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Cuando era niño vivía con mi familia cerca de Walden Pond, en Lexington, Massachusetts. Nuestra casa estaba cerca de una granja con manzanos, maizales, plantaciones de tomate y largas filas de panales. Mi padre era ingeniero químico. Cierto día vio un comercial de televisión que decía que llevaras tu sinusitis a Arizona. Él padecía fiebre del heno, así que nos fuimos. Consiguió trabajo en una planta de semiconductores en Phoenix. Condujimos hacia el este en nuestra Studebaker color verde chícharo, nos hospedamos en varios moteles del camino y comimos en Denny’s y Sambo’s.

Nos establecimos en Scottsdale y vivimos en un motel hasta que nuestra casa en condominio estuvo construida. El nuevo empleo de mi padre en Motorola era fabricar, rebanar y cortar círculos de silicón para transistores y microprocesadores. Mi madre escribía una columna acerca de nuestra escuela y vecindario; es decir, sobre los ganadores de los concursos de ciencias y los resultados de la liga infantil, para el Scottsdale Daily Progress.

Con frecuencia mis amigos y yo recordamos nuestra infancia cuando las cosas eran distintas. El mundo era mucho más inocente y también mucho más seguro. Mi hermana, mi hermano y yo, junto con los demás niños de la cuadra, jugábamos en la calle hasta el anochecer, que era cuando nuestras madres nos llamaban para cenar. Jugábamos carreras, “las traes” y los niños perseguíamos a las niñas. Cenábamos frente al televisor —pollo frito, puré de papas con mantequilla, pay de manzana, cada ración aislada en su propio compartimiento y sobre una mesa plegable— y veíamos Bonanza, El maravilloso mundo de Disney y The Man from U.N.C.L.E.. Éramos niños y niñas exploradores. Organizábamos carnes asadas, construíamos go-karts, horneábamos pasteles en el horno mágico de mi hermana y rodábamos cámaras de llantas a lo largo de los ríos Salt y Verde.

Pero no estoy seguro de que esos melancólicos recuerdos de aquellos tiempos estén justificados. Las noticias de nuestro vecindario viajaban a través de los murmullos de nuestras madres. Charles Manson y las ofertas a 50 por ciento de descuento eran los temas favoritos en las aceras, en las reuniones de Tupper-Ware, en los juegos de mahjong y en el salón de belleza, a donde mi madre iba a arreglarse el cabello. Murmuraron cuando se colgó un chico de diez años de edad que vivía en nuestra cuadra. Después, una niña que vivía a dos casas de la nuestra murió en un accidente automovilístico. El conductor, un muchacho mayor, estaba drogado.

La proximidad con México significaba que las drogas eran abundantes y baratas. Sin embargo, es probable que la geografía no implicara diferencia alguna. Un buffet de drogas, antes desconocidas o inaccesibles, invadió nuestra escuela y vecindario así como inundó Estados Unidos desde mediados de los años sesenta.

La mariguana era la droga más común. Después de la escuela, los chicos se juntaban cerca del estacionamiento de bicicletas para vender churros individuales por cincuenta centavos y bolsas de treinta gramos por diez dólares. Ofrecían fumadas de sus cigarrillos en el baño y de camino de ida o vuelta a la escuela. Uno de mis amigos la probó y nos habló al respecto. Dijo que le pidió un poco a otro chico, de quien todos sabíamos que vendía mariguana, y se fumó el carrujo en el patio trasero de la casa de sus padres, tosió mucho, no sintió nada y después se metió a su casa a comerse una caja entera de galletas. Comenzó a fumar casi a diario.

Más o menos un año después, un chico de mi cuadra me preguntó si quería fumar un churro de mariguana. Era 1968 y yo cursaba el primer año de bachillerato. No me costó trabajo aceptar, pero tampoco me causó alucinaciones ni el deseo de volar desde el tejado de nuestra casa, como se supone que hizo la hija de Art Linkletter cuando probó el LSD. Es decir, parecía inofensiva, de manera que no lo pensé dos veces cuando llegué a casa de otro amigo y su hermano mayor me pasó una brillante colilla sujeta con un broche en forma de cocodrilo.

Desde luego que no era apropiado, pero la mariguana, con su sello distintivo criminal, era una llave de acceso a un círculo social más o menos definido. Estar dentro fue un alivio después de mi solitaria singularidad en los años previos. Podía reírme con más facilidad y sentirme más simpático con una audiencia drogada; es decir, con menos discernimiento. He aquí un paliativo para la rabiosa inseguridad. Yo lo experimentaba todo —la música, la naturaleza— de manera exacerbada y más intensa, y era mucho menos tímido con las chicas, beneficio que no puede ser menospreciado por un muchacho de catorce o quince años. El mundo parecía más oscuro y vívido a la vez. Pero tal vez ni siquiera sean éstas las razones por las cuales seguí fumando. Además de la continua presión de los compañeros y la emoción, sumados a la sensación de rebelión al encender un churro, la camaradería y las maneras en que la mariguana me ayudaba a aliviar un poco mi rareza y mi inseguridad. además de todo eso, la mariguana me ayudó a sentir algo cuando casi no sentía nada y también me ayudó a bloquear sentimientos cuando sentía demasiado. Justo del mismo modo en que la mariguana hacía que las cosas fueran más borrosas y vibrantes, me permitía sentir más y sentir menos. En la actualidad la gente me dice que las drogas eran distintas entonces, que la mariguana era menos potente y que los psicodélicos eran más puros. Eso es verdad. Los análisis de la mariguana han demostrado que contiene el doble de THC, el ingrediente activo, en el churro o la pipa actual que en la hierba de hace una década, la cual también era más potente que en los años sesenta y setenta. Existen reportes frecuentes de que los psicodélicos y el éxtasis se preparan o incluso se sustituyen por metanfetaminas y otras drogas o impurezas, a pesar de que en el pasado escuchábamos casos de chicos que aspiraban Drano en lugar de cocaína. Es innegable que las cosas son distintas. Las investigaciones han demostrado un amplio rango de peligrosos efectos físicos y psicológicos de las drogas, incluso la mariguana. Pensábamos que era inofensiva. No lo era. Sé que algunas personas recuerdan lo que consideran los viejos buenos tiempos del uso de drogas “inofensivas”. Sobrevivieron intactas, pero mucha gente no corrió con la misma suerte. Hubieron accidentes, suicidios y sobredosis. Aún me encuentro con un impresionante número de consecuencias de las drogas de los años sesenta y setenta que vagan por las calles y no tienen casa. Algunos hablan de conspiraciones. Tal parece que es un concepto común entre drogadictos y alcohólicos. “Siempre que este licor comienza a tener efecto, él siempre culpa al gobierno”, dijo Huck Finn acerca de su padre borracho.

Así fue que, a lo largo de la infancia de Nic, incluso desde que tenía siete u ocho años de edad, le hablé acerca de las drogas. Hablamos al respecto “a temprana edad y con frecuencia”, según las indicaciones de la Paternidad para un País Libre de Drogas. Le hablé sobre la gente que se ha lastimado o que ha muerto. Le conté sobre mis errores. Tuve cuidado con los primeros signos de advertencia de alcoholismo y abuso de drogas en la adolescencia. (El punto número quince en la lista de una organización: “¿Tu hijo se ofrece de pronto a limpiar después de una fiesta, pero olvida sus demás deberes?”)

Cuando yo era niño, mis padres me imploraban que me mantuviera alejado de las drogas. Yo no les hice caso porque ellos no sabían de lo que hablaban. Ellos eran abstemios y aún lo son. Sin embargo, yo conocía las drogas por experiencia directa, de manera que, cuando advertí a Nic al respecto, pensé que tendría cierta credibilidad.

Muchos asesores sobre drogas aconsejan a los padres de mi generación que mintamos a nuestros hijos acerca de nuestro pasado consumo de drogas. Es la misma razón por la cual puede resultar contraproducente cuando atletas famosos se presentan en las asambleas de las escuelas o en televisión y les dicen a los chicos: “Hombre, no hagas esa estupidez, yo casi muero” y allí están rodeados de diamantes y oro, con salarios multimillonarios y fama de caja de cereal. Las palabras: Yo sobreviví. El mensaje: Yo sobreviví, luché, y tú también puedes hacerlo. Los niños ven que sus padres están muy bien a pesar de las drogas, así que tal vez yo debí mentirle a Nic y mantener oculto mi consumo de drogas, pero no lo hice. Él sabía la verdad. Mientras tanto, nuestra cercana relación me hacía sentir seguro de que sabría si él estaba expuesto a ellas. Ingenuo, creí que Nic me lo diría si sentía la tentación de probarlas. Me equivoqué.

Aún estamos a finales del invierno en esta fría y neblinosa tarde de mayo con el aroma a madera quemada en el aire, recuerdo del fuego vespertino en la chimenea. En esta época del año el sol se esconde detrás de las colinas y los árboles; es por eso que, a pesar de que apenas son las cuatro, el jardín se cubre de sombras. La niebla rodea los pies de los muchachos mientras se arrojan la pelota entre sí. Es un juego automático pues ellos parecen más interesados en su conversación, tal vez acerca de chicas, de bandas musicales o del ranchero que le disparó ayer a un perro rabioso en Point Reyes Station.

El amigo de Nic es musculoso, un levantador de pesas que luce sus abultados pectorales y bíceps con una camiseta ajustada. Nic viste una chamarra demasiado grande color gris, mía. Con su cabello desaliñado y su aspecto depresivo y lánguido, cualquiera podría pensar que, al menos, fuma mariguana. No obstante, a pesar de su vestimenta, su carácter voluble, su creciente desinterés y sus brotes de arrogancia, y a pesar de su nueva pandilla que incluye a los chicos rudos y flemáticos de la escuela, cuando veo a Nic, veo juventud y vitalidad, diversión e inocencia. Un niño. Es por eso que me encuentro perplejo ante los apretados y verdes churros de mariguana que sostengo en mi mano.

Karen se sienta en el sofá de la sala, inclinada sobre su diario, y dibuja con tinta india. Jasper está dormido junto a ella en el sillón, de espaldas y con las manos cerradas en diminutos puños.

Cuando me aproximo a ella, Karen levanta la mirada.

Le muestro la mariguana.

—¿Qué es eso? ¿De dónde…?

Y después:

—¿Qué? ¿Es de Nic?

Es una pregunta a medias. Ella sabe.

Como siempre, yo enfrento mi pánico al intentar calmar el suyo.

—Todo estará bien. Tenía que suceder en algún momento. Nos enfrentaremos a ello.

De pie en la terraza llamo a los chicos. Ellos se acercan. Nic palmea la pelota y respira con fuerza.

—Debo hablar con ustedes.

Ambos miran mi mano abierta con los churros de mariguana.

—Oh —dice Nic, se tensa un poco y espera, dócil. Moondog se aproxima a Nic y frota la nariz en su pierna. Nic no es de los que intenta defenderse frente a la evidencia dura. De manera tentativa me mira con ojos temerosos en un intento por evaluar que tan complicada es la situación para él.

—Vamos adentro.

Karen y yo estamos de pie frente a los chicos. Yo la miro en busca de orientación, pero ella parece tan insegura como yo. Me siento perturbado no sólo por el descubrimiento de que Nic fuma mariguana, sino por el hecho aún más sorprendente de que yo no tenía idea.

—¿Desde cuándo han fumado esto?

Los acorralados chicos se miran entre sí.

—Es la primera vez que la compramos —responde Nic—. La probamos sólo una vez antes.

Yo pienso: ¿Confío en él? Esta proposición es también muy confusa y nunca antes me había pasado por la mente. Claro que confío en él. Nic no me mentiría. ¿Mentiría? Conozco padres cuyos hijos siempre se meten en problemas tanto en casa como en la escuela y lo más desconcertante para ellos es la deshonestidad.

—Díganme qué sucedió con exactitud.

Miro a su amigo, quien no ha dicho nada y mantiene los ojos fijos en el suelo. Nic responde por ambos.

—Todo el mundo lo hace.

—¿Todo el mundo?

—Casi todo el mundo.

Nic mira los largos dedos de sus manos de niño, que están abiertas sobre la mesa. Después las cierra y guarda los puños en los bolsillos.

—¿Dónde la consiguieron?

—Con alguien. Con un chico.

—¿Quién?

—No es importante.

—Sí lo es.

Nos dicen el nombre.

—Sólo queríamos saber qué se siente —dice Nic.

—¿Y?

—No es gran cosa.

El amigo de Nic pregunta si llamaremos a sus padres. Cuando respondo que sí, él me ruega que no lo haga.

—Lo lamento, pero ellos necesitan saberlo. Les llamaré y después te llevaré a casa.

Nic pregunta:

—¿No me quedaré a dormir con él?

Yo sostengo mi mirada fija en él.

—Lo llevaremos a casa y después tú y yo hablaremos.

Su amigo aún mira hacia abajo.

El padre del chico, cuando le llamo, me agradece por informarle. Me dice que está preocupado pero no tan sorprendido.

—Ya hemos vivido esto con nuestros hijos mayores —me dice—. Supongo que todos tienen que pasar por ello. Hablaremos con él. —Resignado, agrega—: Estamos demasiado ocupados. No podemos supervisarlo todo el tiempo.

Cuando llamo a la madre del chico que les vendió la mariguana, ésta se pone lívida y alega que su hijo no estuvo involucrado en el asunto. Ella acusa a Nic y a su amigo de querer meter a su hijo en problemas.

Cuando Nic y yo quedamos a solas, él está contrito y asiente cuando le informo que Karen y yo hemos decidido castigarlo.

—Sí, lo comprendo.

Nuestra idea es la siguiente: no queremos exagerar, pero tampoco queremos restarle importancia. Establecemos un castigo para demostrar con cuánta seriedad tomamos la ruptura de reglas en nuestro hogar así como nuestra relación. Existen consecuencias por nuestras acciones y esperamos que éstas sean lo bastante onerosas. Además, no me gusta mucho esta nueva ola de amigos. Comprendo que no puedo elegir sus amistades por él y el hecho de prohibirle relacionarse con ellos sólo los haría más atractivos, pero al menos puedo minimizar el tiempo que Nic convive con ellos. La otra parte sólo es que quiero observarlo. Cuidarlo. Intentar comprender lo que le sucede.

—¿Cuánto tiempo estaré castigado?

—Veremos cómo van las cosas durante las próximas dos semanas.

Nos sentamos en sillones dispuestos frente a frente. Parece que el arrepentimiento de Nic es genuino. Le pregunto:

—¿Qué te hizo desear probar la mariguana? Hasta no hace mucho tiempo, la simple idea de fumar cualquier cosa, un cigarro y ni hablar de la mariguana, te resultaba repulsiva. Thomas y tú —mencioné a uno de sus amigos de la ciudad— solían meterse en problemas por tirar a la basura los cigarros de su madre.

—No lo sé.

Con la pluma roja que está sobre la mesa de centro, Nic comienza a trazar líneas cruzadas sobre el periódico del día.

—Supongo que sentí curiosidad. —Después de un minuto, continúa—: De todas formas no me gustó. Me hizo sentir, no sé, raro. —Enseguida agrega—: No tienes que preocuparte. No la probaré más.

