Le quedaban a Richard más de mil kilómetros hasta Los Ángeles, ya llevaban tres días de camino desde Chicago, y no podían estar tranquilos.
Habían dormido en moteles baratos de carretera, comían en los take-away cuando repostaban gasolina y sobre todo ni él ni Crowley dejaban de mirar atrás. Ambos sabían que el error está cuando te descuidas, cuando piensas que eres más listo que el otro, y esta vez se habían buscado el peor enemigo: los Flores.
Richard no podía dejar de pensar en Mercedes, se había jugado la vida dándole los códigos bancarios de las cuentas de don Julio, y él sabía que aquello no terminaría bien para ninguno de los dos.
Crow le dijo a Richard:
–Te veo extraño, amigo, estamos metidos en la más gorda de nuestra vida y te veo con la mente en otro lado.
Crow conocía muy bien a Richard, pero también sabía que si tienes la cabeza en otro lugar, tu final está cerca, en esos momentos tienes que estar al cien por cien.
Aquello fue como un golpe en el cerebro de Corbin, se dio cuenta de que o estaban al negocio o se salían antes de que los mataran, y ya era demasiado tarde para salir.
El Dodge Viper volaba por las interminables rectas que los acercaban a Los Ángeles, el ruido de coche de carreras los tenía como adormilados dentro del habitáculo, el calor y el mágico sonido de aquel motor los tenía absortos en el camino. Más que un viaje, los dos estaban pensando que quizás estaban realizando su último viaje juntos, se estaban metiendo en la boca del lobo. Iban a ver al peor pandillero de Los Ángeles, los Flores los perseguían con toda seguridad y no olvidemos a los agentes del FBI, que según le había soplado Max, estaban tras sus pasos.
Los dos pensaban lo mismo, pero preferían hablar de sus últimas fiestas juntos a plantar los pies en el suelo y enfrentarse a la realidad. Si hubiesen recapacitado por un momento, se habrían dado la vuelta e intentado esconderse en algún lugar, eso haría cualquier persona normal, pero ellos no eran normales.
Pararon en una estación de servicio, algo muy común con el V-8 que llevaban. Rugía como un león pero bebía gasolina como una caravana de camellos. Richard se llevó dos dedos a los ojos y le hizo la seña de los marines a Crow, eso significaba que estuviera atento, con los dos ojos abiertos, estaban entrando en zona roja.
Richard preguntó al orondo dueño de la gasolinera si tenía teléfono público. Este ni se inmutó, simplemente le señaló el fondo de la habitación, allí tenía un teléfono que no habían limpiado en mucho tiempo. En los tiempos modernos ¿quién va a llamar por un teléfono fijo? Todo el mundo tiene celulares. Pero los fijos siguen funcionando, sobre todo en muchos locales de carretera en Estados Unidos, no para utilizar en emergencias, sino porque así los pueden usar todos los que no quieren que su voz circule por el aire para ser cazada por los hábiles agentes gubernamentales. Sus usuarios son los delincuentes, y la verdad es que cada día hay más de estos.
Corbin introdujo dos monedas y marcó un número fijo de Los Ángeles. Al otro lado respondió Freddy, un amigo de tiempos pasados. Habían pasado muchas situaciones límites, no como con Crow, pero Freddy había empezado como pequeño camello o dealer en las calles de Los Ángeles, había pasado por reformatorios y cuando estaba a punto de entrar en la cárcel, esas cárceles americanas en las que puedes pasar el resto de tu vida por una decisión judicial, había conocido a Richard.
Freddy, con dieciséis años, iba a todos lados con una Smith & Wesson de 9 mm que no dudaba en disparar, errores de juventud, a esa edad con una automática en la cintura te crees Dios. Así se lo hizo saber Richard la primera vez que se vieron.
Estaban en un club nocturno del sur de Los Ángeles y a Richard le extrañó aquel joven negro al que todos se acercaban. En aquel momento Corbin empezó a hablar con él, y en poco tiempo eran como viejos amigos. Richard tenía esa facilidad de palabra para entrarle a un ministro o a un albañil, sin duda al cabo de pocos minutos de conversación ambos serían viejos conocidos.
Corbin aconsejó a Freddy que saliera de las calles, él conocía muy bien cuál sería el final. Le dijo al entonces muchacho que a la próxima redada quedaría en la jaula para siempre, y que lo que debía hacer, ya que no sabía trabajar de otra cosa, era ampliar el negocio, tener a sus propios dealers trabajando para él y jugándosela en la calle con la policía corrupta y con los ladrones de droga. Corbin, como sabemos, no tiene escrúpulos, pero es una de las personas más directas que existen, si es por las buenas te dará la vida, pero por las malas no dudará ni un instante en quitártela.
Freddy hizo caso a Richard y hoy, diez años después, es uno de los mayores distribuidores de la ciudad, aunque sigue con la Smith & Wesson en el cinturón. Nunca olvidó aquellos consejos y había mantenido contacto con Richard durante este tiempo.
–Hallo, brother –respondió Freddy al teléfono. Aquel número lo tenían pocos, solo aquellos a los que Freddy llamaba hermanos.
–Soy Corbin, Little killer.1
Freddy se quedó mudo unos instantes, hasta que le respondió:
–Hermano, ¿estás aquí?
–Voy de camino –le indicó Richard–, y necesito que me localices a alguien.
–Eso está hecho, solo dime a quién y cuándo.
–Quiero hablar con el Perro, el jefe del South Central.
–Jodido, hermano –respondió Freddy–, vas a ver al demonio. ¿En qué andas metido? Esto es difícil, los hombres del Perro te matan solo por preguntar por él.
–Ya lo sé, Freddy, hoy no te puedo contar más, mañana al mediodía estaré en Los Ángeles. ¿Dónde nos vemos?
–A las 12 p.m. en el bar del Standard Downtown, y ya sabré algo –respondió Freddy.
A ninguno de los dos les gustaba el teléfono, como buenos profesionales. Freddy le había citado en uno de los muchos bares de hotel de Los Ángeles donde la mayor parte de la clientela femenina es de prostitutas. A Freddy eso siempre le había vuelto loco, y no eran pocas las veces que Richard y él habían terminado la fiesta en un bar de ese tipo.
