Después del bachillerato me inscribí en la Universidad de Tucson, en Arizona, aún más cercana a la frontera entre México y Estados Unidos. Mi compañero de cuarto era de Manhattan. Charles tenía un fideicomiso. Sus padres habían muerto. Nunca supe la verdad acerca de su muerte, pero sé que el alcohol y las drogas tuvieron algo que ver. Tal vez suicidio. “Haber perdido a un padre, señor Worthing, puede considerarse una desgracia”, diría Charles al apropiarse de la famosa frase de La importancia de llamarse Ernesto. “Perder a ambos es descuido”.
Charles era atractivo de una manera extraña, con nariz prominente, rizos color marrón y ojos del color del café. Tenía una energía exultante y prodigiosa. Él nos impresionaba, a mí y a otras personas que lo conocían, por su desenvoltura, sus historias de Navidades con algunos miembros de la familia Kennedy en Hyanis Port y “el Viñedo” y veranos en Mónaco y en la Costa Azul. Cuando nos invitó a mí y a unos amigos a cenar a un restaurante francés, ordenó, en francés, escargot, foie gras y Dom Perignon. Él agasajaba a su audiencia con anécdotas del internado de relajos que podrían haber sido extraídas (y tal vez lo eran) de un texto de Fitzgerald o escapadas sexuales que Henry Miller pudo haber escrito (y tal vez así fue). Si mencionabas que necesitabas una camisa nueva, él te recomendaba a un sastre de Hong Kong quien confeccionó los trajes de su padre durante años. Él declaraba conocer al mejor fabricante de relojes en la avenida Madison, al mejor cantinero en el Carlyle y al mejor masajista en el Pierre. Si mencionabas que habías probado un buen vino de California, él te comentaba sobre un Château Margaux que bebió con un heredero de los Rothschild. Todo acerca de él inspiraba respeto, incluso su manera de consumir alcohol y drogas. Consumía ambas cosas con lo que yo consideraba entonces como una impresionante determinación.
Descubrí que existían dos universidades paralelas en Tucson. A una de ellas acudían los estudiantes que sentían cierto grado de respeto por la universidad. La otra, que era a la cual asistí yo, fue elegida por Playboy como una de las escuelas más fiesteras de la nación.
Yo era un principiante comparado con Charles, quien nunca permitía que la escuela ni ninguna otra cosa se interpusiera en su camino de disipación, a pesar de que hubieron resacas intermitentes acompañadas por resoluciones culpables de comportarse mejor y seguidas por champaña o margaritas en la ruta de su nueva asiduidad.
Charles tenía amigos, también de Nueva York, quienes compartían una casa rosada de adobe en el bulevar Speedway, al otro extremo de Tucson desde la universidad. Ellos no tenían fideicomisos, pero sí contaban con dinero suficiente para organizar fiestas y cenas de cortes de carne; ese dinero provenía de la venta de hongos mágicos congelados que habían traído de contrabando desde Yucatán.
En aquel entonces, Las enseñanzas de don Juan y sus secuelas, de Carlos Castaneda, eran populares en los campus universitarios. Castaneda, un antropólogo, elaboró una crónica de su búsqueda del conocimiento a cargo de un chamán yaqui, quien le enseñó una filosofía quasi-religiosa estructurada con reminiscencias de varias tradiciones místicas orientales y occidentales. Como parte integral de la exploración espiritual de don Juan estaba el consumo de drogas psicotrópicas como peyote, datura y hongos alucinógenos. Mis amigos y yo estábamos intrigados y el libro nos motivaba a ver nuestros viajes con hongos y con otros psicodélicos no como disipación sino como búsqueda intelectual. De alguna manera nos las arreglamos para justificar también la mariguana, el Quaalude, el Jack Daniel’s, el José Cuervo, la cocaína y todo tipo de estimulantes y depresores.
Recuerdo con claridad que caminé a paso veloz por el desierto alto de piedras rojas, en las afueras de Tucson, y que vi transformarse a una margarita mexicana en la cara de un hombre. Pronto, ésa y las demás margaritas de los derredores mutaron hasta adquirir los suaves rasgos de miles de ángeles; entonces, la multitud entera comenzó a murmurar la respuesta a la pregunta por excelencia: ¿cuál es el sentido de la vida? Me acerqué para poder escuchar lo que decían, pero las voces susurrantes dieron paso a un coro de risitas contenidas y el jardín de rostros sombríos se convirtió en un campo de muffins ingleses.
