Introducción

It hurts so bad that I cannot save him, protect him, keep him out of harm’s way, shield him from his pain. What good are fathers if not for these things?

Duele tanto no poder salvarlo, protegerlo, mantenerlo alejado del camino del sufrimiento, escudarlo de su dolor. ¿Para qué sirven los padres si no para esas cosas?

THOMAS LYNCH, THE WAY WE ARE

Hola, papá; Dios, los extraño mucho. Estoy impaciente por verlos a todos. ¡Sólo un día más! ¡Woo-hoo!

Nic me envía un mensaje por correo electrónico desde la universidad la noche anterior a su llegada a casa para las vacaciones de verano. Jasper y Daisy, nuestros hijos de ocho y cinco años de edad, están sentados en la mesa del comedor y recortan, pegan y colorean notas y carteles de bienvenida para recibirlo. No han visto a su hermano mayor en seis meses.

Por la mañana, cuando llega el momento de partir hacia el aeropuerto, salgo por ellos. Daisy, húmeda y lodosa, está trepada en una rama alta del arce. Jasper se encuentra de pie debajo de ella.

—O me lo das o ya verás —le advierte.

—No —responde ella—. Es mío.

Hay un valiente desafío en sus ojos, pero entonces, cuando él comienza a trepar el árbol, ella arroja al suelo el muñeco de Gandalf que él desea.

—Es hora de ir a recoger a Nic —les digo y ellos me rebasan en el camino hacia la casa mientras gritan “Nicky, Nicky, Nicky”.

Conduzco el auto con ellos la hora y media de distancia hasta el aeropuerto. Cuando llegamos a la terminal, Jasper grita:

—Ahí está Nic —señala—. ¡Allí!

Nic, con una bolsa verde militar colgada del hombro, está recargado contra una señal de “No estacionarse” en la banqueta exterior de la zona de reclamo de equipaje de United. Desaliñado y flaco, con una deslavada camiseta roja y la chamarra de su novia, jeans desgastados que caen por debajo de los huesos de su cadera y unas rojas Converse All-Stars, y cuando nos mira su rostro se ilumina y nos saluda con la mano.

Ambos pequeños desean sentarse a su lado, de manera que, después de arrojar su equipaje a la cajuela, pasa por encima de Jasper y se acomoda entre los dos. Por turno sujeta la cabeza de cada uno de sus hermanos entre las manos y besa sus mejillas.

—Qué gusto verlos —les dice—. Los extrañé, pequeños locos. Muchísimo.

Después se inclina hacia el frente, hacia nosotros, y agrega:

—A ustedes también, pá y má.

Mientras conduzco para alejarme del aeropuerto, Nic describe su vuelo.

—Fue de lo peor —dice—. Quedé atrapado junto a una señora que no dejaba de hablar. Tenía el cabello platinado con picos como el merengue de un pay de limón. Usaba lentes con esquinas puntiagudas como los de Cruella de Ville, tenía los labios color ciruela y mucho polvo de maquillaje rosado en el rostro.

—¿Cruella De Vil? —pregunta Jasper. Sus ojos están muy abiertos. Nic asiente.

—Justo como ella. Sus pestañas eran largas y falsas, color púrpura, y usaba este perfume, Eau de Hediondo —se aprieta la nariz—. ¡Qué asco!

Los chicos están fascinados.

Pasamos el puente Golden Gate. Un río de espesa neblina fluye debajo de nosotros y envuelve los cabos de Marin. Jasper pregunta:

—Nic, ¿vendrás a nuestra graduación? —se refiere a su futura ceremonia de ascenso y la de Daisy. Los chicos pasan de segundo a tercer grado y de kinder a primer grado, respectivamente.

—No me lo perdería ni por todo el té de China —responde Nic. Daisy pregunta:

—Nic, ¿recuerdas a esa niña, Daniela? Se cayó del pasamanos y se rompió un dedo del pie.

—¡Auch!

—Tiene un yeso —agrega Jasper.

—¿Un yeso en el dedo del pie? —pregunta Nick—. Debe ser muy pequeño.

Con gravedad, Jasper reporta:

—Se lo cortarán con una sierra.

—¿El dedo?

Risas. Después de un rato, Nic les anuncia:

—Tengo algo para ustedes, chicos. En mi maleta.

—¡Regalos!

—Cuando lleguemos a casa —responde.

Ellos le suplican que les diga de qué se trata, pero él sacude la cabeza.

—Nones. Es una sorpresa.

Puedo ver a los tres en el espejo retrovisor. Jasper y Daisy tienen rostros suaves y oliváceos. El rostro de Nic también era así pero ahora es anguloso y pálido como el papel de arroz. Los ojos de los niños son castaños y claros, mientras los de él son dos globos oscuros. El cabello de los niños es marrón oscuro, pero el de Nic, largo y rubio cuando era niño, está deslucido como un campo en verano avanzado, con aplastados parches amarillentos y pegajosos mechones amarillos como resultado de un desafortunado intento de aclararlo con Clorox.

—Nic, ¿nos contarás un cuento de PJ? —suplica Jasper. Durante años, Nic ha divertido a los chicos con las aventuras de PJ Fumblebbumble, un detective británico de su invención.

—Más tarde, señor; lo prometo.

Nos dirigimos hacia el norte por la autopista, salimos de ella y giramos hacia el oeste; luego atravesamos una serie de pueblos pequeños, un parque estatal lleno de árboles y las pasturas de las colinas. En Point Reyes Station nos detenemos a recoger la correspondencia. Es imposible estar en la ciudad sin encontrarnos a docenas de amigos, todos los cuales están felices de ver a Nic y lo bombardean con preguntas acerca de la escuela y sus planes para el verano. Por fin salimos de la ciudad y seguimos el camino a lo largo de Papermill Creek hasta nuestra vuelta a la izquierda, donde ascendemos por la colina hasta estacionar el auto en nuestra entrada.

—Nosotros también tenemos una sorpresa para ti, Nicky —dice Daisy. Jasper le dirige una mirada amenazante.

—¡No le digas!

—Son carteles. Nosotros los hicimos.

—Dai-sy…

Después de tomar su equipaje, Nic sigue a los chicos al interior de la casa. Los perros se le arrojan encima entre ladridos y aullidos. En la parte superior de las escaleras, los carteles y dibujos de los chicos dan la bienvenida a Nic, incluso un puercoespín, dibujado por Jasper, con un globo de diálogo que dice: “Extraño a Nic, buaaa”. Nic alaba sus talentos artísticos y después se dirige a su habitación para desempacar. Desde que partió a la universidad, su habitación, un cuarto rojo pompeyano en el extremo más lejano de la casa, se ha convertido en un salón de juegos adjunto con un despliegue de las creaciones de Jasper con el Lego, que incluyen un castillo de marajá y un R2-D2 motorizado. Como preparación para su regreso, Karen eliminó la numerosa comitiva de animales de peluche de Daisy y tendió la cama con un edredón y almohadas limpias.

Cuando Nic reaparece sus brazos están llenos de regalos. Para Daisy tiene a Josefina y a Kirsten, muñecas American Girl heredadas de su novia. