo suyo recibía una ráfaga alrededor. Tiempos difíciles, ninguno de los dos sabía cómo habían salido vivos de allí.
Corbin había conocido Bagdad con Sadam, antes de la invasión americana, y ahí se había dado cuenta de que aquello sería una carnicería, cada barrio estaba dividido en guerrillas diferentes y autónomas. Tendrían que tomar la ciudad casa a casa, al igual que en todo Irak. Se lo comentó a un agente de la CIA, pero nadie le creyó, pensaban que el aplastante poder de fuego norteamericano acabaría en una semana con la resistencia, lo que los hizo entrar en un infierno que llega hasta hoy en día. Sin olvidar la principal metedura de pata de la historia: cuando Paul Bremer como máximo representante de Estados Unidos en Irak disolvió el ejército iraquí, que como tenía que seguir viviendo creó la mayor pesadilla para el mundo civilizado, el ISIS. Lo que la gente no llegó a entender es que siempre hay que tener un malo contra quien combatir, pero esa ya es otra historia.
Crow no paraba de preguntar a Corbin, hacía demasiado tiempo que no se veían. Le preguntó por el viejo Lawrence.
–¿Sigue en Londres ese pelirrojo borracho? –continuó con sus preguntas Crow. Los tres habían corrido muchas juergas patibularias en bares de mala muerte en los lugares más perdidos y peligrosos del mundo.
–Hoy estamos aquí –le dijo Richard–, vivos y con una misión, amigo, y te necesito.
–Si es de algo de lo que yo sé, cuenta conmigo –respondió el viejo camarada.
–Tengo un encargo de don Julio, el del Golfo. Un negocio en el que tenemos para los dos, pero necesito que me cubras la espalda. ¿Ves aquella pareja de allí? –dijo señalando con el ojo hacia la ventana, donde estaban sentados una preciosa mulata con traje de chaqueta y un tipo delgado con corbata. Hablaban lo justo entre ellos–. Son cias o deas, me están siguiendo desde Culiacán.
Corbin siempre había tenido un sexto sentido cuando le seguían. Hasta en su vida diaria tomaba precauciones e iba pendiente siempre del espejo en su coche. Por eso le gustaba sentarse siempre mirando a la puerta y observar a todo el mundo. Muchas veces una simple mirada cruzada por una décima de segundo te decía si alguien estaba pendiente de ti.
–Mañana vienen los Flores para una reunión que puede ser complicada, nos vemos en el restaurante Millennium aquí mismo, y necesito que seas mis ojos en la espalda –indicó Corbin a Crow–. Pero tú no puedes venir –continuó–, los Flores te conocen y saben que somos amigos, hay que buscar una solución para cubrirnos.
–No te preocupes, Richard, tú no puedes ir con micrófono, primero porque te registrarán, y segundo porque nosotros debemos interferir las comunicaciones para que nuestros amigos de la mesa de la cristalera no puedan escuchar lo que habláis. Tendrán escucha a distancia seguro, y con un distorsionador de señal no es difícil interferir todas las ondas de radio, pero ya sabes que los gringos te ponen un satélite encima y no hay nada que hacer. Lo mejor, déjales que escuchen y después actuaremos, yo estaré en la terraza al otro lado de la calle con el Accuracy,1 preparado para disparar, simplemente desabróchate un botón de la camisa y será la señal para barrer a todos los que tengas alrededor. Aquí tienes lo que me has pedido –le dijo Crow mientras le pasaba un pequeño neceser de mano bajo la barra y oculto a la vista de todos los clientes del local; sobre todo, de los que estaban intentando escuchar su conversación–. Ahí tienes una Glock 9 Parabellum y tres cargadores llenos, cincuenta tiros, lo suficiente para sobrevivir a un tiroteo con los malos gatilleros de los Flores. Estos ya no contratan militares, solo utilizan chulos de gimnasio para su seguridad, ya no hay profesionales, Richard, estamos perdiendo todo.
Sin contestar una palabra, Corbin se levantó y fue al servicio. Allí abrió el neceser y sacó la Glock, montó una bala en la recámara y se la guardó en el bolsillo oculto de la camisa. Una de las cosas que más le gustaban a Corbin, aparte de la capacidad del cargador de diecisiete disparos de esta pistola, era el seguro en el gatillo, no puede dispararse sola, y el seguro va con la presión del gatillo, simplemente con apretar se libera todo y la muerte sale automáticamente por el cañón. Guardó los dos cargadores supletorios en uno de los bolsillos de su pantalón, pensó que con un tiroteo al día era suficiente y aún tenía la adrenalina del ametrallamiento de Culiacán en lo más alto, al menos esperaba que esta noche le dejaran tranquilo. Cogió aire y regresó a la sala.
Allí se quedó en el Columbus Tap charlando con Crow de todo lo que podía pasar en la operación. Sería una oportunidad para los dos, y lo difícil en este trabajo era fiarse de alguien.
Sin darse cuenta llegaron las 12 de la noche, la hora mágica de la Cenicienta y la que marcaba el cierre de la cervecería. En Estados Unidos esto de los horarios es complicado, y a esta hora solo quedaban en el local la pareja junto al cristal y ellos, estaba claro que estaban pendientes de sus maquinaciones.
–Richard, eres único con los seguimientos, no has cambiado y la edad no te hace más débil, has vuelto a pillar a estos tipos –le dijo Crow.
–Mañana será otro día, estoy cansado, hace unas horas casi me matan en Culiacán y ahora estoy con peor gente que allí. Mañana quiero estar despierto para lo que nos espera, a las 9 estaré aquí, lo más cerca posible de la ventana. Cuento contigo, hermano.
Un simple apretón de manos era suficiente para saber que cualquiera de los dos moriría por su camarada.
Esa noche, a pesar del cansancio, le costó dormir a Corbin. Hacía unos meses había conseguido dejar los tranquilizantes para dormir y le estaba costando mucho superar este mono de medicamentos, pero era lo único que le permitía conciliar el sueño, y así había sido durante años. Lo había cortado de un día para otro. Creyó que con estar cansado todos los días sería suficiente para dejarlo, pero le estaba costando una enfermedad. Pero a terco no le ganaría el Zepam, siempre había estado en contra de las drogas y esta no le iba a vencer.
Aunque, como él solía decir, los fantasmas del pasado siempre aparecen por la noche. Cuando te metes en la cama y cierras los ojos, automáticamente viene a tu cabeza todo lo que has hecho y los remordimientos. Llegas a acostumbrarte y conseguir que no perturben tu sueño, aunque el mayor problema es cuando estás en un punto en que no te importan esos remordimientos. Entonces te conviertes automáticamente en un sicópata.
Corbin entró en su habitación y realizó las operaciones habituales en un hotel antes de acostarse, un ritual que llevaba décadas ejecutando.
Lo primero era apagar su móvil y encender un detector de radiofrecuencia para buscar micrófonos o alguna escucha a distancia, aunque últimamente con los emisores de wifi en los hoteles siempre le saltaban las luces rojas, pero él seguía siendo de la vieja escuela y continuaba utilizando el aparato.
Lo siguiente lo solía hacer en hoteles baratos, poner una silla inclinada contra el picaporte de la puerta, que aunque no la bloquearía contra una patada certera, al menos le daba tiempo de reaccionar.
En este hotel ya había tenido malas experiencias, así que decidió correr el mueble que tenía en el recibidor contra la puerta, pensando que por lo menos si había plomazo de escopeta contra la puerta, el mueble absorbería la metralla y las astillas.
Después abrió un botellín de whiskey del mueble bar, se tumbó en la cama y colocando la Glock bajo la almohada se dispuso a intentar dormir. Le esperaba uno de los días más difíciles de su vida, y él lo sabía.
Empezaba a clarear el día cuando Corbin decidió levantarse de la cama. Prácticamente no había conseguido dormir, como casi todas las noches. No eran ni las 7 de la mañana cuando estaba bajando al vestíbulo del hotel.
Un reconocimiento básico del terreno, memorizando los pasillos y las salidas. Después subió al Millennium, que aún no estaba abierto. Sin embargo, con su don de gentes y saludando amablemente a la oronda mujer latina que estaba terminando de limpiar el restaurante, se coló dentro para estudiar y elegir la mesa donde debía sentarse. Tenía que estar en la ventana para que Crow pudiese ver su seña si se ponía aquello más feo de lo que ya estaba, antes de empezar. Luego paseó por la sala, viendo los obstáculos para una carrera o salida rápida de aquel lugar, la escalera de emergencia y los dos corredores que llevaban hasta el local. Sabía que los Flores pondrían seguridad en los dos, así que la salida del restaurante sería una ensalada de tiros si se torcían las cosas.
Con el terreno estudiado y memorizando los elementos, solo tenía una cosa clara: si explotaba todo, tenía jodido salir de allí de una pieza.
A las 7.30 en punto, cuando abrieron las puertas del restaurante, fue el primer cliente en entrar. No podía permitirse el lujo de que ocupara alguien su mesa elegida, que estaba a la vista de la terraza del edificio colindante, donde se apostaba su seguro de vida.
Solo quedaba esperar, tomó un ejemplar del Chicago Tribune y pidió un café para acompañar aquellas píldoras que le permitían seguir en acción. Su vida en las trincheras y en las selvas de todo el planeta le pasaba factura. Enfermedades tropicales había tenido todas, malaria, dengue, parásitos, tifoideas, etc., y si a esto le añadimos un hígado tocado por los excesos, no es que estuviera en sus mejores momentos, pero siempre que tomaba las pastillas por las mañanas se decía la misma frase: señal de que he vivido.
