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Mi artículo “Mi hijo adicto” aparece en la New York Times Magazine en febrero. Nic y yo escuchamos los comentarios de amigos y extraños, y compartimos la retroalimentación. Ambos estamos motivados porque tal parece que nuestra historia familiar ha conmovido a muchas personas y, de acuerdo con algunas de ellas, les ha ayudado, en especial a aquéllas que han vivido su propia versión de ésta o que la viven en este momento.

Cuando a Nic le piden que escriba sus memorias, él se entusiasma con el proyecto y su reacción me inspira a escribir más al respecto, a profundizar. Pronto tengo una fecha límite para el libro aunque yo continuaría con su escritura incluso si no la tuviera. Escribir me resulta doloroso a un grado extremo, y a veces es una tortura escribir esta historia. Al escribir, cada día me sumerjo en las emociones que sentí en cada momento de la historia que ahora recuerdo. Vuelvo a vivir en infierno, pero también vuelvo a vivir los momentos de esperanza, milagro y amor.

A finales de febrero planeamos pasar un fin de semana de esquí en Lake Tahoe. Nic consigue algunos días de permiso en su trabajo para poder acompañarnos. Los chicos esquían juntos. Por la tarde, Nic les cuenta historias de PJ a los pequeños frente a la chimenea.

Cuando hablamos al respecto, Nic parece estar enfáticamente comprometido con su sobriedad. He aprendido a revisar mi optimismo; sin embargo, es bueno escuchar a Nic cuando discute acerca de la vida que está reconstruyendo y la vida nueva que tiene en Los Ángeles. Además de su libro, Nic escribe historias cortas y reseñas de películas para una revista en Internet. Parece muy apropiado que escriba reseñas de películas dado que son una parte muy importante de su vida. Nic monta en su bicicleta, nada o corre todos los días en Los Ángeles. A veces hace las tres cosas. Nic y Randy recorren la costa de ida y vuelta desde Santa Mónica, pasean por los cañones, suben a las colinas, atraviesan la ciudad o van a la playa en bicicleta.

Cuando lo llevo al aeropuerto después de su visita en las montañas, Nic me dice que ama su vida. De hecho, emplea esas palabras: “Amo mi vida”.

Dice que sus paseos con Randy lo vivifican y le dan sustento.

—La emoción es mucho, mucho, mucho mejor que lo que nunca fueron las drogas —me dice—. Es la emoción de una vida plena. Cuando monto en mi bicicleta, lo siento a plenitud.

Sí, soy optimista. ¿Dejo de preocuparme? No.

Es 2 de junio, pocos días antes de la ceremonia de ascenso en la escuela de Jasper y Daisy. Ella pasará a cuarto grado y Jasper a sexto. Karen y yo estamos en casa en Inverness. De pronto, siento como si mi cabeza explotara.

La gente usa esta frase como una expresión, pero no esta vez. En verdad siento como si mi cabeza explotara.

—Karen, llama al número de emergencias.

Ella me mira durante un minuto. No parece comprender lo que le digo.

—¿Estás…?

Ella hace la llamada.

Pasan entre diez y quince minutos y llegan tres hombres con cajas, aparatos y una camilla y se acomodan junto a mí en la sala. Me hacen preguntas y realizan un examen preliminar mientras me colocan monitores de presión arterial y ritmo cardiaco. Después preguntan a cuál hospital quiero ser transportado.

Estoy en la parte trasera de una ambulancia.

Yazco en la ambulancia con dos hombres que flotan sobre mí. Me hablan, pero no puedo entender lo que dicen. Me siento enfermo y vomito varias veces en un recipiente de plástico mientras ofrezco disculpas.

Cuando la ambulancia llega al hospital, Karen me espera en la sala de emergencias con su padre. Una doctora o enfermera de admisiones discute opciones cuando escucho a Don decir algo en voz baja.

—¿Han considerado una hemorragia subaracnoidal? Tal vez deban practicarle una tomografía computarizada.

La doctora o enfermera le lanza una mirada dudosa pero dice:

—Sí, haremos una tomografía de inmediato.

Me llevan por un corredor hasta un elevador. No siento pánico ni temor de morir porque me confunde el hecho de que mis pensamientos sean tan claros. Siento una paz extraña.