—¿Y qué hay de las demás drogas? ¿Has probado alguna otra?

Su mirada incrédula me informa que Nic dice la verdad.

—Sé que fui estúpido, pero no soy tan estúpido.

—¿Y el alcohol? ¿Has bebido?

Él aguarda un poco antes de responder.

—Nos emborrachamos. Una vez. Phillip y yo. Cuando fuimos a esquiar.

—¿En el viaje a esquiar? ¿A Lake Tahoe?

Él asiente.

Recuerdo el fin de semana invernal largo antes de que Jasper naciera, cuando rentamos una cabaña en Alpine Meadows. Permitimos que Nic invitara a Phillip, un amigo suyo que nos agrada; es un chico de palabras suaves y trato amable, de talla pequeña y con el fleco largo sobre la frente. Somos amigos de sus padres.

Llegamos a las montañas de noche, justo antes de que la ventisca obligara a que los caminos fueran cerrados. Por la mañana, los pinos estaban cubiertos de blanco. Nic ya había esquiado antes, pero esta vez él y Phillip decidieron esquiar en tabla. Como buen surfista, Nic pensó que el cambio sería fácil.

—Te deslizarás en nieve en lugar de agua —había dicho—. En ambas la clave está en el equilibrio y la gravedad.

Tal vez, pero la mayor parte del tiempo rebotó en las laderas antes de dominarlo. Ahora le pregunto:

—¿Cuándo tuvieron oportunidad de beber? ¿Dónde consiguieron licor?

Su cuerpo se balancea hacia adelante y hacia atrás en el sillón.

—Una noche, Karen y tú fueron a dormir temprano —explica—. Nosotros estábamos hablando, junto a la chimenea, y veíamos la televisión. Nos aburrimos y quisimos jugar a las cartas, pero no pude encontrarlas. Las buscamos por allí y encontramos el gabinete de licores. Conseguimos vasos y nos servimos un poco de todo, sólo un poco para que nadie se diera cuenta. Ron, brandy, ginebra, sake, tequila, vermouth, whisky, una cosa verde rarísima, crème de algo. —Hace una pausa y continúa—: Bebimos. Sabía horrible, pero queríamos ver qué se sentía estar borrachos.

Recuerdo esa noche. A Karen y a mí nos despertó el ruido de ellos dos al vomitar al mismo tiempo en los dos baños de abajo. Fuimos a verlos. Se sintieron mal toda la noche, pero nosotros pensamos que tenían gripe.

Por la mañana llamamos a la madre de Phillip. “Sí, la gripe está por todas partes”, aceptó. Los chicos estuvieron enfermos durante el largo y ventoso día siguiente cuando regresamos a casa desde la sierra. En una ocasión en que no pudimos orillarnos con suficiente rapidez en el acotamiento de la carretera, Phillip vomitó a través de la ventanilla del auto.

—Ésa fue la única vez. No he vuelto a tocar nada desde entonces. Me siento enfermo con sólo pensarlo.

Al ser tan razonable, me desarma. No obstante, tomo esa información como un golpe en el estómago y me siento aturdido tanto por la decepción como por la borrachera. Al mismo tiempo aprecio la honestidad de Nic. Pienso que al menos lo ha confesado. Después dice:

—Si te sirve de consuelo, odio todo esto. Sé que no es excusa, pero —después de una pausa —es difícil.

—¿Qué es lo difícil?

—Es difícil. No lo sé. Todo el mundo bebe. Todo el mundo fuma.

Pienso en su amado Salinger, en boca de Frannie: “Me fastidia no tener el valor de ser nadie en absoluto”.

El lunes llamo a su maestro y le explico lo que ha sucedido. Él organiza una junta con Karen y conmigo después del horario escolar. Nos reunimos con él en su salón de clases vacío y los tres nos sentamos en los escritorios de los alumnos.

El maestro me ha dado una de las carpetas de trabajo de Nic —matemáticas, geografía, literatura—. Nic cubrió una página con graffiti de puntos, una chica de cuerpo voluptuoso y grandes ojos, hombres con agujeros en lugar de ojos e iniciales en tercera dimensión. En estilo y contenido, esos dibujos contrastan mucho con el mural en gis de una escena medieval con meticulosas sombras que ocupa todo el pizarrón verde al frente del salón. Los expresivos autorretratos de los alumnos están pegados a lo largo de otro de los muros. Con facilidad localizo el de Nic: es un burdo dibujo, casi una caricatura, de un chico con sonrisa salvaje y grandes ojos abiertos.

El maestro es corpulento como Ichabod Crane, con cabello escaso, castaño rojizo, y nariz angulosa. Inclinado hacia el frente en la pequeña silla, el profesor hojea la carpeta de Nic frente a él.

—Está haciendo bien su trabajo en clase. Es buen estudiante. Muy buen estudiante. Estoy seguro de que lo saben. Es un líder de la clase. A pesar de que algunos de sus compañeros no necesariamente se comprometerían, él los anima a participar en las discusiones.

—Pero, ¿qué hay de la mariguana?