A las 9 en punto entraban por la puerta del Millennium Florito, Apolo y una mujer. Corbin podía ver a través de las cristaleras a dos tipos fuera, cada uno cubriendo uno de los corredores, como había pensado en su reconocimiento. Al menos habrá otros dos en la recepción, pensó, mientras calculaba su carrera hacia la salida.
–Buenos días, Richard, qué ganas tenía de verte –dijo Florito, como si fuese verdad. Este hombre de la misma estatura que Apolo, aunque de complexión más delgada, vestido más de sport, era el cerebro de la célula o cartel de Chicago. Mientras Florito pensaba y maquinaba planes para matar gente todos los días, Apolo, su hermano, era el ejecutor, y entre los dos movían toneladas de cocaína y millones de dólares diarios.
–Te presento a mi esposa –continuó Florito–, creo que no la conoces. Mercedes.
Mercedes era una mujer morena, y a primera vista no le cabía duda a Richard de que era de la zona de Sonora, donde están las mujeres más bellas de México. Mercedes no era alta ni baja, y tenía un cabello corto y negro que realzaba la belleza de su cara, que iba acompañada de un físico espectacular, a pesar de su madurez. Muy lista debía de ser para que Florito la aguantase y no la cambiara por una miss de dieciocho años, como hacían todos estos pendejos.
En la primera mirada que se cruzaron los dos cuando la saludó con un suave apretón de manos, saltaron chispas. La suave piel de su mano y sus ojos negros como el azabache parecían querer decirle algo, fue como si ya la conociese. Pasado ese primer momento y superada la sorpresa, la cabeza de Richard volvió a la conversación, mientras se autoconvencía: ni la mires, a lo que estás y no pierdas la concentración.
–Querido amigo –añadió Florito mientras se sentaban todos a la mesa. No le habían registrado, y eso ya no sabía si era bueno o malo, quizás le iban a despachar allí mismo llevara lo que llevara.
–Me llamó el Gordo y sé a lo que vienes, Corbin –inició la conversación Florito directamente–. Ese cabrón de don Julio ahora quiere lo suyo, y por supuesto se le va a dar.
Malo, pensó Richard, tan fácil esto no es.
–Pero –siempre hay un pero en estas negociaciones– la plata está en cuentas de dólares, parte la tengo en Estados Unidos y el gran monto en Centroamérica, ¿cómo piensas moverlo? Sé que manejas muy bien este tipo de finanzas, pero cuéntame el secreto y te ayudaré.
Corbin no tenía por qué ocultarles la forma de trabajo a los Flores, estos gánsteres jamás conseguirían el sistema que él tenía.
–Yo no tengo secretos, Florito, trabajo con abogados federales norteamericanos. Ellos me abren una cuenta IOLTA, una cuenta federal en un top 10 de los bancos americanos. Estas cuentas se utilizan para hacer grandes pagos, se hace un contrato scrow para pagar a las partes que yo le diga en cada operación y listo. El abogado federal se encarga de firmar la ley patriótica, en la que compromete su nombre en que esa plata no viene del narcotráfico ni del terrorismo. Si la cantidad que voy a mover es exageradamente grande, como en esta ocasión, se habla con los presidentes del banco con el que vamos a operar y en cuarenta y ocho horas tenemos la plata disponible. Nadie nos la mira ni nos la freeza y ya está, simplemente hay que cumplir y pagar a todo el mundo. A día de hoy Estados Unidos es el país que más dinero recibe y blanquea del planeta.
–Hombre, Richard, yo daría lo que fuese por una cuenta de ese tipo –le interrumpió Florito. Apolo asistía en silencio a aquella conversación de titanes, mientras Mercedes escuchaba embelesada a Corbin, algo que no pasó desapercibido a Florito.
–Ya, Florito –respondió Corbin–, pero tú tienes un problema. Al abogado federal no le pagarías, y mucho menos a los comisionistas que hubiese en la operación, te quedarías con todo, y si tienen suerte el presidente del banco y el abogado federal no morirían despellejados. Así no se puede trabajar, si no hay plata y falla un negocio todos nos jodemos, pero si hay es para todos, y tú nunca has sido de esos.
Un silencio sepulcral se posó en la mesa. Florito y Richard se miraron traspasándose, los dos se odiaban pero se necesitaban. Mientras, Mercedes asistía por primera vez a una reunión donde se enfrentaban a su marido sin ningún miedo.
Hasta que Apolo rompió la tensión:
–Parece que pasó un ángel –dijo aquel anormal rompiendo un poco la tensión. Richard estaba a punto de levantarse y desabrocharse el botón de la camisa, para que Crow reventara a ese desgraciado que era Florito.
En ese momento tuvo un síntoma de debilidad que más tarde le pasaría factura. No dio la señal porque Mercedes estaba en la línea de tiro de Crow y un mínimo desvío en la trayectoria haría que la bala impactara en ella. Richard era así, como estos golfos amorales en muchas cosas, había que ser como ellos si querías vivir de esto. Bastaba una insinuación para que reconociera a una persona que merecía la pena o para saber que le seguían, era un sexto sentido, y con Mercedes no se iba a equivocar, o quizás sí, su sexto sentido le había metido en líos tantas veces como le había sacado de los mismos.
–Muy bien, Corbin –volvió a hablar Florito, pero en un tono más serio. Ya no podía seguir fingiendo afecto por aquel gringo al que desmembraría allí mismo si pudiese–. Si don Julio quiere cobrar lo suyo, se lo daré, tengo a mis hombres sacando los listados de cuentas y los códigos para poder utilizarlas, sabes que es mucha plata y no será fácil, pero a cambio quiero que me des una cuenta IOLTA.
Estaba claro que aquello no saldría gratis para don Julio ni para Corbin, así como que, como bien sabía, al perro hay que darle carne para que venga. Así que sin dudarlo le dijo que de acuerdo, tendrás tu cuenta IOLTA en el momento en que tenga la plata de don Julio en mi cuenta federal. Aquello era una sentencia de muerte, pues Corbin no pensaba cumplirlo, dar una cuenta de este tipo a Florito sería como echarte a la DEA, al FBI y a la CIA encima a la vez. Por una cuenta de este tipo mataría cualquier narco o presidente corrupto de un país bananero, pero las consecuencias todos las conocemos. El mono naranja y la prisión federal para todos los involucrados y un baño de sangre para comisionistas y abogados. Por eso nunca se llevan a buen fin las operaciones con esta gente.
Corbin observó movimientos extraños entre los clientes del restaurante, nadie hablaba por el móvil y todos lo miraban con preocupación. Apolo le dirigió una mirada mientras sonreía y miraba el maletín que traía en su mano. Era un inhibidor de señales, ninguna señal que viajara por el aire entraría del restaurante mientras ellos estuvieran allí.
Normalmente, al Millennium van ejecutivos para desayunos de trabajo, o si alguien va solo toma el breakfast y sale corriendo para la oficina. Un tipo llevaba solo, en una mesa cercana a la suya, desde que había llegado Corbin a las 7.30. No cabía duda de que el seguimiento era real. En los últimos días se había reunido con los asesinos más importantes del sindicato del crimen internacional, estaba claro que todos estaban vigilados y por una cosa o por otra no los detenían. Ahora él también era el vigilado. La CIA sabía perfectamente quién era él y a qué se dedicaba. Además, los Flores no daban un paso en Estados Unidos sin tener un satélite encima, de eso estaba seguro, otra cosa era que los hermanos pagaran al que recogía la información del satélite para que no llegara a sus jefes.
–Bueno, pues creo que estamos todos de acuerdo –comentó Florito–. Los siguientes pasos serán estos: Corbin, tú irás esta tarde con Apolo a ver a los muchachos que están sacando los códigos de las cuentas, cuando tengamos eso te daré los números y datos bancarios y deal,1 ya tenemos el negocio hecho todos, y tú seguro que serás millonario, amigo.
Richard sabía que no sería tan fácil, o mucho habían cambiado estos reyes del hampa, o sería la primera vez que cumplirían su palabra, y no los veía precisamente como hermanitas de la caridad.
Se levantaron los cuatro dando por cerrada la reunión, Mercedes volvió a darle la mano a Richard y este volvió a sentir ese calambrazo del anterior saludo. Ella le miró fijamente, pero sin ocultar una chispa especial en su mirada, y se dirigió a Richard por primera vez en toda la reunión.
–Espero que volvamos a vernos, señor Corbin –le dijo, mientras le apretaba la mano como si no quisiera soltarle nunca. Algo pasaba entre los dos desde que los habían presentado.
Richard se quedó en el Millennium, de pie en la cristalera, era la señal para Crow de que todo había acabado.
No podía quitarse de la cabeza a la mujer de Florito, era como si la conociese, no encajaba en ese ambiente ni con ese par de cabrones, pero ella se lo había dicho, «volveremos a vernos», y él sabía que era cierto. Hasta que le sacó de su pensamiento filosófico el sonido del teléfono, era Crow.
–Estoy en la recepción.
Los dos eran hombres de pocas palabras cuando hablaban por las ondas.
–¿Cómo te fue ahí arriba, Crow?