Me cambian de mi camilla a una larga superficie de plástico y de allí a otra camilla que se mueve como una banda sinfín hasta que mi cabeza queda dentro de un pequeño túnel. Me dicen que no me mueva. Luz blanca, un ruido de golpeteos metálicos, luz azul.

Me conducen de nuevo a la sala de emergencias. Para entonces, no sé. No sé.

Mi condición empeora. Escucho la frase hemorragia cerebral. Al respecto sólo sé lo que he escuchado y con mucho esfuerzo puedo descifrar las palabras: cerebral, el cerebro; hemorragia, sangre.

Ya avanzada la noche, Karen se marcha a casa de sus padres donde Jasper y Daisy duermen. Por la mañana, temprano, el teléfono suena. Karen, quien no ha dormido mucho, contesta. Una enfermera —mi enfermera— es quien llama.

—Debo advertírselo. Él no puede hablar.

En el hospital, un neurocirujano se lleva a Karen aparte y le dice que quiere abrir un agujero en mi cráneo e insertar una válvula. “Esto aliviará la presión”. Ella da su autorización.

La hermana de Karen es enfermera en el Centro Médico de la Universidad de California y es muy amiga de un neurooncólogo de allá. El médico me visita en el hospital y, después de consultarlo con mi cirujano, hace los trámites necesarios para llevarme al quirófano de la Universidad de California en San Francisco. Otro paseo en ambulancia, esta vez sobre el puente Golden Gate hacia la ciudad.

La unidad de terapia intensiva de neurología.

Quiero salirme de mi piel. Siento mucho calor, soy incapaz de mantenerme quieto con medicamentos para combatir medicamentos —antináuseas, antiinflamatorios, anticoagulantes, analgésicos, la presión arterial más alta a causa de la ansiedad, lo cual requiere de más medicamentos que causan más ansiedad—. Estoy lleno de cintas adhesivas, correas y agujas, y salen tubos de mi cuerpo —de mis brazos y mi pene hasta la parte superior de mi cabeza—, como Neo en Matrix. En un momento dado me rasuran el vello púbico para realizar un angiograma. La morfina me provoca comezón. Me alteran las luces brillantes, además de la sensación y el sonido incesante y agudo de los monitores.

Nic.

¿Dónde está Nic? ¿Dónde está Nic? ¿Dónde está Nic? ¿Dónde está Nic? Debo llamarle a Nic.

No recuerdo su número telefónico.

Tres, uno, cero.

¿Qué sigue?

En un reloj cúbico que está sobre la mesa, junto a la cama, números brillantes de color verde-azul radioactivo cambian de forma: el dos se convierte en tres; el nueve y el cinco se disuelven en un par de ceros cuadrados. Tres de la mañana.

Tres, uno, cero. Ése es el código de área de Nic.

Si sólo pudiera acallar el ruido intermitente de los monitores. Si sólo pudiera extinguir las vibrantes luces color blanco hielo. Si sólo pudiera recordar el número telefónico de Nic.

La enfermera me regaña por manosear la válvula que sale de la parte superior de mi cabeza.

Lo olvidé. Lo siento.

Cuando ella se marcha, levanto mi mano ingrávida y recorro el tubo de plástico desde donde se inserta como el tallo de una pera a la zona rasurada de mi cráneo.

La delgada manguera se enrosca como el rizo de un canal hasta un gancho en forma de S que cuelga de un soporte de metal. De allí gira hacia abajo y se conecta a una bolsa sellada de plástico.

Muevo la cabeza hacia la derecha. Sólo un poco. Al hacerlo, veo el tubo como una arteria errante que contiene una corriente de líquido claro con cierto tono rojizo. El líquido, que gotea lento en la bolsa, es fluido espinal y cerebral de desecho. El rojo es la sangre de la hemorragia. La enfermera explica de nuevo: mi cerebro sangra en las profundidades del espacio subaracnoidal. Cuando eso sucede, casi siempre es causado por un aneurisma, un punto débil en una arteria que gotea sangre. Infiero que, con frecuencia, la hemorragia es mortal; también puede causar daño cerebral temporal o permanente.

Una nueva enfermera oprime los botones de los monitores.

—Por favor, ¿podría ayudarme a llamarle a mi hijo? No recuerdo su número telefónico. Tengo que llamarle.