El maestro, demasiado grande para ocupar la silla de un alumno en la cual está casi doblado, se apoya incómodo sobre sus codos.

—He notado que a Nic lo han jalado los chicos a quienes los demás consideran geniales —dice—. Ellos son los que fuman cigarros y, sólo lo supongo, es probable que fumen mariguana. Tal vez lo hagan. Pero no creo que deban preocuparse demasiado. Es normal. La mayoría de los chicos la prueba.

—Pero —agrego yo— sólo tiene doce años de edad.

—Sí —suspira el maestro—. Es cuando la prueban. No es mucho lo que podemos hacer. Es una fuerza allá afuera. Los niños deben descubrirla tarde o temprano. Con frecuencia sucede temprano.

Cuando le pedimos su consejo, nos dice:

—Hablen con él al respecto. Yo también lo haré. Si están de acuerdo, hablaremos sobre el tema durante la clase. No mencionaré nombres.

Tanto con culpa como con resignación, el maestro repite:

—No podemos hacer gran cosa. Si trabajamos juntos la escuela y las familias, entonces tal vez logremos algo.

—¿Puede prohibirle jugar con …? —menciono los nombres—. No me parece que sean buena influencia.

Las hojas de un árbol en la ventana se agitan en el sol de la tarde mientras el maestro reflexiona sobre la pregunta.

—Lo motivaré a tener amistades más saludables —responde—, pero no sé cuán lejos puedan llegar con las prohibiciones. Por lo que he visto en el pasado, cuando uno prohíbe cosas a los chicos por lo regular ellos logran lo que desean. Dirigirlos es mejor que obligarlos. Inténtenlo.

Nos recomienda algunos libros sobre adolescentes y promete mantenerse en contacto frecuente con nosotros.

Hay brisa en el exterior. El patio escolar está vacío a excepción de Nic, quien nos aguarda sentado en un pequeño columpio de la sección de preescolar con sus largas piernas dobladas debajo de él.

A solas en nuestra habitación, Karen y yo hablamos al respecto y ventilamos nuestra confusión y preocupación. ¿Qué es lo que me preocupa? Sé que la mariguana puede convertirse en un hábito y que Nic puede desviarse de sus responsabilidades escolares. Me preocupa que pueda sentir tentación de probar otras drogas. He advertido a Nic sobre la mariguana.

—En verdad puede conducir a otras drogas, y con frecuencia así sucede —le digo. Es probable que él no me crea, tal como yo no creí a los adultos que me dijeron lo mismo cuando yo era joven. Pero, a pesar del mito perpetrado por mi generación, la mariguana es la primera droga masiva que se utiliza y es la puerta de entrada a las demás. Casi todas las personas que conozco que fumaron mariguana durante el bachillerato probaron otras drogas. Por otra parte, nunca he conocido a nadie que consuma drogas duras que no haya comenzado por la mariguana.

Comencé a cuestionar cada una de mis decisiones anteriores, incluso la de mudarnos al campo. Nunca he fantaseado con la idea de que cualquier suburbio, pueblo o población campestre de Estados Unidos, sin importar la distancia, es lo bastante remoto como para ser inalcanzable para los conflictos con frecuencia asociados a las grandes ciudades, pero pensaba que las ciudades como Inverness serían más seguras que la carne de ternera. Ahora no estoy tan seguro. Me pregunto qué hubiera sucedido si no nos hubiéramos mudado de San Francisco. Es probable que la mudanza sea irrelevante y que esto hubiera sucedido sin importar dónde viviéramos.

Me culpo de ser hipócrita. Me irrita. ¿Cómo puedo decirle que no consuma drogas cuando sabe que yo lo hice? “Haz lo que digo, no lo que hice”. Le digo que desearía no haberlas consumido. Le hablo de amigos cuyas vidas resultaron arruinadas a causa de las drogas. Mientas tanto, en mi mente culpo al divorcio, como siempre. Me digo que muchos hijos de divorciadas viven bien y que muchos hijos de familias integradas no viven bien. Sin importar lo anterior, no hay manera de deshacer lo que sé que ha sido el suceso más traumático en la vida de Nic.

Durante los siguientes días continúo mis charlas con Nic acerca de las drogas, de la presión de los compañeros y de lo que en verdad significa ser genial.

—Tal vez no te lo parezca así, pero es más genial ser comprometido, estudiar y aprender —le digo—. En retrospectiva, creo que los chicos más geniales eran aquéllos que se mantuvieron alejados de las drogas.

Sé que sueno aburrido y también sé cómo hubiera respondido yo a la edad de Nic: “Sí, claro”. Sin embargo, yo intento convencerlo de que sé de lo que hablo, de que comprendo la ubicuidad y la persistente presión para consumir drogas y de que entiendo lo seductoras que son.

Nic parece escucharme con intensidad, pero no estoy seguro de cómo toma lo que le digo. De hecho, siento que mi cercana relación con Nic ha cambiado. Ahora soy el blanco ocasional de su exasperación. A veces discutimos por sus tareas desaseadas o por los quehaceres domésticos inconclusos. Pero es confuso porque todo parece ser parte del reino de la aceptable y previsible rebelión de los adolescentes.