–Te puedes imaginar, llevaba más de media hora apuntando y con la ventana en la mira del rifle cuando escuché la puerta metálica abriéndose. Rodé por la grava del tejado hasta apartarme de la vista de quien estuviera subiendo. Mi sorpresa fue cuando vi a la persona que acababa de subir, un tipo vestido de negro y con un maletín en la mano. Ni lo pensé, le di tal zambombazo en la cabeza que no sé si le dejé vivo o muerto. Allí se quedó, tumbado junto a mí durante todo el tiempo que estuve en mi puesto. Cuando vi tu señal, abrí su maletín y llevaba una especie de máuser desmontado del 7.62, un buen rifle de francotirador que utilizan los sicarios en Colombia. Sin duda era un hombre de los Flores, que también esperaría una señal para reventarte la cabeza.
–¿Le has matado? –preguntó Corbin.
–Pues no lo sé, desde luego no se movió más desde que le di, y cuando me marché ni lo comprobé. Ese tipo era un profesional, y si llega a ser el que me caza, seguro que me habría rematado ahí arriba. No te preocupes, Richard, el sueño no me lo va a quitar, ni ese ni cien como ese. Sabes que llevo más almas en mi cuenta, y una más o menos no me va a condenar o salvar del infierno.
–Esta tarde voy con Apolo a ver a unos tipos, será también complicado.
–Tranquilo, Richard, no estarás solo, tú lleva la Glock que yo te cubro, además estoy empezando a disfrutar el trabajo –le dijo Crow.
Ambos estaban empezando a disfrutar del trabajo, veríamos cómo se tomaría Florito que acabaran de sacar del juego a su gatillero, sin duda uno de los buenos, según le comentó Crow. Estos sicarios llegan desde Sudamérica, hacen su trabajo y esa misma mañana están volando nuevamente a casa, por un precio que no llega nunca a los mil dólares. Eso sí, hay que facilitarles el arma. Corbin sabía muy bien cómo funcionaba el tema de los gatilleros y exmilitares para trabajos específicos.
Muchas veces había traído encargos de cincuenta pistolas para estos mafiosos. Armas que pagaban a precio de oro y eran para un solo uso. Se la daban al sicario para realizar un disparo y punto. Se introducían en hospitales, comisarías o donde hiciese falta y con un certero disparo acababan con la vida de cualquiera, nadie estaba a salvo. A no ser que la víctima fuese otro profesional, que sabría cómo funciona esto y a quien nunca le pillaría descubierto, como era el caso de Crow y Corbin.
A las 4 de la tarde Richard recibía una llamada desde recepción. Ya estaba Apolo abajo.
Con tranquilidad absoluta, sin prisas, se dirigió a la recepción, comprobando que el arma tuviese bala en la recámara y que los dos cargadores estuviesen en su pierna izquierda. Corbin manejaba cualquiera de las dos manos al disparar, lo que le daba una ventaja –era como un boxeador zurdo– que sabía aprovechar.
A los gatilleros zurdos los conocen todos, saben por dónde saldrá el arma y el primer disparo. Corbin era diferente también en eso: nunca acertarían por dónde venía el primer disparo, que como él mismo decía, es el bueno, pues él disparaba igual de bien con las dos manos.
Llevaba una carpeta bajo el brazo con algunos papeles que cubrían una plancha de Kevlar, de las que van en los chalecos antibalas. Siempre intentaba llevar frente al pecho esa cartera, que podía detener un disparo en el coche o de un francotirador, o al menos evitar que le matase instantáneamente.
Cuando llegó a la recepción y vio la cara de Apolo, era un poema.
–Buenas tardes, Richard, creo que ya es hora de que hablemos claro. ¿Cuántos hombres forman tu equipo?
A lo que Corbin respondió con una cínica sonrisa mientras entraba por la puerta trasera del auto.
–Sabemos que estás con más gente –continuó Apolo, interrogándole–, esta mañana han dejado en coma a un tirador que teníamos para protegernos de ti, pero ya hemos visto que siempre vas un paso por delante de nosotros.
El coche inició la marcha hacia su incierto destino con los dos acomodados en el asiento trasero.
–Mira, Apolo –dijo Corbin, con un tono despectivo–. Vosotros lleváis mucho en el negocio y solo sabéis bajaros1 gente para quitar problemas de en medio, los problemas se solucionan de otra manera. No sé de qué me estás hablando, pero te aseguro que no estoy solo y nunca lo estaré. Y menos cuando me reúno con alimañas como vosotros, que mataríais a vuestra madre por conseguir un uno por ciento más en el negocio.
Apolo se echó la mano al lado derecho de su cintura, pero como en la mejor película del Oeste, cuando quiso darse cuenta tenía la Glock debajo de la barbilla. Había salido de la camisa que ocultaba el M-65 de Corbin como por arte de magia.
–Vamos a llevarnos bien, amigo –le dijo Corbin mientras la Glock volvía al bolsillo oculto de su camisa.
Con la tensión de los últimos momentos, siguieron atravesando la ciudad de Chicago, seguidos por una Suburban negra donde iban todos los gatilleros de Apolo. Él nunca se movía sin ellos y había cometido un gran error al entrar en el coche sin alguno de ellos.
Detrás de la Suburban, Richard veía por el espejo un Jeep Wrangler a cierta distancia. Era Crow, con seguridad, o un agente de la CIA. Por supuesto también estarían siguiéndolos o mirándolos por el satélite. Qué asco de tiempos, esto es como una guerra televisada, vino a la cabeza de Corbin.
Ya fuera del centro se adentraron en la zona comercial y de almacenes de Chicago, junto a la estación central. Aquello era un maremágnum de almacenes abandonados y de naves comerciales cargando material día y noche. Richard conocía muy bien aquella zona, por la noche ni la policía entraba allí, a no ser que tuvieran algún soplo o un acuerdo para detener a alguien, que calmara las estadísticas y todos contentos.
Después de Miami, y desde tiempos de Al Capone, la policía de Chicago ha sido una de las más corruptas de Estados Unidos. Algo lógico si pensamos que estamos en el centro de distribución de todo, es como el almacén para todo el enorme supermercado que es Estados Unidos, solo que la gran mayoría de las mercancías que se mueven aquí son ilegales, las que más ganancias dejan. Un kilo de cocaína en Sinaloa vale poco más de quince mil dólares, y puesto aquí en Chicago, no baja de los treinta o treinta y cinco mil dólares por kilo.
Se detuvieron frente a un almacén que parecía cerrado y levantando un enorme y herrumbroso cierre metálico entraron en él.
Los acompañaban dos hombres de Apolo con los viejos HK MP5 en la mano. Algunos consideran que este fusil ametrallador diseñado hace ya muchos años está obsoleto para el uso táctico, pero lo que no saben es que este fusil del calibre 9 es el más buscado por los gatilleros. Es un arma de guerrilla urbana que dispara munición de pistola y puede ocultarse fácilmente, además de que a más de cien metros, si tienes práctica puedes hacer blanco con él, o al menos acercarte mucho.
En el centro de la nave se divisaba, con la escasa luz que entraba por los agujeros del techo, a un hombre atado en una silla y a otros dos a su lado. Al llegar a él, vio que ya habían actuado los matones de Apolo, le habían aporreado hasta dejarle medio inconsciente.
–Pero ¿esto qué es, Apolo, me traes a ver cómo vapuleas a un pobre desgraciado? –le increpó Richard.
–No, Richard –contestó Apolo con la seguridad de sentirse apoyado por sus hombres–, este tipo es uno de los hackers que nos estaba activando las cuentas de don Julio, lo que ocurre es que estos muchachos se creen muy listos y cuando llegan a liberar las cuentas y a ponerlas nuevamente en funcionamiento, intentan quedarse la plata, ya creen que es suya estos pendejos.
Ese sistema de activar cuentas realmente funciona así, cuando una cuenta bancaria de estos montos salvajes está inactiva durante muchos años, el banco las protege con lo que los hackers llaman cortinas. Deben ir abriendo una a una estas cortinas, durante días de trabajo sin dormir, una vez que comienzan no pueden parar, deben ir saltándose todas las banderas o alarmas que el banco les pone a estas cuentas con ese fin, que los hackers no puedan entrar.
Corbin había trabajado muchas veces con hackers, pero no para liberar cuentas, siempre los utilizaba para comprobar cuentas existentes hacía muchos años. En los años ochenta y noventa los grandes narcos utilizaban testaferros para poner el dinero a su nombre, cientos y muchas veces miles de millones de dólares a su nombre. Estos testaferros podían ser los jardineros o los empleados del hogar del traficante. Lo principal era que no estuviera en el negocio o no tuviese antecedentes.
Pero esto era un problema, muchas veces abrían una cuenta millonaria a nombre de un empleado sin que este lo supiera. Después el narco era capturado o asesinado en un tiroteo y la cuenta quedaba muerta, nadie sabía que existía. Los bancos la blindaban y esperaban los diez o quince años que estipula la ley para quedarse con ella, después de pagar al Estado, por supuesto.
Este era un gran negocio, hasta que aparecieron los hackers, que podían encontrar estas cuentas antes de que cumpliera el tiempo para que se lo apropiasen las entidades bancarias. Por eso las protegían tan bien.
