Ha Jin escribe: “Algunos grandes hombres y mujeres se fortalecen y redimen a través de su sufrimiento e incluso buscan la tristeza en lugar de la felicidad, como aseguró Van Gogh: ‘La pena es mejor que el placer’ y como declaró Balzac: ‘El sufrimiento es el maestro de uno’. Pero estos principios sólo son adecuados para las almas extraordinarias, para las personas selectas. A la gente ordinaria como nosotros, demasiado sufrimiento sólo puede hacernos más malos, más locos, más cerrados y más miserables”.
Yo no soy un gran hombre, pero no me siento más malo, loco, cerrado o miserable. Hubieron periodos en los cuales sí me sentí así pero ahora me siento bien, al menos la mayor parte del tiempo.
Nic estuvo tres meses en Santa Fé y sus consejeros recomendaron que lo siguiente era ingresarlo a un programa en el norte de Arizona donde pudiera continuar su trabajo de recuperación, además de conseguir un empleo y realizar labores voluntarias. Él dijo que no.
—Sé que esto te preocupará, pero debo continuar con mi vida —me dijo e intentó tranquilizarme—. Estaré bien.
—No, no puedes —dije al principio, pero después recordé: Es tu vida.
Nic abordó un autobús hacia el este para ir a visitar a un amigo a quien conoció en el programa. No hablamos durante un tiempo, pero después comenzamos a hablar de nuevo.
Ahora nos reportamos uno con el otro con regularidad. Nic ya conoció a una nueva chica, es estudiante de arte y ya viven juntos. Nic trabaja en una cafetería, sirve café descafeinado (eso dice) cuando un cliente se lo pide y ha vuelto a escribir. Ha retomado la escritura de su libro. Ahora tiene mucho más qué decir acerca de lo difícil que resulta permanecer sobrio.
Hablamos sobre nuestros textos. Hablamos acerca de nuestras vidas, las noticias y los libros que leemos, música y películas, ¡Little Miss Sunshine!
Calculo que hará algo así como un año desde que partió de Los Ángeles. Hasta donde sé, ha cumplido un año de sobriedad otra vez. Después de todo, ¿confío en que ha permanecido sobrio? ¿Niego todo lo que hemos vivido? ¿Ignoro lo difícil que es y será? Nunca, pero tengo esperanza. Todavía confío en él.
Durante el periodo inmediato a mi hemorragia cerebral me quejé de haberme perdido lo que imaginaba que sería un beneficio por haber sobrevivido a una experiencia cercana a la muerte; es decir, más allá del beneficio por excelencia: seguir vivo. Como ya dije, con frecuencia he leído y escuchado testimonios de sobrevivientes que describen epifanías derivadas de una tragedia. Sus vidas se transformaron, se hicieron más simples y con prioridades más claras además de haber adquirido un nuevo aprecio por la vida. Pero también dije que yo siempre he apreciado la vida. En mi caso, la hemorragia cerebral me hizo percibir la vida con más temor. Aprendí que la tragedia puede golpear a cualquiera de nosotros o a nuestros hijos en cualquier momento y sin previo aviso.
Juzgué demasiado pronto. Las cosas han cambiado desde entonces. Así como hay etapas de luto o muerte, deben existir otras etapas después de un suceso traumático porque con el tiempo pude aprender la lección de la unidad de terapia intensiva de neurología.
Cumplí cincuenta años de edad en diciembre. En esa temporada yo conversaba con un terapeuta acerca de los años pasados. Cuando le dije que todos los neurólogos habían desechado la idea de que mi hemorragia cerebral se relacionaba con el estrés presente en mi vida, el terapeuta me miró con indulgencia y me dijo: “Bueno, es seguro que no ayudó”. Él me recordó que, antes de que mi cabeza explotara (literalmente), yo con frecuencia sentía como si fuera a explotar. Durante años había vivido con una intensa y permanente preocupación por Nic. Ya lo había racionalizado: ningún padre consciente de un drogadicto podría esperar ser feliz durante mucho tiempo. Me sentía agradecido por los momentos de alivio cuando Nic parecía mejorar o, al menos, cuando estaba bien. Mientras tanto, hacía mi mejor esfuerzo por disfrutar de mi vida con Karen, Jasper, Daisy, mis amigos y el resto de mis familiares durante las treguas, aunque éstas fueran insuficientes y de corto plazo.
