Richard y Crow recorrieron las 130 millas que separan Los Ángeles de San Diego. A Richard parecía que le iban a arrancar algo por dentro a cada bache o pequeño salto que daba el automóvil.
Desde la ciudad de San Diego se ve la frontera de Tijuana, la valla que separa México del supuesto paraíso americano. Corbin había estado muchas veces por trabajo en Tijuana, y le encantaba esa ciudad. Las noches en bares de narcocorridos, para Corbin los mejores del sur de la frontera, y sobre todo la cantidad de dinero que allí se movía.
Tijuana y sus túneles eran la mayor ruta para el transporte de cocaína que venía del sur, y luego por el mismo sitio volvía el dinero. Ahí es donde comenzaba el gran problema, el lavado. Durante años había ayudado a muchos traficantes a lavar sus beneficios y recolocarlos en bancos como si fuesen los más legales del mundo. Era algo que hacías sin pensar en la conciencia. Richard sabía que no estaba bien. ¿Acaso estaba bien que un político robase o que enviaran a muchachos a la guerra para poder vender el exceso de armamento caducado? Un armamento que algún país invadido terminaría abonando como pago al salvador que les había evitado el caos. Lo que no sabían era que desde el primer momento que un hombre como Corbin o algún agente de la CIA pisa sus países, el caos está servido.
Lo que más le llamaba la atención de Tijuana era aquel pequeño monolito con la leyenda grabada en piedra «Fin del Estado mexicano» junto a la valla. Más de nueve mil cruces blancas colgadas daban fe de las personas que habían perdido la vida intentando cruzar. Aquella valla se metía en el Pacífico, pero poco más de cien metros. Aunque todos sabían que durante kilómetros había cables con detectores electrónicos de movimiento, al igual que en tierra, al lado de la valla un paso en falso y tendrías a la mitad de los migras, la policía de fronteras americana, sobre ti.
Lo único que debían hacer Richard y Crow era esperar, habían quedado en el Fish Market, un restaurante de San Diego frente al mar. Al anochecer vendrían a buscarles los hombres de Bill. Aquel no era mal sitio para esperar, y Richard pensó que lo mejor para quitarse ese insoportable dolor del costado serían unas cervezas heladas, como solo en el Fish Market servían, con el mejor pescado fresco de la ciudad.
Se sentaron en una esquina del restaurante, mirando hacia la puerta, perdonaban ver el atardecer en el Pacífico por asegurarse seguir vivos al ponerse el sol. Solo llevaban sendos revólveres del 38 que les había dejado Bill y que debían entregar al piloto de la avioneta. Si te cazaban con droga o dinero, malo era, pero si ibas armado, seguramente te dejarían como un colador, tal como les explicó Bill.
El viaje que les esperaba, a El Salvador, era muy conocido para ambos. Para Richard había sido uno de sus primeros trabajos, en 1989, allí había conocido a grandes militares estadounidenses, que hoy son poderosos directivos de la compañía petrolífera estatal americana, la Lone Star, con la que tantos negocios había hecho más tarde.
Crow también había estado allí, entonces trabajaba como mercenario, antes de entrar como especialista de tiro en el army, no como soldado sino como empleado de Blackwaters. Los mercenarios legales que luchaban en lugar de los soldados norteamericanos en todo el mundo llevaban su uniforme, pero si morían no contaban como bajas americanas.
El otro recuerdo de Corbin eran los cincuenta kilómetros que había tenido que recorrer andando desde el aeropuerto hasta la ciudad de San Salvador, no había agua ni luz, y toque de queda las veinticuatro horas. Era la ofensiva final del Farabundo Martí y estaban tomando la ciudad.
Eran momentos difíciles, una guerra civil auspiciada, como siempre, por sus amigos de la CIA, hasta que quitaron el apoyo al gobierno y el FMLN tomó la ciudad de San Salvador, los comunistas entraron a sangre y fuego en el gobierno y solo fue el principio y aviso de lo que es ahora este país centroamericano, una cuna de delincuentes.
Caer en El Salvador hoy es vivir la dura realidad de las maras o pandillas callejeras que controlan el Estado centroamericano. Maras, en lenguaje callejero, significa «pandilla», y en este país centroamericano los Salvatruchas MS-13 y los Barrio M-18 dominan el país.
Todo empezó durante el mandato del presidente norteamericano Bill Clinton, tras el aumento de la delincuencia, sobre todo en Los Ángeles, donde mandaban las pandillas del sur de la frontera. Como respuesta a esta violencia que se les estaba yendo de las manos, el Congreso americano aumentó el número de delitos por los que se podía deportar a delincuentes extranjeros a sus países de origen. Estos en su mayoría eran centroamericanos que al llegar a su tierra no cumplían ninguna condena y lo que hacían era adueñarse de las calles con las complicidades de sus respectivos gobiernos.
Esto ha hecho que en este momento, Honduras, Guatemala y El Salvador sean considerados los países más peligrosos del mundo en tiempo de paz. En San Salvador nadie sale cuando cae la noche; si tomas un taxi para ir a uno de los barrios tomados por las pandillas, este tiene que conocer las claves para poder entrar, encender las luces largas, poner el warning o cualquier otra que le exija la mara de turno. Eso significa que pagó el tributo y que puede entrar. En caso contrario, como les ocurrió a cinco conductores últimamente, reciben un tiro en la cabeza por su imprudencia.
Unos barrios donde debes pagar impuesto a los pandilleros por vivir en tu propia casa, por tener un coche o simplemente por intentar abrir un negocio para sobrevivir. Si tienes un autobús debes pagar una cuota de dos mil dólares mensuales de extorsión, o arriesgarte a que en mitad de la calle te aborden y peguen fuego al vehículo.
Una situación insostenible. Cuando escuchas las noticias de la mañana en la televisión, con un compungido locutor contando los muertos que han aparecido embolsados esa mañana en las cunetas o los fallecidos en accidente de tráfico debido a la embriaguez, simplemente termina su crónica con una cara que es para verle diciendo: «Esto es El Salvador».
Uno de los casos más duros fue cuando unos pandilleros violaron a dos enfermeras que intentaban atender a una mujer embarazada. Los agresores fueron detenidos, incluso salió el jefe de la Policía Nacional enseñando sus fotos y jactándose de su eficiencia. Al día siguiente, el fiscal general del Estado soltaba a los detenidos argumentando que no había suficientes pruebas y que no había existido la violación, quizás algún empujón. Todo el mundo tiene miedo o está comprado.
Unos pandilleros protegidos por un gobierno corrupto (los dos últimos presidentes están en la cárcel y el tercero huido en Nicaragua para evitar su detención), un gobierno al que le interesan las pandillas. Cuando llega el día de las elecciones legislativas, las maras se encargan de que en los barrios que no son afines al gobierno actual la gente no se atreva ni a salir a la calle.
No creo que exista peor trabajo que policía o vigilante de seguridad en El Salvador. Estos caen como moscas a la primera que se resisten al sistema.
Un país donde siguen debatiendo si los delincuentes que vienen de Estados Unidos deben ir a la cárcel allí o no. De momento no cumplen ninguna condena. Y si se los condena, como pasó en Honduras, veintidós pandilleros del Barrio M-18 (la M es por la conexión con los carteles mexicanos) salen por la puerta de la prisión caminando, grabados en video, pero sin ningún problema.
Tristemente ni Dios (si estuviera presente en esta zona del mundo no permitiría lo que está ocurriendo) ni la ley gobiernan en esta parte del planeta.
Los dos amigos estaban comentando esta situación mientras pasaba el tiempo entre cerveza y cerveza, hasta que llegó el atardecer, y como un reloj suizo, cuando el sol desaparecía detrás de las últimas casetas de la playa un muchacho vestido con un ancho pantalón y una camiseta negra entró en el local mirando hacia todos los rincones y caminó hacia ellos. Instintivamente ambos se echaron mano a la cintura, agarrando el 38 y esperando que empezara nuevamente la fiesta.
Cuando llegó a la mesa, el muchacho, que debía de tener no más de veinte años, preguntó:
–¿Señores Corbin y Crowley?
Ambos asintieron con la cabeza mientras el muchacho les señalaba que le siguieran. En la puerta los esperaba una espectacular camioneta Ram y les indicaron que subieran a la cabina. Pero ambos, haciendo caso omiso, apoyaron un pie en la enorme rueda y agarrándose al borde subieron a la caja de la camioneta. Richard lo consiguió agarrándose a la mano de Crow e intentando ocultar un gesto de dolor. Preferían viajar en la caja, ya estaban cansados de tiroteos a lo largo de su vida y sabían que lo mejor es viajar detrás. Si empieza el lío, lo mejor es saltar y ocultarse en la cuneta. Lo mismo que vienen las balas, cuando menos lo esperas aparece un cohete RPGII volando hacia ti y no te dará tiempo ni de abrir la puerta antes de encontrarte junto a san Pedro, que será el que te abra la puerta del cielo.