Siempre que Corbin encontraba estas cuentas por encargo de sus clientes, con la ayuda de los hackers se encargaba de activarlas y buscar los documentos y poderes necesarios para poder usarlas y sacar el dinero legalmente. Poderes que en Sudamérica, si sabes mover los hilos, conseguirás sin mucha dificultad, a un costo razonable o pagando al fedatario o notario público un porcentaje de la operación, era la ley, si hay plata es para todos, por lo menos para Corbin. El siguiente paso sería legalizar esos poderes en el consulado americano, y por arte de magia ya estábamos manejando cuentas millonarias depositadas en Estados Unidos o Panamá.
Lo que no debía hacerse bajo ningún concepto era mover esas cantidades a través del hacker, en una transferencia por Internet, eso es llamar a la policía directamente y que todo se bloquee automáticamente. En ese mismo instante entraba en acción la DEA y la ley patriótica con dinero que puede venir de la droga o del terrorismo y chao, se acabó, el gobierno se queda con todo.
Por eso mismo, lo que acababa de contar Apolo era una más de las mentiras de los Flores.
–Vamos a ver, Apolo –le increpó Richard–. ¿Me estás insinuando que este pobre hombre magullado, una vez que encontró las cuentas de don Julio intentó transferírselas él a una cuenta corriente normal? Esa es una tontería mayúscula de primero de crimen. Si este tipo es tan listo para saltar las cortinas y las banderas de las cuentas, no va a cometer ese error, sabe perfectamente que no puede hacerse, déjame que hable con él.
–No, Richard –contestó Apolo–, es cosa nuestra, ha intentado engañarnos a nosotros.
–¡Mengele! –gritó el hermano Flores.
Apareció de la oscuridad otro matón, este más delgado y de menor tamaño que los otros, con un palillo en la boca y ya entrado en edad, toda la pinta de un torturador de la policía de una dictadura centroamericana que había encontrado su retiro trabajando con los Flores.
–Haz que hable, Mengele –le dijo Apolo.
El tal Mengele comenzó a sacudir al pobre muchacho, para pasar después a torturas básicas de sicópata con sus uñas o incluso con un soldador de gas. El muchacho no paraba de gritar que no sabía de qué le estaban hablando.
–¿Quieres llevarte la plata a la tumba? –le preguntó Apolo, mientras le hacía una señal con el dedo a Mengele. Entonces Mengele comenzó a rociar al pobre diablo con gasolina mientras este chillaba y seguía proclamando su inocencia.
–Ya está bien de circo, Apolo –gritó Richard, mientras Mengele soltaba una cerilla sobre el acusado. Juicio, condena y ejecución en la misma tarde, la ley de la mafia.
A Corbin no le cabía duda de que aquel tipo había sido sacrificado para cubrir el plan de los Flores, quedarse con el dinero de don Julio, como siempre con todo, y al próximo que despacharían sería a él.
–No te preocupes, Richard –le dijo Apolo cuando se dirigían a la salida de la nave, seguidos de un increíble olor a carne quemada y los gritos de aquel pobre desgraciado, que no duraron mucho–. Este cabrón no nos dijo qué ha hecho con la plata, pero mañana te acompañaremos al Banco de América, ahí están las cuentas, te darán los códigos y los números de cuenta, con eso y tus amigos federales ya lo tendréis en la mano, ellos saben cómo hacerlo. Lo único que ni Florito ni yo podemos entrar al banco, llevaríamos a la DEA detrás, cada vez que hacemos algún intercambio financiero nos caen creyendo que es narcotráfico.
–¿Y es mentira? –le cortó Corbin–. Acabas de sacrificar a un pobre hombre y esto no va a quedar así, Apolo, vamos mañana al banco y aclaremos las cosas de una puta vez.
Allí no había amistad, solo tensión, los dos se necesitaban para sacar aquella inmensa cantidad de plata, pero estaba claro que se odiaban. A Corbin aquello no le importaba, sabía que a pesar de su delicada honradez, en el negocio tenía más enemigos que amigos, no depende de que existan más malos que buenos, depende de que haya más que quieran quedarse todo que gente que quiera repartirlo.
Aquella frase de buenos y malos le traía buenos recuerdos a Corbin. En cualquier invasión americana charlaba con los marines, tanto altos mandos como soldados rasos, y siempre tenían la misma filosofía. Nunca hablaban del enemigo, siempre se referían a los malos, ellos siempre eran los buenos, como en una película del Oeste, estaban allí para salvar a la humanidad de los malos. Tremenda filosofía, cuando Corbin se había situado siempre entre los malos, eso sí, los malos que necesita el mundo para que sigamos viviendo bien.
La vuelta hacia el hotel fue más distendida. Richard sabía que ya no valía enfrentarse a Apolo, ahora pasaba a la táctica de adularle, eso siempre funciona con esta calaña, y más cuando activó una grabadora que llevaba en su bolsillo.
–Apolo, sé que manteneros arriba en esta ciudad y tantos años es muy difícil, y debe llevar mucho trabajo. ¿Cómo lo conseguís?
Ahí tenía Apolo la oportunidad de lucirse ante Richard y este lo sabía, el medio cerebro de Apolo estaba procesando lo bueno que era y no se daba cuenta de lo que hablaba.
–Efectivamente, Richard –comenzó Apolo–. Este es un trabajo duro, de hombres, no podemos consentir que nos pierdan el respeto, manejamos toda la plata del norte de los Estados Unidos, tenemos un ejército de bandas de morenos trabajando para nosotros. Vienen desde todo el país para llevarse la mercancía, te digo que si pusieran controles de carretera saliendo de Chicago incautarían más droga que en Tijuana o El Paso. Desde aquí sale para todo el país la distribución y el dinero, descontando nuestra comisión, lo devolvemos en camiones, o en el techo de los trenes. Lo más complicado es la contabilidad, a mí los números no me gustan mucho y de eso se encarga Florito. Cada kilo viene con un dibujo, una marca que nos dice de quién es y a quién tenemos que pagar, yo me vuelvo loco con tantas marcas que me lío, pero Florito es el rey de los cuadernos. Tiene cientos escondidos en su casa con el quién y cuánto hay que pagar a cada uno. Algunos se han quejado de que les pagamos de menos, pero no hay problema, Florito les dice que vengan aquí para charlar y aquí mismo nos los bajamos y los echamos al lago. El que hereda el cartel nunca vuelve a quejarse. El problema son los jóvenes, algunas ramas de los Templarios que creen saberlo todo y se enfrentan a nosotros. Son los que más matamos, la semana pasada acabé con dos y están en el almacén 57, que está clausurado hace años, esos no valen ni el esfuerzo de tirarlos al lago. Sin embargo, con los Zetas o los hombres de Chino Ántrax no caben juegos, son militares preparados y se te presentan aquí con un arsenal a pedir cuentas, sería una guerra si nos enfrentamos con ellos. Eso es lo que no quiere la policía, mientras no hagamos ruido y los muertos no aparezcan por las calles nos dejan trabajar, eso sí, si les pagamos bien. Si hay balaceas como en Sinaloa, nos caen encima, la prensa y la opinión pública les presionan y tienen que capturar a alguno de nosotros. Ahora nos va muy bien, estamos trabajando con la ‘Ndrangheta, la mafia calabresa, esos tipos son buenos, trabajan en todo el mundo y estamos entrando en Europa. Antes trabajaban con los carteles de México, pero como están tan vigilados, ahora negocian con nosotros. Yo viajo mucho a Italia, y qué fiestas, hermano, las mejores mujeres, los mejores alcoholes, allí sí que saben vivir. El único problema es que allí sí funciona el honor. Si fallas a alguien, date por muerto tú y tu familia, al contrario que nosotros, que podemos liquidarte a ti y a tu familia sin pestañear y sin que tengas culpa de nada.
Este anormal de Apolo lo estaba contando todo sin apenas tener que tirarle de la lengua. Richard sabía que a estos cortos de mente no hay cosa que les guste más que decir lo listos que son y toda la gente que matan.
Corbin había estado presente en interrogatorios de la CIA en Afganistán y en Irak, y cualquier cosa que estos salvajes pudiesen hacer en Chicago sería un juego de niños comparado con las torturas que había visto personalmente en los sótanos de los edificios de adobe mientras oían caer las bombas en el exterior. Los agentes se justificaban diciendo que aquello era por el bien del mundo, y aquí los Flores torturaban por el bien de sus negocios, una leve línea en la que es muy difícil determinar dónde termina el bien y comienza el mal.
Aquel regreso al hotel fue más ameno y Apolo creía que ya tenía un amigo en Corbin, mientras este le daba la razón en cada nueva salvajada que le contaba.
Al bajarse del coche, Apolo incluso le ofreció a Corbin invitarle a una copa, algo que este nunca habría rechazado, pero después de ver como aquel cabrón mandaba quemar vivo a un inocente era lo que menos le apetecía, y rechazó la oferta con un amable:
–El próximo día nos pegamos una buena fiesta, amigo.
Apolo, por primera vez, sonrió.
–Bien, Richard, el próximo día –repitió como un autómata–. Mañana te mando a primera hora a alguien de confianza para que vayas al banco.
Corbin sabía que estos asesinos siempre están solos, primero porque ellos nunca darán amistad desinteresada a nadie, y si alguien soporta su prepotencia y los brotes de violencia que les salen a cada momento será por interés o porque les lleven a las fiestas donde la coca y las mujeres corren por doquier, pero al final son unos desgraciados solitarios, eso sí, muy peligrosos.
