25

Es noviembre pero la mañana es cálida. Una esbelta luna aún cuelga a la luz del día. Cuando la miró, muy temprano, Daisy dijo que era como una sonrisa de lado. Karen se ha llevado a Daisy a la ciudad y yo voy en el auto a recoger a Jasper de su piyamada. El acuerdo es recogerlo en el campo de fútbol soccer cercano al molino de viento en el parque Golden Gate.

En la cima de la colina Olema marco el número telefónico de Z. Está sin aliento, frenética, furiosa y preocupada. En este estado, ella revela mucho más de lo que escribió en su mensaje de correo electrónico; me dice que Nic la dejó en el mercado de Palisades a las 5:45 a.m. y se llevó su auto a casa de su madre. Su intención era meterse y robar la computadora de Vicki. Ella me lo cuenta como si se tratara de ir a pedirle una taza de azúcar. Nic le había prometido regresar en quince minutos, pero pasaron cuatro horas y no regresó. Al suponer que Nic había sido arrestado, Z. llamó a la policía, pero no había ningún registro de él.

—¿Qué pudo haberle sucedido en las cinco cuadras que hay entre el mercado y la casa de su madre? —solloza Z.

Le digo todo lo que sé con base en mi experiencia con Nic. Cada vez que desaparecía, yo imaginaba cualquier escenario posible: que había sufrido un accidente fatal o que había sido secuestrado, lo cual es absurdo, pero la realidad era que había reincidido.

—¿Podría dirigirse a San Francisco? —le pregunto.

—No tiene dinero.

—Entonces es probable que vaya con algún traficante en Los Ángeles.

—¿Y me dejó en la calle?

—Para comprar drogas. ¿Qué otra cosa puede ser?

Le digo que llamaré a la madre de Nic y que le llamaré a ella de nuevo.

El timbre del teléfono despierta a Vicki. Cuando le explico lo que sucede, ella me dice que Nic no ha llegado.

—No hay ninguna señal de él —agrega.

Después de media hora me llama.

—Está aquí. Está en la cochera. Se metió a la casa y nos robaba. Guardaba cosas en bolsas de plástico. Se alteró y se las arregló para encerrarse con seguro. Está asustado y enloquecido. Grita cosas absurdas.

—Está en quiebre —le aclaro.

Para cuando le llamo a Z., ella ya ha recibido noticias de Nic quien le llamó desde un teléfono en la cochera de la casa de su madre. Furiosa, la chica empaca la ropa de Nic.

—Ya es suficiente —me dice—. Si habla con él, dígale que su ropa estará afuera de la terraza frontal.

Vicki, después de discutirlo con su esposo, le dice a Nic que tiene dos opciones: llamarán a la policía y él será arrestado o puede regresar a la rehabilitación.

De camino a recoger a Jasper, la cabeza me da vueltas.

Ha entrado por la fuerza a la casa de su madre. Está fuera de control. Otra vez las metanfetaminas. Está quebrado. Desde que reincidió yo sabía que algo así estaba por suceder, pero ahora todo explota y yo estoy inundado de emociones.

Por favor, Dios, sana a Nic.

¿Será demasiado tarde?

La reincidencia es parte de la recuperación.

Por favor, sana a Nic.

Allí está Jasper con sus amigos en la cancha de fútbol soccer. Al verme, me saluda con la mano en el aire y corre hacia el auto, arroja su mochila con ropa en el asiento trasero y se sienta.

—Nos quedamos despiertos hasta la medianoche porque hicimos una guerra de almohadas.

—¿Estás agotado?

—Ni siquiera estoy cansado.

El sueño lo vence en cuestión de minutos.

Con Jas dormido a mi lado hago más llamadas telefónicas con el fin de decidir a dónde enviar a Nic si él accede. Llamo a Jace, el director de Herbert House quien conoce a Nic y se preocupa por él. Jace ha ayudado a muchos adictos y conoce las instituciones de rehabilitación. Me dice que, sin importar lo que hagamos, debemos sacar a Nic de Los Ángeles e ingresarlo en un programa de pacientes internos que dure al menos tres o cuatro meses; más de preferencia.

—Hazelden es costoso —me dice—, pero es bastante bueno.

Hazelden tiene un programa de cuatro meses, de manera que llamo al teléfono de asistencias. Un consejero de admisiones me dice que no hay camas disponibles en el edificio de Minnesota, pero que hay una en Oregon y me transfiere con un consejero de allá. Éste me dice que debe hablar con Nic, pero tal parece que sí puede ir allá, si quiere.

La inauguración de Karen es en la ciudad. Jack Hanley, la galería en la misión, está abarrotada de gente. Daisy, con un gorro tejido, y Jasper, con pantalones cortos a pesar del frío viento, juegan afuera con los otros niños hasta que se marchan temprano con mi hermano y su familia.

Me detengo un poco para tomar aire y camino alrededor de la cuadra. Cuando Karen se mudó a vivir con nosotros, Nic y yo vivíamos a unas cuantas cuadras de aquí. Caminamos por esta calle y las adyacentes para comprar tortillas y mangos en los mercados mexicanos. Los fines de semana nos íbamos a Inverness.

Recuerdo un día feriado escolar en octubre de ese año —1989—cuando nos detuvimos en el mercado de la esquina para abastecernos y después nos fuimos a pasar la noche en el campo. Por la tarde nos reunimos con un amigo para dar una caminata en la kilométrica Limantour Beach. Caminamos bajo un cielo color zafiro. De pronto, Nic señaló la nariz de una foca que emergía de la agitada superficie del agua. Después salió otra y luego otra más. Pronto, diez o doce focas nos miraban con sus ojos negros. Sus largos cuellos se mecían en el agua. Después fue como si alguien hubiera sujetado la playa y la hubiera sacudido como a un viejo tapete. La arena rodó, tan líquida como el océano, hacia arriba, hacia abajo y luego de nuevo hacia arriba antes de caer.

Nosotros conservamos el equilibrio e intentamos comprender lo que había sucedido: un terremoto.

Regresamos a la cabaña y utilizamos un teléfono celular (las líneas terrestres estaban inservibles) para llamar a nuestros amigos y familiares con el fin asegurarnos de que todos estuvieran bien y asegurarles que nosotros también estábamos bien. La cabaña contaba con un generador que logró mantener encendidos algunos focos y un viejo televisor en blanco y negro en el cual vimos imágenes de la devastación en San Francisco, incluso edificios de departamentos derrumbados en el distrito de Marina y automóviles aplastados por una rampa que conecta con Bay Bridge.

Se suspendieron las clases, de manera que nos quedamos en Inverness durante varios días. Por fin, cuando volvió la calma, regresamos a casa. Los maestros hablaron con los niños acerca del terremoto y de otros fenómenos que asustan a la gente. Los niños escribieron sus experiencias.