Como aquella que figuraba entre las inolvidables de Richard, las pocas que no podía sacar de su repleta mente, y que había tenido con Freddy en el bar del hotel Four Seasons de West Hollywood. La indescriptible fiesta que montaron en mitad del bar con cuatro prostitutas ucranianas bailando medio desnudas en el centro del local bajo los efectos de las botellas de champán Taittinger que él y Freddy no dejaban de pagar a precio de oro. Las propinas de cien dólares al camarero hicieron que aguantasen lo imposible, hasta que llamaron a la policía por escándalo público y tuvieron que salir de allí con el pecho partido de risa un minuto antes de que llegasen los agentes de la ley.
En aquellos tiempos y en aquella vida el dinero no importaba, Richard casi doblaba la edad a Freddy, pero le superaba en vitalidad y ganas de vivir. Aquella noche los dos se prometieron que lo último que perderían en su vida serían las risas y la alegría de vivir, en un mundo donde en cualquier momento puede terminar todo.
Eso pensaba Corbin cuando salía de la gasolinera y una sonrisa subía a sus labios recordando aquellos momentos.
Allí estaba Crowley con apariencia de malo de película, enfundado en sus vaqueros y una camiseta que marcaba su musculatura, más de profesional del army* que de gimnasio gay, y una camisola militar que ocultaba la HK MP5K de 9 mm que colgaba de su hombro derecho y que no había soltado desde que habían salido de Chicago. Siempre había sido su arma favorita, cargador de 35 disparos en ráfagas de tres, que como Crow decía, si no te sacaba del apuro estabas jodido, pero él, por si acaso, llevaba siempre un revólver Colt de 2 pulgadas el tobillo, por si fallaba la HK, que nunca encasquilla, pero en este negocio la ley de Murphy –que una cosa, si puede pasar, pasa– siempre está presente.
Crow miró sonriente a Corbin.
–¿Todo bien? –le preguntó.
Richard le devolvió la sonrisa levantando el dedo pulgar, había acertado con llevar a Crow, era como un perro. Bastaba decirle «vigila» que pasaría allí veinticuatro horas sin moverse si hacía falta. Ya no había profesionales en este negocio, pensaba Corbin mientras entraba nuevamente en el Viper para terminar su última etapa hacia Los Ángeles.
A unos trescientos kilómetros de la ciudad decidieron quedarse en el último motel. Los hoteles seguro que estarían vigilados y con su nombre y foto en manos de todos los confidentes de la ciudad.
Esa noche la pasaron en el Stardust, polvo de estrellas, nombre premonitorio de lo que esperaba en la ciudad del cine.
A las 11 de la mañana Crow y Richard aparcaron en un valet parking alejado de la entrada del hotel Standard y recorrieron a pie los alrededores. Entre el equipo que llevaban tenían unos intercomunicadores por radiofrecuencia indetectables y se fueron describiendo todo el camino que había cerca del hotel, viendo salidas, posibles escapes y la ruta más rápida para llegar al valet parking si había que salir volando de allí. Un profesional no confía en nadie, ni en Freddy, como era el caso, que también podía venderse a la policía, al FBI o a los Flores.
Como siempre, antes de la hora Richard y Crow entraron en el bar del hotel. No había cambiado mucho desde la última vez que ambos habían estado allí. Un salón acristalado rodeado de imponentes columnas de mármol, la luz entraba por todos lados y parecía mentira que en aquel lugar a plena luz del día pudiese estar ejerciéndose la profesión más antigua del mundo. Una pequeña barra con el frontal de ónix era donde servían las bebidas dos muchachas imponentes norteamericanas, bajo la mirada atenta de un barman que controlaba todo aquello. El resto del local estaba lleno de bellezas del Este. Muchachas que sin duda habían llegado a Los Ángeles buscando triunfar en la gran pantalla. La mayoría terminan en locales como este o en la industria del porno, aunque algunas de las que vemos hoy aquí las veremos como grandes estrellas, solo es la suerte de con quién decidan acostarse, eso es lo que marcará su carrera.
Crow, como buen militar, tenía los mismos gustos que Corbin, sabía que cada momento podía ser el último, así que también sabía disfrutarlo. Corbin se sentó a una mesa junto a la cristalera pero cubriendo su espalda con una de las columnas, y a Crow le indicó con el dedo que se sentase al fondo del local, cubriendo sus flancos. En un tiroteo montarían un fuego triangular que, ayudado de las ráfagas de la HK, pondría en dificultades a sus agresores.
Era muy temprano pero el bar estaba lleno, todos los inmorales de la ciudad sabían lo que allí se cocía durante las veinticuatro horas.
Tenían tiempo para hacer una radiografía de todos los clientes, buscando sicarios, que los había, sin duda, no había nada más que verlos, pero no estaban allí precisamente por trabajo.
A las 12 en punto entró Freddy en el local, conocía la puntualidad de Corbin y nunca quería fallarle. Freddy manejaba dinero y quería que se notase, cazadora de cuero de Armani color rojo, una camisa como la que llevaba el Chapo en su entrevista con Sean Penn, récord de ventas en Los Ángeles en ese momento, y una enorme cadena de oro al cuello. Era muy delgado, como un traficante de los setenta. Venían con él dos matones que, él no lo ocultaba, velaban por su seguridad, como más tarde le reconoció a Richard:
–Estos dos gorilas no saben ni disparar pero asustan con verlos, y el día que vengan a por mí, ni Dios que bajase a ponerse en medio podría parar lo que me mandaran.
Se acercó a Richard, que no se había quitado su inseparable M-65, con toda la artillería que llevaba debajo y la munición en los bolsillos. Pero en Los Ángeles no hace falta, siempre hay aire acondicionado.
–Pareces un marine, Richard –le dijo Freddy mientras se acercaba a él para saludarle con un beso. Realmente le apreciaba.
–Pues tú pareces un traficante del siglo pasado, querido Freddy –respondió Corbin.
Entre risas, algo que no faltaba nunca en sus reuniones, comenzaron su conversación. Los dos matones se sentaron en la puerta del local uno a cada lado, craso error, el primero que entrara les volaría la cabeza sin que le vieran, o Crow podría acabar con ellos con una sola ráfaga de tres disparos. El negocio te enseña pero te vicia. Corbin, siempre que entraba en algún lugar, hasta en una zapatería, estaba pensando en cómo salir si se liaba allí.
–Mi querido Richard, cuánto tiempo sin verte –inició la conversación Freddy–. Las malas lenguas decían que estabas muerto hace tiempo. Más de un disgusto me llevé cuando me daban esas noticias y pensaba que eran verdad, hasta que recordaba que matarte no era tan fácil. Seguirás sin descuidarte, ¿verdad? Las buenas lenguas me cuentan que hay unos tipos en Chicago que ofrecen un millón de dólares por tu cabeza.
–Si lo llego a saber –respondió Corbin–, me entrego en Chicago y que me paguen el millón, ya buscaría la manera de salir de allí.
Los dos rieron, pero era verdad, ambos conocían la calle y el mundo del hampa, lo importante no era meterte en líos y ganar dinero, lo realmente importante era salir vivo. Como le recordó Freddy a Corbin:
–Gracias a ti estoy aquí, no sabes la cantidad de tipos que coloqué en mi puesto en las calles, la mayoría están muertos o presos, si no lo llego a dejar aquel día puede que no hubiese visto otro amanecer. En tu llamada me preguntaste por el Perro, ese mal nacido lleva todas las bandas del South, un salvadoreño de los antiguos, de los que quedan pocos vivos, de los tatuados. Ya no se tatúan para que no los reconozca la policía. A este pendejo le da igual, tiene comprada a la mitad de la policía y la otra mitad le teme, un tipo malo de verdad.
»Empezó como simple sicario y transportista más o menos cuando yo, hace unos diez años. Hoy es el rey y sus hombres manejan armas automáticas y se rigen por la ley de la mara, la pandilla. Para entrar en la banda tienen que hacer una acción que les pidan, normalmente es matar a alguno de una mara enemiga, son muchachos de apenas catorce años, pero la plata les llama. Cuando han cumplido el encargo vuelven a la casa, a la clica o célula del barrio. Estas células son autónomas, y son de pocos miembros, pero todos rinden cuentas al Perro, al que nunca ven, y si le ven están jodidos. Eso es que le has fallado, y entonces sí aparece en persona y te mata personalmente. Como todos los jefes, se tiene que hacer temer.
»He tocado todos los palos y contactos que tengo en la ciudad, nadie quería saber nada, entrar en un negocio con este es muy peligroso, y si le buscas y luego ocurre algo, estás muerto. Mis muchachos del barrio de Compton localizaron a los chacales del Perro y les dijeron que tenían a alguien que quería verle para algo muy importante. Se los llevaron a los dos y han estado toda la mañana encerrados en una casa abandonada del barrio de Watts, el más peligroso de la zona South Central. Salieron vivos porque dieron tu nombre, parece que estás metido en algo grande, Richard, y al Perro le interesas, o quizás sea para cobrar la recompensa que ofrecen por ti. Han soltado a mis muchachos y dice el Perro que quiere verte esta noche en Watts. Yo no entraría allí caído el sol. Te espera en la discoteca Linda, en Tweedy Boulevard, es uno de sus locales. Llegar allí va a ser complicado, quiere verte a las 10 p.m. y a esa hora el barrio es mortal, solo allí hay casi cien pandillas. La mayoría trabajan para el Perro, pero las que no, son enemigos en guerra. Él nunca saldrá de sus dominios, si quieres verle eso es lo que tengo, hermano.
La verdad es que la oferta de Freddy no era tentadora. Mientras Richard pensaba qué responder, vio a Crow que no paraba de quitarse mujeres de encima, sin perderle nunca de vista.
Entonces respondió:
–Freddy, dile al Perro que mande un carro a buscarnos a las 9 p.m. para ir a la reunión, no vamos a echarnos para atrás ahora, brother.
Richard tenía miedo, por supuesto, sabía que el miedo le había salvado ya muchas veces de un final trágico. Pero también sabía que el miedo está siempre ahí para superarlo, el cementerio está lleno de héroes.
Freddy le miró con los ojos como platos y le dijo:
–Hermano, estás loco. Una cosa es sentarte con el diablo y otra tirarte por un precipicio hacia el infierno.
–Tú arréglame el transporte, Fred, que yo me encargo de intentar salir vivo.
–Bueno, al menos tomemos nuestra, quizás, última Taittinger juntos –contestó Freddy, mientras le daba instrucciones a uno de sus hombres para que organizasen el transporte a la cita nocturna.
Corbin llamó a Crow para que se sentase junto a ellos, los dos con la espalda contra la columna mientras pedían varias botellas de champán e invitaban a media docena de aspirantes a actrices a sentarse junto a ellos. Estaban rompiendo una norma de seguridad, pero aquella quizás sería la última vez que estarían juntos celebrando y riendo, y el dinero no importaba, aún quedaban muchas tarjetas de crédito de las rojas sin nombre que le había dado don Julio, y no se le iban a llevar por delante sin haberlas gastado, o al menos con el cuerpo entero y vivos.
Ya había caído la tarde cuando Corbin salía de su habitación del hotel Standard. No pudo evitar mirar de soslayo a la cama deshecha que dejaba tras de sí, con el escultural cuerpo de una mujer del Este que sería merecedora de una portada en la revista Penthouse, tumbada boca abajo y abrazada a la enorme almohada. Por primera vez en su vida, Corbin se sintió culpable y pasó por su mente Mercedes, aquella mujer que había sido capaz de hacerle olvidar su vida y su falta de conciencia. Por un momento se sintió mal. Un día había bastado para que creyera que era otro hombre. Pero este recuerdo lo quitó de su mente instantáneamente, no podía pensar en nada que no fuese la reunión con el Perro que le esperaba, quizás la última reunión de su vida.
Eran las 9 de la noche y el hotel parecía la entrada del metro, montones de coches y taxis con espectaculares mujeres estaban llegando al Standard Downtown, era la hora bruja, cuando la gente sale del trabajo y no van precisamente a pasar la happy hour a mitad de precio en las bebidas. Vienen en busca de preciosas mujeres que te quitarán el dinero, pero que por un momento te harán sentirte el rey del mundo, esa es la historia del hombre desde el principio de su evolución.
En la recepción ya le estaban esperando Crow y Freddy.
Crow tenía cara de cansado, había subido a su habitación con dos espectaculares mujeres, teóricamente a descansar antes de la reunión. Pero la cara que tenía no podía ocultar que había aprovechado hasta el último minuto de sus horas de «descanso». Así es cuando sabes que el final puede estar en la siguiente hora, aprovechas lo que tienes, en este caso champán, mujeres y comprar por unas horas un falso amor.
Un enorme Chevrolet Camaro negro se detiene en la puerta del hotel, y no hay más que ver al conductor y a su acompañante para saber que son nuestro transporte. Dos tipos rapados al cero y con chaquetas de camuflaje nos miran directamente. Saben quiénes somos.
Freddy se dirigió a Corbin con una cara que no le había visto desde que tuvo su primera conversación con él hacía más de diez años. Fred se intentaba hacer el duro, pero estaba preocupado.