Menuda tarde había pasado Corbin. Pensaba que cualquiera al que le cuentes esto no te creería. Cuando iba a entrar en el ascensor escuchó una voz.
–¿Cómo estás, Richard?
Se volvió y ante él estaba Max. Irreconocible, embutido en un traje que se notaba no era su hábitat natural.
Max era un viejo conocido de Corbin. Se habían conocido en las montañas de Armenia, donde trabajaba como fotógrafo para la comunidad armenia francesa, un lobby superpoderoso. Su trabajo era sacar las miserias de la guerra que en aquel momento libraban los armenios con Azerbaiyán por el territorio de Nagorno Karabaj. Habían viajado juntos de Ereván a Stepanakert en un avión reactor sin asientos, iban a recoger a los heridos en los combates. Volaron sentados en una enorme bolsa de gasolina, que era el combustible para la vuelta, mientras les disparaban misiles de calor desde tierra, una experiencia inolvidable.
Después de aquel primer encuentro coincidieron en numerosas ocasiones. Pero ya de distinta forma, ambos habían dejado la prensa y ya se dedicaban a otros menesteres. Max había sido contactado por la CIA y ya era uno de sus hombres de campo, mientras que Corbin ya estaba en el negocio de las armas con la Outcome.
Siempre es así, las agencias de inteligencia de todo el mundo y los traficantes siempre están en las zonas de combate, así que solo es cuestión de tiempo que te capte uno u otro, actúan igual que los headhunters de las grandes multinacionales, aunque eso mismo son las agencias de inteligencia, enormes empresas.
Pasaron muchas noches de fiesta en aquel hotel Olympic en el Zaire, bebiendo entre mercenarios, con los que los dos tenían negocios. Una cosa que los hacía parecidos en esas guerras de pueblo era que mientras que Corbin llevaba documentos para que le pagaran las armas, Max llevaba otros documentos para que, a cambio de financiarles esas compras y apoyo militar, entregaran las riquezas de sus tierras al tío Sam.
Una operación que ninguno de los dos olvidará fue aquella entrevista con Kabila en el Zaire. Si firmaba los documentos de ambos, entraría en Kinshasa como el nuevo presidente del país, y así lo hizo. Aunque más tarde quiso saltarse el contrato y fue asesinado por su propio hijo, el cual fue el nuevo presidente, a la madre CIA no se la engaña, te lo cobrará de un modo u otro.
El saludo fue efusivo, pero no de amigos, sino de viejos zorros que se cruzan nuevamente en el camino.
–¿Qué haces por aquí, Richard? –le dijo Max.
–Creo que no hace falta que te lo explique, si tú estás aquí es porque me conoces y te han mandado tus jefes de Langley –le comentó Corbin sin ningún pudor.
–Esperaba que tuviéramos un encuentro amable, ¿puedo invitarte a una copa?
Dos veces en una tarde Richard no iba a rechazar esa oferta. Se sentaron nuevamente en el Columbus Tap mientras Corbin esta vez pedía un whiskey de veintiún años.
–Por los viejos tiempos, Max.
La CIA no había tenido nunca problemas en pagar lujos ni gastos extra, eran la mejor agencia para eso. Ni parecido al Mosad, que no podían justificar prácticamente ningún gasto que no fuese pura supervivencia diaria. Pero si era para una misión, tampoco reparaban en el costo, sin duda eran los mejores.
–Mira, Corbin, ya sabes para lo que estoy aquí, efectivamente me llamaron para coordinar tu operación de vigilancia, desde que aterrizaste en Ciudad de México hasta el tiroteo de Culiacán. Ese lo vi en directo desde las televisiones que controlan el satélite. No has perdido la forma y menos el valor, vi como te tiraste hacia el auto tras el que se escondían los gatilleros –le comentó Max.
–No sabía que era tan importante, amigo, un satélite cuesta un platal enfocarlo a una persona, creía que solo mis clientes eran esos privilegiados –respondió Corbin.
–Estás en algo muy grande, sabemos que has visto al Gordo, si no le hemos capturado todavía es porque es muy importante y tiene a todo el gobierno mexicano de los huevos. Sabemos dónde anda en cada momento, pero no podemos tocarle. Y ese cabrón de don Julio, yo creo que si ponemos en fila a todos los que quieren liquidarle nos vamos de New York a San Francisco. Ahora estás con los Flores, ¿cómo sigues vivo, Richard? Estás reuniéndote con todos los malos que tenemos monitorizados desde hace años. Sé que están preparando algo y tú eres la vía para realizarlo, dínoslo y te ayudamos, te daremos otra identidad y podrás vivir tranquilo. Ya va siendo hora de que dejes esto, tú también tienes una buena fila detrás para liquidarte y los primeros desde hace años para bajarte son los hermanos Flores.
–Yo te entiendo, Max, pero solo estoy visitando buenos clientes, quizás buscando un trabajo que me retire, no como lo que tú me ofreces de vacaciones al sol en Florida. Estaría bien si no supiese cómo actúa la agencia. ¿Cuántas nuevas identidades habéis liquidado en su primer año de retiro? A muchos, para la agencia es terminar con los gastos y evitar que ese vuelva a hablar. Nos conocemos bien, Max, no estoy haciendo nada concreto, simplemente espero nuevos proyectos de trabajo, por supuesto legales, o como nosotros sabemos, en el filo del cuchillo de la legalidad.
–No esperaba otra cosa de ti, Corbin, jamás delatarías a un cliente, así lo dije en Langley, pero insistieron, están nerviosos. Creo que como siempre hay chivatos dentro de la agencia que saben que se está preparando algo grande y todos quieren morder, ya huelen a carne. Por eso el satélite y el equipo que te habrás dado cuenta tienes en todo el hotel.
Max era buen tipo y Corbin sabía que incluso le apreciaba, las situaciones malas y buenas que habían pasado juntos marcan una amistad. Al menos así sería normalmente, pero en esta ocasión eran dos amigos trabajando en lo mismo, lo que ocurre es que uno decía que lo hacía para atrapar a los malos y a Corbin le daba igual, la moral no iba con él, y más cuando hablábamos de falsa moral, como hacía Max.
La mejor decisión que tomaron fue dejar de hablar de trabajo y pasar a los personajes, el whiskey y las mujeres que habían compartido en su complicada vida.
Desde luego, el personaje que los dos coincidían había sido el más espeluznante era Kabila y su historia de película cómica. Cuando la revolución triunfó en la isla caribeña de Cuba, el Che Guevara quería seguir combatiendo por la libertad y viajó a África, a la entonces República del Congo, para luchar con los revolucionarios de Lumumba y su lugarteniente Kabila. Pues bien, a las pocas semanas el Che se marchó diciendo que esos hombres solo pensaban en violar y en emborracharse, y cuando había intentado inculcarles ideas revolucionarias casi le matan.
Tremenda la historia del fin del siglo XX y sus revoluciones, que como esta, la mayoría de las veces fueron absurdas y llevaron a los pueblos a la miseria. Esa fue la Centroamérica y Sudamérica de our boys, los presidentes puestos por la CIA. Ponían familias o militares que cumpliesen las órdenes del tío Sam. Así se creó la leyenda de la despensa sudamericana de Estados Unidos: ellos te ponían en el poder pero les debías tu país, lo dicho, la falsa moral.
A partir de aquí, y sabiendo los dos lo que había y que se estaban engañando, comenzaron una velada inolvidable, que terminó cuando llegó la hora mágica de cerrar el bar del hotel, la medianoche.
En la puerta se despidieron, esta vez sí con un abrazo, y Max susurró unas palabras al oído de Corbin:
–Ten cuidado, Richard, aquí hay mucha plata y lo saben todos.
Richard acompañó a Max a la salida y cuando se despedían, un Jeep Wrangler le saludó con las luces mientras se iba. Era Crow, que llevaba todo el tiempo cuidándole la espalda. Este sí era un amigo y un profesional.
A las 9 en punto estaba Richard nuevamente en la puerta del Fairmont, esperando a los hombres de los Flores. Aquella mañana no tenía buen cuerpo, podían ser los whiskies de veintiún años o que quizás se estaba haciendo viejo para aguantar tiroteos, asesinatos y visitas de la CIA en pocos días. En fin, había que seguir adelante, y con su atuendo habitual, con el que más parecía se dirigía a un combate que a una entrevista financiera. Aunque realmente su vida era un continuo combate que podía iniciarse en cualquier momento.
El Jaguar de Apolo se detuvo en la puerta del hotel puntualmente. Esta vez no era el medio tonto de Apolo quien estaba dentro. Richard se asomó al ir a entrar y vio a Mercedes, la esposa de Florito, en el interior. Corbin creía que nada le podía sorprender a estas alturas de la vida, pero el corazón le dio un vuelco cuando la vio sentada en el asiento trasero.
Para él fue como la visión de una diosa. Ya no era una cría, pero él tampoco, y no buscaba lo que la mayoría de sus amigos, casados con veinteañeras. Pero esta mujer era la esposa de uno de los mayores asesinos del mundo y él solo pensaba en su belleza y en esa sonrisa que esbozaba con su dentadura perfecta. Algo había sentido Richard el día que la había conocido, y ese algo se había hecho patente hoy.