“Yo estaba en la playa”, escribió Nic. “Yo me asomaba a un hoyo de arena. Escuché que una persona fue expulsada de una alberca. El terremoto me hizo sentir mareado”. En el recreo, un niño se paró en el patio de juegos y comenzó a mecerse y a balancearse hacia los lados. Cuando el director le preguntó si se sentía bien, el chico asintió y le respondió: “Me muevo como la Tierra para que, si hay otro terremoto, yo no lo sienta”.

Mientras camino alrededor de la cuadra atestada de gente que sale a divertirse por ser noche de sábado, recuerdo a ese pequeño y siento lo que él sintió: navego a través de cada día como él, en guardia, alerta al siguiente peligro. Me protejo de la mejor manera posible. Me muevo con la Tierra en caso de que se presente un nuevo terremoto. Como ahora que, después de reunir fuerzas y abrir el teléfono celular para llamar a Z., me preparo para lo que venga.

Ella le pasa el teléfono a Nic.

—Tal parece que hay una cama disponible en Hazelden, en Oregon. Tendrás que llamar allá para hablar con el consejero por la mañana.

—He pensado al respecto. No tengo que ir. Puedo hacerlo solo.

—Lo intentaste y no funcionó.

—Pero ahora lo sé.

—Nic… —suspiro.

—Nic, tienes que ir —escucho decir a Z. en el fondo.

—Lo sé, lo sé. De acuerdo. Sí, tengo que ir. Lo sé.

Después de la bravata inicial, Nic parece resignado. También parece confundido.

—Pensé que podía mantenerme sobrio porque así lo deseaba— dice—. Pensé que el hecho de estar enamorado me mantendría sobrio, pero no fue así. Esto me asusta. —Después de una pausa, agrega—: Creo que esto significa ser adicto.

Me muevo con la Tierra para no sentir este nuevo terremoto, esta última recaída. Camino bajo las farolas de la calle con un cielo austero sobre mi cabeza. Los autos pasan a mi lado y yo voy de regreso hacia la galería.

El lunes, Nic habla con un consejero de Hazelden y después me informa que partirá a Oregon.

Yo reservo un boleto de avión consciente de que tal vez Nic no se presente.

Más tarde, Nic me avisa que ha preparado su equipaje y que está listo para el viaje.

Z. lo lleva al aeropuerto. Yo llamo a Hazelden para asegurarme de que alguien lo recoja al llegar, pero el hombre que contesta el teléfono me dice que no hay registro alguno de que Nic está por llegar. Cuando protesto, el hombre transfiere mi llamada con una consejera supervisora, quien me explica que la admisión de Nic no fue aprobada.

—¿Qué quiere decir con eso de que su admisión no fue aprobada? Él ya va para allá.

—¿Por qué viene para acá? No fue aprobado.

—Nadie nos avisó eso.

—Desconozco el motivo, pero ésa fue la decisión.

—Pero ustedes no pueden… Él va de camino al aeropuerto. Debemos meterlo a un programa mientras está dispuesto a hacerlo.

—Lo lamento, pero…

—¿Puede llegar por la noche y comenzar con la desintoxicación mientras decidimos a dónde irá después?

—Lo siento mucho.

—¿Qué voy a hacer ahora?

—Si llega al aeropuerto, nadie acudirá a recibirlo.

—¿Qué debo hacer ahora?

—Tenemos algunas recomendaciones de otros programas —la supervisora me proporciona algunos nombres.

Cuelgo y llamo a Jace, quien me dice que deberá realizar algunas llamadas. Después vuelve a llamarme para darme el nombre de un hospital en San Fernando Valley donde Nic puede desintoxicarse.

Llamo al médico que dirige el hospital, hago los arreglos pertinentes para que Nic sea admitido y después llamo a Z. a su teléfono celular para explicarle lo sucedido. En lugar de llevarlo al aeropuerto, le digo que Nic debe ir al hospital y le proporciono la dirección. Al menos estará a salvo en un hospital, si es que va.

John Lennon cantaba: “Nadie me dijo que habrían días como éstos”. Nadie me dijo que habrían días como éstos. ¿Cómo sobrevive la gente a ellos?

Después de medianoche, Z. deja a Nic en el hospital donde le administran medicamentos para que comience a desintoxicarse. Según explica la enfermera, Nic pasará la mayor parte de los primeros días dormido. Como alternativa para los medicamentos está el bien documentado infierno del síndrome de abstinencia que muchos adictos no pueden soportar. Con ganas de arrancarse la piel, deprimidos, devastados, desesperados y hundidos en un dolor agudo, ellos harían cualquier cosa por sentirse mejor y buscarían las drogas.

Con regularidad hablo con las enfermeras de guardia, quienes me aseguran que Nic va bien.

—Dada la cantidad y variedad de drogas en su sistema, es un milagro que haya llegado aquí. No creo que su cuerpo hubiera podido resistir un mes más —me comenta una de ellas.

Su madre y yo exploramos opciones de a donde enviarlo después. Una vez más le pido su consejo al doctor Rawson y él consulta a algunos de sus colegas y amigos. Reviso los programas recomendados por la consultora de Hazelden. Le pedimos sus sugerencias al médico encargado de la desintoxicación de Nic. Con el paso de los días, Vicki y yo realizamos docenas de llamadas telefónicas. Hablamos con representantes de admisiones y visitamos páginas web. Aún recibimos consejos contradictorios. Algunos programas cuestan 40 mil dólares al mes, pero los expertos están de acuerdo en que Nic necesitará muchos meses de tratamiento esta vez. No podemos pagar 40 mil dólares al mes. Algunas personas con quienes hablamos son tan insistentes como vendedores de automóviles de segunda mano. Uno de los lugares recomendados por Hazelden parece apropiado y su precio es más accesible que muchos otros. Entonces alguien me dice que es un programa muy rígido en el cual los castigos por romper las reglas pueden incluir cortar el césped con tijeras de podar. Ésta podría ser una terapia útil para algunas personas, pero Nic se volvería loco. Tal vez estoy equivocado. Me he equivocado muchas veces.

Al menos Nic está a salvo durante el fin de semana.

Hablo con otra enfermera encargada de atender a Nic. Su presión arterial ha estado muy baja pero hoy está mejor. No ha comido mucho desde que llegó.

Ella le pregunta a Nic si puede caminar hacia el teléfono. Él camina hasta la estación de enfermeras y levanta el auricular.

—Hola, papá.

Su voz es casi inaudible. Suena deprimido al extremo.

—¿Cómo te va?

—Es un infierno.

—Lo sé.

—Pero me alegro de estar aquí. Gracias. Supongo que esto es lo que significa amor incondicional.

—Sólo supéralo. Ésta es la peor parte pero mejorará.

—¿Qué debo hacer después?

—Hablaremos al respecto cuando te sientas un poco mejor. Tu mamá y yo nos encargaremos de eso.

De hecho, Vicki y yo estamos abrumados en nuestros intentos por encontrar un lugar que le proporcione la mejor oportunidad a nuestro hijo. El doctor Rawson continúa haciendo llamadas y enviando mensajes por correo electrónico a sus colegas alrededor del país en nuestro nombre.

—Esta experiencia de aconsejarte me ha convencido más de que hacer una selección de programas en el sistema de servicios de salud mental y abuso de sustancias es como leer hojas de té —me dice.

Nic me llama la tercera mañana de su desintoxicación y me pide que le llame al teléfono de monedas que está en la sala.

—Estoy peor —me dice. Su voz es débil y miserable. Me lo imagino de pie en el vestíbulo del hospital —bien iluminado, todo blanco— aferrado a un teléfono de monedas por el cable del auricular, jorobado, apoyado en la pared.

—Estoy cansado. Ha regresado todo el miedo. Estoy confuso. ¿Qué sucede? ¿Por qué? ¿Por qué vuelve a sucederme a mí? —Nic llora—. ¿Qué es lo que está mal en mí? Siento como si me hubieran robado la vida —llora más—. No puedo hacer esto.

—Sí puedes —le digo.

Más llamadas. Vicki y yo hacemos conferencias telefónicas con la gente de admisiones a rehabilitación alrededor del país, en Florida, Mississippi, Arizona, Nuevo México, Oregon y Massachussetts.

Por fin elegimos un lugar en Santa Fe. Estoy indeciso. Después de analizar lo que el doctor Rawson llama “un no-sistema compuesto de rumores, mierda mercadotécnica, mejores supuestos y oportunismo fiscal”, tomamos la mejor decisión que nos fue posible, pero no estoy seguro. ¿Será la correcta? ¿Cómo puede alguien saberlo?

Nic llama de nuevo. Dice que debe permanecer en Los Ángeles y que, cuando mucho, ingresará a un programa de pacientes externos.

—Sé, y creo que una parte de ti sabe, que necesitas ir a algún lugar y permanecer allí hasta que hayas realizado el arduo trabajo de descubrir lo que está mal y lo que puedes hacer al respecto —le explico.

—¿Por qué te importa todavía?

—Todavía me importa.

—¿Por qué no puedo hacerlo yo solo? ¿Por qué tengo que someterme a otro programa?

—Para que puedas tener un futuro. La semana pasada, cuando supe que podías morir en cualquier momento, no pude soportarlo. Vivo con la conciencia de que podrías perder el sentido, sufrir una sobredosis, volverte psicótico, causar un daño irrevocable o morir. Podría suceder en cualquier instante.

—Yo también vivo con eso —responde.

Lloramos juntos. Es un momento extraordinario para mí. En las trincheras de los meses anteriores he contenido mis lágrimas, pero ahora fluyen con libertad. Nic está en el vestíbulo de un hospital en alguna parte, recargado contra una pared, y yo estoy en el suelo de la cocina. Ambos lloramos.

—No puedo creer que ésta sea mi vida —me dice Nic antes de colgar. Después toma aire y concluye—: Haré lo que sea necesario.

La mañana del martes, su madre lo recoge en el hospital en el valle y lo lleva en auto hacia el aeropuerto, donde convence a un agente de seguridad de que le permita pasar por la zona de revisión para poder escoltar a Nic hasta la puerta de abordaje y tome el vuelo a Nuevo México.

Ella me llama desde la sala. Nic ha abordado el avión y éste ya se aleja hacia la pista de despegue. La veo parada allí con el teléfono celular al oído mientras mira por el ventanal. Veo a Nic en el avión. Lo veo como es: frágil, opaco, enfermo, mi hijo amado, mi hijo precioso.

“Todo”, le digo.

“Todo”.

Por fortuna existe un hijo precioso.

Por desgracia tiene una enfermedad terrible.

Por fortuna existe el amor y el gozo.

Por desgracia existe el dolor y la miseria.

Por fortuna la historia no ha terminado.

El avión se aleja de la puerta.

Cuelgo el teléfono.

Veo una pequeña caja color lila con tulipanes pintados en la parte superior y a los lados. Es una caja de música de Daisy. La abro y una bailarina se levanta accionada por un resorte. Baila. Inspecciono el interior de la caja. Tiene pequeños compartimientos, todos vacíos.

Como un separador gigantesco de una caja de dulces, la caja tiene capas ocultas. Con cuidado retiro la bandeja superior; debajo de ella, sobre un fondo negro como una pieza de museo, hay una jeringa de plástico. Saco la jeringa y la hago girar en mi mano, la examino y después la coloco a un lado. Retiro la siguiente bandeja y veo, en uno de los pequeños compartimientos, diminutos paquetes del tamaño de piedritas, cada uno envuelto con toallitas faciales. Tomo uno, lo examino y lo desenvuelvo despacio. Es un diente de Nic. Aún hay sangre en la raíz. Tomo el siguiente paquetito y lo abro. Otro diente.

Despierto.

Voy a la cocina donde Brutus está desparramado sobre el piso con las patas posteriores estiradas. No puede moverse. Karen coloca una toalla debajo de su barriga y, a modo de columpio, lo levanta despacio y así lo ayuda a ponerse en pie. Las patas traseras de Brutus tiemblan, pero aún es capaz de caminar.

El veterinario receta un nuevo medicamento. Todavía no podemos considerar la opción de dormirlo. No a Brutus. No creo que Daisy, quien todas las noches antes de irse a dormir se acurruca con él, pueda soportarlo. No creo que Karen lo soporte tampoco. O Jasper, quien durante varias horas al día se sienta en una silla en el jardín y arroja una pelota de tenis para que Brutus vaya tras ella, la recoja, se la lleve a Jas y la escupa en su regazo. Nadie de nosotros podría soportarlo pero, si es forzoso, lo haremos. Esto también.

Después de la escuela, Karen, Jasper, Daisy y yo entramos al consultorio del terapeuta familiar. Sentimos gran inquietud. Los chicos toman asiento, encogidos, en un sofá tapizado de cuero. Están inquietos en su asiento y casi pareciera que quisieran meterse a sus chamarras como si fueran tortugas que se refugian en su caparazón.

El terapeuta es un hombre joven de barbas recortadas y ojos oscuros que habla con voz suave y tranquilizadora.

—Su mamá, su papá y yo nos reunimos —les dice a los niños—. Ellos me contaron un poco acerca de lo que sucede en su familia. Me contaron sobre su hermano, Nic, y sobre su adicción. Tal parece que han pasado una mala temporada.

Jasper y Daisy lo miran fijo y lo escuchan con atención.

—Es muy atemorizante tener un hermano que consume drogas —continúa el terapeuta— por muchas razones. Una de ellas es que ustedes no saben qué sucederá. Sé que están preocupados por él. ¿Comprenden dónde está él ahora?

—Está en rehabilitación —responde Jasper.

—¿Saben lo que eso significa?

El terapeuta se los explica y después les cuenta acerca de otros chicos como ellos que viven una situación similar y lo difícil que es.

—Es normal sentirse confundidos si tienen un hermano a quien aman y a quien también pueden temerle.

Los chicos lo miran con intensidad.

El médico se inclina hacia el frente, apoya los codos en sus rodillas y mira de cerca a Jasper y a Daisy.

—Voy a decirles una palabra que tal vez nunca antes hayan escuchado —les dice—. La palabra es ambivalencia. Significa que es posible sentir dos cosas a la vez. Significa. significa que pueden amar a una persona y odiarla al mismo tiempo, o tal vez odiar lo que hace a su familia y a sí misma. Significa que sienten muchos deseos de verla y, al mismo tiempo, sentir temor ante ella.

Los chicos parecen incómodos aunque un poco menos. Después habla Jasper.

—Todo el mundo está preocupado por Nic —al decir esto, levanta la vista hacia mí.

—Miras a tu padre —dice el terapeuta—. ¿Se preocupa él por Nic?

Jasper asiente con la cabeza.

—¿Te preocupas tú por tu papá? ¿En especial después del hospital? Ellos me contaron eso también.

Jasper baja la mirada y ofrece un gesto de asentimiento apenas perceptible.

En su consultorio, en esta tarde de viento, la duda inicial de los chicos se ve reemplazada por lo que para Karen y para mí es una cauta sensación de alivio. Mientras más hablamos, más erguidos se sientan sobre el sofá. Hablamos acerca de temas que son innegables, pero que nunca han sido reconocidos de manera adecuada.

El terapeuta dice que, a pesar de que Nic está a salvo en rehabilitación por el momento, tal vez inspire temor el hecho de pensar en el futuro. Además, sólo porque él esté a salvo no significa que todo lo demás esté bien.

—Después de los robos de Nic, cada vez que algo desaparece entro en un estado de pánico al pensar que Nic se ha metido a la casa otra vez —dice Karen.

—Pánico es la palabra exacta —responde el terapeuta—. Tú regresas al estado de cuando te sentiste atacada.

Describimos el suceso de la pila de periódicos de nuestro amigo junto a la chimenea. Karen y yo pensamos que Nic los había llevado a la casa. Antes de discutir la situación, ambos entramos en un estado de alerta máxima. Yo no quería preocuparla y ella no quería molestarme pero ambos pensamos: Nic estuvo aquí. ¿Se meterá otra vez? Al final todo resultó bien pero tuvo su precio.

El doctor nos explica cómo los disparadores, como los periódicos, pueden hacernos volver a un estado de pánico. Después nos pregunta cuáles son otros disparadores para nosotros y es cuando caigo en cuenta. Desde luego.

—Creo que ocurre cuando suena el teléfono —digo.

—¿El teléfono?

Los niños me contemplan.

—El teléfono, cuando suena, me provoca el mismo estado de pánico. Siempre me preocupa que sean noticias sobre otra crisis. O que sea Nic y yo no sepa si está sobrio o drogado. O que no sea él y yo me decepcione. Mi cuerpo se tensa. Con frecuencia durante las cenas o cuando estamos reunidos en la noche, dejo que el teléfono suene hasta que la máquina contestadora responda la llamada porque no quiero enfrentar lo que sea que se presente. Creo que todos sentimos tensión. Jasper siempre pregunta por qué no contesto el teléfono. Creo que eso lo pone nervioso.

Jasper asiente.

—Y entonces no sólo es un suceso raro y azaroso que ocurre en su casa, como la pila de periódicos. El teléfono debe sonar todo el tiempo y ustedes deben estar en un constante y justo estado de preocupación y tensión. Eso no debe ser muy agradable —dice el doctor y se dirige hacia los niños—. ¿Es así?

Ambos asienten de manera vigorosa.

Ésta parece ser una revelación profunda. De nuevo hacia mí, el doctor sugiere:

—Tal vez podría apagar el timbre del teléfono durante ciertos momentos. Siempre puede devolver las llamadas después. —Enseguida, agrega—: Y ahora que Nic está en rehabilitación, quizá resulte útil que él y usted establezcan un horario —cuando sea, una vez por semana o más— para hablar por teléfono. Así, usted sabrá. Establecer límites como éste puede ayudarlos a ambos. Él y usted se sentirán liberados de un estado continuo de ansiedad de que él debería llamar, ha llamado o no ha llamado. Puede ayudarlos a todos ustedes. Su familia sabrá cuándo es hora de que Nic y usted hablen por teléfono y así pueden asegurarse de que él está bien, pero no lo sentirán como una amenaza constante.

—Es una buena idea —respondo pero después admito—: Mi corazón se acelera. La idea de interrumpir la comunicación me aterroriza.

—No la interrumpirá, la hará más segura para todos.

Termina la sesión y los cuatro descendemos por la escalera de concreto del anodino edificio. Los niños parecen liberados. Hay rubor en sus mejillas y brillo en sus ojos.

—¿Qué les pareció? —les pregunta Karen.

—Fue. —comienza Daisy.

—Increíble —termina Jasper.

—Así es —confirma Daisy.

Comienzo a supervisar mi uso del teléfono y apago el timbre por las noches y durante los fines de semana. Hago un plan para hablar con Nic una vez por semana. Pequeñas cosas que parecen enormes.

Ya han pasado tres semanas desde que Nic ha regresado a la rehabilitación. No suena muy bien. Según me explica, las semanas iniciales de su tratamiento están dedicadas a estabilizarlo. La desintoxicación de una semana en el valle no fue suficiente para limpiar su cuerpo de todas las drogas. Incluso ahora, después de tres semanas, aún sufre de agudo dolor físico y mental. Ha tenido convulsiones intermitentes. En una ocasión lo llevaron de emergencia a un hospital de la localidad. Su cuerpo se estremece, él está desolado y no puede dormir. El dolor continúa, lo cual es prueba, como si yo necesitara más, de la garra letal de las drogas que apresa su cuerpo.

Nic me llama el domingo. Su voz es fría e iracunda, me culpa por estar donde está y me pide un boleto de avión para regresar a casa.

—Esto fue un error —dice—. Es un desastre. Es un caos.

—Tienes que darle tiempo.

—¿Me enviarás o no un boleto de avión?

—No.

Cuelga el teléfono.

Al día siguiente llama para decirme que se siente un poco mejor. Durmió profundo la noche anterior y por primera vez desde que llegó de Los Ángeles. Lamenta lo de ayer.

—Aún no puedo creer que haya reincidido —me dice—. No puedo creer que hice lo que hice.

Me confiesa que se siente más culpable de lo que es capaz de expresar.

—Tengo miedo de decir cualquier cosa porque no sé qué es lo que sucederá. No quiero darles esperanzas a Karen, a los niños y a ti, y después decepcionarlos otra vez.

Me cuenta un poco acerca del enfoque del programa de tratamiento, que es distinto de los demás programas de rehabilitación.

—En mi primer grupo, un consejero me preguntó por qué estoy aquí. Me dijo: “¿Cuál es tu problema?”. Respondí que soy drogadicto y alcohólico. Él negó con la cabeza. “No”, me dijo, “así es como has enfrentado tu problema. ¿Cuál es tu problema? ¿Por qué estás aquí?

Muy bien, pienso, pero ya estoy más allá de la esperanza. No sé si Nic ya ha llegado demasiado lejos y la ayuda es inútil o si las drogas le han causado demasiado daño. Incluso si no es así soy incapaz de permitirme sentir esperanza.

Otra semana y otra. Navidad. Año Nuevo.

Otra semana. Un mes. Nic está a salvo en rehabilitación, pero yo aún estoy escéptico.

Es jueves. Voy a recoger a Jasper de la práctica de la banda musical y tomo asiento en la esquina superior del teatro donde los chicos practican. Jasper toca las congas en “Oye cómo va”. Un niño de octavo grado toca la guitarra como Carlos Santana.

Después lo llevo a casa y me despido de él, de Karen y de Daisy porque se van a la fiesta del cumpleaños número décimo primero de su primo. Yo arrojo mi equipaje en el auto y conduzco durante las peores horas de tránsito hacia el aeropuerto de Oakland, donde me registro y hago una comida rápida.

Abordo un saturado vuelo hacia el sur. Cuando llego a Albuquerque, camino a través de las puertas del aeropuerto. Tengo la vívida imagen de Nic al llegar aquí alrededor de ocho semanas atrás, después de que su madre mirara despegar el avión en Los Ángeles. Contemplo la terminal aérea a través de sus ojos: arte del suroeste, tapetes indios, el letrero de Entrada al país O’Keefe. En mi mente, Nic echa un vistazo al Thunderbird Curio y a Hacienda, cocina de Nuevo México. Pienso que Nic hubiera desdeñado el hecho de estar en esta terminal temática si hubiera estado en condiciones de desdeñar cualquier cosa.

En el exterior imagino al conductor de Life Healing Center a la espera de Nic con un letrero que decía Nic Sheff, pero tal vez no resultó difícil dilucidar quién era Nic, el joven proveniente de Los Ángeles de rostro pálido, ojos inertes y cuerpo lánguido después de su atasque de sustancias de varios meses de duración y una semana de tortuosa desintoxicación de una docena de drogas.

Rento un auto. Debía ser un vehículo para no fumadores, pero el interior apesta a cigarro. De camino por una amplia autopista enciendo el radio y lo primero que escucho son los acordes iniciales de “Gimme Shelter”.

Conduzco durante una hora, encuentro mi motel y me registro. Intento dormir. Estaría más tranquilo si estuviera en una convención de estudiantes de odontología que practicaran sus primeras endodoncias conmigo.

Nadar tal vez me tranquilice. Salgo de la habitación y paseo en el auto hasta encontrar un centro comercial para comprarme un traje de baño. Después regreso al motel y encuentro la alberca rodeada por cintas amarillas como si se tratara de la escena de un crimen.

En mi habitación tomo The New Yorker y leo las secciones de ficción, de Hertzberg y de Anthony Lane. Me pregunto si hay ejemplares de The New Yorker en la institución de rehabilitación donde está Nic. Por fin me quedo dormido durante un rato, me despierto a las ocho y me preparo.

No he visto a Nic desde junio, justo después de mi estancia en la unidad de terapia intensiva. Apenas recuerdo su visita; sólo recuerdo el bombardeo posterior. La voz pastosa, las llamadas telefónicas, el terror, la visita de su madre a su departamento, el mensaje de correo electrónico que presumía ser de Joshua Tree y que, según me enteré después, era de Oakland.

¿Por qué estoy aquí? Un fin de semana no puede deshacer todos estos años de infierno. Un fin de semana no puede cambiar la vida de Nic. Nada de lo que he hecho ha significado una diferencia. ¿Por qué estoy aquí?

Los terapeutas de su programa le aconsejaron pedirnos a su madre y a mí que viniéramos. Si hemos decidido hacer esto por última vez, si intentamos una vez más darle otra oportunidad, yo haré lo que ellos me digan. Sé que nada servirá, que es probable que nada sirva, pero yo haré lo que me corresponda. Con total franqueza y honestidad —no le digas a nadie, no le digas a él— también estoy aquí para verlo. He sentido temor pero una parte de mi interior, muy cauta y muy bien resguardada, lo extraña como loca; extraño a mi hijo.

La pureza del cielo azul de la mañana sólo se ve interrumpida por la línea de humo de un jet.

Conduzco a través de la ciudad de acuerdo con las instrucciones que me envió el centro de tratamientos a mi correo electrónico y giro por un camino sucio flanqueado por arbustos y esbeltos pinos. Es como una escena en una película de vaqueros. El lugar parece sugerir que alguna vez hubo ahí un rancho. Hay barracas, establos y una casa principal casi derruida, además de viviendas laterales construidas con troncos. Veo una fila de cabañas sobre las colinas que miran hacia el alto desierto. El lugar es rústico y modesto, muy diferente a la vieja mansión victoriana del Conde Ohlhoff, el hospital moderno y austero en el país de los vinos, el imponente edificio de granito de Stuyvesant Square en Manhattan o el Melrose Place de Jace en Los Ángeles.

Lleno algunos formatos en una pequeña oficina y después espero a Nic afuera. Hace frío pero traigo puesto un grueso abrigo.

Allá. Nic.

Respiro profundo.

De pie bajo el techo inclinado de una terraza baja en una cabaña en ruinas, Nic.

Nic con una chamarra del ejército y una bufanda estampada en tonos púrpura.

Nic con una camiseta deslavada, pantalones de hilo con pequeños parches de cuero y tenis negros de piel.

Su cabello dorado y marrón está rizado y largo. Él se lo aparta de los ojos.

Nic asciende por los débiles escalones hacia mí. Su rostro, delgado y anguloso. Sus ojos me miran con…

—Hola, papá.

Si admitiera el gusto que siento al verlo tal vez se me acusaría de olvidar la furia y el terror, pero siento gusto al verlo. Estoy asustado hasta los huesos.

Él se acerca a mí y extiende los brazos. Yo percibo su olor a cigarro y lo abrazo.

Mientras esperamos a Vicki charlamos sobre asuntos sin importancia. Después Nic levanta la vista hacia mí con timidez y dice:

—Gracias por venir. No estaba seguro de que vendrías.

Camino con él hasta un área superior para fumar debajo de un techo de madera; hay varias sillas maltratadas por la intemperie y una fogata.

Tengo miedo; no quiero desear verlo ni quiero sentirme feliz por verlo.

Nos encontramos a algunos de sus amigos. Hay una chica con perforaciones en las orejas y el cabello de tres centímetros de largo, un muchacho calvo y otro chico de cabello negro y rizado. Un hombre con el aspecto de quien ha pasado su vida entera bajo el sol se acerca y me saluda con un apretón de manos. Su piel es de cuero marrón, arrugado y rugoso. Sacude mi mano y me dice que tengo un hijo maravilloso.

Nic fuma y, al sentarnos junto a la fogata, me dice que las cosas han cambiado.

—Sé que ya has escuchado esto antes, pero ahora es distinto.

—El problema es que también he escuchado eso antes.

—Lo sé.

Entramos para reunirnos con su terapeuta principal y allí esperamos a su madre, quien pronto se reúne con nosotros. Vicki viste una chamarra larga y su cabello es largo y liso. Yo la miro de reojo. Resulta difícil mirarla a los ojos incluso después de todos estos años. Me siento culpable. Yo era un niño; tenía justo 22 años de edad cuando la conocí, un año menos que Nic ahora. Puedo intentar perdonarme a mí mismo, tanto si ella me perdona como si no, por el hecho de que yo era un niño, pero hay cosas con las que simplemente vives porque no puedes retroceder. Me he sentido nervioso por ver a Nic, pero también estaba nervioso por ver a Vicki. Tal vez nos hemos acercado mucho con el paso de los años recientes, es verdad; pero, a pesar de que hemos hablado por teléfono y nos hemos consolado y apoyado uno al otro y a pesar de que hemos discutido las diferentes opciones de intervención y nos hemos preocupado por la falta de un buen plan de seguros (ella se esfuerza ahora por integrarlo de nuevo a su póliza), no hemos estado en el mismo lugar durante más de unos cuantos minutos desde nuestro divorcio, veinte años atrás. Al pensar en esto recuerdo que la semana pasada fue nuestro aniversario de bodas, o lo hubiera sido. La última vez que estuvimos juntos durante más de cinco minutos fue en la graduación escolar de Nic, cuando Vicki y yo nos sentamos juntos y Jasper se sentó a mi otro costado. Más tarde, Jasper susurró a mi oído: “Vicki parece buena persona”.

La terapeuta comenta que, desde su punto de vista, Nic va muy bien, está donde debe estar, si consideramos el panorama general, y nos pide hacer comparaciones y contrastes con sus estancias previas en tratamientos de rehabilitación. Después nos pide reflexionar acerca de lo que nos gustaría obtener de este fin de semana y nos desea buena suerte.

Nic, Vicki y yo almorzamos. Hay varias opciones de comida: tamales, ensalada, fruta. Nic come un plato de cereal.

Después del almuerzo, Nic nos conduce a otro edificio y al interior de una sala con dos paredes de madera y dos paredes blancas cubiertas por las obras de arte de los pacientes. Los mosaicos del suelo son blancuzcos y algunos están sueltos. Huele a café que ha estado toda la mañana sobre la hornilla.

Un círculo de sillas nos espera.

Miro a Vicki de reojo. Ella ha sido periodista desde hace más de veinte años, pero cuando nos conocimos trabajaba en el consultorio de un dentista en San Francisco. El consultorio estaba en un piso inferior a las oficinas centrales del norte de California del recién fundado New West, donde yo era editor asistente; fue mi primer empleo después de salir de la universidad. Era un consultorio dedicado a la odontología de la Nueva Era diseñado para el placer, no para el dolor. Era un lugar bien ventilado con techos en arco soportado por vigas de madera de estilo rústico. Luces italianas colgaban de cables dispuestos a manera de redes y había una selva de helechos plantados en macetas también colgantes. La música —Vivaldi, Windham Hill— llegaba a oídos de los pacientes a través de audífonos y a través de sus mascarillas recibían óxido de nitrógeno. Vicki vestía una bata blanca sobre un vestido con estampado al estilo de Laura Ashley. Tenía ojos azules como la aurora y su cabello era como el de las modelos del champú Breck. Poco tiempo atrás había llegado de Memphis, donde tenía un tío que era dentista. Éste de alguna manera la había entrenado para desempeñar su trabajo como asistente de dentista. Fueron necesarios tres intentos para que pudiera tomar bien mis placas de rayos X, pero yo estaba tan fascinado por el óxido de nitrógeno y con ella levitando frente a mis ojos que ese detalle resultó insignificante. Nos casamos al año siguiente. Yo tenía 23 años de edad, justo la edad que Nic tiene ahora. El cheque que le pagamos al pastor del bonito y blanco templo fue rechazado. Sólo dos de nuestros amigos estuvieron en Half Moon Bay. No hemos vuelto a ver a esos dos amigos desde entonces. Yo tenía 23 años de edad y hace tres semanas cumplí cincuenta. Mi cabello ya no es gris, es blanco. Se parece al cabello blanco algodón de mi padre.

Las sillas están ocupadas. Miro alrededor del círculo: los pacientes, sus padres y el hermano de uno. Vamos de nuevo.

Dos terapeutas nos guían. Uno de ellos tiene el cabello oscuro y el otro es rubio. Ambos usan bufanda y ambos tienen mirada amable e intensa. Hablan por turnos para establecer reglas y expectativas.

Yo pienso: “Esto es pura mierda”. Ya he estado aquí, ya he hecho esto y no ha servido para nada.

Primero, cada uno de nosotros debe responder un cuestionario. Me avoco a la tarea. Después de algo así como media hora, todos leemos nuestras respuestas por turnos. Una madre, como respuesta a la pregunta de: “¿Cuáles son sus problemas familiares?”, lee: “Yo no pensaba que tuviéramos problemas, pero supongo que, de no ser así, no estaríamos aquí. Pensé que teníamos una buena familia”. La mujer comienza a llorar y su hija coloca una mano en la rodilla de su mamá. “Sí tenemos una buena familia”. Una vez más estoy en una habitación con personas como yo, gente herida por la adicción, confundida, frustrada, culpable, enojada, abrumada y aterrorizada.

A continuación, terapia de arte.

¡Terapia de arte!

He vivido demasiadas cosas como para ahora sentarme en el suelo a pintar con los dedos con Nic y mi exesposa. La furia me crece por dentro. ¿Para qué vine? ¿Por qué estoy aquí?

Nos entregan un pedazo de papel dividido en tres partes. Nic, Vicki y yo nos sentamos en triángulo el suelo alrededor del papel. Un triángulo.

En el momento señalado comienzo a dibujar. Elijo un gis y comienzo a oprimirlo alrededor del papel.

El calentador está demasiado alto y no hay suficiente aire.

Vicki, con pinturas de agua, pinta una hermosa escena como de una playa o de lo que quiera que sea. Yo aún estoy furioso. Ella dibuja una puesta de sol. Azul brillante y suave en espirales. Ella pinta una bella imagen como si estuviéramos juntos en un día de arte familiar en el preescolar de Nic con un cielo azul y un campo de pastos verdes. Pero entonces miro el tercio de papel de Nic. Con tinta, él dibuja un corazón; no un corazón de San Valentín ni un corazón de Cupido: un corazón con músculos, tejidos y ventrículos conectados a una aorta. Un corazón que late dentro de un cuerpo. Su cuerpo. Pegado a la aorta, un rostro y después más rostros en diferentes ángulos con expresiones de furia, desolación, horror y dolor. Yo dibujo con mi gis. He trazado una especie de línea gruesa que asciende desde la parte inferior del papel, un río que sube, pero que después se divide y fluye hacia las dos esquinas superiores de la página. Oprimo con tanta fuerza que el gis se desintegra en polvo.

Cuál es el caso de estar aquí, es una pérdida de tiempo. Ahora Vicki —aquí viene— tiene negro disuelto con agua en su pincel y el hermoso cielo azul desaparece cubierto por trazos acuosos de negro en pinceladas dominantes y expresivas. Nic comienza a escribir con fuerza una palabra, Lo, dos palabras, Lamento, tres palabras, Mucho. Las escribe otra vez, las escribe otra vez, las escribe otra vez, las escribe otra vez. Tal parece que no puede dejar de escribirlas. Es una mierda, un intento barato de. no es mierda; él intenta, con profunda desesperación, y yo puedo sentirla en él, decir algo, salir de algo de lo que no puede salir.

Resulta fácil olvidar que, sin importar lo difícil que esto sea para nosotros, es más difícil para él.

Mi dibujo. Ahora hay gotas, lágrimas de las dos ramas de la corriente tributaria y seis círculos encima de ella. Entonces sé que he dibujado la apertura en mi cerebro y todo lo que está allí: lágrimas, dolor, sangre, furia, terror. La maleta rota con los círculos y su contenido —yo, el yo que fui— se derrama hacia afuera.

Su madre ha dibujado una pequeña mancha roja en el centro que también gotea. Ahí también hay sangre.

Nic escribe Lo lamento mucho y yo siento deseos de llorar. No, pienso, no le permitas entrar de nuevo. No le permitas entrar de nuevo. No le permitas entrar de nuevo.

Por turnos, cada familia describe lo que está pintado en los papeles y lo que cada miembro sintió al trabajar uno junto al otro. El rojo de Vicki no es sangre: es un globo rojo al cual quiere sujetarse para que la aleje de la tormenta negra. Nic levanta la mirada hacia ella y le dice lo relevante que es el hecho de que esté aquí. Yo la contemplo y aquí está ella. Miro a Nic. Aquí está Nic con sus padres. Siento tristeza, una tristeza sobrecogedora de que ella haya tenido que vivir tantas cosas y, en especial, tristeza porque Nic haya tenido que vivir tantas cosas, y después yo, nosotros, y me mortifica sentir tristeza; estoy mortificado por sentir… Oh, Nic, yo también lo lamento. Lo lamento muchísimo.

Nic dice que el trabajo que realiza aquí no se refiere a encontrar excusas por su disipación o su locura y que tampoco se refiere a culpar a nadie. Se refiere a sanar. Sus terapeutas le han dicho que él tiene que esforzarse por superar lo que sea que lo obliga a hacerse daño a sí mismo, a exponerse al peligro, a dar la espalda a aquellos amigos que lo aman, a atacar a sus padres y a otras personas que lo aman, en especial a sí mismo, a intentar destruirse a sí mismo. Él es adicto, pero ¿por qué? Además de la fortuna de tener determinada predisposición genética, ¿qué es? Ellos quieren que Nic lo enfrente todo con el fin de que pueda sanar y dejarlo atrás.

La gente de los demás grupos familiares habla acerca de sus pinturas, lo que éstas evocan y cómo fue la experiencia de trabajar en ellas. Después las comentamos entre nosotros. Una chica, amiga de Nic, señala lo distintas que son las imágenes de nuestras pinturas y lo intensa que es cada una de ellas; también agrega que el corazón de Nic conduce a los ventrículos y mi corriente de gis parece una arteria rota.

De alguna manera me doy cuenta de que lloro. La mano de Nic reposa en mi hombro.

Al salir, poco antes de la puesta de sol, una imperiosa luna flota sobre la montaña. Al mirarla comprendo que no guardo esperanza alguna respecto de este programa, no porque no tenga esperanza en que funcione y no porque no pueda funcionar, sino porque me aterra hasta la médula sentir esperanza otra vez.

Voy a una librería y compro la novela de Zadie Smith, Dientes blancos. Quiero escapar esta noche y quiero esconderme en la historia de alguien más. De regreso en mi habitación de hotel, lo primero que leo al abrir el libro es el epígrafe de Donde los ángeles no se aventuran, de E.M. Forster. Lo leo y vuelvo a leerlo. “Cada pequeño detalle, por alguna razón, parece tener una importancia incalculable y cuando tú dices que ‘no tendrá consecuencias’ suena como una blasfemia. No hay manera alguna de saber —cómo decirlo— cuál de nuestras acciones, cuál de nuestras indolencias no tendrá consecuencias permanentes”. Casi tiemblo. Pienso cuán inocentes somos de nuestros errores y, a la vez, cuán responsables somos de ellos.

Se trata de sanar, no de culpar. ¿Será posible ir más allá de la culpa? En determinado momento Vicki asegura estar tan acostumbrada a guardar tanta rabia hacia mí que es como si siempre cargara una mochila llena de ladrillos a la espalda.

—Es un alivio ya no tener que cargarlos más —dice.

Después de algunos de sus comentarios en nuestra siguiente sesión de grupo, le digo:

—Tal vez aún tengas algunos ladrillos allí.

—Sí, tal vez los haya —reconoce ella.

Pero ahora estamos unidos en una de las conductas más primitivas de la especie humana: intentar salvar a nuestro hijo. El terapeuta dice que el objetivo de ese fin de semana no es culpar sino superar el resentimiento crónico. Un padre de los presentes dice:

—El resentimiento es como beber un veneno y esperar que la otra persona muera.

Por la mañana me dirijo de nuevo al centro de tratamiento. Allí está Nic con una camiseta de la Academia de Arte de Nueva York, jeans acampanados con las valencianas deshilachadas y un abrigo multicolor. Un gorro tejido cubre su cabeza hasta los ojos. Bebemos café.

Las familias tenemos una sesión de terapia colectiva. Es una posición de suma vulnerabilidad: terapia de grupo con audiencia, pero debo admitir que es un alivio decir lo que pienso. Cuando Nic habla yo siento una marea de emociones: ansiedad, temor, exasperación, enojo, pena, remordimiento; hay reminiscencias de orgullo y peligrosos destellos de recuerdos de lo que tuvimos, además de amor. Quiero abrirme para escuchar a Nic y creer en él, pero no deseo que se derrumbe la frágil presa que he construido para protegerme. Temo ahogarme.

Los padres somos unos imbéciles. Yo soy un imbécil por considerar la posibilidad de abrirme a la idea de la sanación. Sin embargo. De pronto recuerdo cuando rezaba por Nic. Nunca planeé rezar. Sólo miré hacia atrás y me di cuenta de que recé. ¿Para qué rezaba? Nunca dije “Deja de consumir drogas”. Nunca dije “Aléjate de las metanfetaminas”. Dije “Por favor, Dios, sana a Nic”. Recé “Por favor, Dios, sana a Nic”. Por favor, Dios, sana a cada persona devastada de esta sala, la querida gente devastada de este planeta, esta entrañable gente herida. Yo miro a todos los presentes. Son valientes. Están aquí. Sin importar cómo llegaron, están aquí. Están aquí y, por tanto, existe una posibilidad.