–Richard, ten mucho cuidado, yo no puedo ir, pero tengo hombres cerca de todo el barrio de Watts, seguro que vais allí, el Perro no sale de su barrio. Si escuchan un disparo, caerán allí de inmediato.
–Está bien –respondió Richard–, intentaré que sean dos disparos.
Una broma a la que Crow asintió.
Si disparas una vez, te sorprende, pero no puedes localizar la procedencia, pero si hay un segundo disparo es cuando puedes correr hacia el lugar de donde proviene, los militares lo saben bien, los militares y los perros viejos como estos dos hombres.
Abrieron la puerta trasera del Camaro para subir al automóvil que los esperaba. El que iba al lado del conductor se dirigió a Richard:
–Me dijeron que recogiera solo a una persona –dijo refiriéndose a Crow.
Corbin le miró fríamente.
–Ya lo sé, hermano, pero es que me da miedo salir de noche solo, luego tengo pesadillas –dijo mientras cedía el paso a Crow, que entró primero en el automóvil.
El coche arrancó dejando un rastro de goma en la puerta del hotel, como buenos pandilleros tenían que hacerse notar. Richard había trabajado mucho con esta gente y sabía cómo tratarlos, sobre todo porque eran muy simples, solo pensaban en el dinero y en las armas.
A duras penas Richard y Crow se iban acomodando en los asientos traseros. Entre acelerones y frenados, colocar toda la artillería que llevaban encima era difícil.
–Aunque sea inútil preguntarte, amigo, ¿adónde vamos? –preguntó Corbin.
La única respuesta fue la sonrisa del copiloto. Lucía un diente de oro mal puesto, que parecía pegado en su destrozada dentadura, fruto de las mil y una peleas que sin duda había tenido en su asquerosa vida.
Transcurrió más de media hora de trayecto en silencio, que solo interrumpían los derrapes y cambios de carril inesperados.
Estos matones creen que están evitando que los sigan, los pandilleros ven demasiadas películas. Si tengo al FBI detrás de mí, como me avisó Max en Chicago, llevamos un rato pinchados en el satélite.
Por fin entramos en el barrio de Watts, hispano cien por cien, con camellos en cada esquina y ojeadores o vigilantes ocultos tras cada carro estacionado. Estamos en zona hostil, no cabe duda, pero nadie dijo que sería fácil.
Richard esperaba que le llevaran a algún almacén abandonado, donde siempre son estas reuniones y donde da igual que terminen mal o bien, nadie escuchará el resultado, el apretón de manos o la balacera que se organice al final.
El Camaro se detuvo en la puerta de un local con un enorme neón encima que rezaba «Discoteca Linda», en Tweedy Boulevard, uno de los locales del Perro. Había una enorme cola de hispanos para entrar. Perfectamente podría ser la fila para acceder a un prostíbulo o la entrada a cualquier cárcel estatal, la clientela es selecta, pensó Corbin.
Corbin y Crow entraron por el otro lado del cordón de seguridad, precedidos del conductor y seguidos del copiloto. Los llevaban controlados.
Atravesaron la sala, que estaba a rebosar de público, entre sudor y humo. Aquí la ley antitabaco tampoco funcionaba, obviamente, a ver quién se atrevía a entrar aquí para denunciar. El perreo y el twerking sonaban a todo volumen en el lugar, unas de las músicas más odiadas por Richard, que seguía pensando que donde esté una bachata o un vallenato, se quiten estas porquerías modernas. Crow ni pensaba, estaba observándolo todo alrededor, las salidas de emergencia, y contando los tipos de seguridad que había en la sala.
Por fin salieron del estruendo de la pista de baile y subieron unas escaleras que los llevaron a la zona vip de la salsoteca. Pero allí no se detuvieron, un piso más arriba llegaron ante una puerta flanqueada por tres tipos en camiseta, que como no tenían donde ocultar las armas, o aposta para dar miedo, llevaban sendas Desert Eagle al cinto, la pistola semiautomática más grande que existe, capaz de hacer algo más que cosquillas a un elefante.
Los matones hicieron una pequeña reverencia al conductor que los precedía y abrieron la puerta. Allí dentro se encontraba un despacho entre hortera y rococó, donde los brillos y los rojos predominaban, intentando eclipsar a una especie de barra de bar que hay a la izquierda, con luces que formaban algo parecido a una piel de leopardo en su frontal.
Al fondo, en un enorme sillón de cuero de estilo inglés, tras una mesa de caoba que habían debido de conseguir en algún ajuste de cuentas, vio al que debía de ser el Perro. Un tipo bajito, como todo este tipo de matones. Hollywood nos tiene acostumbrados a capos guapos en Ferrari y cargados de oro, pero la realidad es bien distinta. Estos tipos suelen ser feos, bajitos y barrigones, nada estéticos, pero eso sí, a cuál más malo. Este además intimidaba, con una camiseta sin mangas y tatuajes hasta en la cabeza, no cabía duda de que era de los pocos supervivientes de las primeras maras, cuando aún iban tatuados y no temían a la ley.
El Perro se puso de pie y extendió la mano a Corbin.
–Señor Corbin, un placer conocerle.
Al menos sabe hablar y no muerde, pensó Richard mientras esbozaba la sonrisa que utilizaba para encandilar a todos estos tipos, con su frase más que estudiada:
–El placer es mío, llevo toda mi vida profesional escuchando hablar de ti y nunca conseguí llegar a conocerte.
–Bill, llámeme Bill.
El Perro había cazado la indirecta, Corbin no iba a mantener una conversación llamando Perro a un tipo. Aunque se lo mereciera, no parecería muy serio, sino más bien de una película de serie B.
Richard siempre tuteaba a la gente, con sumo respeto si eran desconocidos, pero abriendo una vía a la confianza, esa era otra estrategia, en un mundo en el que hasta los malos son educados y corruptos. Corbin siempre había creído eso. En Sudamérica, aunque la gente no tenga nada, siempre tienen educación, respeto a sus mayores, una camisa limpia para ir los domingos a la iglesia y sobre todo «dignidad».
Bill se sentó en otro sillón de cuero con orejeras que había frente a su mesa, invitando a Crow y a él a sentarse. Crow declinó la invitación y se quedó junto a una de las paredes protegiéndose la espalda. Bastante trabajo le había costado sentarse en el Camaro, clavándose el cargador de la HK que como siempre iba bajo su chaqueta, además tenía que controlar aquello, que en cualquier momento podía convertirse en los fuegos artificiales del 4 de julio.