Entró en el coche y la saludó educadamente, como la primera vez que se vieron, y volvió a sentir lo mismo, como un calambre que le recorría el cuerpo.
–Hola, Mercedes, no esperaba verla aquí.
–No te preocupes, Richard, mi esposo me dijo que te acompañase al banco para comprobar las cuentas, no se fía de nadie más, y creo que de mí tampoco.
–Está bien, Mercedes, yo tampoco me fío de nadie y menos viniendo de los Flores. No sé el tiempo que llevas con Florito, pero seguro que el suficiente para saber con quién te has casado.
–Richard, tú no te acuerdas de mí, cuando estuviste aquí hace unos cinco años y Florito intentó engañarte, hasta que tú se la pegaste a él con los AK-47 chinos. Yo trabajaba para él y te vi negociando con ellos. No sé si Florito se enamoró de mí, cosa que me extraña –continuó Mercedes–, pues sé que él no quiso a nadie en su vida, o le vengo muy bien porque puede confiar en mí, y además puede tener a todas sus amantes sin que yo le diga nada.
Mercedes era una mujer que llamaba la atención, embutida en su vestido negro de marca, elegante pero discreta, unos zapatos de tacón que parecía la elevaban al cielo y una mirada sincera como hacía mucho tiempo no sentía Corbin. Su físico lo podía superar cualquier zorra de las que trabajaban en los clubes de los Flores. Era su forma de ser, educada, dulce, y a Richard no le cabía duda de que sería cariñosa. Le había cautivado.
–Tengo orden de Florito de que vayamos al banco –le insinuó Mercedes–, pero todavía es muy pronto, ¿te parece que tomemos un café en el Arts Club?
Esa pregunta en los sensuales labios de Mercedes más parecía una cita que un café para hacer tiempo, y Richard, acostumbrado a situaciones complicadas, aquí no pudo más que asentir con la cabeza.
El chófer los había dejado en la puerta del café, un edificio de ladrillo rojo de principios del siglo XX. Richard siempre pensaba que gracias a estas construcciones tenemos historia. Cuántas grandes ciudades han perdido todo lo ganado hasta entonces con un simple incendio, lo normal es la devastación total de la ciudad, menos los edificios de piedra, que seguirán impertérritos viendo pasar las generaciones.
Entrar en este café es una experiencia, lujo y gente exclusiva son sus clientes. A Mercedes la saludaban todos los camareros, no le cabía duda de que por educación o por miedo. Sabían quién era.
Mientras Mercedes caminaba hacia la mesa en la que amablemente el camarero estaba separando la silla para ayudarla, Richard no pudo evitar mirarle el trasero, con ese vestido negro que le había encandilado desde que lo había visto.
¿Qué te está pasando, Richard?, se preguntó. Tú no eres así, y no lo olvides, ¡¡es la mujer de Florito!!
Mercedes tenía unos modales y un gusto exquisitos, no había nada más que observarla un poco para darse cuenta. Así que Richard no tenía otra que preguntarle:
–¿Qué hace una mujer como tú con un tipejo como Florito? Y no me digas que por amor y menos por plata, porque no pienso creerme ninguna de las dos respuestas.
La mujer sonrió, embelesando más aún a Richard, una mezcla de dulzura y clase salían por todos los poros de esta extraordinaria mujer.
Contestó a Corbin sin dejar de mirarle a los ojos.
–Mi familia nació en Chihuahua, en México, y mi padre trabajaba para los Flores desde muy joven y en casa vivimos muy bien, aunque las cosas que me contaba cuando volvía del trabajo eran terribles. Por desgracia, mi padre era el brazo ejecutor de Apolo, solo tenían que insinuarle algo y él lo cumplía, sin preguntar. Fueron años de bonanza, los Flores se expandían por todo el norte de Estados Unidos, tenían la confianza de los capos mexicanos. Precisamente eso es lo que les faltaba, confianza, alguien que conociese sus secretos, sus posesiones y los datos que nadie podía saber.
»Yo tenía ya treinta y nueve años y estaba trabajando de contable para una multinacional de contenedores de carga, la Maersk, en la estación de ferrocarril. Un buen puesto que yo no pensaba dejar. Mi padre contaba a todos lo bien que me iba, lo honrada que era y lo que sabía de cuentas. Esto llegó a oídos de los Flores y me llamaron para una entrevista. En ella me ofrecieron un cheque en blanco por trabajar para la banda. Yo era joven e idealista y lo rechacé, estaba labrándome una buena carrera financiera en mi trabajo actual y tristemente y por mi padre sabía a lo que ellos se dedicaban. Un día, mi padre me dijo que los Flores le habían amenazado con que iba a trabajar para ellos o a él le quitarían de en medio, que tenía que demostrar que le quería. Era mi padre y no podía permitir que se lo bajasen como a tantos otros, así que acepté su proposición. No sé si fue casual o premeditado, no llevaba ni seis meses con ellos cuando por lo visto mi padre falló en un trabajo y apareció en un coche quemado a orillas del lago Michigan. Nadie investigó el crimen, un ajuste de cuentas, dijeron. Yo estaba pillada con ellos. En ese trabajo, si conoces ciertas cosas no puedes salir, es como el chiste, si te cuento algo más tendré que matarte, pero real.
–¿Y cómo llegaste a convertirte en su esposa? –le preguntó Corbin.
–Eso fue un cúmulo de casualidades. Conocía a todos los testaferros y gente a la que tenían puestas las cuentas con su dinero, la contabilidad real, la que yo tenía que apañarles porque ellos son unos analfabetos. Únicamente saben ordenar que se bajen a gente, muchas veces porque les caen mal o les levantaron una chica en una fiesta. Hasta que llegó un día que para tener control sobre mí y que estuviera de mierda hasta las orejas como ellos y no pudiera delatarles, Florito me ordenó que debía casarme con él o que terminaría como mi padre. En ese momento estuve a punto de sacar la Sig Sauer que siempre llevo en el bolso y dejarle seco en la moqueta de su despacho. Él nunca está solo cuando amenaza o pide algo, sus gatilleros están siempre mirando, atentos a la respuesta del interlocutor. «Tendrás una vida de lujo», me dijo, «solo tienes que controlar las cuentas y no te molestaré mucho», era una oferta que no admitiría un no por respuesta. En ese tiempo fue cuando te conocí en su casa y vi cómo intentaron engañarte y tú diste la vuelta a la tortilla, quedando como tontos los dos hermanos, no sabes cómo se rieron en el negocio de ellos. Como en el desayuno de ayer, nadie habla así a los Flores, y tú volviste a emplear el mismo tono que hace cinco años. No les tienes miedo, y eso me dejó prendada de un hombre que tiene sus propias convicciones y no le importa morir, pero no se agacha.
–Bueno, Mercedes, ¿no sabes que tenía un tirador en el edificio de enfrente en la Columbus? –dijo Richard.
–Ya lo sé, y ellos también intentaron poner a otro. No imaginas cómo se pusieron cuando apareció con la cabeza partida en la terraza, ahora mismo está en coma, y era uno de los mejores sicarios de Apolo, les volviste a dar en las narices. Y como no podía dejar de mirarte durante el desayuno, también vi el sospechoso bulto en tu camisa, del que ellos ni se dieron cuenta. Estabas preparado para salir revolcado de allí y vendiendo cara tu vida ante este par de hampones.
–A mí me pasó lo mismo –dijo Richard–. No pude dejar de mirarte en todo el desayuno, tenías algo especial, el brillo en tus ojos, y cuando te di la mano, sentí algo que no te puedo explicar, tu mirada y sobre todo tu sinceridad. Si no llegan a estar los Flores allí, te hubiese pedido matrimonio en el desayuno.
Mercedes se rio de una manera que la hacía aún más bella, pícara pero encantadora. Había sido como un hechizo entre los dos. La magia saltó y ya llevaban dos horas charlando ante un café, aunque a esas horas Richard habría dado su mano derecha por una cerveza helada.
Hablaron de lo divino y de lo humano, de sus vidas, sus relaciones anteriores. La verdad es que en este tema, cuando Richard comenzaba a hablar de sus matrimonios anteriores o su época en las guerras de todo el planeta, su vida entre mafiosos, donde se había codeado con los más importantes traficantes de todo tipo de materiales y estupefacientes, unos años de aventuras indescriptibles, su dialéctica era como la de un encantador de serpientes. Era capaz de hechizar a cualquier mujer en la que estuviese interesado, al menos por una noche. Con Mercedes era distinto, esta sí le interesaba de verdad. Era igual que él, venía de vuelta de todo, el ser la esposa de Florito te debía de enseñar mucho sobre el bien y el mal, aunque Corbin, la verdad, no sabía diferenciar muy bien dónde empezaba uno y terminaba el otro.
Corbin pidió una cerveza helada y Mercedes un Martini. Con esto Richard estaba más a gusto. Él siempre había dicho: «Nunca te fíes de una mujer que no beba».
Ya habían llegado a la hora del aperitivo cuando empezaron con las confesiones reales.
–Mira, Richard –le dijo Mercedes–. Florito me ordenó que consiguiese llevarte al banco hoy, como fuese. Tenía mucho interés en que entraras en el Banco de América a preguntar por las cuentas y los códigos de la plata de don Julio. Sabes que muchos están detrás de esa fortuna, los hermanos los primeros. A ti no te pueden liquidar, de momento, porque estás trabajando para don Julio y eso significaría una guerra con el cartel del Golfo, pero sé que están tramando algo en el banco, y creo que debo avisarte.