Circularon poco más de una hora por las afueras de San Diego y entraron en un pequeño rancho al lado de la carretera. Ya había caído la noche y se esforzaban por ver algo en la distancia. La camioneta se detuvo y a pocos metros, iluminada con los faros de la Ram, se veía una pequeña avioneta Cessna blanca, con una raya roja y las tapas del motor abiertas. Un muchacho le daba a la manivela de un bidón de combustible, cargando así los depósitos de aquel cacharro que ya no cumpliría los veinte años haciendo vuelos internacionales, un cometido para el cual no había sido fabricado ni de nuevo.
Les presentaron al piloto, un tipo joven, norteamericano. Para trabajar en esto tienes que ser joven e inconsciente, pensó Richard. Se ganaba dinero, pero no solía durar mucho tiempo el trabajo, o caías en manos de la justicia o te mataban los gatilleros de las bandas rivales. En este caso iban con los mejores, los salvadoreños, los que lavan para todo el mundo. Y normalmente todos cuidan estos vuelos, en ellos tienen depositados sus intereses.
De un granero cercano salieron diez o doce hispanos, cada uno con un enorme fardo de dólares estadounidenses envueltos en plástico transparente sobre el hombro, y los fueron colocando dentro de la Cessna bajo las instrucciones del piloto. Ahí empezaban los nervios, en cuanto se carga el efectivo hay que desaparecer. En las operaciones de lavado en las que había participado Corbin siempre había sido así, puedes estar meses esperando a que llegue el efectivo, nunca te dicen cuándo vendrá, pero en cuanto llega no se queda ni un minuto, hay que sacarlo.
En cuanto terminan nos subimos a la avioneta como podemos, a la vez que empieza la hélice perezosa a dar giros como si no tuviese fuerza para más. Repentinamente, tras una falsa explosión el motor cobra vida e inmediatamente comenzamos a rodar por la pista de tierra, no vemos nada, solo una enorme polvareda alrededor, la avioneta no lleva luces y está moviéndose en la total oscuridad.
En un punto hay un bidón de combustible pintado de blanco, ahí se gira 180 grados el aeroplano y enfila la oscuridad, el piloto tira del acelerador como si le fuese la vida en ello y el motor ruge empujando el pequeño avión hacia delante. Es como si corriésemos hacia una pared negra, no hay luna y la visibilidad es casi nula.
Cuando parece que nuestro final va a ser la valla de la carretera cercana, una linterna se enciende apuntando al piloto. Cuando llegamos a esa luz, Mike tira de los mandos hasta clavárselos contra el estómago, es la señal, el límite de terror para que la Cessna se eleve cargada de dinero y de dos locos con rumbo a El Salvador.
La Cessna no es una avioneta rápida, pero puede volar muy bajo y es fiable, eso sí, no te metas en una tormenta con ella, que será lo último que hagas.
Volamos durante horas bordeando la península de Baja California, por el lado del mar de Cortés. Vamos muy bajos para que no nos detecten los radares, pero cualquiera puede vernos desde tierra. Volamos sin luces y simplemente con un GPS, y Mike se guía por la silueta de la costa para no sobrevolar tierra firme.
Cuando empieza a clarear el día, el piloto se tira literalmente contra tierra, no puede arriesgarse a que nos vean. Estamos en Cabo San Lucas, el lugar de descanso de millonarios y actores de cine en la punta sur de la Baja California. Aquí es normal ver vuelos y jets privados tomando tierra, pero nosotros no llegamos al aeropuerto, estamos aterrizando en la explanada de un rancho. Otra vez saltos, golpes y polvo para tomar tierra.
Inmediatamente vienen dos muchachos arrastrando una lona con la que empiezan a cubrir la avioneta. Salimos y nos dirigimos a la casa. «Aquí debemos pasar el día hasta que anochezca, aprovechen para dormir», nos dicen esos tipos.
Corbin había volado mucho en avionetas, incluso tenía el título de piloto privado y sabía lo peligroso que era volar en esas circunstancias, solo con la referencia del GPS. Si alguna montaña no estaba cartografiada, volando a esa altura te estrellabas directamente con ella. Aparte de la dificultad de mantener el rumbo sin el sol de referencia, ese cacharro no tenía la instrumentación de un 747. Pero Mike los había llevado hasta el punto fijado, suerte o pericia, eso nunca lo sabrían. El caso es que este tipo realmente se ganaba su salario.
En la avioneta llevaban diez millones de dólares, la venta de unos días, nada importante para los grandes carteles. Aunque fuese insignificante, un narco jamás permitiría que se perdiera una carga. Aunque la culpa no fuese del piloto, o hubiese dado el soplo otra persona, el piloto lo pagaba con su vida, por unos escasos cincuenta mil dólares se estaba jugando todo, y mañana volvería con otro cargamento. Aquí los que siempre ganan son los mismos, los jefes del cartel.
Richard se tumbó en un sillón nada más llegar, no era la primera vez que le disparaban, pero él sabía que los años no pasan en balde, y si antes correr agachado era lo normal bajo el fuego de los malos, ahora suponía un gran esfuerzo. Antes se recuperaba de un tiro o un grave accidente en nada, y ahora parecía que las heridas hasta dolían más. Esperaba que todo al final saliera medio bien y poder quedarse tranquilo el resto de su vida, hasta que el diablo llamase a su puerta para llevárselo.
No sabía si estos pensamientos serían por la fiebre, pero se quedó dormido casi de inmediato, mientras Crow permanecía sentado en una mecedora del porche y mirando al horizonte, con una vieja escopeta de dos cañones que había encontrado en el interior de la casa sobre su regazo.
Cuando el oscuro manto de la noche comenzaba a caer sobre aquel pequeño y oculto rancho de la Baja California, comenzó el ajetreo. Quitaron la lona de la avioneta, acercaron un tractor con bidones de gasolina, y nuevamente la manivela y llenar los depósitos de la Cessna.
Apenas habían comido nada, pero Richard se levantó mucho mejor, al menos ya no tenía fiebre. Ahora le esperaba otro asalto del camino, otra nochecita de vuelo nocturno sin garantías.
La avioneta vuelve a rugir como si despertara de un letargo. Al igual que nosotros, ya está nuevamente dispuesta para la batalla. Totalmente a oscuras volvemos a enfilar la pista de tierra, esta vez en peor estado y con más saltos. Mike dice que mejor, en un salto de estos ya estás en el aire, como en un hidroavión. La luz de la linterna vuelve a entrar en la cabina y cuando llegamos a su altura, un nuevo tirón del timón nos tiene en el aire. Estos instantes son los más peligrosos, no sabemos si hay árboles o pequeñas colinas al frente, así que hay que tomar altura como si nos persiguiese el mismísimo diablo.
Durante el vuelo daba tiempo a pensar de todo. Corbin no podía dormir ni en primera en los vuelos comerciales, así que en esa caja de cartón piedra y fibra en la que estaban volando hacia la costa pacífica de México le vinieron a la cabeza los grandes movimientos de efectivo que él había realizado.
El gran problema de los narcos es el efectivo, tienen tanto que no hay manera de darle salida. Richard había estado como contador en alguna operación. El narco llamaba al blanqueador y le mandaba una foto con prueba de vida. Que en este caso era una foto del propietario con un diario del día y los montones de plata detrás. En ese momento se activaba todo el protocolo. Había que trabajar rápido y sacar el dinero de allí a la mayor brevedad.
El efectivo no tiene propietario y cualquier banda o chivatazo a la policía puede acabar con la operación.
A Richard le llamaban para que estuviese en el aeropuerto en el menor tiempo posible, en la zona de vuelos privados. Allí le esperaba un jet con máquinas de contar el dinero en su parte trasera. En estos trabajos Corbin era el contador que verificaría la cantidad y autenticidad del dinero. Cuando llegaban al aeropuerto de destino, allí estaba la furgoneta con el dinero, y nadie les preguntaría qué hacían allí ni aparecería ningún policía, ya se había encargado la empresa de ello.
Corbin comenzaba a contar billetes y de vez en cuando pasaba el bolígrafo autentificador por un billete. Dependiendo de las cantidades, esta labor podía llevar dos horas o veinte, como le ocurrió una vez en Guatemala. Cuando el dinero estaba cargado en el avión, Corbin llamaba a la empresa, que en ese momento hacía un ingreso, normalmente en una compañía indicada por el propietario en Estados Unidos, como si de una transacción comercial o compra se tratase descontando el 50 por ciento, la comisión por el trabajo.
El avión salía hacia Turquía, con todas las escalas que fuesen necesarias, sin ningún problema, allí es donde se cierran todas estas operaciones. Una vez que aterrizas allí, entregas el total del efectivo, te hacen un ingreso de tu porcentaje y el dinero adelantado a los propietarios en tu cuenta bancaria de Estados Unidos o Luxemburgo, y fuera. Parece muy sencillo, pero en estas operaciones era donde Richard más miedo había pasado. En cualquier momento se pueden fastidiar, y tu vida, como testigo de lo que se está haciendo, es lo primero que puede desaparecer, y en este mundo no puedes confiar en nadie.