Una vez sentados en sendos sillones, Bill comenzó la conversación:
–señor Corbin, usted está jodiendo a muchos, tiene a mis socios los Flores ofreciendo dinero por su cabeza, sé que está trabajando con mi amigo y socio don Julio para el cartel del Golfo, y nosotros somos como hermanos. Llevamos décadas colaborando, desde que llegué yo a esta ciudad con mis padres y huyendo de la guerra de El Salvador, aquella invasión de FMLN1 que ustedes los gringos empezaron y les salió torcida.
Una guerra que Corbin había conocido en primera persona en 1989, vendiendo esas armas que se utilizaban y que aún recordaba con una enorme cicatriz en su estómago. La bayoneta de un soldado se había parado un rato buscando sus entrañas, pero no iba a contar esto a un muchacho que ni había nacido en aquellos años.
–En Los Ángeles mando yo ahora mismo –continuó Bill–, y no sé cómo se atreve a venir a mi casa, espero que tenga una buena oferta para salir de aquí vivo.
Una pequeña carraspera se oyó al otro lado de la habitación. Era Crow para llamar la atención de Richard y que viera como se metía la mano en el bolsillo; Corbin sabría que era para agarrar una granada de fragmentación Mk 2 que llevaba por si aquello se ponía feo de verdad. Aquello tranquilizó a Corbin, si se ponía aquello fregado se llevaría a Bill el primero por delante y luego que Dios repartiera suerte.
–Está bien, Bill –inició la conversación Richard–. No estamos aquí para perder el tiempo ni para meternos miedo el uno al otro, somos mayorcitos y sabes que nos podemos hacer mucho daño unos a otros. Si he venido a verte es porque trabajo para don Julio, como bien sabes. Los cabrones de los Flores no quieren darle la plata de años de negocio, pero ellos no pueden acceder a las cuentas. Sé que están en El Salvador, tengo los códigos pin para acceder a ellas, y sé que tú tienes los números y la persona con el poder notarial para manejarlas. No podemos hacer nada el uno sin el otro, conoces las cantidades de las que estamos hablando, te ofrezco un 2 por ciento de ese total, más de cien millones de dólares puestos en USA, limpios a nombre de la persona que tú me digas. Ahora elige si nos dejamos como coladores ahora mismo o acabas de ganar cien millones de palos verdes.
Richard siempre había pensado que los negocios son así, si todos ganan es más fácil mantenerte vivo. Como había hecho con Crow estaba haciendo con Bill ahora mismo, y estaba dispuesto a cumplir su promesa. Corbin había estado presente en centenares de operaciones que se habían ido al traste siempre por lo mismo, alguien intentaba quedarse con todo. Si solo fuese que se iban al traste sería bueno, pero estos casos y con estos tipos siempre terminaban con muertos de por medio y las calles llenas de sangre.
Bill se queda pensativo solo por unos segundos, y sin decir nada se levanta y abre una enorme y vieja caja fuerte que hay tras su mesa. Tira de aquella enorme puerta con las letras «Monters Safe Co.» escritas en un dorado que intenta sobrevivir al óxido. Sin duda una joya de caja fuerte, pero que Bill ni tiene que abrir. Está abierta, y si la cerrara no creo que fuese capaz de volver a abrirla nuevamente ni el más experto cerrajero.
La verdad es que con las armas que hay en esta habitación y en la puerta, intentar llegar allí sería una locura, pero exactamente por eso estamos aquí. Todos los presentes en la habitación estamos locos.
Bill ofreció a Richard un sobre color marrón, con aspecto de viejo, que le deslizó en las manos.
–Ahí tienes –dijo Bill–, en ese sobre están los números de cuenta y el nombre y teléfono del testaferro a nombre del cual tenemos las cuentas de don Julio en El Salvador.
–Solo una pregunta, socio –dijo Corbin–. Si todos estos años has tenido los números y la identidad del testaferro y los Flores los códigos de acceso, ¿cómo no os habéis puesto de acuerdo para levantar la plata a don Julio, aunque esto significara una guerra con el cartel del Golfo?
–Muy fácil, Corbin –explicó Bill–. Si llego a hacer eso con los Flores, ellos jamás me hubiesen dado nada. Yo tendría un problema con el cartel del Golfo y dos guerras abiertas, con los Flores al norte y con don Julio al sur, mi final, sin ninguna duda. Florito y Apolo nunca pagan a nadie, solo con una bala. Por cierto, Richard, ¿no sabes lo que le ocurrió a Apolo? Por lo visto le cayó la CIA encima por una grabación confesando sus crímenes. No sé quién se la pasaría, no son buenos momentos para los de Chicago. La esposa de Florito ha tenido un grave accidente de carro, no saben ni cómo sobrevivió, está en su tierra, en Chihuahua, intentando recuperarse, pero quedó muy jodida en el hospital, no daban un centavo por su vida. Aunque tú no sabrás nada de todo esto, ¿verdad?
Richard sintió que el corazón se le salía del pecho, fue como un disparo en la frente. Aquel cabrón de Florito había intentado cargarse a Mercedes, ya debía de saber que le había dado los códigos, o quizá solo lo había sospechado. Mercedes era demasiado lista como para que la descubriera, pero una sospecha era suficiente para que la mandase matar.
Nunca Corbin había sentido un golpe como aquel, era como si algo suyo hubiese estado a punto de desaparecer, y no podía salir corriendo a ver cómo estaba. A estas alturas de su vida sabía que eso sería un suicidio, así que, haciendo de tripas corazón y sacando sus mejores dotes de actor, contestó a Bill:
–Yo no sé nada de los Flores desde que salí de Chicago, aunque estarán detrás, al igual que el FBI.
–Exacto –contestó Bill–. Te estás metiendo en algo muy gordo, algo que ni yo haría, hay una gran tajada, que incluso al Perro se le podría atragantar, y los federales no van a permitir que tú le des el bocado. La oferta que me haces me parece buena. Si todo sale bien me das, por cierto, no cien millones, tú cuentas que en El Salvador hay cinco mil millones de dólares, pero no es cierto, en esas cuentas actualizadas a día de hoy encontrarás más de siete mil millones. Me deberías 140 millones de dólares si todo va bien, y si va mal, que es muy posible, yo sigo con mis negocios y tú estarás en la tumba, Richard.