El médico señaló que yo podía tomar una decisión distinta. Sin invocar a AA o a Al-Anón, básicamente pronunció la Oración de la Serenidad. Podía decidir ahora y para siempre aceptar las cosas que no podía cambiar, tener el valor de cambiar las cosas que sí podía cambiar y tener la sabiduría para reconocer la diferencia. La clave está en la segunda parte: ¿Tenía yo el valor de cambiar las cosas que sí podía cambiar?
—Lo he intentado —le dije—. Lo he intentado por años.
—Tal parece que no lo has intentado lo suficiente.
El doctor me preguntó por qué acudía a terapia sólo una vez por semana. Le dije que no tenía tiempo ni dinero para más sesiones. En cuanto a la excusa financiera, respondió:
—Si, durante estos años, alguien te hubiera dicho que Nic necesitaba más terapia con el fin de estar bien, ¿hubieras encontrado la manera de pagar por ello?
—Sí —respondí con honestidad.
—¿Su salud mental es más importante que la tuya?
Entendí el mensaje.
En cuanto a la cuestión del tiempo para acudir a terapia, él preguntó:
—¿Cuánto tiempo vale la pena invertir para acabar con el sufrimiento de una persona? ¿Cuánto tiempo desperdicias ahora en sufrir? —Después—: Casi mueres. Tienes cincuenta años de edad. ¿Cómo quieres vivir el resto de tu vida? Depende de ti.
En última instancia, mi hemorragia cerebral me ha hecho apreciar, en lugar de temer, la profunda verdad de este cliché: nuestro tiempo aquí es finito. Esta concepción me motivó a escuchar al doctor y a hacer lo que fuera necesario para poder superar mi preocupación obsesiva por Nic. Yo no puedo cambiar a Nic, sólo a mí mismo. Por tanto, en lugar de concentrarme en la recuperación de Nic, desde entonces me he concentrado en la mía.
Acudí a las reuniones de Al-Anón. También tuve sesiones terapéuticas dos veces por semana y, por primera vez en la vida, me recosté en el diván del médico. La diferencia ha sido profunda, como desarmar una construcción de Lego de varios niveles con habitaciones y áticos ocultos; desmantelarlo ladrillo por ladrillo y examinar cada uno de ellos. Es un proceso meticuloso y, con frecuencia, atemorizante. Aprendí que, en un momento dado, el hecho de concentrarme en la perpetua crisis de Nic se convirtió en un territorio más seguro que concentrarme en mí mismo. Incluso era más seguro que sufrir una hemorragia cerebral casi fatal.
Como sabe cualquier persona en terapia intensiva, puede haber un beneficio de profunda transformación en el proceso a pesar de que no es fácil. He descubierto capas de culpa y vergüenza que ayudan a explicar por qué estaba tan deseoso de hacerme responsable por la adicción de Nic y, de hecho, por su vida. Como resultado, ya no siento que todos esos otros clichés de Al-Anón y de los programas de recuperación sean tales. Aún no acepto por completo la primera C pero, en cambio, reconozco que nunca sabré en qué medida causé la adicción o contribuí a ella. Hace poco, en la New York Times Magazine, William C. Moyers, hijo del periodista Bill Moyers y adicto en recuperación, dijo: “La recuperación se refiere a… lidiar con ese agujero en el alma”. ¿Cómo se hizo ese agujero? Nadie lo sabe. Cuán inocentes somos de nuestros errores y cuán responsables a la vez. Acepto que cometí tremendos errores en la crianza de Nic. No me absuelvo; ni siquiera ahora. Como sabes, Nic, lo lamento muchísimo.