Los jefes de Corbin en ese negocio del efectivo eran tipos muy importantes de la administración estadounidense. Kroop, un judío neoyorquino, era su contacto y el hombre con el que siempre hablaba. Una noche, en los bajos fondos de Nueva York con este tipo, y después de unos cuantos Bourbon, le llegó a confesar que ellos habían sacado todo el efectivo de Sadam Husein en dos aviones de carga del army en la invasión de Irak.
El efectivo sí que era un negocio sucio, y en él estaban metidos los más altos políticos de todo el planeta. Nadie ponía impedimentos, y los porcentajes que se cobraban por blanquear ese dinero podían llegar al 50 por ciento, sin bajar nunca del 40, uno de los mejores negocios del mundo.
Lo que está claro es que este efectivo termina en los países árabes. Y su fin siempre será financiar a los terroristas, que todos cobran y se financian con dinero efectivo, y lo que sobra se almacena, sacando del mercado una enorme cantidad de dólares, que le darán un infinito poder a su propietario. Lo dicho, uno de los negocios más sucios del mundo.
Corbin había hecho varias operaciones de estas, hasta que le ofrecieron una en Vietnam: no habría problemas, iría cubierto con seguridad y solo tenía que controlar a los contadores. No llegaron a decirle de cuánto dinero estaban hablando, pero sí que si todo salía bien, él ganaría un millón de dólares. La única pega era que había que pagar 25.000 dólares por adelantado, para la seguridad y los vuelos, porque si algo salía mal, los dueños no querían perder dinero, como todos los capos mafiosos del mundo. Ninguno quiere arriesgar lo suyo, que tanta sangre y muerte les ha costado. En aquella ocasión Corbin miró a Kroop y le dijo:
–Mira, yo no tengo miedo a nada y si quieres voy, pero adelantar plata para que me maten, ni aunque fuese un centavo, nunca.
Esa fue la última vez que Corbin trabajó con los grandes blanqueadores de efectivo. Aquella operación de Vietnam, como es lógico –había muchas probabilidades–, falló, y la persona a la que enviaron fue ametrallada en el aeropuerto de Saigón. A algún personaje importante no le interesaba que aquel dinero saliese del país.
Richard no podía apartar de su mente todos los malos momentos que había pasado, quizás la herida del costado o la fiebre, que parecía estaba regresando, le estaban volviendo sensible.
Él tenía el ángel de la guarda más grande del mundo o alguien que se preocupaba por él desde el otro mundo, como bien sabía. Pero todo tiene un límite y algún día se cansaría y le dejaría en manos de los malos.
Recordaba las veces que le habían montado un arma junto a su cabeza, las escapadas en el último segundo cuando parecía todo perdido, y sobre todo lo que había regresado a su cabeza en aquel momento: había pensado en Mercedes, en su accidente o intento de asesinato por creer en él. Le parecía que estaba sintiendo algo que no había pasado antes por su cuerpo. Se estaba preocupando de alguien que no era un camarada, era una mujer a la que había conocido una noche y ya no podía apartarla ni de su corazón ni de su mente. Eso lo arregló enseguida, no podía infringir la primera norma de supervivencia en combate, no pienses en nada, solo en salir vivo, y ahora iban directamente a la batalla. Ya tendría tiempo después, si sobrevivía.
Aquel amanecer aterrizaron cerca de Acapulco, en la costa Oeste mexicana.
El Acapulco que había conocido Richard había cambiado mucho. Aquel lugar de turismo de lujo descubierto por los americanos en los años cincuenta no tenía nada que ver. Allí murió Johnny Weissmuller, el mítico Tarzán, que rodaba sus películas en los manglares cercanos a la ciudad. Acapulco era un referente para los ricos norteamericanos y los cruceros de lujo.
Últimamente, Acapulco, que había sido neutral en la guerra de territorios de los carteles, estaba siendo vapuleada por estos. Los Beltrán Leyva habían tomado los alrededores de la ciudad y con ello habían llevado la violencia hasta sus calles. Los tiroteos y ajustes de cuentas son una cosa corriente. Los propios mafiosos visitan los clubes nocturnos y restaurantes antes visitados por el turismo. El turismo extranjero prácticamente ha desaparecido, siguen viniendo turistas, pero nacionales, que, más acostumbrados a la violencia, lo llevan mucho mejor.
Los saltadores, la imagen de Acapulco, siguen realizando sus increíbles acrobacias desde lo alto del acantilado, saltando al mar aprovechando las olas desde unas alturas de más de 45 metros, jugándose la vida en cada salto, pendientes de las propinas de los turistas. En aquel lugar, la quebrada, el acantilado junto al puerto de Acapulco, es impresionante ver a esos jóvenes flirteando con la muerte por unas pocas monedas. Un fallo de cálculo los puede llevar contra las rocas y a una muerte segura. Incluso llegan a realizar saltos nocturnos con una antorcha en la mano. Cuando se realizan estos saltos en la mañana, montones de barcos de los cruceros acercan a sus pasajeros al acantilado, pero ninguno baja a tierra, observan las acrobacias desde pequeños botes y regresan nuevamente al lujoso barco. Las calles se han vuelto muy peligrosas para cualquiera que tenga o aparente tener bonanza económica.
En fin, es el México de hoy en día, donde la violencia y la delincuencia son los que mandan.
Richard aprovechó para darse una vuelta con Crow por la ciudad durante el día, y efectivamente aquello había cambiado mucho. Se pararon junto a la quebrada y Crow, como siempre serio, le dijo:
–Vámonos, Richard, este ya no es nuestro mundo, esos pendejos han tomado la ciudad.
Y tenía razón, hacia cualquier lugar que mirases, donde antes había vendedores de souvenirs ahora estaba un muchacho sentado mirándote, con las manos en los bolsillos, esperando un encargo de bajarse a alguien por unos pocos pesos. Eso se nota en los jóvenes sicarios, o al menos Corbin había aprendido a conocerlos, al muchacho que ha matado se le nota en los ojos, su mirada pierde toda la inocencia a la que aprieta el primer gatillo. Una inocencia que jamás volverá.
Regresaron al aeropuerto privado donde habían aterrizado y aprovecharon para comer algo y tumbarse. Esa noche les esperaba la jornada más larga, volarían de Acapulco a San Salvador.
Todavía se veía el sol en el horizonte cuando ya estaban poniendo a punto el avión para su última etapa. Lo cargaron con todo el combustible posible, incluso con depósitos supletorios.
Debemos de estar sobrevolando aguas territoriales de Guatemala. Esto tenemos que hacerlo lo más alejados que podamos de la costa. Los guardacostas guatemaltecos están buscando estas avionetas para derribarlas y quitarles la droga o el dinero que transportes. No es que los funcionarios guatemaltecos sean más honrados, al contrario, son bastante peores que los mexicanos y no aceptan un pago, un «piso», por sobrevolar su territorio. Quieren quitártelo todo, como normalmente pasa en los tratos mafiosos.
Este despegue de Acapulco es como si lo hiciésemos en un 747, por una pista iluminada y con luces, luces que se apagan en cuanto salimos fuera del radar de la ciudad. Nuevamente en la más completa oscuridad volamos hacia nuestro incierto destino.
Mike está aliviado de salir de Acapulco, no se ha bajado de la avioneta en todo el día, estamos en territorio enemigo y los Beltrán Leyva, si hubieran recibido un soplo de nuestro transporte, habrían caído allí sin pensarlo. Se les ha pagado el piso para estos transportes, pero ya se sabe que con los delincuentes los contratos no valen, y de vez en cuando asaltan una avioneta en el aeropuerto y los Beltrán dicen que ha sido gente de la Hermandad Michoacana, sus enemigos. Segunda regla: no confíes en un delincuente mexicano nunca.
Todavía es de noche cuando nos acercamos al aeropuerto de San Salvador. Mike habla por radio y le indican la pista a la que debe dirigirse, la más lejana a la torre de control.
Cuando tomamos tierra, una furgoneta y dos Suburban negras aparecen de la nada y se estacionan frente a la avioneta. Abren las puertas y comienzan a sacar los fardos de billetes y a meterlos en la furgoneta, a la vez que del vehículo traen enormes paquetes precintados en plástico y los cambian por los de billetes.
No cabe duda de que en el próximo viaje de vuelta, Mike no irá de vacío, han cambiado el efectivo por droga. La operación de carga/descarga no ha durado más de diez minutos. Mike nos da la mano y se despide, simplemente dice: «Otros cincuenta mil que gano, hermanos». Despega esta misma noche y aterrizará en una pista de tierra cercana a San Salvador para pasar el día y repostar. Nuevamente volará a San Diego.