Siete mil millones, otro mazazo para Corbin. ¿Cómo iba a mover aquello sin que saltaran las alarmas de todo el mundo? Tenía sus asesores en Estados Unidos, gente muy importante e incluso directores de grandes bancos. Pero cuando les cayera con esta operación, a todos se les saldrían los ojos de las órbitas. Richard conocía las cuentas y las cantidades que manejaban esos rufianes en todo el mundo, y lo malo era que sabía que estas cuentas, con esas cantidades, existen, y no dos ni cien, muchas más. Él las había visto, pero se encontraba con la mayor de todas, y con el tipo más peligroso dueño de ellas: don Julio.
Richard extendió la mano a Bill mientras le decía «deal». El negocio estaba cerrado. Como siempre, él aportaba lo que tenía, su vida.
–Perfecto –contestó Bill, que, la verdad, no era tan mal tipo como aparentaba. Debía ser así para manejar su negocio de drogas, clubes de mujeres, discotecas y todo lo que mueve el hampa en Los Ángeles. Para eso no debía ser el mejor, pero sí el más malo, y nunca olvidar la regla del malo: siempre hay otro más malo que tú.
–Vamos a celebrarlo –dijo el hampón, viéndose ya con 140 millones de dólares en su bolsillo–. Acabo de abrir un nuevo club, el Golden State, vamos allí y celebremos que quizás es la última vez que te veo vivo, gringo loco.
A Corbin le hacía gracia este tipo con pinta de malote, que al final lo que buscaba era que le admirasen, y por supuesto que le hicieran más millonario.
Richard se guardó el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta M-65 y asintió con la cabeza.
–No tenemos nada que perder, vamos a tu club.
Llegaron a la puerta del Golden en dos Suburban negras, una cargada de matones armados hasta los dientes, y con una moto con un radiotransmisor delante de ellos abriendo camino, por si había redada de policías no comprados o algún enemigo al acecho. Esa era la vida de los malos en Los Ángeles, un descuido y estás frito.
Aquella entrada en la enorme disco que era el Golden fue lo más parecido a cuando Moisés abrió el mar ante los atónitos israelitas. La puerta parecía una manifestación de gente para acceder al local, y cuando Bill daba un paso la gente se apartaba. Le gustaba que fuese así, él iba delante, sin guardaespaldas, pero en Watts todos le conocían y le temían. Era un matón de los de antes, aunque como todos, sin palabra ni honor. Si no había negociado con los Flores para llevarse el platal era porque estos eran todavía peores que él.
Dentro del local, tres pistas de baile, con la clásica bola gigante en el techo brillando en cada una, no hay disco latina que no la tenga, a la vez que el reguetón.
No sé para qué quieren disc jockeys para esta música, pensaba Richard, que había estado en las mejores discos del mundo, desde el mítico Studio 54 de Nueva York, en sus inicios en el negocio. Allí había pasado Richard noches épicas, hasta que se reconvirtió en teatro musical, y ahora solo algunos días funciona como discoteca, en un mundo donde los DJ han tomado el poder. La gente salta apuntando a un señor en una cabina, ya no se baila como en aquellos ochenta, este no es mi mundo, pensaba Richard mientras atravesaban las pistas flanqueados por dos filas de clientes que más que quitarse de su paso se apartaban de un salto antes que rozar al Perro.
Tras una cortina estaba la zona vip de la disco, con una enorme mesa redonda reservada al mafioso propietario. Desde allí se veía toda la discoteca, y Crow aprovechó el momento para sentarse estratégicamente. Richard le llamó, pero Crow no estaba tranquilo, a pesar de los seis matones que llevaba el Perro siempre detrás de él.
No tardaron en traer una botella de whiskey a la mesa con una hielera de plata y media docena de coca-colas. Cuando Richard vio las letras escritas en la botella, no se lo podía creer. Esa preciosa botella llevaba escrito «Macallan No. 6 Decanter». Una selección de los mejores whiskies envejecidos en España, una botella que no bajaría de los tres mil dólares de costo, y estos pendejos estaban descorchando coca-colas para mezclarlo.
Corbin para esto era muy metódico, y sacrilegios de este tipo no los consentía. Quitándoselo de las manos a la preciosa camarera que intentaba abrir la botella –imposible que consiguiera quitar el precinto con aquellas uñas de no haber fregado un plato en su vida–, Richard llenó dos vasos hasta casi el borde con el maravilloso espirituoso y le acercó a Crow uno de ellos, mientras él se sentaba con el otro, sin perderlo de vista.
Sus acompañantes se sirvieron, mezclaron y derramaron sobre la mesa el preciado líquido sin ningún pudor.
La comida y la bebida exquisita era una máxima de Corbin, no se podía despreciar. Eso lo sabía bien una persona que había estado en los lugares más lujosos del mundo o en las cárceles marroquís, y en los dos lugares había comido y disfrutado de lo que le daban.
No tardaron en aparecer mulatas espectaculares a sentarse junto a ellos, pero Corbin estaba incómodo, tenía un sexto sentido activado, él quería hablar con Bill y que le diera más detalles de las cuentas, y así lo hizo.
–Bill, ¿por qué El Salvador para llevaros la plata y no a México directamente?
–Muy fácil, amigo, nosotros trabajamos mano a mano con los grandes narcos mexicanos y colombianos. El Salvador tiene como moneda oficial el dólar USA, con lo que no tenemos que andar haciendo cambios de moneda, que siempre levantan banderas de alerta en la banca mundial. Los bancos como el Banco Agrícola o el De La Vivienda, donde están la mayoría de los capitales, son propiedad de entidades colombianas. En su día abrieron estos bancos para lavar su plata, eran muy listos, pero nosotros más, y vimos la manera de colocar allí unas cantidades que no podríamos mover en ninguna otra parte del mundo. En México están más limitados y no paran de inventar estratagemas para lavar. Allí lo normal es que un cartel compre una empresa minera. Contrata empleados y les regala a ellos todo lo que la mina produzca. Ellos solo se preocupan de llevar las cuentas, y no sabes cuán productivas pueden llegar a ser esas minas una vez pasan por los mejores contables del mundo, que son los que trabajan para los carteles. La plata sale como beneficios del negocio y ya está limpia, pero el problema es que para sacar la plata de México tienen unos impuestos de más del 30 por ciento, por eso contratan a gente como tú. Por cierto, Richard, ¿sigues en tu antiguo negocio? Tengo que renovar algunos hierros y necesitaría lo último de lo último, no importa la plata, ya que tú me harás millonario, y si mueres tampoco te pagaría, porque estarías muerto.
Terminaba de decir esto con una gran sonrisa, la tranquilidad del que se siente intocable, el rey del mundo.
Corbin sabía muy bien cómo tratar con estos tipos. En cuanto tomaron dos copas, las botellas de Macallan corrían por la mesa, las mujeres bonitas… Las rayas de coca estaban sin ningún pudor sobre el enorme cristal, del que apartaban los vasos tirándolos al suelo para meterse una raya más. Richard bastante tenía con sujetar su vaso y la botella del número 6 cada vez que venía otra ronda de cocaína pura.
Así fue pasando la noche, no faltaba nada, lo único imprescindible era que fuese caro. Las mujeres, enzarpadas* hasta las cejas, se ponían cariñosas en extremo, aunque retiraban sus manos en cuanto tropezaban con algo duro en la cintura de Corbin, que no era lo que ellas esperaban, era parte del arsenal que habían llevado esa noche encima. Richard empezaba a estar incómodo, lo de la rusa de la tarde había sido hasta bueno para su cabeza, aunque le trajera recuerdos de su noche en Chicago con Mercedes, y más después de oír que la habían intentado matar. No tenía ninguna obligación con ella, pero era como si estuviese siendo infiel a la única mujer que le había querido, hasta el punto de jugarse la vida por él. Esto no es bueno, Richard, vino a su cabeza, mientras cerraba los ojos por un segundo.
Ojos que abrió inmediatamente tras escuchar una ráfaga de tres disparos, era indudablemente la HK de Crow. Le dio el tiempo justo para ver cómo doblaba las rodillas un tipo con una Mossberg del calibre 12 en la puerta de la sala vip, bajo los impactos del arma de Crow. Richard saltó por encima de la mesa tirándose al suelo mientras en el aire sacaba la Glock de la cintura, y cuando caía al sofá de enfrente ya estaba disparando a la puerta de la habitación, no sabía si allí había amigos o enemigos. Crow estaba detrás de él y era el único al que le importaba no abatir. Los hombres caían como muñecos en la escalera de acceso, media docena de gatilleros estaban subiendo con armas automáticas. Los guardaespaldas del Perro sucumbían sin tener tiempo de sacar las armas.
Richard y Crow se movían como dos asesinos profesionales, reptando y saltando entre los sofás mientras veían volar la goma espuma de sus rellenos. Los dos habían pasado ya la cincuentena, pero se movían como gatos con la adrenalina del combate. Bill sacó un tremendo Colt Python 357 de 6 pulgadas de debajo de su chaqueta, el revólver de Harry el Sucio. Richard lo vio y pensó que no esperaba menos de un matón, esa arma asusta y si eres capaz de acertar a un bloque de motor, detiene un coche de frente. Pero Bill no tiró al frente de un coche, disparó al pecho a un gatillero que entraba por la puerta del salón. El gatillero salió volando hacia atrás con el tremendo impacto.
Por un momento los asaltantes pararon, no esperaban encontrar resistencia en su ataque sorpresa, sin duda eran profesionales y Richard vio como se empezaban a distribuir por el local para montar un ataque con fuego triangular que los hiciese salir de allí. Richard miró a Crow y le hizo la señal de que los estaban rodeando.
La respuesta no se hizo esperar por parte de Crow, quitó las anillas de las dos Mk 2 que llevaba en el bolsillo mientras cambiaba el cargador de la HK y las lanzó a la pista de baile, que ya estaba desierta desde el primer disparo, solo estaban los gatilleros, reagrupándose para iniciar el ataque final.
En tres segundos un tremendo estruendo y ruido de cristales rotos invadió el local, parecía que el techo se venía abajo y se mezclaba con las astillas que estaban volando del suelo hacia arriba. Corbin tuvo el tiempo justo para pensar que esas granadas se están usando desde la segunda guerra mundial y siguen siendo lo más efectivo para abrir camino.
Richard cambió el cargador, presionó el liberador y el arma se montó sola, con ese ruido que enciende el alma de los más tranquilos y te pide acción en un tiroteo. Richard se levantó y sin parar de disparar avanzó y fue limpiando el camino de gatilleros que intentaban subir, mientras detrás de él Crow abría fuego a discreción con la HK, intentando cubrirle.
En ese momento, Corbin notó como un cuchillo de hielo entrándole por el costado y un rápido sabor a sal le subió a la garganta. No era la primera vez que lo sentía y sabía lo que eso significaba, le habían alcanzado.
Esto no es como en las películas, cuando recibes un impacto lo normal es caer al suelo de inmediato, más que por el dolor, por el impacto y el shock que te provoca. Eso de que te hieren en un brazo y con un cabestrillo estás curado es mentira. Un calibre del 5,56 o 9 Parabellum puede arrancarte un brazo si te alcanza de lleno.
Cuando Crow se dio cuenta, para intentar protegerle vació todo lo que llevaba encima sobre la escalera, creando una lluvia de casquillos que volaron alrededor de Corbin.
En ese momento entraron con armamento ligero los hombres de seguridad de Bill que estaban en los coches, y disparando a los que quedaban en la pista, limpiaron el local de asaltantes. Un repentino silencio se hizo en el edificio, solo roto por algún cristal que caía al suelo o un mueble despedazado que no podía sostenerse más tras las explosiones. La bola del techo seguía girando como si nada hubiese pasado, al igual que la música, que sin DJ en la cabina continuaba ladrando reguetón.
–¿Cómo estás, Richard? –le preguntó Crow.
–Jodido, hermano –fue lo único que pudo articular Corbin antes de caer de rodillas en el suelo, sin soltar la Glock ni dejar de mirar al frente.
–Vámonos a mi médico –dijo Bill, mientras entre Crow y él ayudaban a Corbin a levantarse. Allí quedaban los cadáveres de los seis guardaespaldas del Perro, los dos de la puerta de la sala vip degollados y los demás muertos, con sus armas todavía en la funda.
–Si no es por vosotros –sentenció Bill–, yo estaría como ellos, estos gatilleros sabían lo que hacían, amigos.
No tardaron en llegar a una clínica de estética del sur de Los Ángeles. Corbin mantenía el sentido pero le costaba respirar.
–Si el matasanos al que vamos quiere abrirme, no le dejes, me he roto costillas pero no entró nada en el pulmón –le había dicho a Crow, cayendo rendido sobre el asiento y con la camisa blanca teñida de esa cantidad de sangre que muchas veces anuncia el final. Corbin lo sabía, si sangras mucho, y en manos como esas en las que le iban a poner, mal vamos, esos veterinarios en muchas ocasiones te hacen sangrar más, en lugar de retener la hemorragia.
El médico de la clínica de estética nos espera en la puerta en pijama, el Perro le ha llamado y ni este médico ni nadie puede decirle que no.
–Vamos rápido al quirófano –grita el doctor mientras cierra la puerta, cerciorándose de que no nos sigue nadie.
Estuvo más de una hora conteniendo la hemorragia y consiguió sacar la bala. El costado de Richard parecía el mapa de una carretera de montaña. Cicatrices de cuchilladas, dos disparos e infinidad de accidentes eran la geografía del cuerpo de Corbin. Como él decía siempre a las amantes que le preguntaban a qué se dedicaba después de ver esto, «fui torero en mi juventud», cosa que ninguna creía y que no hacía más que acrecentar la leyenda de este hombre que era mortal como los demás, que simplemente tenía un ángel de la guarda mucho mayor que los mortales normales.
Richard no quiso que le durmiesen. La verdad era que el dolor nunca le había importado, por experiencia sabía que cuando fuese insoportable perdería el conocimiento. Lo que sí le importaba era estar dormido en territorio enemigo.
El doctor salió de la habitación y Crow, que no había dejado de vigilar la ventana desde que habían llegado a la casa, se tiró hacia él preguntándole:
–¿Cómo está, Doc?
–Vivo, ha tenido mucha suerte, le han dado con un 45 ACP rebotado, no ha sido impacto directo y no le ha tocado órganos vitales, pero ha perdido mucha sangre, tiene tres costillas rotas y una tremenda paliza en sus órganos por el impacto y el shock. Si le entra directa, le atraviesa. Debe descansar, no sea que aparezcan hemorragias internas.
Ante la extrañeza del doctor, Crow empezó a reírse. Tras el médico veía la silueta de Richard sin camisa y con el M-65 puesto, caminando a duras penas desde el improvisado quirófano.
–Vámonos de aquí, Crow –dijo, ante el estupor del médico–. No podemos ir al hotel, ni al Standard ni a ninguno, tú sabes de quién eran esos hombres, ¿verdad, Bill?
–Por supuesto, eran hombres de los Flores, y para que nos localicen tan rápido solo hay una manera, el FBI nos ha pinchado con el satélite y se lo ha dicho a Florito, ya te dije que esto es mucha plata y no van a dejarla escapar sin morderla.
–Que lo sigan intentando, hermano –respondió Richard.
–Vámonos a mi casa de la playa, en Santa Mónica –les dijo Bill–. Allí no nos buscarán, nadie sabe que existe. Un puto pandillero como yo nunca pueden imaginar que tenga una casa a pie de playa en uno de los lugares más caros de Estados Unidos, no lo saben ni mis hombres. Hoy son míos, pero mañana trabajarán para el que mejor pague.
Entre Bill y Crow ayudaron a Corbin a llegar hasta la Suburban y salieron los tres de allí, sin guardaespaldas.
Ya eran las 3 de la tarde cuando Corbin abrió los ojos y lentamente se incorporó, intentando controlar su cabeza, que parecía se había quedado pegada a la almohada. Agarrándose a los muebles de una lujosa habitación salió a la terraza. Ante él, una paradisiaca playa llena de surferos y el océano Pacífico, pero antes de llegar a la arena una piscina de agua dulce y un jardín que haría palidecer a las mejores mansiones de Beverly Hills.
No vivía mal Bill, al menos era un capo con aspiraciones, no era malo del todo, como había pensado Corbin desde el primer momento. Observó a Bill y Crow sentados en la terraza, eso sí, Crow, como siempre, colocado en lo más alto y mirando hacia todos lados. Llevaba la camisola puesta, así que seguro que llevaba la artillería debajo.
Se sentaron todos a comer. Bill tenía servicio, pero nadie sabía quién era él realmente. Corbin casi no podía sentarse, al doblarse los puntos interiores era como si le desgarrasen por dentro. Qué chapuza le debía de haber hecho aquel médico de estética.
En peores ocasiones le habían atendido, como con aquella mano rota que le habían escayolado en Centroamérica con el puño cerrado, y al final casi le tienen que cortar el brazo cuando se empezó a gangrenar. Había tenido muchos remiendos y zurcidos en el cuerpo, pero hay cosas a las que nunca nadie se acostumbra.
Los días fueron pasando, y allí escondidos esperaban a que las cosas se tranquilizaran y que Richard se recuperase. Corbin en eso sí que era como los toreros, cuando todos esperan que estés meses fuera de combate o no vuelvas a ser el que eras, él siempre volvía, en tiempo récord, a los ruedos, a la zona de combate que era su particular coso taurino.
No hacía ni una semana del tiroteo cuando Richard le dijo a Bill que tenían que salir para El Salvador.
–El tiempo pasa y don Julio me dio treinta días para cerrar la operación, y solo me faltaría tener a los Flores y a don Julio detrás, amén del FBI.
Richard había pensado viajar a El Salvador en coche, eran otros 4.500 kilómetros. Así podrían llevar la artillería que posiblemente necesitarían en San Salvador, no iban a atracar un banco pero casi, iban a intentar sacar siete mil millones de un país.
–El viaje en carro está descartado, Richard –le dijo Crow–, tienes puntos dentro y fuera, además de las costillas rotas, es un viaje que te mataría, más con las carreteras que tienen estos allí, tardaríamos por lo menos cinco o seis días sin parar.
–Yo les puedo ayudar –dijo Bill–, mañana en la noche llega una avioneta Cessna, cargada con fardos de Sinaloa, y a la vuelta tiene que ir a El Salvador. Irá cargada de dinero, si queréis yo os consigo subir en ella, ya llevaremos la plata que falta en otro avión. Eso sí, debéis volar sin armas, más que nada por el peso y que no os acribillen si llegan a deteneros. Yo me ocupo de que llegando a San Salvador tengáis toda la artillería a vuestra disposición, os debo una. Pero Richard, debes tener bien claro que quieres ir, la salud que tienes es como la de un mono harto de whiskey, y en cualquier momento vuelves a sangrar, y si este médico te pareció malo, en El Salvador te tendrá que operar un carnicero o algo así, es lo más preparado que tenemos allí.
Richard sonrió y le contestó:
–Voy a tumbarme un rato, cuenta que esta noche salimos, hermano.
Y pasándole una mano por el hombro subió hacia la habitación. En ese momento, Bill se dirigió a Crow señalándose con el dedo índice la sien, como diciendo que Richard estaba loco. Crow asintió con la cabeza, eso ya lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde que se conocieron.