He aceptado las otras C. No puedo controlarla ni puedo curarla. “A pesar de todas las lágrimas y penas y todas las desesperadas buenas intenciones, la mayoría de las familias de adictos es vencida al final”, escribe Beverly Conyers. “Los adictos persisten en su comportamiento autodestructivo y adictivo hasta que algo en su interior, algo muy ajeno a los esfuerzos de cualquier otra persona, cambia de manera tan radical que el deseo por la excitación de la droga es anulado y, por fin, apagado por el deseo de una vida mejor”. Una cosa es leer esto y otra muy distinta es evolucionar a una genuina aceptación de ello. Confío en haber hecho todo lo posible por ayudar a Nic. Ahora depende de él. Acepto que lo he dejado ir y que él resolverá las cosas o no. Imagino que Nic también debe sentirse liberado por el hecho de que yo he dejado de hacerme cargo de su recuperación. Lo anterior establece las bases para una clase distinta de relación entre nosotros, como la que él vislumbró en Santa Fé. En lugar de ser codependiente y permisiva, conmigo en el intento por controlarlo aunque sea para salvarlo, nuestra relación puede evolucionar hacia la independencia, la aceptación y la compasión con límites saludables. El amor es garantía.
La hemorragia cerebral me ayudó a distinguir la diferencia. Era algo que yo sabía intelectualmente y que ya asimilé emocionalmente. Mis hijos vivirán conmigo o sin mí. Es una revelación abrumadora para un padre, pero también nos libera para permitirles crecer a nuestros hijos.
Desearía haber llegado a este punto más pronto, pero no pude. Si tan sólo la paternidad fuera más sencilla. Nunca lo será. Si sólo la vida fuera más sencilla. No lo es pero ésa ya no es mi meta. Alguna vez deseé con desesperación que las cosas fueran más sencillas, pero mi percepción del mundo se rompió en el curso de la adicción de Nic y durante mi estancia en la unidad de terapia intensiva. A partir de esas experiencias aprendí otra lección: que puedo aceptar y, de hecho, me siento aliviado por hacerlo, un mundo de contradicciones en donde todo es una gama de grises y casi nada es blanco o negro. Hay mucha bondad pero, con el fin de disfrutar de la belleza y del amor, uno debe soportar lo doloroso.
También han habido lecciones prácticas. Dado que se ha difundido el hecho de que mi familia ha vivido este proceso, amigos, amigos de amigos, amigos de amigos de amigos, así como extraños, acuden a nosotros. Tal parece que la gente aún lee mi artículo porque he recibido más cartas. Cada persona parece encontrarse en medio de alguna versión del infierno de la adicción, la propia o la de sus hijos, pareja, hermanos, padres o amigos. Con frecuencia piden mi consejo. Incluso ahora, mis consejos son tentativos.
Estoy por completo de acuerdo con la principal recomendación de todas las campañas antidrogas racionales: habla con tus hijos pronto y con frecuencia acerca de las drogas. De lo contrario, permitirás que alguien más los instruya al respecto. ¿Debes ser abierto y honesto acerca de tu propia experiencia con las drogas? Es una decisión individual porque cada padre y cada hijo son únicos. Yo sería cauto en glorificar el consumo de drogas y alcohol y tomaría en consideración las edades de los hijos para nunca proporcionarles más información de la que puedan comprender en un momento determinado. No obstante, a fin de cuentas, no sé si es importante o cuánto lo sea el hecho de hablarles acerca de tu experiencia. Otras cosas son mucho más importantes. ¿Cómo aplico esta conclusión con mi familia? Creo que los niños no necesitan (ni deben) conocer cada detalle de nuestras vidas, pero nunca les mentiré a mis hijos y responderé con honestidad a cada una de sus preguntas. Tarde o temprano, Jasper y Daisy leerán esta historia. No les sorprenderá porque la han vivido. Tenemos una conversación continua no sólo sobre Nic sino sobre las drogas, la presión de los amigos y los demás temas de sus vidas. Ellos conocerán la historia de su padre con las drogas y el costo que tuvo. Ya conocen la de su hermano.