Por la noche, después de que una blanca luna llena se había elevado en el horizonte, decidí que, si la gente del libro de Ítalo Calvino, el cual leíamos en la clase de literatura, podía utilizar escaleras para llegar a la luna, por qué yo no, pero renuncié a la idea cuando Charles anunció que era hora de ir a un centro nocturno.
Charles compraba drogas para estudiar y le ayudaban durante algo así como media hora. Después estaba demasiado excitado como para concentrarse en otra cosa que no fuera cuál bar visitar. Las copiosas cantidades de drogas y alcohol nunca impidieron que Charles condujera un auto y así estrelló dos Peugeots. Por fortuna y de milagro nunca lastimó a nadie, al menos hasta donde yo sé. Con él corrí grandes riesgos que ahora reconozco como formas de ruleta rusa.
Charles adoraba a los Rolling Stones. Tocaba su canción favorita, “Shine a Light”, de manera incesante y a volumen alto, y cantaba a dúo con Mick Jagger.
A causa de un capricho auspiciado por las drogas, Charles y yo decidimos conducir hasta California cierta noche para ver el amanecer; de manera que, después de empacar un arsenal de drogas, nos dirigimos hacia el oeste para llegar a San Diego. Aún estaba oscuro cuando llegamos a la playa. Sentados en la arena y con cobijas sobre nuestros hombros, Charles y yo esperamos la salida del sol. Fumamos mariguana y charlamos. Después de un largo rato, uno de los dos notó que ya había luz. Nos giramos. Serían las diez de la mañana o algo así. El sol había salido horas antes.
—Oh —exclamó Charles al darse cuenta de la cruel realidad—. El sol sale por el este.
En otra ocasión, mientras conducíamos hacia Tucson después de visitar a mis padres en Scottsdale, le ofrecimos aventón a un viajero. Cuando llegamos a su destino, una escuela de paracaidismo en la ciudad desértica Casa Grande, en medio de la nada, nuestro pasajero nos convenció de probar su deporte favorito. La sesión de instrucción tuvo lugar frente a un muro sobre el cual alguien había escrito: “Todo lo que hagas en el suelo es irrelevante”. Nuestro instructor dijo:
—Su tarea más importante es disfrutar el viaje.
Al llegar al final de su discurso, el instructor estalló en carcajadas y dijo:
—Al carajo. Volemos.
Mi paracaídas no se abrió. Me salvé en el último segundo posible cuando el paracaídas de reserva me detuvo. El golpe fue fuerte pero todo salió bien. Charles se aproximaba a gran velocidad sobre mí.
—¡Quítate de allí!
Las historias de drogas son siniestras. Como algunas historias de guerras, éstas se enfocan en la aventura y el escape. En la tradición de una larga línea de borrachos famosos e infames y sus biógrafos, incluso las resacas, las experiencias cercanas a la muerte y las visitas a las salas de emergencias pueden presentarse como glamorosas. Sin embargo, con frecuencia los narradores omiten la lenta degeneración, el trauma psíquico y, al fin, los fallecimientos.
Cierta noche, después de que Charles regresó de una parranda de dos días, me preocupé porque llevaba demasiado tiempo en el baño. Cuando no me respondió, rompí el seguro y empujé la puerta para abrirla. Estaba desmayado y se había descalabrado en el suelo de mosaicos, el cual estaba anegado en sangre. Llamé a una ambulancia. En el hospital, el médico advirtió a Charles acerca de su manera de beber y éste prometió dejar de hacerlo pero, desde luego, no lo hizo.
Tiempo después, ese mismo año, otro de nuestros viajes por tierra inspirados por Hunter Thompson nos llevó hasta San Francisco, a donde llegamos una mañana. Nunca antes había estado allí. Detuvimos el auto en la cima de la colina más alta de la ciudad, donde soplaba un viento vigorizante. Después de mi infancia en Arizona, sentí como si pudiera respirar por primera vez en mi vida.
Hice solicitud para transferirme a la Universidad de California en Berkeley. Aún no había dañado mi historial académico, de manera que fui aceptado y me inscribí al siguiente otoño. Era una época en la cual no era raro que un estudiante universitario construyera una ciencia social individual mayor. Mi enfoque era la muerte y la conciencia humana.
Me entregué a mis estudios en Berkeley, pero las drogas eran abundantes también allí. La cocaína y la mariguana eran el punto principal de muchos de nuestros fines de semana. El padre de un amigo, un médico, nos recetaba frascos de Quaaludes porque no quería que su hijo consumiera drogas callejeras. Yo probé muchas de ellas, pero no mucho más que cualquiera de los chicos a mi alrededor. De alguna manera hemos evolucionado hasta llegar al punto en que la educación superior tiene vínculos inextricables con las borracheras y las drogas.
Me mantuve en contacto con Charles, cuyo alcoholismo y drogadicción aumentaron hasta un nivel que, todos estos años después, me preocupan en Nic. Mi consumo de drogas fue excesivo, pero nunca fui como Charles. A la una o dos de la mañana me despedía porque tenía que levantarme temprano al día siguiente para asistir a clases y Charles me miraba como si hubiera perdido la razón. Para él, la fiesta apenas comenzaba.
Después de su verano en Francia, Nic ha regresado a la escuela. La úlcera ha sanado pero él está distinto. Aún saca buenas notas en la mayoría de sus asignaturas y mantiene un promedio alto. Este hecho vuelve más trágicos sus tropiezos que si fuera un fracaso escolar. Sin embargo, ha dejado la natación y el water-polo y, después, el periódico. Comienza a faltar a clases e insiste en que sabe con exactitud lo que puede y no puede hacer. Llega tarde a casa y desafía los límites de la hora de llegada. Con preocupación creciente, Karen y yo nos reunimos con el consejero escolar, quien nos dice:
—La honestidad de Nic, inusual en los varones, es buena señal. Continúen hablando al respecto con él; lo superará.
Lo intentaré.
Es como si Nic fuera jalado por dos fuerzas contrarias. Los maestros, asesores y padres de Nic se esfuerzan por protegerlo y evitar que sucumba ante la otra fuerza que viene desde su interior.
Después de 25 años en esa escuela, Don acepta un empleo en otro sitio. Nadie tiene el tipo de influencia que él ejerce sobre Nic, y no es que Don ni ninguna otra persona puedan alterar el curso que Nic ha tomado. A algunos maestros aún les sorprende el juicio de Nic, además de su talento para escribir y pintar que incluye cierta pieza de una exhibición de arte estudiantil, gouache en el interior de un juego de Clue que representa a un chico que grita y tiene un texto sobre la cara. Pero otros maestros están preocupados. Un maestro de historia retirado, a quien Nic adoraba, me llama para decirme:
—Simplemente no le interesa hablar acerca de lo que le sucede.
La baja motivación en los estudiantes de último año de bachillerato es común, pero cierto día el deán de su grupo me comenta que Nic ha roto el récord de más faltas a clases en tercer grado, incluso mientras recibimos noticias de las universidades a las cuales Nic ha enviado solicitudes. Ha sido aceptado en la mayoría de ellas.
Nic pasa el mayor tiempo posible fuera de casa y se junta con un grupo de chicos locales que es obvio que consumen drogas. Yo confronto a Nic, pero él niega consumirlas. Es lo bastante inteligente como para justificar algunos de sus comportamientos bizarros con mentiras convincentes y cada día mejora sus estrategias para encubrir sus faltas. Cuando descubro su deshonestidad me siento confundido porque aún creo que nuestra relación es estrecha, mucho más que la de la mayoría de los padres con sus hijos. Con el tiempo, Nic admite que consume algunas drogas “como todos los demás”, “sólo mariguana” y sólo “de vez en cuando”. Me promete que nunca se subirá a un auto con nadie que esté drogado. Mis consejos, súplicas y enojo llegan a oídos sordos y drogados. Él continúa con sus intentos por tranquilizarme:
—No es tan importante. Es inofensivo. No te preocupes.
—No siempre es inofensivo —replico y repito una lección bien aprendida—. Puede convertirse en un problema para algunas personas. Conozco gente que comenzó por fumar un poco y se hizo mariguana y…
Nic gira los ojos hacia el techo con evidente fastidio.
—Es verdad —continúo—. Su ambición se agotó después de décadas de fumar mariguana.
Le hablé acerca de otro ex-amigo, un sujeto que nunca ha podido conservar un empleo ni ha tenido una relación que dure más de un mes o dos.
—Alguna vez me dijo: “He vivido en una nube de humo y televisión desde que tenía trece años de edad, así que quizá no sea una sorpresa que mi vida no haya mejorado”.
—Tú fumaste montones de mariguana —dice Nic—. No te corresponde decirme nada.
—Desearía no haberlo hecho —digo yo.
—Te preocupas demasiado —replica él con desdén.
En una visita a mis padres con motivo de una fiesta familiar, Nic y yo caminamos alrededor de la cuadra. Desde que partí de aquí las palmeras han crecido mucho y su aspecto es absurdo, delgado y alto, como jirafas con cuellos demasiado largos. Algunas casas han sido remodeladas y les han agregado un segundo piso. Por lo demás, nuestra calle conserva el mismo aspecto. Recuerdo cuando Nic y yo tomamos justo la misma ruta cuando él tenía dos o tres años de edad. Yo lo guiaba con una cuerda atada a un pequeño automóvil de plástico con Nic en el asiento del conductor. Fuimos al parque Chaparral, donde él jaló el freno de mano imaginario, abrió la puerta y la cerró con cuidado antes de correr hacia la orilla del lago artificial. Allí alimentó con pedazos de pan a los patos y gansos. Un viejo ganso mañoso le mordió el dedo y Nic lloró a gritos.
Sé que estoy perdiendo a Nic pero aún racionalizo: es típico de los adolescentes alejarse de sus padres, estar distantes y comportarse con arrogancia. “Debes imaginar cómo era Jesús a los 17 años de edad”, escribió Anne Lamott. “Ni siquiera se habla de ello en la Biblia; tal parece que él era muy desagradable”. Sin embargo, yo intento acercarme y hablar con Nic, aunque él no tenga mucho por decir.
Por fin se dirige a mí y me pregunta, como al descuido, si quiero fumar mariguana. Yo lo observo: ¿me pone a prueba, asegura su independencia o intenta llegar a mí para conectarse conmigo? Tal vez todas las opciones anteriores.
Él saca un churro, lo enciende y me lo pasa. Yo lo miro durante un minuto. Aún fumo mariguana, aunque en raras ocasiones: si voy a una fiesta o a casa de algún amigo donde se fuma mariguana con la misma ligereza con que se ofrece vino en la cena. En esas ocasiones doy una fumada. O dos.
Pero este caso es distinto. No obstante, acepto la fumada y pienso —racionalizo— que no es muy diferente a cuando un padre de una generación previa compartía una cerveza con su hijo de 17 años de edad; un momento inofensivo para estrechar lazos. Inhalo y fumo con él mientras caminamos por mi viejo barrio. Charlamos, reímos y la tensión entre nosotros desaparece.
Pero regresa. Esa misma tarde volvemos al punto de partida. Nic es el beligerante y molesto muchacho que se queja de haber sido arrastrado a Arizona. Yo soy el ansioso, preocupado y, en muchos aspectos, inexperto padre. ¿Debí fumar con él? Desde luego que no. Estoy desesperado, demasiado tal vez, por acercarme a él. No es una excusa muy plausible.
Nic accede a acudir a un terapeuta, a quien nos recomendaron como un genio con varones adolescentes. Incluso desde que llegamos a la cita, Nic está inquieto y un tanto disgustado ante la perspectiva de conocer a otro loquero. El terapeuta es alto y un poco inclinado hacia el frente; es robusto y el color de sus ojos es azul intenso. Él y Nic se saludan y desaparecen juntos.
Una hora más tarde, Nic emerge del consultorio con una sonrisa, con color en sus mejillas y con cierto júbilo en sus pasos por primera vez en mucho tiempo.
—Fue increíble —dice—. Es diferente a los demás.
Nic comienza a tomar sesiones semanales después de la escuela, a pesar de que a veces falta. Karen y yo también nos reunimos con el terapeuta. En una sesión, éste sostiene que la universidad enderezará a Nic. Es una noción loable. (¿Cuándo ha enderezado a alguien el primer año de universidad?) Sin embargo, sólo puedo esperar que el terapeuta tenga razón.
En una tarde de finales de primavera, Vicki llega y ella, Karen, Daisy, Jasper y yo asistimos a la graduación de bachillerato de Nic. La ceremonia tiene lugar en el campo atlético. Nic ha estado disgustado porque su grupo decidió vestir togas y birretes. Karen y yo nos decepcionaremos, aunque no nos extrañará, que él no se presente. Pero sí lo hace. Muy peinado, con toga y birrete, Nic marcha al frente y acepta el diploma de manos de la directora después de besarla en la mejilla. Parece sentirse jubiloso. Yo observo cada pequeño detalle que me indique si Nic está bien. Pienso que tal vez. Quizá todo resulte bien, a fin de cuentas.
Después de la ceremonia invitamos a sus amigos a una barbacoa en casa. Hemos colocado una mesa larga debajo de un corno lleno de flores rosadas. A media comida, durante el paso de platos de alimentos, Nic y sus amigos están arriba y abajo, afuera y adentro. Después se despiden y se dirigen a la fiesta de graduación “segura y sobria” en un centro local de recreación. Sus amigos lo llevan tarde a casa esa misma noche. Nic, mi graduado de bachillerato, pasa frente a mí de camino a su habitación y cuando le pregunto qué tal estuvo la fiesta, murmura:
—Estoy exhausto. Buenas noches.
En verano, Nic ya ni siquiera finge cierto control. Debido a su errático comportamiento y sus abruptos cambios de humor resulta obvio que con frecuencia está drogado y que a la mariguana se han agregado otras drogas. Mis amenazas, castigos y amenazas de castigos más severos son inútiles. En ciertas ocasiones Nic reacciona con cierta preocupación y arrepentimiento, pero es más frecuente que se disguste. Me he vuelto inconsecuente. No sé qué más puedo hacer salvo advertirle, negociar y reforzar las horas obligatorias de llegada a casa, negarle el uso del auto y seguir llevándolo a terapia, incluso a pesar de que él se ha hecho más furtivo, peleonero y descuidado.
Aún acudimos a las cenas nocturnas de los miércoles por la noche en casa de Nancy y Don.
Los adultos se reúnen en la cocina mientras los nietos por lo regular se quedan en el sótano atestado de muebles almacenados, kayaks colgados de las paredes y un kayak plegable, para jugar ping-pong. También se columpian en la sala. La casa de Nancy y Don es la única que conozco que tiene un columpio en su interior. Consiste en dos gruesas cuerdas que cuelgan de una viga y un asiento de tela. A veces los chicos utilizan el columpio como artefacto de propulsión en un juego semejante al boliche. Primero construyen elaboradas torres de ladrillos de cartón multicolor; después sientan a Daisy en el columpio, sujeta a las cuerdas, y la hacen volar.
Una gran estufa de madera con seis quemadores es el punto principal de la cocina de Nancy. Por lo regular algo se cocina allí y la habitación exuda los deliciosos y exóticos aromas, aunque a veces huele a quemado, de cualquier receta que ella haya encontrado en el periódico, en el recetario de Peggy Knickerbocker o en Gourmet. Una noche se sirve pollo amarillo de curry con arroz blanco al jazmín, raita preparado con yogurt y pepinos, chutney de mango y un pan plano, indio, sazonado con cardamomo. Otro menú incluye un burbujeante potaje mexicano con chiles y queso. O cerdo asado y cocido con limones y ciruelas, papas crujientes y coles de Bruselas fritas con tocino pancetta. Cuando llega la hora de comer los chicos escogen sus platos favoritos de cerámica, cada uno de ellos con la imagen de un animal distinto. Jasper siempre elige a la ballena. Daisy y sus primos se lanzan sobre el perro hasta que Daisy se da por vencida y se conforma con el burro.
Nic aún parece disfrutar de esos miércoles festivos, pero esta noche actúa de manera extraña. Está en la cocina y discute una serie de premisas sin sentido:
—¿Por qué la gente no tiene sexo con quien quiera y cuando quiera? La monogamia es un concepto arcaico —sermonea a Nancy, quien lo escucha mientras revuelve una olla hirviente en la estufa—. El doctor Strauss es un genio.
Y continúa durante un rato con sus últimas filosofías frenéticas e incoherentes sobre las cuales lo imagino discutiendo con sus amigos, ya avanzada la noche.
No obstante, más tarde me doy cuenta de que tal vez Nic estaba drogado. Por la mañana se lo pregunto. Él lo niega. Una vez más lo amenazo, pero mis advertencias no tienen sentido para él. Le prohíbo consumir drogas pero eso también es inútil. Cuando consultamos a su terapeuta, él me recomienda no prohibirlas en casa y dice:
—Si las prohíbes, él lo hará a escondidas. Su consumo de drogas será secreto y tú lo habrás perdido. Es más seguro mantenerlo en casa.