Tres semanas más tarde llevo a Nic con el médico a una revisión general. Le bajo el volumen al reproductor de cintas de audio y comienzo de nuevo. Sé que no tiene sentido sermonearlo porque él sólo guardará silencio, pero quiero cubrir todos los ángulos. En la conversación continua que hemos sostenido a lo largo de varias semanas, mi tono ha variado desde la advertencia hasta la súplica. Hoy es menos intenso. Le informo que Karen y yo hemos decidido suspender el castigo. Él asiente y dice: “Gracias”.

Continúo observándolo durante las siguientes semanas. La seriedad de Nic parece haber disminuido. Yo archivo el capítulo de la mariguana como si fuera una aberración, aunque tal vez se trate de una aberración útil porque le ha enseñado a Nic una notable lección.

Creo que así fue. Nic está en octavo grado y las cosas parecen marchar mucho mejor.

Es raro que conviva con el chico que (estoy convencido) ha tenido la peor influencia sobre él, el mismo que, según Nic, le vendió la mariguana. (Al respecto, yo le creo a Nic y no a la madre del chico.) En cambio, Nic invierte mucho de su tiempo libre en surfear con sus amigos de West Marin. También surfeamos juntos y conducimos el auto de ida y vuelta por la costa para perseguir olas desde Santa Cruz hasta Point Arena. En esas salidas disponemos de tiempo para conversar y Nic parece abierto y optimista. También está motivado en la escuela. Quiere hacer bien las cosas, en parte porque quiere incrementar las probabilidades de ser admitido en uno de los bachilleratos privados de la localidad.

Nic aún devora libros. Lee y relee Franny y Zooey y El guardián entre el centeno. Después de leer Matar a un ruiseñor, Nic entrega un reporte de lectura en forma de una cinta de audio de la contestadora automática de Atticus Finch con mensajes para Scout y Jem de Dill, y llamadas anónimas y amenazantes para Atticus por defender a Tom Robinson. Nic lee Un tranvía llamado Deseo y después graba una entrevista de radio con Blanche DuBois. Para una tarea sobre La muerte de un viajante, Nic dibuja una caricatura que representa los valores de la familia Lomans. Enseguida viene un proyecto biográfico para el cual Nic, disfrazado con peluca, bigotes y traje blancos, camina por el escenario y recita, con el acento cantado del sur, la historia de la vida de Samuel Clemens.

—Mi pseudónimo es Mark Twain. Reclínense en su asiento y permítanme contarles mi historia.

Ya no ha habido más indicios de que fume nada, ni mariguana ni cigarros. De hecho, me parece que está más contento y emocionado con su próxima graduación de octavo grado.

Es un fin de semana cálido y sin viento. Nic tiene trece años. Después de un día tranquilo en casa y con la promesa de corrientes marinas crecientes desde el sur, Nic y yo atamos nuestras tablas de surf al techo de la camioneta y partimos por el sinuoso camino que conduce a la playa, al sur de Point Reyes. Encontramos el sitio ideal para surfear después de una caminata de una hora a través de un sendero de pasto hasta las dunas de arena.

Con nuestras tablas bajo el brazo, Nic y yo avanzamos hasta la boca de un estuario que tiene la fama de ser cuna de grandes tiburones blancos. A brincos nos rebasan unos conejos y una formación en V de pelícanos vuela sobre nuestras cabezas. El sol está bajo; sus rayos parecen pintados con destellos color durazno. Mientras la oscuridad cubre el panorama, la niebla se esponja como masa de hot cakes sobre la tierra campesina y, desde allá, se derrama sobre la bahía. Nunca habíamos visto mejores olas en este lugar. Olas de entre dos y dos metros y medio de altura se enrollan sobre sí mismas y rompen en largas líneas sedosas. Pronto nos ponemos nuestros trajes de neopreno y galopamos hacia el agua con nuestras tablas sobre la cabeza. El sol menguante proyecta un fascinante tejido de rayos color rojo rubí a lo largo del horizonte occidental. En el lado opuesto, la luna, gorda y amarilla, cuelga bajo. Dos surfistas más están en el agua pero se marchan pronto, así que Nic y yo tenemos el sitio para nosotros solos. Es emocionante surfear; es maravilloso.

Al emerger del agua, no hay otro sonido que el suave roce de la tabla sobre el agua y después, a intervalos regulares, el estallido de las olas al romper. Montamos sobre una ola, nadamos y tomamos otra. En un momento en que levanto la mirada, veo a Nic agachado en su tabla dentro de un túnel. La caída del agua lo rodea por completo.

Oscurece aún más. La niebla cubre a la luna y nos envuelve. Entonces me doy cuenta de que Nic y yo estamos en dos diferentes corrientes que nos empujan hacia lados opuestos del canal. Comienzo a sentir pánico porque la niebla, cada vez más espesa, y la escasa luz nos impiden vernos bien uno al otro.

Nado a ciegas hacia Nic y lo busco con frenesí hasta que mis brazos están exhaustos de luchar contra la corriente. Por fin, después de lo que me parece media hora de nadar sin parar, una ráfaga de viento dispersa una sección de niebla y lo veo. Alto y magnífico, Nic está de pie sobre una rebanada delgada de marfil, y sube y baja sobre un muro reluciente y cristalino de agua. Un rocío blanco brota de los bordes de su tabla. Una radiante sonrisa ilumina su rostro. Al verme, Nic me saluda con la mano en el aire.