Más que cualquier otra cosa, los padres desean saber en qué momento un hijo ya no experimenta, deja de ser un adolescente típico, ya no vive una etapa o algún rito de iniciación. Dado que no existe una manera adecuada de responder a esta pregunta, he concluido que preferiría equivocarme del lado de la precaución e intervenir más pronto que más tarde sin esperar a que un hijo se exponga al peligro o exponga a otras personas de manera irresponsable. En retrospectiva, desearía haber obligado a Nic a someterse a un programa de rehabilitación de largo plazo cuando él aún era lo bastante joven como para que yo tuviera poder legal sobre él para hacerlo. Enviar a un hijo —o a un adulto, para el caso— a rehabilitación antes de que esté listo y sea capaz de comprender los principios de la recuperación tal vez no impida la reincidencia pero, desde mi experiencia, no hará daño y podría ser útil. Además, un periodo de abstinencia forzada durante los años formativos de la adolescencia es mejor que el mismo tiempo invertido en consumir drogas. El tratamiento obligatorio en un buen programa cumple al menos con una meta inmediata: mantener al chico alejado de las drogas durante el tiempo que dura el tratamiento. Dado que mientras menos drogas se consuman más fácil será dejar de hacerlo, entonces mientras más largo sea el tratamiento, mejor.
¿A dónde enviar a un hijo? ¿Qué tipo de programa? A pesar de que pueden ayudar a algunos chicos, yo dudaría acerca de los programas que emplean una disciplina severa. No es que no comprenda el impulso de enviar a un hijo a un campamento militar. Los padres se dan por vencidos y dicen: “Ustedes arreglen a mi hijo”. Sin embargo, no existe evidencia convincente de que los campamentos militares o algunos programas similares ayuden a los chicos y podrían causarles daño. El Instituto Nacional de Justicia alguna vez realizó una evaluación de campamentos militares cuya conclusión fue la siguiente: “Los componentes comunes de los campamentos militares, como la disciplina al estilo militar, el entrenamiento físico y la labor ardua no reducen la reincidencia”. Un reporte del Instituto Koch del Crimen en Kansas descubrió que: “el temor a ser encarcelado en un campamento militar no ha impedido el crimen” y tres de cada cuatro chicos regresan a alguna forma de detención en el transcurso de un año después del campamento. En su página web, la Asociación Nacional de Salud Mental reporta que “el empleo de tácticas intimidatorias y humillantes es contraproducente para la mayoría de los jóvenes”, “los asistentes a campamentos militares son más proclives a ser arrestados de nuevo o más pronto que otros criminales” y, al detallar el problema más serio de los campamentos militares, existen muchos “incidentes molestos” de abuso.
En 1998, en Georgia, una investigación del Departamento de Justicia en Estados Unidos concluyó que “el modelo paramilitar de los campamentos militares no sólo es ineficiente sino dañino”. Más allá de algunos casos de muerte y abuso, “se crea una situación de peligro que con frecuencia puede ser dañina psicológicamente” dijo Mike Riera, un renombrado autor y psicólogo por su trabajo con adolescentes y con quien Karen y yo nos reunimos para comentar el caso de Nic. “Si la ira y la confusión que conforman la base de los problemas de un muchacho se empujan más hacia el fondo, existe una fuerte probabilidad de que se hagan patológicas y se manifiesten como una incapacidad para mantener relaciones interpersonales o como violencia, depresión o suicidio. Además, el abuso genera más abuso”.
¿Entonces, qué? He escuchado algunas historias de éxito de personas que enviaron a sus hijos a varios tipos de programas: paciente interno, paciente externo, programas de un mes de duración como en Ohlhoff, St. Helena, Sierra Tucson, Hazelden y cientos más; programas de tres meses en bosques, selvas o desiertos; programas de seis meses como los que ofrecen instituciones como Ohlhoff, Hazelden y otros centros de tratamiento alrededor del país; programas de un año de duración o posteriores al bachillerato. Para muchos adictos, las estancias largas en comunidades de vida sobria, como Herbert House, transformaron sus vidas; es decir, las salvaron. No existe una respuesta única o sencilla porque nadie sabe qué es lo que ayudará a un individuo en particular. Es difícil conseguir recomendaciones profesionales confiables pero yo las buscaría. Yo insistiría en conocer una segunda o tercera opinión, discutiría con médicos, terapeutas y consejeros dentro y fuera de las escuelas y me aseguraría de que estas personas tuvieran experiencia en adicciones al alcohol y a las drogas. Después sopesaría sus recomendaciones y recordaría que ésta no es una ciencia exacta y que cada chico y cada familia son únicos.