Como esta Cessna, cientos de avionetas están volando a diario amparadas por la oscuridad y los radares ciegos o apagados. A nadie le interesa interceptarlas, es más fácil cobrar la comisión que no regresar a casa, así piensan los policías, y los políticos piensan que si está ahí, por qué no van a cogerlo. Este mundo tal y como lo conocemos desaparecerá en breve y la culpable, como he vaticinado, será la corrupción a nivel mundial.
El chofer de una de las Suburban se acercó a Richard y le dijo:
–Señor Corbin, esto es para ustedes.
Una enorme bolsa de teflón negra y muy pesada, que Crow se apresuró a tomar por las asas. Ambos sabían que allí estaba la artillería que podían necesitar.
–Les llevaré a un nuevo hotel, el Fairfield Marriott que está en las afueras de la ciudad. Según me dijo Bill, ustedes no quieren pasear por el centro, aunque sería una locura si fuesen turistas normales –les dijo sonriendo aquel muchacho, joven como todos los que entran en las maras. Parecía amable con sus gafas de sol en plena noche y un incipiente bigote que le nacía en su barbilampiña cara.
Estábamos en Salvador y aquí daba igual cómo vestías, si eras de mara llevabas camiseta blanca de tirantes y pantalón vaquero de cintura baja, no tenías por qué esconderlo, y así la policía te respetaría. Aunque el tema de los tatuajes se había suavizado mucho, pues cuando salían del país con encargos ya no tenían la protección policial y directamente los detenían, no por delincuentes, sino por si llevaban algo que les pudiera robar la policía.
Ya en el hotel Marriott cogieron una suite queen para los dos. El empleado les miró sorprendido, no por el precio, pues en El Salvador estas habitaciones superan en poco los cien dólares por día, aunque tienen una sala de estar con sofá y mesa, donde se puede recibir gente. El empleado miró a Richard y le dijo:
–Señor, nuestras suites queen son las más grandes, pero tienen una sola cama, grande pero una.
–No se preocupe –le contestó Richard–, el señor y yo no somos maricones, pero sí muy amigos, y nos da miedo dormir solos.
Y no le mentía, era mucho más fácil defenderse los dos en una habitación que separados.
Cuando una persona normal se acomodaba en una habitación, Richard y Crow tomaban posiciones. Por tercera vez Richard llevaba ropa nueva. Sus M-65, pantalones tácticos y camisas se habían vuelto a quedar en el hotel de Los Ángeles, menos mal que durante su semana de recuperación Crow le había hecho las compras pertinentes, para los dos. Aquellas tarjetas rusas sin nombre que le había dado don Julio seguían funcionando perfectamente, si se acababan los 2.500 dólares se tiraban y a por otra.
Richard escuchó a Crow jurar en hebreo:
–¿Qué te ocurre, amigo?
Crow estaba con la bolsa de teflón que le había dado el conductor.
–Mira qué mierdas nos han dado, dos Berettas 92 de 9 Pb mm, cuatro granadas M67, las modernas que no valen ni para tomar por culo, seis cargadores, un Python como el de ese tarado de Bill de 6 pulgadas, y dos navajas Spyderco Endura, como les gustan a estos cabrones para rebanar cuellos. ¿Para qué coño queremos esto, Richard?
Efectivamente, las armas de los mafiosos no tenían nada que ver con las que trabajaban los profesionales. La Beretta 92 era una buena arma, de dotación en el army, pero nada que hacer ante una Glock, y el Colt estaba muy bien para aparentar y meter miedo, sobre todo cuando le dabas un taponazo a un enemigo y salía volando para atrás. Las granadas eran las que utilizaban todos los ejércitos, pero las Mk de la segunda guerra mundial seguían siendo las más efectivas, con su forma de piña para la fragmentación, además casi todas explotaban en el mismo retardo, unos tres segundos. Las modernas tardan entre dos y siete segundos, con lo que te la pueden devolver de una patada y ya estás jodido.
–Hermano –contestó Corbin–, si con los cincuenta taponazos que nos han dado en cada Beretta no salimos del apretón, estamos realmente mal y alguna llevaremos nosotros encima. No te preocupes y nos apañamos con eso.
Desde el mismo hotel llamó a don Alberto, el tipo que tenía los poderes de las cuentas del cartel del Golfo en San Salvador que les había facilitado Bill. Una voz bondadosa contestó al otro lado de la línea, y después de las presentaciones y parabienes normales en cualquier conversación con un sudamericano, Richard entró a fondo.
–Soy el enviado de don Julio y vengo para transferirle su plata.
Alberto ni se inmutó.
–¿Trae usted todos los documentos y claves?
–Sí, amigo, no se preocupe, y todos los mandamientos de don Julio, incluida la propina que tengo que darle a usted por sus servicios.
Alberto no puso ninguna pega y quedó en ir al hotel a la mañana siguiente.
–Estaré allí como al mediodía, desde mi casa me tardo como dos horas en llegar.
Esa fue la única pega que puso, parecía que estaba deseando liberarse de aquella pesada carga que era tener esos miles de millones a su nombre. El que se los quitaran era algo que en el corrupto Salvador de estos tiempos le podía ocurrir en cualquier momento.
Aquella noche por fin Richard durmió en una cama, algo que le dejaría nuevo. Mientras, Crow colocó la mesa de la salita contra la puerta y las patas mirando hacia él y pasó la noche con la Beretta montada y sobre el pecho y dos granadas en el bolsillo. A veces Richard dudaba de que este hombre fuese humano, no pensaba nada más que en el trabajo, cuando estaba en él, claro, pues enormes eran las jaranas que ambos habían pasado juntos por medio mundo. En una misión no se relajaba ni un segundo, relajarte puede ser lo último que hagas.
A la mañana siguiente se encontraban los dos esperando a don Alberto en la recepción del hotel. Habían descansado, y eso y una reconfortante ducha era todo lo que necesitaban para poder estar al cien por cien.
Cuando el reloj marcaba el mediodía vieron entrar a un tipo bajito, más o menos de su edad, pero al que se le notaba que había llevado una vida muy diferente a la suya. Llevaba gafas de profesor y un bigote a la mexicana y sobre todo irradiaba buena energía.
Richard sabía que un buen testaferro debe ser educado, humilde y listo, y este tipo a simple vista tenía las tres virtudes. Además, tenían una fotocopia de su pasaporte entre los documentos que les había dado Bill. Este era su hombre.
No resultaron difíciles los primeros momentos con él, y en pocos minutos de banal conversación Corbin se había metido a don Alberto en el bolsillo. Le propuso que subieran a la habitación, allí en el lobby del hotel era demasiado arriesgado hablar de temas tan delicados. Don Alberto se incorporó, con su inseparable cartera de cuero pegada al pecho, y los acompañó a la habitación del hotel Fairfield Marriott. Don Alberto iba mirando para todos lados, no se le veía pobre, pero por aquellos lugares poco había andado.
Ya en la seguridad de la habitación comenzaron a dialogar sobre el tema que les había llevado hasta allí.
–Don Alberto, cuénteme la historia de su relación con don Julio –le pidió Corbin.
–Mire usted –respondió Alberto con una inusitada educación–, yo me dedicaba a la construcción, levantaba casas para los más pobres, pero claro, estos debían pedir una hipoteca a los bancos, que se las negaban sistemáticamente. Entonces entablé amistad con un señor que iba a la iglesia conmigo y me comentó que él conocía a personas que podían prestar la plata a estas gentes, sin garantías. Y así lo hicimos, me presentó a un señor que prestaría el dinero a los compradores, les cobraría un 5 por ciento de intereses y me daría otro 5 a mí, y si no pagaban las cuotas, estos señores se quedarían con las casas. El negocio era perfecto, y ya no solo daba hipotecas de mis construcciones, a otros constructores también les facilité esta forma de financiación, y yo ganaba un 2,5 en las operaciones con otros.
»Todo fue bien durante años, por supuesto yo no soy tonto y sabía de dónde venía esa plata, era del narcotráfico, y cuando se devolvía en las cuotas mensuales ya estaba lavada. Así entablé amistad con los principales capos, desde Colombia a México. Don Alberto era el honrado solucionador y colocador de sus inmensos capitales, además con intereses.
»Yo jamás me llevé ni un centavo que no era mío, en algunas ocasiones me mandaban plata de más, no sé si para probarme o porque, como usted sabe, estos tipos no han sabido nunca contar bien. Yo siempre se la devolvía diciéndoles que había un error. Así estuvimos años, trabajando con todos los grandes, incluso venían de Colombia, México o Perú para conocerme. Hasta que este gobierno comunista que tenemos en El Salvador prohibió a los particulares dar hipotecas o préstamos, solo podrían hacerlo los bancos. A partir de ese momento se murió el país, los bancos no dieron ni una sola hipoteca ni un préstamo porque no tenían dinero y se paralizó el país.