—Su esposa estará aquí en la mañana —responde—. Ella tendrá el número.

—Yo necesito el número ahora mismo.

Duerma un poco. De todos modos, es demasiado tarde para llamarle ahora.

Escucho voces desde la estación de enfermeras.

Tres, uno, cero.

El número telefónico comienza con tres, uno, cero, el código de área cerca de la playa en Los Ángeles.

La playa.

Arena blanca.

Nic corre y se convierte en un rastro de fuego que se dirige a la vegetación sobre el cañón, junto a una pequeña y desierta playa sobre Malibú. Veo su cuerpo esbelto y desgarbado. Sus fuertes piernas corren.

Trae una banda alrededor de la cabeza.

Grandes zapatos deportivos, pantalones cortos para correr. Una camiseta se ciñe a su musculoso pecho.

Sus ojos son claros, del color del té.

Recurro al recuerdo de su voz en el teléfono para calmar mi agonizante preocupación, a pesar de que sé que su voz es experta en causar decepción. Ya no sé la verdad y, sin embargo, elegiría tranquilizarme si pudiera escucharlo.

Hola, papá, soy yo. ¿Qué sucede? ¿Estás bien?

Estoy seguro de que él está bien. Nunca estoy seguro de que él está bien.

Tres, uno, cero y.

Algunas de las veces cuando Nic no estuvo bien fue tan desastroso que deseé limpiar, borrar y extirpar todo rasgo de él de mi cerebro de manera que ya no tuviera que preocuparme más por él, que ya no tuviera que sentirme decepcionado por él ni herido por él y que ya no tuviera que culparme y culparlo, y que ya no tuviera la incesante y acosadora sucesión de imágenes de mi adorado hijo, drogado, en las más sórdidas y horrorosas escenas imaginables. Una vez más: deseé en secreto una especie de lobotomía.

Estaba sumergido en una destructiva angustia y suplicaba un alivio.

Deseaba que alguien borrara todo resto de Nic de mi cerebro, que eliminara toda noción de lo que había perdido, que acabara con la preocupación y no sólo con mi angustia, sino con la de él y el incendio interior como si pudiera extraer las semillas y la jugosa pulpa de un melón demasiado maduro sin dejar rastro alguno de la carne podrida.

Sentía como si nada inferior a una lobotomía pudiera aliviar el dolor invencible.

De pronto, todo cae en su sitio: Estoy en la unidad de terapia intensiva de neurología después de una hemorragia cerebral; no es una lobotomía, pero sí es algo muy cercano.

Me encuentro en una habitación blanca en el Centro Médico de la Universidad de California, San Francisco, acosado por monitores sonoros y amables enfermeras que me preguntan si recuerdo mi nombre (no puedo) y el año (¿2015?).

Tengo una especie de borrado cerebral que es mortal en potencia; no puedo recordar mi nombre ni el año y, sin embargo, no me libero de la preocupación que sólo los padres de un drogadicto, supongo que cualquier padre de un hijo en peligro mortal puede comprender.

¿Está Nic en peligro mortal? Su hermoso cerebro envenenado, poseído por las metanfetaminas. Quería eliminarlo, borrarlo, expulsarlo de mi cerebro y ahí está, incluso después de esta hemorragia. Estamos conectados a nuestros hijos de manera irremediable. Están vinculados a cada célula y son inseparables de cada neurona nuestra. Superan nuestra conciencia, habitan en cada uno de nuestros resquicios, cavidades y rincones con nuestros instintos más primitivos, más profundos incluso que nuestras identidades, más profundos que nosotros mismos.

Mi hijo. Nada cercano a mi muerte puede borrarlo. Tal vez incluso ni siquiera mi muerte. ¿Cuál es el número telefónico?

Nic.

Un monitor, como un martillo, golpea mi cabeza.

—Duérmase.

—¿Qué?

—Duerma un poco.

Una enfermera me despierta.

—¿Nic?

—Cálmese, querido. Todo está bien. Su presión arterial ha aumentado.

Más píldoras y un vaso de papel con agua para tragarlas.

—Nic…

—Duerma un poco. Eso le ayudará más que cualquier otra cosa.

—¿Mi hijo?

—Duérmase.

—Por favor, ¿puede ayudarme a marcar…?

—Duérmase.