Casi en todos los casos, enviar a un hijo a rehabilitación en contra de su voluntad es la decisión más difícil que un padre debe tomar. La madre de uno de los amigos de Nic de la escuela de graduados me contó que contrató a un hombre para que secuestrara a su hijo de 17 años de edad, quien consumía y vendía metanfetaminas. Especialistas entrenados lo sujetaron y lo escoltaron, con las manos esposadas, a un programa de tres meses de duración en el bosque. Ella lloró durante tres días enteros. Desde que terminó el programa, el chico ha reincidido una vez, pero ahora asegura que la intervención de su madre le salvó la vida.
Escuché historias similares en las reuniones de AA a las cuales acudí con Nic. Los adictos en recuperación recordaron cuando sus padres orquestaron intervenciones para obligarlos a someterse a un tratamiento. “Los odié en ese momento. Ellos salvaron mi vida”. También escuché intentos fallidos. “Lo intenté pero mi hijo murió”. En cuanto a las adicciones, ningún resultado está garantizado. Las estadísticas son casi insignificantes. Nunca sabes si tu hijo pertenece al 9, 17, 40, 50 por ciento o cualquier otro porcentaje del número real de los que sí se salvan. Al mismo tiempo, las estadísticas son útiles de una manera más reflexiva: nos informan que nuestro adversario es formidable y nos impiden albergar un optimismo irracional.
En ocasiones, cuando Nic recaía, yo culpaba a sus consejeros, terapeutas, instituciones de rehabilitación y, desde luego, a mí mismo. En retrospectiva he llegado a comprender que la recuperación es un proceso continuo. Tal vez Nic reincidió, pero los diferentes programas de rehabilitación interrumpieron sus ciclos de consumo de drogas. Sin ellos, Nic hubiera podido morir. Ahora tiene una oportunidad.
Lo anterior nos lleva a otra pregunta. Sí, yo ayudaría a un hijo mío a regresar a la rehabilitación después de una recaída pero no sé cuántas veces. ¿Una? ¿Dos? ¿Diez veces? No lo sé. Algunos expertos estarían en desacuerdo conmigo y te recomendarían no ayudarle. Ellos creen que un adicto debe acudir a un centro de recuperación por sí mismo. Tal vez tengan razón en lo que se refiere a algunos chicos. Por desgracia nadie lo sabe a ciencia cierta.
He aprendido algunas otras cosas más. La rehabilitación no es perfecta, pero es lo mejor con lo que contamos. Los medicamentos pueden ayudar a algunos adictos, pero no puede esperarse que sustituyan a un programa de rehabilitación y al trabajo continuo de recuperación. De ninguna manera ayudaría yo a una persona que consume drogas a hacer cualquier otra cosa que no sea regresar a la rehabilitación. No pagaría su renta ni sus multas para sacarla de la cárcel a menos que fuera directo a la rehabilitación; incluso entonces, no pagaría sus multas para sacarla de la cárcel varias veces, no pagaría sus deudas y nunca le daría dinero.
En 1986, Nancy Reagan, quien dio inicio a la campaña antidrogas “Sólo di que no”, pronunció la famosa frase: “No hay un territorio intermedio en términos de moral. La indiferencia no es una opción. Por el bien de nuestros hijos, imploro a cada uno de ustedes que sean firmes e inflexibles en su oposición a las drogas”.
No conozco a ninguna persona madura que esté a favor de las drogas como las metanfetaminas. En cambio, debemos comprender el complejo mundo en el cual crecen nuestros hijos y ayudarles lo mejor que podamos.
La gente le decía a Nic: “Bueno, sólo deja las drogas”.
He aprendido que no es tan fácil.
La gente me decía que me liberara de mi preocupación porque no había nada que yo pudiera hacer. “Sácalo de tu mente”. Nunca pude hacerlo. Al final aprendí a hacer el duro trabajo que implicó poner esta experiencia en perspectiva porque no ayuda a nadie, ni al adicto ni al resto de la familia ni a ti cuando se convierte en lo único en tu vida. De ahí se deriva mi consejo: Haz lo que tengas que hacer (terapia, Al-Anón, mucho Al-Anón) para que puedas contenerlo. Y sé paciente contigo mismo. Permítete cometer errores. Sé amable contigo mismo y muy amoroso con tu pareja. No guardes secretos. Como repiten con frecuencia en AA: tú estás tan enfermo como tus secretos. A pesar de que no es una solución, la apertura es un alivio. Nuestras historias compartidas nos ayudan a recordar a qué nos enfrentamos. Los adictos necesitan recordatorios y apoyo constantes y sus familias también. Es útil leer historias de otras personas y también es útil escribir, al menos lo fue para mí. Como ya comenté, yo escribía con frenesí. Escribía a medianoche y hasta la mañana siguiente. Si yo fuera pintor como Karen, hubiera pintado lo que vivía en ese momento. Ella lo hizo con frecuencia. Yo escribía.
Ya no estoy preocupado por Nic. Esta situación puede cambiar, pero en este momento acepto e incluso aprecio el hecho de que él viva su vida a su manera. Desde luego que siempre tengo la esperanza de que permanezca sobrio. Espero que nuestra relación continúe en su proceso de sanación y sé que esto sólo puede suceder siempre y cuando él se mantenga sobrio.
¿A dónde se fue mi preocupación? Tengo una imagen mental de ella. El artista Chuck Close dijo en una ocasión: “Me abruma el todo”. Él aprendió a separar las imágenes en una red de cuadrados pequeños y manejables. Al pintar un cuadrado a la vez, él crea retratos hipnóticos del tamaño de una pared. Yo también me sentí abrumado por el todo con frecuencia, pero aprendí a contener mi preocupación por Nic en un cuadrado o dos de la red que Close pintaría si su obra se basara en mi vida. Reviso mis cuadrados de vez en cuando. Cuando lo hago, siento un rango completo de emociones pero no me abruman.
A veces me aterra el futuro pero mucho menos de lo que solía aterrarme antes. Me he vuelto mucho mejor en la tarea de tomar cada día a la vez. Tal vez suene simplista, pero es tan profundo como muchos conceptos que conozco. Aún puedo preocuparme por lo que le sucederá a Nic en cinco años o en diez, y a Jasper y a Daisy, para el caso, pero entonces regreso a hoy.
Hoy.
Es junio. Cumpleaños de Daisy. Hoy cumple diez años de edad. ¡Diez! Hoy también es día de ceremonia de ascenso. Daisy pasa a quinto grado y Jasper a séptimo.
Sucanción de graduación de este año es “I Believe in Love”, con versos escritos por los alumnos con la ayuda de sus profesores. La banda toca. “El cuarto grado fue la puerta”, cantan Daisy y sus amigos, “y el conocimiento fue la llave. La fiesta fue fantástica. Cantamos en armonía. El país del oro y los días en Olhone nos mantuvieron en la onda. Se acabó el tiempo del cuarto grado; somos alumnos de quinto grado en movimiento. Yo creo en la música. Yo creo en el amor.”
El grupo de Jasper se pone de pie y los chicos cantan sus versos: “Sexto grado fue lo máximo, el viaje a Angel Island me asustó. En antiguo Egipto, China y las filosofías griegas. Y nada rima con Mesopotamia. Yo creo en la música. Yo creo en el amor.”
Por la noche, nuestra cena semanal en casa de Nancy y Don está dedicada a celebrar la graduación de los chicos, los cumpleaños de Nancy y Daisy y mi aniversario. Mi hemorragia cerebral ocurrió hace justo un año.
Los niños están alrededor de la mesa de la cocina y juegan damas chinas con Nancy, quien pierde y no le parece nada bien.
—No es justo —gruñe cuando Jasper gana.