Mientras decía esto le cogía la mano con una dulzura extrema, algo que descolocó a Corbin. Solo estas sensaciones que no tenía dominadas podían desconcentrarle cuando hablaba de trabajo.
–Muchas gracias, Mercedes, pero lo sé –contestó Richard–. Ayer intentaron engañarme sacrificando a un inocente y hoy tienen una encerrona preparada. Estoy seguro de que si entro en el banco y hago la pregunta clave sobre las cuentas, no tardarán ni cinco segundos en caerme encima los federales, y si me acompaña Apolo yo nunca entraría. Florito se dio cuenta de cómo te miraba y por eso te envió a ti, lo que le falló es que se fijaba tanto en mí que no vio cómo me mirabas tú.
Nuevamente la sonrisa sin tapujos de Mercedes iluminó el local.
–Richard, me haces reír, y hace tanto tiempo que no me reía que hasta me siento extraña.
Corbin se levantó y cogiéndola de una mano le acarició la cara y la besó con toda la sinceridad que solo una persona que sabe lo que es la falta de cariño puede tener. Mercedes se quedó mirándole sorprendida y no dijo nada, solo le miraba, hasta que Richard dijo:
–Querida Mercedes, estamos locos, así que voy a decirle al chofer que se marche.
Ella asintió con la cabeza mientras apuraba su segundo Martini.
Richard salió a la calle y tuvo que despertar al conductor, que estaba durmiendo en el Jaguar.
Ya no hay profesionales ni en el hampa, podría haberle descerrajado un tiro en la cabeza y ni se habría enterado, pensó Corbin.
–La señora y yo nos quedamos, iremos caminando –le dijo al conductor.
–Pero don Florito me dijo… –intentó este responderle.
–Si no quieres problemas, lárgate, ya hablaré yo con don Florito.
El chófer arrancó y salió corriendo de allí intentando sacar el móvil del bolsillo para comunicar la situación de inmediato. Richard hizo una seña girando el dedo índice.
–Luego seguimos.
Y un jeep al otro lado de la calle arrancó con un toque de claxon de recibido. Crow entendió el mensaje.
Corbin entró nuevamente en el café y tomando de la mano a Mercedes le dijo:
–Vámonos antes de que el inútil del chofer llame a su jefatura y tengamos a todos los matones de Apolo en la puerta.
Ella sonrió y le acompañó sin dudarlo. Estaban locos de verdad y no imaginaban en la que se estaban metiendo. Bueno, sí, lo sabían los dos, pero les merecía la pena el riesgo. Tomaron el primer taxi que pasó por la puerta y Richard le dijo:
–Usted siga, que ya le diré.
Había que salir de allí echando leches, como le dijo a Mercedes.
–Ya es la hora de comer –dijo Richard sin dejar un momento de mirar a Mercedes a los ojos–. No podemos ir a ningún sitio bueno ni de lujo porque tu marido tiene ojeadores y confidentes en todos ellos. ¿Te parece que vayamos al First Draft en la South Clark, una cervecería enorme que seguro ninguno de estos animales sabe que existe?
La respuesta de Mercedes no se hizo esperar: besó a Richard mientras él le pasaba la mano por debajo de su corta melena negra y le correspondía. Aquello les iba a provocar muchos problemas, pero en aquel momento ninguno lo podía evitar, se necesitaban, y Richard acababa de aclarar la última duda que tenía sobre ella: era cariñosa.
Aquella tarde en el First Draft, tal y como reconocerían los dos, fue uno de los mejores días de su vida. El local, de madera y con una decoración impecable y la luz justa, era ideal para dar rienda suelta a su pasión entre montones de grifos y clases de cerveza. Sonaba música de los ochenta y los dos no paraban de hablar ni de besarse. Pidieron comida, unas alitas de pollo picantes y unos aros de cebolla que prácticamente dejaron sobre la mesa. No paraban de mirarse a los ojos y cogerse las manos bajo la mesa.
¿Qué les había ocurrido? Ninguno de los dos podía dar una explicación, eran como dos almas gemelas que se habían encontrado y no pensaban separarse, a pesar de que sabían los dos que había muchas posibilidades de que les costase la vida.
Richard había tenido una vida intensa, complicada, pues lo primero que te exige es la familia, debes renunciar a la familia. Aunque lo había intentado en varias ocasiones, siempre salía mal. Cuando sus parejas le conocían y escuchaban sus experiencias todo era muy atractivo, pero ser un tipo que cuando sale de casa por la mañana no va a la oficina y no se sabe si volverá, que nunca llamará desde el culo del mundo donde se encuentre, lo único que te podía garantizar era cariño, y Corbin durante toda su vida se había vendido por cariño.
Estaba contando esto a Mercedes, se sinceraba como si la conociese de toda la vida, y lo mismo estaba haciendo ella. Era la misma situación de los soldados de la segunda guerra mundial. Cuando conocían a una mujer, en ese mismo día pasaban del noviazgo al matrimonio y a la separación o divorcio obligado o a la viudedad. No sabían cuánto tiempo iban a vivir.
En el First Draft estaba ocurriendo lo mismo. Así que mientras le mantenían sus manos unidas bajo la mesa, acariciándolas como si nunca lo hubiesen hecho con nadie, Richard preguntó a Mercedes:
–No podemos ir a mi hotel, que lo tendrán tomado los Flores, lo mejor es que estando tan locos como estamos vayamos a algún motel en esta zona. No debemos caminar mucho por la calle, todos los camellos y matones de la ciudad nos estarán buscando.
En ese momento, Mercedes bajó de su banqueta y abrazó a Richard, provocándole una sensación que nunca había tenido, y decir esto de un hombre al que en cuanto a pasarlo mal o bien en la vida muy poca gente podía superar, es mucho.
Preguntaron al barman y les indicó un hotel nuevo, de diseño, que habían abierto hacía poco en la esquina, en el 675 de la misma calle. Sin apenas tiempo para dar las gracias al barman, como dos adolescentes corrieron por la South Clark buscando el número indicado. Estaba lloviendo a mares, pero a ellos no les importaba.
El hotel Clark Downtown, un viejo edificio recién remozado, al fin estaba ante ellos. Pasaron a la recepción y el mundo cambiaba, un jardín con una fuente interior y una cascada zen de piedra que bajaba deslizándose por la pared los trasladaba a otro mundo, su mundo. Estaban en el centro de Chicago, con todos los gatilleros y hampones de la ciudad buscándolos, pero no era momento de pensar en eso.
La recepcionista, una señorita de aspecto impecable, les intentaba explicar todas las ventajas y maravillas de esas habitaciones spa con un diseño vanguardista. Mientras, los dos eran incapaces de escucharla, y no se soltaban de las manos ni un segundo. Entonces, la displicente muchacha de recepción les pidió su documento, su ID para registrarse. Mercedes se puso nerviosa. Si aparecían en el registro del hotel, cualquier policía en nómina de Florito podía verlo, y en cuestión de minutos estarían allí.
En ese momento, Richard el de las mil salidas sacó un pasaporte soviético del bolsillo de la pernera derecha del pantalón y se lo entregó a la recepcionista.
–Perfecto, don Nikolai –dijo esta–. ¿Y el documento de la señorita?
–Lo tiene usted dentro del mío –contestó Richard. La mujer abrió el pasaporte y encontró un billete de cien dólares, miró a Richard y este le respondió con una sonrisa.
–Perfecto, aquí tienen la tarjeta. Su habitación, la 217.
Esto funciona en todo el mundo, o al menos al 50 por ciento, porque siempre puedes dar con el funcionario o empleado honrado y entonces es cuando empiezan los tiros, los golpes o las carreras.
–¿Nikolai? –preguntó Mercedes.
–Pues la verdad, no sé cuál le he dado, siempre llevo varios con nombres falsos y cien dólares dentro para casos extremos. Luego tengo los buenos para volar ya con mi nombre y también el de otros, por supuesto.
Mercedes se reía, con qué clase de tipo se había ido a un hotel, pero no se arrepentía de nada.
El camino a la habitación se les hizo eterno y estuvieron a punto de quedarse en el ascensor dando rienda suelta a su pasión, a su locura. Una vez entraron en la habitación 217, comprobaron que aquello sí era de diseño, como anunciaban. Un enorme televisor de plasma con una pecera virtual en la pared y una decoración moderna ante una gran cama que ocupaba gran parte de la habitación, un baño con spa y una ducha impresionante que parecía desaguar el Amazonas cuando la abrías completaban aquel lugar que sería su cuarto de confidencias y amor esa noche.
Richard desabrochó el vestido de Mercedes con la suavidad del que está esperando ver aparecer a una diosa tras esa cremallera. No se podía esperar lo que le estaba ocurriendo, hacía mucho tiempo que no sentía esto. Y menos cuando la besó y pudo abrazarla dentro de su desnudez. Ninguno de los dos había tenido cariño en mucho tiempo y eso es lo que iban a tener aquella noche, la noche más especial de sus vidas, una noche que encendería una chispa que no podrían apagar, pero que también encendía una bomba que a punto estaba de explotarles en las manos.
Aquella noche no terminaba nunca, no paraban de abrazarse y de hablar, tenían mucho que hablar y con alguien que los escuchase, hacía mucho tiempo también que nadie los escuchaba, ni se acordaban de aquella sensación.
Entonces, Mercedes le dijo:
–Richard, tú sabes que tengo acceso a todos los documentos de los Flores, te voy a conseguir esas cuentas aunque me cueste la vida, por lo menos habré hecho algo por mí y por mi padre.
Richard no quería que se la jugase de esa manera, pero Mercedes iba a intentarlo como fuese. Estaban en un momento en que no podían vivir el uno sin el otro.
Pero como en los cuentos de hadas o en los bares americanos, todo llega a su fin y el amanecer les sorprendió abrazados en aquel hotel de diseño que ninguno de los dos olvidaría en la vida.
Salieron a la calle abrazados como si no quisieran soltarse nunca, pero Mercedes paró un taxi y le dijo:
–Richard, hoy a las 6 p.m. iré al First Draft. Si no voy, llama a la policía, que Apolo me habrá despachado, pero no me importa, te he conocido, y si no te vuelvo a ver..., te quiero.
Richard se quedó en aquel hotel registrado como Nikolai, habló con Crow y este le dijo que el Fairmont parecía una convención de hampones.
–Creo que hay un par de ellos en cada planta esperando que llegues, hermano, cómprate ropa y no vengas. Llevas la Glock, ¿verdad?
La cosa había explotado, como esperaba era la persona más buscada de la ciudad. Tanto por los mafiosos como por todos los policías que tenían comprados los Flores. Aquello se complicaba, pero él sabía que esto ocurriría, había jugado, y con todas las cartas para perder o morir en la mano.
Entró en una tienda Army Warehouse, de los miles que hay en Estados Unidos de excedentes del ejército y ropa militar. En ella se lo compró todo nuevo, un nuevo M-65 negro, cuatro camisas 5.11 con bolsillo para el arma, dos pantalones tácticos, un petate militar de fibra balística, unas botas panamá y unos zapatos swat.
Poco después entró en unos grandes almacenes y compró una máquina de afeitar, artículos de higiene y media docena de calzoncillos y pagó con su tarjeta roja sin nombre. En Estados Unidos la introduces tú en la máquina y nadie la ve. Ya tenía el material para viajar por el mundo otra vez en su poder, solo el cambio de arma en cada lugar al que llegase y ya estaba todo hecho, como si no pasase nada, pero sí había pasado.
Había estado con la mujer de Florito y esta se estaba jugando la vida en ese momento por él, esa mujer era diferente y no podía dejarla escapar. No había servido de nada decirle que no lo hiciera, ella lo iba a hacer de todos modos, era diferente, y no podía dejar de pensar en ella.
Por fin llegaron las 6 de la tarde y Richard ya llevaba un buen rato en el First Draft, se había sentado a la mesa más oscura del local, en un rincón y mirando hacia la puerta, donde podía controlar a cualquiera que entrara. Había sacado la Glock y con una bala en la recámara la tenía junto a él en el asiento, al alcance de su mano izquierda.
El tiempo pasaba y no entraba nadie, ya eran las seis y media pasadas y Richard, el hombre de los nervios de acero, se estaba empezando a poner nervioso. El primer sorprendido cuando notó que perdía la calma fue él, eso nunca le pasaba trabajando, nunca perdía el control, y esta nueva situación empezaba a preocuparle.
Así le pasó cuando tuvo a su primer y único hijo, durante un bombardeo se acordó un momento de él y cuando regresó a su país se separó automáticamente. Sabía que si perdía la concentración, o había algo que le apartara la mente por un segundo de donde estaba metido, estaba muerto. Y después de casi treinta años le estaba volviendo a ocurrir.
De repente se abrió la puerta del local y vio aparecer a Mercedes entre la penumbra, enfundada en unos estrechos vaqueros y el generoso escote de una voluptuosa blusa blanca que se movía al caminar como solo las telas buenas lo hacen, algo provechoso tenía que tener vivir con un Flores y su poder económico. Una suave cazadora de cuero italiano cubría y resaltaba su precioso cuerpo al contraluz. Sin duda esa mujer le había dado algo que él necesitaba desde hacía mucho tiempo.
Cuando se aproximó, Richard se encendió de odio e ira, en ese momento Corbin era muy peligroso y sus enemigos debían saberlo. Mercedes tenía un gran moratón en el ojo y varios cortes en la cara.
–¿Qué te ha pasado? –preguntó Richard mientras abrazaba a Mercedes intentando transmitirle todo el cariño que tenía dentro, y ella le correspondió queriendo recibirlo. Necesitaba a Richard tanto como él a ella.
–Ha sido Apolo, Florito es poco hombre hasta para esto. Cuando llegué a la casa no estaba Florito, pero habían sacado todos mis documentos y se habían llevado mi computadora. Lo que pasa es que estos anormales no saben que existe una cosa que se llama la nube, donde se pueden tener copias de todos los archivos. Cuando llegó Florito me dijo que dónde había estado, que la gente del banco se quedó esperando. Efectivamente, tenían una encerrona para quitarte de en medio, y si no te llevaban los federales reventarte la cabeza desde una ventana de enfrente, por si me hacías entrar a mí sola. Le dije que no habías querido ir, te olías una trampa, y que yo hice todo lo posible por convencerte, pero que tú me tuviste todo el día por bares y cafeterías, ya sabes que tienes fama de borracho y juerguista, además de listo. La contestación fue una bofetada y llamar a Apolo para que me enterara de quién manda en Chicago. Apolo vino raudo, le gusta pegar a las mujeres, pero sabía que a la mujer de su hermano no podía dejarla tarada, pues tenía que seguir exprimiéndome, hasta que encuentre a alguna para sustituirme y que confíe en ella. He tardado porque he cambiado dos veces de taxi y al final tomé el metro, no me han seguido. Los hombres de Apolo son muy malos para organizar una persecución, y el teléfono lo llevo apagado y con la batería fuera.
Richard la escuchaba sin perder de vista la puerta, esperando la entrada de algún gatillero en cualquier momento, pero Mercedes tenía razón, estos mierdas no son buenos ni para seguir a alguien. Hoy Apolo podría disfrutar pegando a los hombres de los que se había escabullido Mercedes.
–Pero lo prometido es deuda, Richard, aquí tienes los códigos pin de las cuentas en El Salvador, los números de cuenta los tienen los Salvatruchas, los pandilleros de Los Ángeles, los que llevaron la plata a El Salvador y son fieles al cartel del Golfo. Tienes que ir allí y contactar con el Perro, el jefe de la célula o clica* de la mara de South Central, una de las zonas más peligrosas del mundo en la ciudad del cine. Los Flores no se las pueden pedir, solo se las darán a la gente de don Julio, pero ten cuidado, hablan de que hay siete mil millones de dólares y por eso matarían a un país entero.
Richard la miró e intentó curarle el dolor a besos, con todo el cariño, que era de verdad, no porque tuviera los códigos, lo sentía. Esto no es bueno, pensaba a cada beso que le daba.
Aquella noche la volvieron a pasar juntos en el Clark Downtown, y fue lo que faltaba para que Richard perdiera la cabeza por esta mujer. Nadie se había jugado la vida por él de esta manera, no había encontrado en su dilatada vida a nadie así.
Por la mañana tenía que salir de la ciudad, pero antes hizo dos llamadas desde la recepción del hotel, una a Crow:
–Tráete un coche alquilado al 679 de South Clark, nos vamos de viaje.
No hizo falta más. La otra llamada fue a Max, su amigo de la CIA. Max se sorprendió al recibir la llamada.
–Richard, pendejo, ¿estás vivo? Tienes a todo el mundo buscándote. Esto ha reventado, me llamaron del FBI, que ha sido una falsa alarma, te esperaban ayer en el Banco de América. Dicen que estás en un lío muy gordo, y tú yo lo sabemos, dime algo si crees que te puedo ayudar.
–Te voy a ayudar yo, Max, te mando una grabación de Apolo Flores confesando asesinatos y que está metido con las conexiones de la mafia calabresa, a ver si tienes huevos de pillarle.
–¿Pillarle, Richard? –contestó Max–. Estamos detrás de él y con esa grabación ya no tendrá a corruptos poniendo el culo por él. Gracias, amigo. Favor por favor –continuó Max–, nosotros nos salimos, nos ordenan que dejemos al FBI tras de ti, alguien gordo y muy importante anda controlando tu operación.
En poco más de una hora Crow estaba en la puerta del hotel con un Dodge Viper alquilado, un tremendo V8 que los llevaría fuera del alcance de cualquier perseguidor.
Mercedes salió del hotel con Richard, que soltó el petate un momento en la acera para abrazarla. Ella se fundió con él, besándole sin parar y pidiéndole que tuviese cuidado. Richard no era de estos, pero la soltó y sin dejar de mirarla a los ojos, recogió el macuto y le dijo:
–TE QUIERO. Y no se me ha escapado, sé lo que digo.
Ella le respondió con una lágrima que cayó de su mejilla y siguió agarrada a su mano hasta que suavemente se soltaron, como dos almas gemelas que se separan. Los dos sabían que volverían a verse, pero no si sería en esta vida o en otra.
Subió al coche con Crow, que le preguntó:
–¿Adónde vamos?
–A Los Ángeles.
Más de tres mil kilómetros los separaban de su destino, pero no podían ni pisar un aeropuerto.