Los amigos y los amigos de los amigos ofrecen consejos contradictorios: Córrelo de la casa; no lo pierdas de vista. Yo pienso: ¿Correrlo de la casa? ¿Qué oportunidades tendrá entonces? ¿No perderlo de vista? Intenta tú acorralar a un chico drogadicto de 17 años de edad.
Es una tranquila tarde de mediados del verano, justo después de su décimo octavo cumpleaños. Llego a casa y percibo que algo está fuera de lugar. Poco a poco me doy cuenta de que Nic se ha marchado y que se ha robado dinero, comida y una caja de vino. Fue selectivo: sólo se llevó vinos de buena calidad. Siento pánico y llamo a su terapeuta quien, a pesar de la gravedad del episodio, me asegura que Nic estará bien y que sólo “ejerce su independencia” de manera adecuada. Si su rebelión es extrema es porque yo he dificultado el hecho de que Nic tenga algo contra lo cual rebelarse.
Por fin alguien lo dijo: así que es mi culpa que Nic se comporte de manera rencorosa y sombría, que consuma drogas y que ahora mienta y robe. Fui demasiado indulgente. Estoy listo para soportar su crítica y aceptar que lo he echado todo a perder; sin embargo, pienso en esos chicos cuyos padres fueron demasiado estrictos o aquéllos cuyos padres fueron mucho más permisivos que yo y que, no obstante, parecen estar bien.
Nic desaparece durante dos días antes de llamar. Tal parece que él y sus amigos están en el Valle de la Muerte, en una odisea al estilo Kerouac cuyos combustibles son las drogas y el licor. Le exijo que regrese a casa. Él cumple y yo lo castigo: llegamos a un acuerdo en el cual Nic trabajará para pagarme lo que me ha robado (yo no muestro mi ansiedad ni mi nerviosismo).
—¡Tú siempre intentas controlarme! —acusa Nic cierta tarde cuando le digo que no puede salir durante el periodo de su castigo. Viste pantalones baggies color verde sujetos con un cinturón del ejército y una playera blanca con las mangas enrolladas.
—Te he dado suficiente libertad y tú la has abusado.
—Vete al carajo —dice Nic con rencor—. Vete al carajo —repite, se dirige hacia su habitación y azota la puerta.
Karen y yo acudimos a sesiones con Nic en el consultorio de su terapeuta, una pequeña y confortable habitación con un par de sillas acojinadas. Nic está despatarrado en un sillón frente a nosotros. El terapeuta hace lo posible por orquestar una conversación civilizada, pero Nic, irascible y a la defensiva, minimiza mis preocupaciones y las califica de estúpidas y sobreprotectoras. Una vez más nos acusa de intentar controlarlo.
Después, pero sólo después, concluyo una vez más que Nic debió estar drogado. Cuando llamo al terapeuta para conocer su opinión, él dice:
—Tal vez, pero la hostilidad en los adolescentes es normal. Es bueno que él se haya dado permiso de expresarla en tu presencia. Es saludable.
Acordamos una nueva sesión, la cual es más civilizada. Nic se disculpa y dice que se ha sentido enojado. De hecho, llega al punto de decir que sus parrandas —sólo admite que son parrandas “modestas”— son un preludio al arduo trabajo que tendrá que realizar en la universidad.
—Siento que me lo merezco —dice—. Me esforcé mucho en bachillerato.
—Nunca te esforzaste tanto.
—Bueno, me esforzaré mucho cuando empiece la universidad. Comprendo la gran oportunidad que representa. No lo echaré a perder.
Desde luego que aún quiero creerle. No creo que sólo se trate de que soy demasiado crédulo, pero no puedo comprender las implicaciones de su comportamiento. Cuando los cambios suceden de manera gradual resulta difícil captar su significado.
Dos semanas después, un sábado por la tarde, Karen planea llevar a los tres chicos a la playa. Mi fecha de entrega está próxima, así que me quedaré en casa a escribir.
La niebla se ha esfumado y yo les ayudo a subir las cosas al auto en el camino de entrada a nuestra casa. Nuestros amigos, que acompañarán a Karen y a los chicos, abordan su auto. Cuando un par de oficiales uniformados se aproximan yo pienso que necesitan ayuda para encontrar una dirección, pero ellos pasan frente a mí y se dirigen hacia Nic, esposan sus muñecas a la espalda, lo empujan al asiento trasero de una patrulla y se alejan.
Jasper, quien tiene seis años de edad, es el único de nosotros que responde de manera apropiada: llora inconsolable durante una hora.