Estoy agitado y tal parece que la válvula gotea. La enfermera, quien luce fatigada y desmotivada, está aquí después de entrar de prisa. Dice que me pondrá otra inyección de analgésicos.

Los medicamentos no alivian mi terror. Quiero llamarle a Nic para asegurarme de que está bien. Necesito llamarle. No puedo recordar. ¿Cuál es su número telefónico? Comienza con tres, uno, oh.

—Por favor, querido, duérmase.

Por la mañana, Karen está aquí y entra un médico.

—¿Puede decirme su nombre?

Una vez más sacudo la cabeza con tristeza.

—¿Sabe dónde está?

Pondero la cuestión durante un largo rato y después pregunto:

—¿Es una pregunta metafísica?

El médico no responde de inmediato. Cuando lo hace ha decidido que no, que una respuesta directa será suficiente.

Karen llora.

—¿Quién es el presidente de Estados Unidos?

Lo miro sin responderle. Después, digo:

—¿Podría decirle a mi editor de la maleta? Está rota. Dígale que el seguro no funciona.

—¿La maleta?

—Sí, los seguros no sirven. La maleta está rota.

—De acuerdo. Se lo diré.

La maleta rota, mi cerebro. Lleno de todo lo que soy. No puedo recordar mi nombre, no sé dónde estoy, no puedo recordar el número telefónico de Nic, los números se han salido de la maleta con el ruido y el desorden de un ensamble torcido de Legos o la colección de Nic de conchas marinas cuando tenía. ¿tenía cuatro años de edad? Se salieron de la maleta porque el seguro se rompió.

Mi hijo está en peligro. No puedo olvidarlo; ni siquiera ahora con el cerebro ahogado en sangre tóxica.

Nic.

—¿Cuál es su nombre?

La enfermera otra vez.

—¿Puede llamar a mi hijo?

—¿Cuál es su número telefónico?

—Tres, uno.

—¿Sí?

—No puedo.

La enfermera me inyecta un sedante y un analgésico, y una corriente cálida sube desde los dedos de mis pies y pantorrillas hasta mis piernas, y burbujea como alquitrán. Llena mi abdomen y mi pecho hasta mis hombros, baja por mis brazos y llega hasta la base de mi cuello, pasa por detrás, alcanza mi dañada cabeza y la tranquiliza. Un sueño semejante a la muerte se hace presente como el descenso de un hombre muerto con un bloque de concreto atado a los pies y que ha sido arrojado a un lago sin fondo. Caigo cada vez más abajo pero, incluso ahora, obligo a mi pulverizado cerebro: ¿Qué sigue después del tres, uno, cero?

Estoy en una habitación privada, pero no tengo privacidad. La puerta está abierta. Siempre hay luz. Una o dos veces pido a Karen o a alguna enfermera que abra las ventanas para que entre el aire, pero entonces siento mucho frío. La hermana de Karen llega de visita cuando tiene algunos minutos libres entre sus rondas en otras zonas del hospital. Me siento mejor cuando ella está aquí.

Más que todo, me siento mejor cuando Karen está aquí. Ella descansa en mi cama bajo los tubos de neón cubiertos de plástico debajo de los paneles blancos y cuadrados del techo con una constelación de agujeros minúsculos. Ella descansa conmigo, lee para mí y yo duermo. Ella se encarga de los niños y de todo lo demás, de todo, de nuestras vidas, pero la quiero conmigo, la necesito conmigo. Cuando ella está aquí, todo lo demás desaparece: el miedo, la preocupación. Acostada conmigo, Karen toma mi mano y juntos miramos el único canal de televisión que puedo tolerar —la única vista que puedo seguir— que es la transmisión de la fotografía inmutable de una montaña.

Me pierdo la ceremonia de ascenso de los niños. Me pierdo el cumpleaños de Daisy.

Una sucesión de médicos pregunta: ¿Cuál es su nombre? ¿Qué día es hoy? ¿Dónde está usted? ¿Quién es el presidente? Después me indican que extienda los brazos con las palmas hacia arriba. ¿Cuántos dedos tengo aquí? Mueva los dedos de los pies. Haga presión contra mi brazo. Ahora con los pies.

Examen tras examen. Éstos revelan que no hay aneurisma. Diez por ciento de las personas que llegan con hemorragia subaracnoidal no tiene aneurisma.

Más exámenes.

Hoy puedo responder a las preguntas del médico.

David Sheff.

11 de junio del 2005.

San Francisco, en el Centro Médico.

Giro de adentro hacia afuera, desde sentirme desafortunado al extremo —¿cómo llegué aquí? —hasta sentirme la persona más afortunada del mundo. Si necesito alguna confirmación, ésta llega cuando me dicen que estoy listo para comenzar a moverme un poco. Intento caminar. Estoy tembloroso. Con la ayuda de una enfermera, salgo de mi habitación con paso vacilante y avanzo por el pasillo iluminado con luz amarillenta de neón hasta pasar junto al letrero de “su seguridad es nuestra meta”. Me asomo a las puertas abiertas de otros pacientes. Un hombre yace inconsciente sobre una cama de hospital. Tiene cicatrices como las costuras de un balón de fútbol en su cráneo rasurado. Otro hombre se sienta en la cama con dificultad. Una mujer desmayada y después otro hombre, y otro más con oscuras ojeras, casi como si les hubieran arrancado los ojos.

En mis caminatas veo a los enfermos e inválidos, a los asustados y febriles que luchan por permanecer vivos. Hay una ventana cerca de la unidad de terapia intensiva cuya vista es San Francisco. Desde allí puede verse el garigoleado, cobrizo y nuevo Museo De Young en el parque Golden Gate, filas de casas victorianas y bloques de departamentos. Los contemplo y después regreso la vista hacia los rostros que pasan junto a mí en el corredor: un fantasma trémulo y encogido con cabello amarillo y parálisis parcial sujeto a un caminador de metal con sus garras pálidas y una arrugada mujer de ojos petrificados en una camilla empujada por un empleado del hospital.

Jasper y Daisy vienen a verme. Su luz llena la habitación. Yo los tranquilizo. Estaré bien. Ellos trepan a mi cama. No puedo responder mucho y me preocupa que eso los asuste, pero no puedo hacer otra cosa más que decirles que los amo. Pensé que sería bueno que ellos vieran que estoy bien, pero tal vez mi juicio no es el mejor en estos momentos.

Nic llama.

Nic llama.

Nic.

Está bien.

Nic ha hablado con Karen cada día desde que llegué al hospital y hace bromas acerca del agujero en mi cabeza. Dice que vendrá a visitarme.

Nic está bien.

Después de dos semanas, Karen me lleva en auto a casa. Desde la cama veo el jardín a través de la puerta de vidrio de la habitación. Me maravilla el color, el verde de cada hoja, rama y aguja de ciprés. Y el blanco suave. Hortensias. Amarillo sol. Rosas. Lavandas. Violetas que crecen entre las cuarteadoras del camino de piedras de la terraza. Contemplo a un pequeño pájaro con plumas color púrpura que se acicala y agita las alas en la pileta para aves.

Como duraznos maduros. Es todo lo que quiero comer.

Duermo la mayor parte del tiempo, pero juego al Ocho Loco y Nickels con Jasper. Daisy lee para mí. Todos los días. Nic y yo hablamos por teléfono. Karen y yo nos acostamos juntos en la cama, lado a lado; ella lee el Times y yo intento leer una frase en una revista. Por fin logro leer una cápsula en The New Yorker. Cuando consigo leer una parte de Talk of the Town, siento como si me hubiera ganado un doctorado.

Karen y yo nos tomamos de las manos. Me pierdo en el sentimiento evasivo, puro y precioso que está con nosotros en la cama.

Karen y yo caminamos juntos por el jardín.

—Llamó Nic. Pronto estará aquí. ¿Cómo te sientes de verlo?

—Impaciente.

Nic aparece en la puerta frontal y se topa con Brutus, seguido por Daisy y Jasper. Puedo escucharlos desde mi habitación.

—Hola, Nicky.

—Nic.

—¡Bop!

—¡Nickypoo!

—¡Dais!

—Hola.

—Auch.

—Nicky.

Ladridos.

—Boinkers.

—Niño de caca.

Después, Karen.

—¡Hola, mamacita!

—Sputnik.

—KB.

—Muy bien.

—Y tú.

—Verlos.

—¿Qué tal el?

—Rápido. Bien.

—Qué bueno.

—El camino.

—Tú también.

—Compré un fútbol.