»Pero como nuestra moneda era el dólar, los traficantes enseguida idearon cómo utilizar nuestro país. Se crearon bancos con razón social en el extranjero. Esos bancos recibían todo el dinero del narcotráfico, pues eran suyos, y daban la garantía de que ese dinero era limpio, lo que se necesitaba para poder enviar la plata al extranjero ya relavada. Aquello era una enorme fábrica de dinero limpio, no una entidad bancaria.
»El gobierno intentó actuar impidiendo que los tipos sospechosos de narcotráfico enviasen dinero al extranjero, así nació la mayor operación de testaferros de la historia. Si tú no tenías antecedentes y no eras sospechoso de trabajar con delincuentes, podías manejar las cuentas que quisieras. Eso lo sabían los capos, el único problema es que ponían todo su capital a nombre de pobres hombres. Que se volvían locos e intentaban llevarse el dinero para ellos, y cuando los jefes les pillaban decían totalmente convencidos que esa plata era suya y que estaba a su nombre. Por supuesto, eso era lo último que decía él, su familia y cualquier persona relacionada con él y que los capos conocieran.
»A mí, a través de uno de mis antiguos clientes prestamistas me ofrecieron poner plata a mi nombre del cartel del Golfo, me pagarían una buena plata todos los meses y yo solo tenía que firmar sus pagos electrónicamente, con mi cédula de identidad con firma digital, y cuando decidieran sacarla me darían una indemnización para que pudiera vivir toda la vida. Así se cumplió todo, yo tengo las cuentas y los poderes firmados, pero me faltan los códigos para disponer de la plata.
Era un buen tipo aquel Alberto, hablaba como si estuviera trabajando de contable para una gran empresa, no de testaferro de un narco. Pero era un hombre honrado.
–Perfecto, Alberto, yo tengo esos códigos –dijo Richard; eran aquellos códigos por los que se había jugado la vida Mercedes–, y ahora don Julio quiere su plata en USA, ya que la situación en este país se está poniendo complicada y las gentes del FMLN que gobiernan ahora en cualquier momento pueden prohibir disponer de todas las grandes cuentas o nacionalizarlas.
Alberto asintió con la cabeza.
–Sí, don Richard, aquí las cosas están complicadas y todos quieren llevarse la plata, pero se la están rebotando* o bloqueando cuando llega a los Estados Unidos. Yo le voy a ayudar en todo, pero quiero pedirle residencia en USA para mí y mi familia, y que tengamos una cuenta con su indemnización allí.
–Eso no es problema.
Más que problema era un lío para Richard, pero podía conseguirlo, y si en algo se parecían Richard y Alberto era en que ninguno de los dos se había quedado nunca con un centavo que no fuera suyo. No había sido un dinero ganado honradamente en todas las ocasiones, de acuerdo, pero estaba claro que los escrúpulos no eran el fuerte de ninguno de los dos.
–Déjeme hacer unas llamadas y vemos cómo podemos hacerlo, mañana en la mañana nos vemos aquí a las 9 y saldremos para el banco, hoy voy a organizarlo todo. Esta noche se quedará usted en este hotel, Alberto, no quiero que le vean por la ciudad después de estar con nosotros. Está claro que nos tienen pinchados desde algún satélite y ya ha habido mucha gente detrás de esta plata intentando llevársela. Por cierto, don Alberto, ¿sabe usted cuánta plata hay en las cuentas?
El amable Alberto se ajustó sus gafas de profesor y sacó un documento de su cartera de cuero. Era un extracto de la cuenta a su nombre con fecha del mes anterior. Al final del papel ponía: «Saldo disponible – 7.475.000.000 de dólares».
Una cifra para caer de espaldas. Richard le dijo a Crow que acompañara a Alberto a recepción y que le registrara en la habitación contigua:
–Y si no está libre, los sacas tú a punta de pistola, y que Alberto no salga para nada, enséñale a pedir la comida por teléfono y pon un contacto de radio en la puerta que nos avise si intenta salir.
Corbin entró en la habitación y llamó a Bill, necesitaba un teléfono nuevo sin registrar y con un saldo de mil dólares, en media hora.
Cuando las cosas son serias todos corren, en veinte minutos llamaba a la habitación 520 el chófer de Bill con un iPhone cargado con mil dólares de saldo.
–Me dijo Bill que era urgente –le dijo a Corbin el aprendiz de matón.
Sin perder un minuto y con la libreta de notas del hotel sobre la mesilla, Corbin accedió a la nube donde tenía todos sus contactos y bajó el teléfono de los abogados de Florida que le iban a ayudar con la operación.
Primero llamó a Franklin, abogado federal norteamericano que estaba al tanto de su trabajo para don Julio, y con el que había trabajado en muchas ocasiones. Solo faltaba plantearle la operación final, sobre todo la cantidad. Parece mentira que una persona tenga esa cantidad de dinero, pero no es una excepción, esas cantidades existen en cuentas corrientes de El Salvador a cientos, y todas con la misma procedencia.
Corbin llamó al despacho de Franklin y tomó la llamada una secretaria:
–El doctor Franklin está en una reunión.
La respuesta de Corbin no se hizo esperar. Cuando le encendían, explotaba como una bomba de relojería.
–Mira, hija de puta, como si está en el váter, o avisas de inmediato a Frank y le dices que le está llamando Corbin o voy en persona y te corto tu bonita lengua.
La amenaza funcionó.
–Hallo, Frank al aparato, Richard, ¿eres tú?
–Sí, Frank, es muy urgente, ¿podemos hablar?
–Claro, Richard, cambio la centralita a línea segura. Por cierto, ¿qué le has dicho a mi secretaria, que está sentada llorando?
–Nada, Frank, tú dile que llamó un hombre lobo.
–Cuéntame, amigo –dijo Frank a los pocos segundos.
–Mira, amigo, estoy en El Salvador, necesito, como hablamos, una cuenta federal IOLTA para poder mover el dinero que hay aquí, es mucho, hablamos de billones de dólares. Aquí hay plata para todos, pero debes sacar todas tus argucias legales y falsificación de documentos para que esto entre bien en USA, son siete billones y medio.
–Ufffff –se oyó al otro lado de la línea–. Podríamos intentarlo, ¿qué tenemos para pagar a gente aquí?
–Lo que necesites –contestó Corbin.
–Bien, supongo que tienes al testaferro por los huevos, los bancos salvadoreños no tienen esas cantidades para desembolsar, ellos te toman todo cuando llega y te dan la garantía de que es bueno, pero esta cantidad supera en siete veces el capital social de cualquier banco en El Salvador.
»Podemos hacerlo de una manera –continuó explicando Frank–, yo pongo al testaferro conmigo en la titularidad de una cuenta IOLTA y hablo con el Credit Suisse, el banco de crédito suizo, para que te den cartas de crédito y pólizas bancarias con la garantía de esa cuenta. Tendrías que firmar allí, para lo que te haría un poder el testaferro. Tú me mandas esas cartas de crédito y yo las monetizo en la cuenta que tengo con el tipo en el Wells Fargo. Una vez que estén aquí, transfiero lo que tú me digas a tu cuenta, a la mía y a las que tú me digas, y por supuesto donde lo quiere recibir don Julio. Yo firmaré la ley patriótica, jurando que eso no viene del terrorismo ni del crimen organizado, me la juego, pero todo tiene un precio.
–Perfecto, Frank, yo tengo un 10 por ciento del total, de ese 10 un 2 es de Bill el Perro, el jefe de las maras de Los Ángeles. Te mandaré la cuenta, él te hará una factura con cualquiera de sus empresas para cobrar legalmente. Al testaferro vamos a ingresarle unos veinte millones en una cuenta en Estados Unidos, eso sí, le tienes que conseguir la residencia para él y su familia, para ti otro 2 por ciento, y para Crowley y para mí, el 50 por ciento de lo que quede para cada uno.
–Estás loco, Corbin –le respondió Frank–, pagas de tu comisión, quítalo a don Julio, que ese cabrón no merece más plata después de haberla manchado con la sangre de todos los hijos de puta de México. La residencia del testaferro no tiene problema, con un millón que ingresemos en una cuenta suya la consigo como inversor en cuestión de días, y ese millón puede sacarlo el mismo día.
–Gracias, Franky, pero ya sabes que yo no quiero nada que no cierre antes. Además, con la cantidad de plata que nos quedará no necesitamos más, yo al menos tendré para vivir siete vidas. Lo que más me gusta de la operación es que seremos nosotros quienes haremos los pagos, si esperas que algún narco cumpla su palabra, estamos jodidos.
–Siguiente paso –continuó Frank–. Mañana vete al banco, que te den una prueba de fondos oficial actualizada y que le ponga el testaferro un hold, un bloqueo a esa cuenta. Con esa prueba de fondos consigo la carta de crédito y en unos días tenemos todos la plata en las cuentas, después de tu firma en Suiza y de que me traigas los originales de los efectos bancarios.