Agotados, hambrientos, con la piel irritada por el viento y empapados después de una larga sesión, nos quitamos los trajes de neopreno, empacamos nuestras maletas y caminamos de regreso al auto.

De camino a casa nos detenemos en una taquería a comer burritos del tamaño de un puerco vietnamita y tomamos refrescos de limón. Nic está reflexivo y habla acerca del futuro, del bachillerato.

—Aún no puedo creer que haya logrado entrar —me dice.

No creo haberlo visto más emocionado que como estaba después de haber pasado un día en la escuela de visita. Entonces me dijo:

—Todo el mundo parece tan… —hizo una pausa para encontrar la palabra precisa—. Apasionado. Acerca de todo. Arte, música, historia, literatura, periodismo, política. Y los profesores. —se detuvo de nuevo para recuperar el aliento—. Los profesores son increíbles. Entré a una clase de poesía. No quería marcharme. —Después, con más calma, me dijo—: Nunca podré ingresar en esa escuela.

La competencia para entrar a esa escuela es muy intensa.

Nic logró ser aceptado y ahora, en un momento de euforia, concluye:

—Todo parece sensacional.

La ceremonia de graduación está planeada para una tarde de principios de junio. Se ha reservado el auditorio de una iglesia y a los padres se les ha pedido acomodar las sillas, el podio, la decoración y las mesas para los bocadillos y bebidas. El día del evento me presento temprano en el sitio para prestar mi ayuda.

Un par de horas más tarde, los maestros y familiares llegan y toman asiento en las filas de sillas plegables. Enseguida llegan los graduados. Lucen extraños en sus vestimentas elegantes. Muchas de las chicas portan vestidos nuevos o prestados. La mayoría de ellas apenas puede caminar con tacones altos y dan pasos vacilantes como si estuvieran borrachas. Los chicos lucen severos con los cuellos rígidos de sus camisas, juguetean con las corbatas e intentan fajarse los faldones de las camisas, los cuales se las arreglan para salirse de su sitio unos centímetros cada vez hasta que casi todos ellos cuelgan por encima de los pantalones de vestir.

Tal vez la vestimenta de los chicos sea miserable, pero su estado de ánimo se eleva de acuerdo con la ocasión. De alguna manera, su decencia también se eleva. Uno tras otro, los nombres de los graduados son pronunciados por el director de la escuela. Unos con más aplomo que otros, todos suben por una pequeña escalera y caminan a lo largo del escenario para aceptar su diploma. Sus compañeros los vitorean y aplauden. Durante ese día y sólo durante ese día, todos se apoyan entre sí con generoso y desinteresado entusiasmo. A cada chica y a cada chico. Con igual vigor, todos gritan y lanzan vivas. Aplauden a los nerds, las zorras, los inadaptados, las abejas reinas, los agresivos, los tímidos, los atletas, los geniales, los proscritos.

Nunca esperé que una graduación de octavo grado me conmoviera, pero así es. Hemos llegado a conocer bien a estos chicos después de tres años de llevarlos y traerlos por turno de la escuela y en excursiones, después de recibirlos en casa para las fiestas, después de escuchar sus discursos y asistir a sus obras teatrales, recitales y eventos deportivos, de condolernos con sus padres y de escuchar de cada uno de ellos, en especial por parte de Nic, sus éxitos, crisis, enamoramientos y sentimientos heridos. Los chicos y chicas, aún niños pero probando las aguas de la edad adulta, marchan hacia el frente. El chico cuya madre negó que su hijo le vendiera mariguana a Nic. El chico con quien Nic se emborrachó. Un amigo del surf. Los chicos de las patinetas. La chica con quien Nic hablaba durante horas por teléfono en las noches hasta que yo le pedía que colgara. Los chicos del transporte escolar por turnos. Todos los niños, raros, inseguros y con diplomas en sus manos, bajan vacilantes del estrado, ahora graduados de la enseñanza media, y se dirigen a la pista tortuosa del bachillerato.

Es el fin de semana posterior a la graduación y algunas familias están reunidas en Heart’s Desire Beach en una húmeda y cálida tarde de junio. La bahía está en calma. Comemos tostadas con salsa, un salmón rostizado, hamburguesas a la parrilla y refrescos aportados por todos los presentes. La reluciente bahía es cálida y los chicos nadan, pasean en kayak y en canoas, con las inevitables volcaduras. En la playa, con sudaderas y los cabellos aún húmedos, los amigos de Nic conversan emocionados acerca de sus planes conjuntos para el verano —la playa, campamentos— pero Nic no. Nunca es fácil para él prepararse para marcharse.