Jasper, Daisy y sus primos arrastran la base con ruedas de un piano atada a una larga cuerda. Por turnos se jalan unos a otros sobre ella como si esquiaran sobre agua. El tripulante se inclina hacia ambos lados alrededor de la sala. En la cocina, Nancy arroja un puñado de chalotas picadas a una sartén con mantequilla derretida. Cuando están crujientes y doradas, agrega vinagre de vino tinto. Después de revolverlas, deja que la salsa se sazone sobre la hornilla y sale a la terraza. Con la mirada hacia el cielo, Nancy emite un curioso sonido para llamar a las aves. Cuervos y urracas acuden a comer galletas.
Don asciende por el camino que sube desde el jardín, donde ha regado las plantas. Porta un radio de bolsillo con audífonos. Los chicos corren por la cocina seguidos por la manada de perros que ladran; incluso Brutus avanza despacio detrás de los demás. Nancy preparó una pierna de cordero con la salsa de chalotas en vinagre, además de alubias con col verde, tomillo fresco y ajo. El hermano de Karen corta la pierna en rebanadas. De postre, su hermana preparó pastel de limón con merengue color rosa y azul pálido y pequeños monos, elefantes y osos con velas sobre ellos. Cantamos “Feliz Cumpleaños” para Daisy y Nancy y ambas apagan las velas. Después, Jasper, sentado junto a mí en la mesa, exclama:
—No puedo creer que ya sea verano.
Verano. Surfeo en Santa Cruz. Estamos aquí con nuestros queridos amigos en un tranquilo día en la zona curva de Pleasure Point. Las olas están bajas de manera que los locatarios más tradicionales se han quedado en casa, pero los grupos de olas gentiles y sedosas son perfectas para los niños. El agua está clara y tibia. Sentado sobre mi tabla a la espera del siguiente grupo de olas me tomo un momento para analizar la red en el interior de mi cabeza hasta encontrar los cuadrados en los cuales reside Nic. Él y yo pasamos juntos mucho tiempo aquí.
De camino a casa por la costa, Jasper elige un disco compacto. Como su hermano mayor cuando era más joven, el músico favorito del momento de Jasper es Beck, así que me entrega Midnite Vultures para que lo deslice en el reproductor. El auto está lleno de arena y nosotros estamos llenos de arena y sal; el aire del mar se introduce por las ventanillas abiertas mientras Beck canta junto con Jasper y conmigo. Daisy se queja y nos pide que bajemos el volumen. Miro el océano azul y siento a Nic con mucha intensidad.
En casa, Jasper está sentado en la terraza con Daisy y la consuela. Ella está alterada porque miró un video acerca del calentamiento global.
—Siento como si estuviera de pie contra un muro y un gigante se aproximara despacio hacia mí. Yo quisiera detenerlo pero no puedo —dice mi hija entre lágrimas—. Quiero volar y coserle un parche a la capa de ozono.
Como si eso no fuera suficiente, también escuchó que Plutón ya no es considerado un planeta.
—Ese pobre tontito —exclama al secarse una lágrima.
Sin embargo, muy pronto aleja de sí su tristeza por la Tierra y por Plutón, y Jasper la dirige a ella y a sí mismo en una obra de teatro que ambos escribieron titulada Reina Malévola.
Escribo en mi oficina cuando llega un mensaje de correo electrónico de la novia de Nic. La chica agregó algunas fotografías de su reciente viaje por tierra. Nic, con el cabello más largo, lleva anteojos para el sol, una gorra de periodiquero, una camiseta blanca y pantalones acampanados. Está parado junto a un río y frente a un géiser en el Parque Nacional Yellowstone. Nic sonríe. Su sonrisa es gozosa.
Por la mañana el jardín está cubierto por una neblina perezosa. Karen se levantó temprano para llevar a Daisy a su práctica del equipo de natación. Jasper está arriba y rasguea la guitarra. Llamo a Nic para saludarlo y conversamos durante un rato. Él suena. suena como Nic, mi hijo, de regreso. ¿Qué sigue? Ya veremos. Antes de colgar, Nic me pide:
—Dales mi amor a Karen, Jasper y Daisy.
Después me dice que debe marcharse.