–Solo una pregunta –soltó Richard–. ¿Cómo sacan los del Credit Suisse el dinero de El Salvador?
–De eso no te preocupes, Richard, cuando los sicilianos eran cabreros, los banqueros suizos ya tenían mafia. Con la prueba de fondos darán miles de créditos a otros bancos, avalados por esa plata, y ya será otro el que tenga el problema de sacarla. Si hemos llegado hasta aquí es porque ya lo sabemos todo de cómo funciona el sistema financiero internacional, amigo.
–Mañana te llamo cuando venga del banco –finalizó la conversación Richard.
–Dele con ganas –contestó Frank antes de colgar el teléfono.
La operación estaba encauzada, pero con el riesgo que siempre había previsto Richard. Aquello no era fácil, y al mover esa cantidad saltarían todas las alarmas de la banca internacional.
Corbin intentó dormir esa noche, pero lo único que consiguió fue que se le apareciesen todos los fantasmas del pasado, todo el bien o el mal que había hecho durante su vida en sus diversos trabajos. Ahora estaba a punto de solucionar todo. Este sería su último trabajo y tenía que salir bien, o morir en el intento, porque desde luego no estaba dispuesto a terminar en una cárcel de El Salvador, mejor que cargaran esa última bala que tenía su nombre y terminaran de una vez. Ya no le tenía miedo, al menos había vivido y solo se arrepentía de lo que no había hecho, que había sido poco.
A las 8 de la mañana ya estaban Crow y Richard en la puerta de Alberto, le dieron la llamada en clave que habían pactado, el sonido en morse del SOS, tres golpes rápidos, tres lentos y tres más rápidos. Alberto abrió la puerta de inmediato, parecía que había dormido vestido junto a la puerta, con su cartera de cuero pegada al cuerpo y la misma apariencia que si fuese a dar las clases a un instituto. Siguió a Corbin por el largo pasillo del hotel, mientras Crow iba al final de la comitiva caminando de espaldas.
Desayunaron en la mesa más apartada del restaurante y Richard le dijo a Crow que fuera a buscar un taxi, que no lo llamaran, que fuese uno de los que estaban allí.
Crow le dijo a un muchacho que los avisara cuando ya tenía el taxi en la puerta y Alberto y Richard salieron a la calle por primera vez desde que estaban en aquella ciudad. Crow se colocó junto al conductor con la mano en el bolsillo de su chaqueta, con el dedo en el gatillo de la Beretta y sin dejar de apuntar al taxista. Richard se sentó en el asiento trasero con Alberto, que como siempre iba tranquilo, sin inmutarse ni perder los nervios, como desde el momento en que le habían conocido. Parecía no tener sentimientos, quizás por eso le habían elegido, por ser un iceman, un hombre de hielo.
Corbin se dirigió al taxista:
–Vamos al Banco Agrícola, a la agencia del banco financiero, en la avenida General Escalón 69.
El tráfico en San Salvador, como en todas las ciudades sudamericanas, es caótico, y más a primera hora de la mañana. Tardaron casi una hora en llegar, y cada vez que paraban al lado de algún carro ambos estaban alerta, no se podía distinguir quiénes eran los malos, todos tenían la misma mala pinta.
Cuando por fin entraron al banco, esa agencia de la avenida General Escalón, como todas las de El Salvador, estaba vigilada por agentes armados y con chalecos antibalas, tanto dentro como en el acceso al parking del edificio. A Richard le recordaba a los bancos colombianos de la época dura, todas las agencias bancarias del país habían sido asaltadas, lo mismo que estaba ocurriendo en El Salvador, que se estaban acercando al funesto récord colombiano.
Cuando entraron en el patio de operaciones con su atuendo militar, se les acercó un vigilante con la intención de cachearlos. Corbin, sin detenerse, cogió a Alberto del brazo y le espetó al vigilante:
–Somos de la CIA, amigo, estamos en misión oficial, colabore.
El guardia se apartó intentando darles un saludo militar a aquellos falsos agentes de la CIA, un saludo que nunca le salió. Corbin era listo y conocía lo que temían y respetaban las fuerzas del orden en el llamado tercer mundo, y lo sabía aprovechar.
Fueron directamente a la interventora, la licenciada Arribas, como figuraba en la plaquita que colgaba del barato traje pantalón que llevaba puesto.
–Buenos días, señorita. Somos agentes federales y necesitamos una prueba de fondos oficial de la cuenta que tiene este señor con ustedes.
En ese momento, Alberto sacó de su inseparable cartera de cuero unos poderes amarillentos, pero llenos de sellos, los poderes originales del manejo de cuenta, su cédula de identidad y, por si era poco, su pasaporte.
La mujer, andando seductora, fue a un despacho que no tenía ningún cartel y a los pocos minutos salió con una sonrisa que denotaba que no le habían puesto el aparato que necesitaba en la boca de pequeña.
–Lo siento, señores, les faltan los códigos para poder acceder a la cuenta y que les autoricemos la prueba.
Richard cambió el semblante. Como siempre que empezaba a salir el hombre lobo que llevaba dentro, se le notaba desde fuera.
–Señorita, aquí tiene los códigos, al menos podía preguntar si los tenemos, esto es un asunto federal del gobierno de los Estados Unidos. A menos que quiera figurar en nuestro informe como la persona que se interpuso en una operación federal, haga el favor de darse prisa, que tenemos que salir para Langley en un vuelo privado que nos espera en el aeropuerto de Comalapa con este señor.
Alberto miró a Richard con cara de niño bueno sorprendido. No sabía si Corbin decía la verdad y terminaría en Langley, pero como buen profesional no dijo nada.
No habían pasado diez minutos cuando la licenciada Arribas volvió al mostrador. Ya no venía caminando con la sonrisa de buscona, ahora venía casi corriendo por el patio de operaciones, con un papel en la mano, y mientras se lo hacía llegar a Richard le decía:
–Perdone el retraso, pero he tenido que ir a buscar al director, que estaba en el café, para que lo firmara.
Richard leyó el documento, cerciorándose de que estaban los datos bancarios e importes correctos, el teléfono del oficial bancario que corroboraría ese documento y las firmas y sellos del banco, una prueba de fondos de más de siete billones conseguida en diez minutos con valor y arrojo. Si la licenciada llega a llamar a la seguridad del banco estarían en una ensalada de disparos, pues ni Richard ni Crow pensaban pasar un día en una cárcel salvadoreña.
–Muy bien, licenciada, y ahora, por favor, este señor quiere hacer un hold en su cuenta para bloquearla, para que nadie que no autorice él personalmente pueda acceder a ella.
A la señorita Arribas le subían todos los calores del mundo, no sabía cómo hacer aquello. Volvió al despacho del fondo y ahora tardó un poco más. Salió con todos los documentos de Alberto y una carta para que él la firmara. Alberto, diligente, estampó su firma a la vez que decía:
–¿Me dará una copia, señorita?
Verdaderamente por eso estaba aquí este hombre, tenía los nervios de acero.
Dando las gracias a la señorita Arribas, los tres se dirigieron a la salida del banco, Crow mirando para atrás, no esperando un ataque, pero sí lo que vio: inmediatamente la señorita Arribas estaba llamando por su teléfono celular a alguien. Crow le dijo a Corbin:
–Acelera, Richard, que esta puta está llamando a los gatilleros.
A toda velocidad salieron a la calle y corrieron hacia la parte trasera del edificio, para tomar un taxi donde no los vieran y no hubiera cámaras que identificaran el número del coche. Al taxi le dijeron que los llevara al Metrocentro. Los centros comerciales son los únicos lugares en El Salvador donde puedes reunirte o tomar un café sin miedo a que te roben.
Todavía con el miedo en el cuerpo, se sentaron en un restaurante típico de pupusas, la comida más famosa de El Salvador, unas tortas de maíz rellenas de carne. Allí, Richard y Crow chocaron sus manos, habían interpretado el papel de su vida.
–Bueno, Alberto, ya casi lo tenemos hecho, solo falta que me hagas un poder a mi nombre para poder firmar los documentos en Suiza, ¿tendrías algún problema en hacerlo? –preguntó Richard.
–Sin problemas, don Richard, creo que hoy por fin la pegamos y vamos a darle con todas las ganas que podamos, usted me tiene para lo que necesite. No sabe la cantidad de veces en estos años que han venido a buscarme para que hiciese esto mismo –comentó Alberto–. Incluso una vez vinieron en un coche oficial con un tipo que decía ser procurador de la Corte Suprema y que venía en nombre del fiscal general del Estado. Yo no sé si vendría en su nombre, pero realmente era un estafador. Me dijo que podía poner todo el dinero en una cuenta en Estados Unidos. Todo de parte de don Julio, ya sabe usted que aquí nadie puede venir con cartas o contratos firmados para estas operaciones.