La niebla hace su aparición y la fiesta termina. De regreso en casa, nos sentamos junto a la chimenea y Nic nos lee las notas de sus amigos en su anuario. “Tendrás un millón de novias en el bachillerato”. “Diviértete en el surf”. “No viviré aquí el año próximo, así que es probable que te vea hasta dentro de unos diez años. Mantente en contacto”. “Te amo, pequeño conejito travieso. Te he amado desde que te conozco”. “Me muero por ver al nuevo bebé, como sea que se llame. Espero que a Jasper le agrade”. “Buena suerte en bachillerato y con el nuevo chamaco”. “No te conocí muy bien, pero que tengas un verano divertido”. “Diviértete este verano, estúpido cabeza de chorlito. Es broma”. “Dedícame un libro alguna vez. Te lo agradeceré cuando me gane un Oscar. Hasta la vista.” Su maestro escribió: “Donde quiera que estés, donde quiera que vayas, busca siempre la verdad, lucha por la belleza y alcanza la bondad”.

Comenzamos un verano con la sensación amarga y dulce fruto del hecho de saber que Nic partirá a Los Ángeles, a pesar de que ha acordado con su madre esperar hasta que nazca el bebé.

La mañana del 7 de junio, Karen, Nic, Jasper y yo abordamos el auto. El bebé está por nacer y Karen se someterá a una cesárea. Para ello, Karen eligió el cumpleaños de su madre. La cita es a las seis de la mañana. La hermana de Karen nos ha regalado la música suave de Enya, pero Karen pide Nirvana y le sube el volumen a “Nevermind”.

Conduzco a través del bosque y me detengo en casa de Nancy y Don; allí dejo a Nic y a Jasper, quienes esperarán la llamada del hospital con sus abuelos.

Nuestra hija nace a las siete de la mañana. Su cabello es rizado y negro. Sus ojos son luminosos. Le llamamos Marguerite, pero le decimos Daisy.

Nancy llega al hospital con Nic y Jasper, quienes son escoltados hasta la habitación de tenue iluminación donde Karen abraza a Daisy. Una enfermera pregunta a Nancy y a Nic si les gustaría bañar a la bebita por primera vez. Jasper se sienta junto a Karen mientras Nancy y Nic, guiados por la enfermera, conducen a Daisy en su cuna rodante hasta el cunero. Allí ayudan a pesarla, bañarla y vestirla con una piyama suave y blanca con pequeños elefantes rosados y diminutas figuras. Daisy pesa tres kilos y medio y mide 52.5 centímetros. Al mirar a la bebita, Nic le dice a Nancy:

—Nunca pensé que tendría una familia como ésta.

Al día siguiente nos vamos a casa. Junto a Nic, en el asiento trasero del auto, ahora hay dos asientos para bebé.

Despierto temprano la mañana siguiente y encuentro a los dos varones, ambos con piyamas de franela, sentados en el sillón con sendas tazas de chocolate. Nic lee Frog and Toad are Friends (Sapo y Rana son amigos). Jasper se acurruca junto a él. Un pequeño fuego arde en la chimenea. Nic cierra el libro y se levanta para preparar el desayuno para todos. Mientras está de pie junto a la estufa, canta con su mejor gruñido a la Tom Waits.

Comemos y después los chicos y yo vamos a caminar a una playa cercana. También nos detenemos a recolectar zarzamoras para hornear un pay. La tarea nos toma más tiempo del que habíamos planeado porque Nic y Jasper, con los dedos y los labios azules, colocan una zarzamora en la canasta por cada docena que se llevan a la boca.

De regreso en casa, y después de una merienda y el pay, Nic y Jasper juegan en el pasto. Como un cachorro de león, Jasper trepa hasta la cabeza de Nic y ambos ruedan sobre una enorme pelota roja. Karen carga a Daisy, quien lo observa todo con los ojos muy abiertos. Brutus, perezoso como un somnoliento oso color marrón, se estira sobre el pasto cerca de los chicos. Con Jasper colgado del cuello, Nic se revuelca por el pasto y, con el perro sujeto por los carrillos, canta: “Dame un beso para construir un sueño”. Mi hijo mayor planta un gran beso en la nariz de Brutus y éste bosteza. Juguetón, Nic arroja a Jasper al aire y Daisy se abandona a un suave sueño.

Yo los miro a los tres y recuerdo la confusa emoción que conocí por primera vez cuando nació Nic. Junto con el placer de la paternidad, con cada niño llega una penetrante vulnerabilidad. Es, al mismo tiempo, una experiencia sublime y aterradora.

En el periódico de unos días atrás leí acerca de un autobús escolar que explotó en Israel y una actualización sobre algunas de las familias de los niños muertos un año antes a causa de una bomba en Oklahoma; balas perdidas cayeron sobre los niños en un campo de refugiados en Bosnia y una historia de China, en donde un ladrón a mano armada, convicto y de camino a la horca, le grito a su hermano: “Cuida a mi hijo”. Siento una nueva clase de angustia. Tal vez los padres la sienten por cada uno de sus hijos. Quizá sentimos más de lo que nunca creímos posible. Mientras contemplo a mis tres hijos en la difusa luz dorada que brilla intermitente entre las hojas de los árboles, me siento saturado de la certeza de que, en este momento, ellos son felices y están a salvo, lo cual, a fin de cuentas, es lo que todo padre desea. Si sólo pudiera ser así por siempre; es decir, los niños cerca de mí, unidos, felices y seguros.