En la sesión final del último día se nos instruye pensar acerca del futuro. El futuro está lleno de peligros. Lo ilustramos, en términos literales. Nuestros guías nos dan a cada familia grandes hojas de papel con una figura dibujada en la esquina inferior izquierda que representa un trozo de tierra —donde estamos— y una figura en la esquina superior derecha que representa nuestro destino. Entre ellas hay pequeños círculos, piedras para pisar sobre ellas.

Las instrucciones: Indiquen dónde se encuentran ahora y a dónde quieren llegar. Indiquen los pasos —pasos concretos— que pueden dar para llegar allí. Piensen en los próximos meses, no en el resto de su vida. A dónde quieren ir y los pasos que deberán dar para llegar allí.

—Y, oh —dice el terapeuta—, el resto del área del papel es un pantano. Para cruzarlo desde donde se encuentran ahora hasta el sitio a donde quieren llegar, con el uso de las piedras, deberán evitar los peligros del pantano. Indiquen los riesgos que se ocultan aquí y que les esperan.

Nic, con un grueso marcador rojo, no tiene problema alguno para identificar los riesgos. Hay muchos: los viejos errores y hábitos, la tentación de las drogas. Nic dibuja una aguja hipodérmica. Hay tanto rojo que es casi imposible encontrar espacio para escribir en los pequeños círculos, las piedras de paso. Las piedras parecen muy pequeñas e inestables en comparación, pero Nic escribe nuestro plan familiar y su plan. Cómo avanzaremos despacio y daremos pequeños pasos hacia adelante. Cómo nos apoyaremos y no nos obstaculizaremos unos a otros. Las piedras de paso de Nic incluyen a AA y otro trabajo concienzudo que, espera, reparará sus relaciones afectivas. Menciona a Karen y levanta la vista hacia mí.

—En verdad amo a Karen —me dice—. Somos amigos y la extraño. —En cuanto a Jasper y Daisy, comenta—: Sé que me tomará mucho tiempo.

Hay mucho por escribir. Cuando el mapa está terminado queda claro que las tareas de su madre y las mías no son triviales: mantenernos al margen, apoyar a Nic, pero permitirle que su recuperación sea su recuperación mientras nos esforzamos por crear relaciones saludables, amorosas y de apoyo, según las describe Nic, aunque independientes. No obstante, la mayor parte del trabajo recae en los hombros de Nic porque los riesgos esperan por él y lo inducen a fallar. Los riesgos, señalados con marcas rojas, son perniciosos, omnipresentes y siniestros. Es un pantano y hará falta un milagro para que Nic pueda navegar sobre él. Al pensarlo miro a la madre de Nic y a mi hijo. Estamos juntos los tres aquí y pienso: “Éste es un milagro. ¿Será demasiado sentir esperanza hacia los demás?”.

Vuelo de regreso a casa. Siento como si alguien hubiera cortado mi pecho con un serrucho y hubiera realizado una serie de cortes desde mi clavícula hasta cada omóplato y luego de regreso al centro; que hubiera cortado a través de la mitad de mi pecho y estómago, justo por encima de mis intestinos, y después más cortes horizontales desde un extremo de mi hueso pélvico hasta el otro. Enseguida, como si ese alguien, con manos enfundadas en guantes quirúrgicos, hubiera apartado hacia a un lado y hacia el otro las diferentes capas de tejido y hubiera desgarrado los tendones, músculos y piel de manera que ahora estoy aquí con las vísceras al descubierto.

Esa sensación no desaparece. Estoy en casa de nuevo y Karen salió con Daisy al ortodoncista, razón por la cual estoy a solas con Jasper quien toca la guitarra, lo que él llama “el rasgueo” de una canción que graba con Garage Band. Después agrega tambores, otras percusiones y un sintetizador. A continuación graba su voz e improvisa divertidas letras. Para el coro, Jasper repite la palabra donuts como si se tratara del desenlace de un libreto de ópera. Cuando la aberrante grabación queda lista, Jasper la quema en un disco compacto.

Es hora de llevarlo en el ferry a su práctica de lacrosse. En el auto escuchamos su música y luego a White Stripes. Al llegar al campo, Jasper baja del auto con un salto, se pone su uniforme y corre hacia donde se encuentran sus amigos.

Estoy de pie en la orilla de la cancha. Los chicos, vestidos como gladiadores, exhalan vapor como dragones debido al frío y corren detrás de la pequeña pelota blanca para atraparla en las redes de los extremos de sus palos y arrojársela unos a otros a lo largo de la cancha.

Mi teléfono celular está en mi bolsillo pero está apagado, un estado impensable en el pasado. Según señaló nuestro terapeuta familiar, el teléfono me conectaba con Nic y cada agudo timbrazo causaba un sobresalto a mi corazón como si se tratara de un desfibrilador. Tal parece que causaba sobresaltos en el corazón de cada uno de nosotros. Cada llamada alimentaba mi creciente obsesión con la promesa de tranquilidad de que Nic estaba bien o la confirmación de que no era así. Mi adicción a la adicción de Nic no nos ha servido a Nic ni a mí ni a nadie a mi alrededor. Su adicción se convirtió en una motivación mucho más importante que el resto de mi vida. ¿Cómo podría no serlo la lucha entre la vida y la muerte de un hijo? Ahora estoy en mi programa personal de recuperación de mi adicción a la suya. El trabajo profundo ocurre en terapia, pero también doy pasos prácticos, como apagar mi teléfono celular.

Después de la práctica, Jasper y yo vamos a una tienda de artículos deportivos. Sus tacos ya le quedan chicos y necesita unos nuevos. Para contribuir al pago de sus zapatos deportivos nuevos, Jasper utiliza un certificado de regalo que recibió en Navidad. Junto a la caja, al sacar el certificado de su cartera, un pedazo de papel cae al suelo.

—¿Qué es eso? —le pregunto mientras él se inclina a recogerlo.

—La carta que Nic me escribió.

Rápido la dobla de nuevo y la guarda en su cartera.

Ahora los niños están dormidos. Karen y yo estamos en la cama y leemos. Brutus corre en sueños. Después de colocar mi libro a un lado, me quedo acostado e intento comprender qué es lo que siento. Los padres de los adictos aprendemos a moderar nuestra esperanza, a pesar de que nunca la perdemos por completo. Sin embargo, nos aterra el optimismo y tememos que se nos castigue por ello. Es más seguro apagarlo; no obstante, de nuevo estoy abierto y, como consecuencia, siento el dolor y el gozo del pasado y la preocupación y la esperanza por el futuro. Ya sé qué es lo que siento. Todo.