Alberto hablaba como un viejo profesor –era muy listo, cada día se daba más cuenta de lo listo que era–, mientras tomaba su pupusa y saboreaba el café, sin ningún gesto que delatara que algo le excitaba, estaba tranquilo, igual que en su primer encuentro.
Alberto continuó:
–Aquel tipo, Manuel, me trajo un extracto de cuenta del Banco Agrícola en el que ponía que había 3.700 millones, la mitad de lo que realmente nos han dicho hoy. Él debía enviarlo a Estados Unidos, por eso cobrarían el 50 por ciento el fiscal general y él, así nadie investigaría el movimiento. Yo me negué desde un principio. Pero ellos eran hábiles y consiguieron en la notaría una copia del poder que don Julio me hizo para manejar las cuentas. Pero ese poder no funcionaba sin mi firma ni los pines secretos. Intentaron todo tipo de estratagemas y la semana pasada me enteré de que Manuel estaba dando cheques a la gente, con una firma que no era suya y en blanco. Les decía: «Aquí tiene el pago de su comisión, un millón de dólares, rellénelo usted, pero me tiene que dar cinco mil dólares para pagar a unos banqueros colombianos, que me den un certificado». Y así están sacando plata, les enseña mi poder y les dice que el dinero lo tiene él.
Realmente estos casos existen, tal y como lo contaba Alberto, y peores, como había visto Corbin. En El Salvador está bancarizada la mayor parte de la plata en efectivo del mundo, en dólares estadounidenses. Y todos los vivos y estafadores se están moviendo por allí. Los que no terminan asesinados por las maras están presos. Son delitos de estafa muchas veces burdas, para sacar cualquier tipo de cantidad, pero otras están muy trabajadas y tienen como destino robar directamente a estos testaferros.
Difícil es encontrar a un propietario real. Richard ya había encontrado a varios, pero cuando ibas al banco la cuenta estaba bloqueada, hablaban de miles de millones como si fueran centavos, muchas veces gente que no tenía ni para comer, todos tenían poderes, los notarios cobran y dan poderes firmando la autorización al mismísimo Satanás.
Nos podemos imaginar lo que es El Salvador, y sobre todo cuando aparecieron con un poder real y el testaferro del brazo en un banco. Richard creía que jamás le habían aparecido a la licenciada Arribas unos propietarios de verdad, de los estafadores debían de llegarle al menos diez al día.
Si Alberto había seguido vivo era por su discreción. Él tenía un buen sueldo como administrador y hombre de confianza de don Julio, pero nunca había hecho ostentación de ello en su barrio. Se movía por lugares populares y tomaba café en los centros comerciales, siempre sin levantar la voz y con la prudencia que le caracterizaba. Como él decía:
–Don Richard, yo siempre he temido que alguien viniera en la noche a mi casa para torcerme el dedo y que les entregara la plata.
–Bueno, Alberto, sabes que con lo que hemos hecho hoy todo cambiará, tu vida lo primero. Vamos a la notaría para que me firmes el poder para manejar la cuenta y poder liberar el hold o bloqueo de la misma. Después Crow te acompañará a la casa, haz las maletas y recoge todo lo que quieras llevarte, tienes que salir del país, ya eres un cebo apetecible. Viendo que se escapa la plata, el gobierno, la policía y todas las maras estarán tras de ti. Crow te acompañará hasta Guatemala y te rentará una casa, allí tienes que permanecer hasta que te llamemos, con tu residencia americana concedida viajarás directamente a Estados Unidos. Tendrás plata en una cuenta a tu disposición, lo suficiente para que tú y tus hijos podáis vivir desahogados el resto de vuestras vidas. ¿Te parece bien?
Sin inmutarse, Alberto le extendió la mano a Corbin mientras le decía:
–Muchas gracias, don Richard, le he visto moverse y sé que puedo confiar en usted, usted es un hombre de palabra.
Y no se equivocaba, si Richard daba su palabra, moriría antes de incumplirla. Aunque tampoco tuviera problema en volar la cabeza de algún enemigo o estafador, cuando se comprometía, lo cumplía. Era un hombre de honor.
Fueron a una notaría dentro del centro comercial, donde Alberto conocía a todo el mundo. El documento estuvo preparado en poco más de una hora, Alberto firmó todo lo que le pusieron delante.
–Ahora deben legalizar esto en el Ministerio de Justicia y en el consulado americano.
–¿Y eso cuánto tarda? –preguntó Richard.
–Unas dos semanas –contestó el vetusto notario, mirando a su joven secretaria, que Richard no dudaba estaba liada con él.
–Está bien –contestó Richard sacando de su bolsillo un paquete de billetes enredado con una goma elástica, y depositándolo encima de la mesa–. Aquí tiene, quiero los documentos oficializados esta tarde, y con este dinero, cómprele algo bonito a la chica.
El notario se puso colorado y solo acertó a decir:
–De acuerdo, venga esta tarde a última hora, sobre las seis.
En la puerta de la notaría Crow y Richard debían despedirse. Esa noche Corbin volaría a Miami y de allí a Ginebra. Tenía toda la tarde para preparar los documentos necesarios con Frank, el abogado federal.
Crow miraba a Richard a los ojos:
–¿De verdad, hermano, te vas solo a Suiza? Estamos en lo peor y tú todavía estás herido, no estás para una balacea con nadie, y menos para una pelea.
Corbin apretó la mano de Crow:
–Lo sé, Crow, pero a este pobre hombre no podemos dejarle solo. Si intenta cruzar la frontera con su familia se lo van a fregar, ya deben de estar buscándolo por todo El Salvador. Sácalo, déjale en Guatemala City y con algo de plata, hagamos algo bueno en nuestra vida, compañero.
Richard le dio la mitad de las tarjetas Visa rojas que le quedaban y un abrazo que hacía mucho tiempo no le daba a nadie.
–Todos los días a las 12 a.m. de Greenwich hablaremos y vamos preparando todo. De Suiza iré a Florida o Tamaulipas, según marche la cosa, si sigo vivo, amigo. Por cierto –terminó Corbin la conversación–, cómprate ropa, que nuevamente hemos perdido la maleta en el Marriott. Deben de estar todas las maras y gatilleros del país buscándonos en los mejores hoteles de la ciudad.
Crow salió del multicentro con Alberto y no quería mirar atrás, sabía que se le podía escapar una lágrima. Las amistades de verdad son así, si piensas que puede que no vuelvas a ver al otro, los más duros se derrumban, estos tipos pueden dar la vida por un compañero, pero no soportan perderlo.
Richard continuó en el centro comercial, sacó el teléfono que le habían facilitado los hombres de Bill y llamó nuevamente a Frank.
La secretaria, en cuanto escuchó la voz de Richard, le pasó inmediatamente.
–Corbin –contestó Frank–, ¿qué le has dado a mi secretaria? Estaba reunido con el presidente de la Wells Fargo por lo nuestro y ha entrado corriendo sin llamar, casi gritándome. «¡El señor Corbin al teléfono!» O las enamoras o les metes miedo. Richard, no tienes remedio. Si no te importa pongo el manos libres, que el presidente escuche la conversación, ya está todo acordado, vamos adelante.
–Perfecto, Franky, ya sabes que en estos negocios lo único que no se puede hacer es mentir a los que nos están montando la operación. Ya tengo la prueba de fondos del depósito de don Julio, 7.450 millones de dólares USA. También tengo el poder de don Alberto a mi nombre, es un poder general para manejar la cuenta y firmar todo lo que haga falta. Además, a él le he puesto a salvo en paradero desconocido con Crow, por si tiene que firmarnos algo. Tengo el original de su poder, el original de la prueba de fondos y esta tarde me dan mi poder pasado por el Ministerio de Justicia y el consulado americano.
–Lo tenemos hecho –contestó Frank–, mándame por WhatsApp los documentos.
–Ya los tienes en tu teléfono –contestó Corbin, adelantándose a la petición.
–El presidente de Wells Fargo me dice que es la operación más grande entre particulares que han hecho en este año, nos garantiza que no congelan la plata y que nos monetizan los documentos, garantías y pólizas de crédito que traigas de Suiza. En cuanto al Credit Suisse, ya hablaron con ellos, y con los documentos que llevas nos emiten lo que pidamos. Este negocio es de buitres, hermano, y ahora están todos oliendo la carroña. Ten mucho cuidado, debes de tener a todos los ladrones del mundo detrás de ti. Me llamó un amigo tuyo, Lawrence, por lo visto está en contacto con todas las agencias de seguridad en el mundo y todas tienen una bandera con tu nombre. No me cuentes quién es este tipo, por favor, simplemente me dijo que si te ponías en contacto conmigo, te avisara.
–Gracias, Franky, mándame a este teléfono los datos del contacto en Suiza, esta noche inicio el viaje para allá.
Ya que estaba en un centro comercial, Richard entró en una agencia de viajes para comprar los tickets de su viaje a Ginebra. Cuando le preguntaron su nombre, dudó por un momento. Se metió la mano en el bolsillo lateral del pantalón y sacó cuatro pasaportes de diferentes nacionalidades, separó uno británico, miembro de momento de la UE, y se lo dio a la señorita. No sabía ni el nombre que ponía.
–Muy bien, señor Smith, le reservo los vuelos.
También podían haberse esforzado los que hicieron el pasaporte, pensó Corbin.
Lo peor fue el momento del pago, cuando la señorita le pidió la tarjeta para meterla en el datáfono. Aquí no era como en Estados Unidos, que siempre la metías tú.
–Lo siento, señor, pero aquí no confiamos, tengo que meterla yo y comprobar el nombre.
¿El nombre en un plástico rojo en el que no ponía nada? Corbin tuvo que sacar todas sus astucias y contestó:
–Perdone, señorita, pero si se da cuenta usted de en qué país estamos, comprenderá que el que no se fía soy yo. Si usted tiene mis números de tarjeta, el pin trasero y copia de mi pasaporte, puede hacer lo que quiera con mi tarjeta, así que o la meto yo o me marcho a otra parte.
La dependienta dudó ante la osadía de su cliente, pero no todos los días vendían 4.500 dólares de vuelos. Con cara de contrariada pasó la máquina a Corbin, que metió la tarjeta y pagó 2.500 dólares.
–Ahora deme otra vez un cargo de dos mil.
Ya contrariada del todo, le volvió a pasar el datáfono y sin problemas se pagaron los tickets. A punto estuvo Richard de dejarles la tarjeta gastada sobre la mesa, pero no había que provocar, siempre pasar desapercibido, aunque en aquel centro comercial era el único extranjero que había y todos le miraban.
Su siguiente paso fue un cajero electrónico, donde introdujo otra tarjeta y sacó 2.500 dólares, la tarjeta entera. Con un ruido tremendo, aquel cajero antediluviano le soltó el efectivo, y Richard vio reflejados en aluminio a tres tipos acercándose. Demasiado jóvenes para ser gatilleros y estaban en camiseta, no podían esconder rifles de asalto en la ropa. Corbin se dio la vuelta mientras sacaba la Beretta de su cintura y se la ponía en la tripa al que tenía más cerca, diciéndole:
–Si venís al cajero lo tenéis libre, pero si dais un paso detrás de mí os frío los huevos a los tres antes de que os deis cuenta de lo que está pasando.
Bajó el martillo de la Beretta mientras de reojo veía a los tres aprendices de asaltantes apoyados contra el cajero y hablando acaloradamente entre ellos. Unos mierdas, pensó Richard mientras se alejaba.
Aprovechó para comprarse algo de ropa para su próximo viaje. Como camisas con bolsillos 5.11 no encontró, compró algún pantalón sucedáneo, de los miles de imitaciones que existen en el mercado, y una nueva bolsa de teflón, o el material más parecido que había en aquel centro comercial de falsificaciones.
Llegó la tarde y subió a la notaría. Le abrió la secretaria quedona y novia del viejo funcionario. Le recibió con una enorme sonrisa, casi tan grande como sus tetas, imaginó Corbin. Le entregó un sobre lacrado, todo muy oficial. Richard sabía que no se podía fiar y allí mismo lo rompió y sacó el poder. Efectivamente, era el suyo y debidamente diligenciado. Le pidió un sobre nuevo y con un «hasta la próxima, preciosa», salió del centro comercial y tomó un taxi para el aeropuerto. Faltaban casi seis horas para que partiera el vuelo a Miami, pero allí estaría más seguro que en ningún lugar.
Cuando estaban llegando a la terminal, vio un montón de camionetas y una enorme cola para acceder al interior. Al lado del policía que controlaba la entrada, dos tipos calvos vestidos de sport pandillero miraban las fotos de pasaporte con el policía.
–Siga –le gritó Corbin al taxista.
–¿Adónde vamos, señor?
–A Guatemala.
Su vuelo haría escala en Ciudad de Guatemala y debía tomar el avión allí, en el aeropuerto le estaban esperando, no sabía si pandilleros o policías, de paisano tenían la misma pinta y estaban esperando a alguien, y ese día el cebo más apetecible en San Salvador era él.
El taxista le dijo que no podía llevarle hasta allí. Corbin le dio cinco billetes de cien dólares y le dijo:
–A la frontera en dos horas.
En una hora y cuarenta y cinco minutos, Richard estaba cruzando la frontera con Guatemala caminando. Allí no tuvo problema con su pasaporte inglés. Al otro lado del puente tomó el primer taxi medio entero que había y le dijo:
–Al aeropuerto de Guatemala en dos horas.
Y le pasó otros quinientos dólares.
–No se puede, señor, al menos tardaremos tres.
–Pues corre, cabrón –le respondió Richard.
Llegaron al aeropuerto de Guatemala City una hora antes de que llegara el avión procedente de San Salvador con rumbo a Miami, y Richard corrió al mostrador de American Airlines para intentar tomar ese vuelo.
–Imposible, señor, el vuelo viene lleno.
Por supuesto, todos los traficantes toman ese vuelo, pensó Richard. Le salvó su ticket de primera clase, el dependiente no sabía quién podía ser aquel señor, y en estos países en primera solo vuelan los narcos o los políticos, y cualquiera de ellos podía sacarle de su cómodo puesto.
–No hay problema, ya tiene su vuelo, sala R1. Buen viaje, señor Smith.
El vuelo a Miami dura poco más de dos horas desde Guatemala, pero al menos serviría a Richard para relajarse. Estaba que se le salía el corazón por la boca, la carrera atravesando El Salvador y Guatemala de noche no había sido nada apetecible, y no había soltado la Beretta hasta que había llegado al control de entrada a los vuelos. Allí la había dejado después de limpiar sus huellas en el baño, en el contenedor de botellas de agua, algún espabilado la cogería y haría un buen negocio con ella.
Había sido un día duro y largo. Esperaba que Crow hubiese llegado bien con Alberto a Guatemala, el camino no es fácil y menos como él lo había hecho. Corbin intentó relajarse, falta le iba a hacer templar los nervios para los próximos días.
La llegada a Miami no tuvo problemas. Lo que más temía Corbin era el paso por el control automático de pasaportes en Estados Unidos; allí tienes que introducir el documento y escanear tus huellas digitales, a la vez que la propia máquina te toma la foto. Entonces te da un papel con tu foto y unos códigos que debe interpretar el agente de adunas. En Estados Unidos los agentes de aduanas se toman su trabajo muy en serio, el agente pone el pasaporte al nivel de tu cara y mira con detenimiento la foto.
El control electrónico lo pasó sin problemas, parece que llevaba una falsificación buena al menos. El agente de control no le puso ninguna pega y le franqueó la entrada. Eso es lo que tiene la aduana americana, y siempre que podía Richard la evitaba con documentos falsos. Esta vez había prisa y debía tomar el vuelo más directo a Suiza.
Desde el aeropuerto llamó nuevamente a Frank.
–Todo está bien –respondió–, tienes en el celular los datos, dirección y el agente bancario por el que debes preguntar. Lo único, ten cuidado, allí no puedes llevar armas, te mirarán en todos lados, los europeos son muy estrictos y con el miedo que tienen a los atentados te pueden parar en cualquier lugar y cachearte, tú sabes mejor que nadie cómo funciona eso. En el banco no nos han dado ningún problema con el apoyo de Wells Fargo, no imaginas la fortuna que harán esos jodidos neutrales con la plata de El Salvador.
Una hamburguesa después, Richard estaba embarcando en el avión de la Swiss que le llevaría directamente a Ginebra, con una pequeña escala en Zúrich. Poco menos de once horas y estaría nuevamente en el frente de batalla.
No paraba de observar a todos los que le rodeaban, buscando agencias estatales que le siguieran. Aunque no conocían su nombre, seguro que su foto estaría en las direcciones de seguridad de todos los aeropuertos, y esta vez viajaría sin armas, algo a lo que ya no estaba acostumbrado, y con el bolsillo interior de su M-65 lleno de documentos de valor incalculable. Aunque no era algo nuevo para él, no podía evitar estar preocupado. El miedo siempre es tu compañero en estos viajes y no descansas hasta que terminas o te terminan, pensaba mientras se apretaba las costillas rotas y sentía el tirón de los puntos interiores y exteriores que llevaba en el costado. Esto le recordaba la seriedad de la misión en la que estaba metido.
Siempre le había gustado volar en la Swiss, con una de las mejores clases ejecutivas. Una vez sentado en el asiento de business, se tomó un par de whiskies antes de despegar. Eso le ayudaría a conciliar el sueño y siempre le reconfortaba, cuando la cosa se ponía fea siempre le daba ánimos para seguir.