—¿Un futbolito?

—¿Quieres dibujar?

—Pero.

—Fútbol.

—¿Para jugar?

—Sí, pero.

—Tengo un gis.

—¿Gis? En una.

—¿Nos cuentas una historia?

—Sí, sí, sí. Pero.

—¿Estás.?

—¿Dónde está el viejo?

Arrastrado por los chicos y Karen, Nic llega a mi habitación. Quiero saludarlo de manera apropiada, así que me incorporo, tembloroso, y nos abrazamos.

—Pues.

—Pues.

—Hola, pa.

—Hola, Nic.

—Me da mucho gusto verte.

—A mí también.

Duermo durante largos ratos a lo largo de cada día, pero Nic se sienta a mi lado y toma mi mano. Cuando duermo, él sale a pasear en bicicleta. Trajo la suya atada a la parte trasera del auto que le compró hace poco a un amigo de AA. Lo veo de pie con pantalones cortos para ciclista con relleno en la parte trasera, una camiseta con el logotipo de Motorola, calcetas largas hasta la pantorrilla y zapatos deportivos para ciclismo que se ajustan a los pedales. Sale de casa para dar un paseo por nuestra calle y después gira hacia el oeste, a lo largo de la bahía Tomales. Imagino que pedalea a lo largo de la bahía donde jugó, creció, remó en kayak, nadó y se drogó con sus amigos en las playas que rodean la península, por la larga bahía, después de los ranchos y en el estero, donde surfeamos juntos.

De regreso de su paseo, Nic viene a verme, se asoma y toma asiento a mi lado.

—Pensé que te perderíamos —dice.

Yo lo miro a los ojos.

—Nos intercambiamos.

Estoy a punto de dormir y Nic va a la habitación de los pequeños para jugar con ellos. Después, al día siguiente, demasiado pronto para todos, Nic debe volver al trabajo. Se marcha por la tarde y conduce el auto hacia el sur, de regreso a Los Ángeles.

Tal parece que cada día me siento un poco mejor durante más tiempo. “Muchos pacientes con hemorragia subaracnoidal no sobreviven el tiempo suficiente para llegar al hospital”, de acuerdo con una página web de medicina que encuentro en Internet. “De aquéllos que lo logran, alrededor de 50 por ciento muere durante el primer mes de tratamiento”.

Por las mañanas y también por las noches Karen insiste en que caminemos juntos en el jardín. Yo me quejo y llego hasta su estudio antes de regresar a la cama, exhausto.

Intento encontrarle sentido a lo que ha sucedido y a lo que sucederá. Ni siquiera sé qué es lo que quiero que suceda. De alguna manera quiero recuperarme y, al mismo tiempo, no quiero. No quiero que las cosas vuelvan a ser justo como eran. Es decir, no quiero regresar a la normalidad de preocuparme por Nic.

A veces siento pánico por el futuro. A veces me siento débil y dolido por el pasado. Pero, por hoy, Jasper y Daisy están bien. Él está en un campamento que durará esta semana. Ella va a nadar por la mañana y luego regresa a casa para leerme un libro: Love, Ruby Lavender. Nic se ha mudado de nuevo, esta vez a un departamento en Hollywood. Está emocionado de compartir su vivienda con amigos. Llamó esta mañana antes de salir a encontrarse con Randy para dar un paseo en bicicleta a lo largo de la costa.

Repaso mi estancia en el hospital una y otra vez con mi mente en recuperación. No puedo olvidar cuando fui incapaz de recordar el número telefónico de Nic y me sorprende que ni siquiera una hemorragia cerebral hubiera podido eliminar mi preocupación por él. Recuerdo las numerosas ocasiones cuando desapareció en las calles, sólo Dios sabe dónde, cuando fantaseaba con que podría borrármelo del cerebro si pudiera someterme a una lobotomía, el eterno resplandor de una mente sin recuerdos, y que ya no agonizaría por él, y agonizo por él. Ahora estoy agradecido por tenerlo todo, incluso la preocupación y el dolor. Ya no quiero una lobotomía, ya no quiero borrarlo. Aceptaré la preocupación con el fin de aceptar a la que se ha convertido en la emoción más importante después de mi hemorragia.

Algunas personas optan por eliminarlo. El hijo resulta ser cualquier cosa que para ellos es imposible de enfrentar: para algunos, la religión equivocada; para otros, la sexualidad equivocada; para otros más, un drogadicto, y les cierran la puerta. Click. Como en las películas de la mafia: “Yo no tengo hijo. Él está muerto para mí”. Yo tengo un hijo y nunca estará muerto para mí.

No es que esté complacido, pero ya estoy acostumbrado a la angustia perpetua, a la ansiedad permanente y a la depresión intermitente que se derivan de la adicción de Nic. No recuerdo cómo era yo antes de todo eso. Estoy acostumbrado a la fugacidad del gozo y al hecho de caer en un agujero negro a veces. Sin embargo, al vivir este tiempo adicional, ahora tengo permiso —¿me doy permiso? —de arrastrarme fuera del agujero y levantar el velo que lo cubre para ser testigo, con vista, oído y tacto agudos, de un mundo ligeramente modificado, un poco más brillante, rico y vívido. Las lágrimas anegan mis ojos por eso. Por todo eso. Por una parte: el futuro incierto. La posibilidad de otra hemorragia. La probabilidad de que mis hijos mueran en un accidente automovilístico. La posibilidad de que Nic reincida. Un millón de posibles catástrofes. Por otra parte: compasión y amor. Por mis padres y mi familia. Por mis amigos. Por Karen. Por mis hijos. Tal vez me sienta más frágil y vulnerable, pero experimento más conciencia.

Las personas que superan experiencias que amenazaron sus vidas, como la mía, hablan acerca de que todo se les aclara y describen una comprensión más elevada de lo que es importante y de lo que no. Por lo regular dicen que aprecian más que nunca a sus seres queridos y a sus amigos. Estos sobrevivientes dicen que han aprendido a eliminar lo que no es esencial y a vivir el momento. Yo no siento que todo esté claro. De alguna manera, todo está menos claro. En lugar de tener menos cosas por considerar, yo tengo más a causa de un sentido aumentado de mi mortalidad. Sí, no tengo menos certeza de que mis seres queridos significan más que cualquier cosa. Ése nunca fue un problema para mí; yo los aprecié a todos desde el principio. Tampoco tengo menos certeza de que debo disfrutar el momento y agradecer lo que tengo. No estoy menos convencido de que soy afortunado por muchas razones y, más que ninguna, soy afortunado por estar vivo. He experimentado vistazos de la grandeza y el milagro, pero también siento el paso inexorable del tiempo. Los niños crecen, con la tristeza y la emoción que esto conlleva. Más que todo, su inevitabilidad. Lo siento todo.

Ahora ya salgo más. Doy largas caminatas en los solitarios y misteriosos bosques, tranquilos y silenciosos, y percibo los colores con más intensidad —más verdes, una infinita variedad, y los botones y los brotes de las ramas antes de florecer—. Veo un veloz conejo; sobre mi cabeza, grandes garzas azules, halcones de cola roja y un águila pescadora. Con Dios o sin él, este sistema de complejidad y belleza poco ponderable e imposible de comprender es lo bastante profundo como para sentirse como un milagro. Conscientemente se siente como un milagro. La constelación de esos impulsos que llamamos amor se siente como un milagro. Los milagros no contrarrestan el mal, pero acepto el mal con el fin de participar en lo milagroso. Nic, ¿sientes ahora a tu poder superior?

Nic ha estado sobrio durante más de un año. Otra vez. Un año y medio.

Esta mañana llamó antes de partir a dar un paseo en bicicleta con Randy a lo largo de la costa. Jasper y Daisy juegan afuera con sus primos en una canal hecha en casa. Sus risas se filtran a través de las hojas llenas de luz. Aún tengo un agujero en la cabeza, pero mi médico dice que se cerrará. También tengo un pensamiento acerca de la cabeza de Nic, un pensamiento de esperanza. Recuerdo a la doctora London y sus imágenes computarizadas. Ahora que Nic ha cumplido un año y medio desde su última experiencia con las metanfetaminas y con cualesquiera otras drogas, tengo en la mente las imágenes de tomografías computarizadas en su pantalla: el cerebro de su grupo de control con la química equilibrada y las fluctuaciones normales de neurotransmisores en proporción con los eventos cotidianos. Me pregunto si ésa es, una vez más, la imagen del cerebro de mi hijo.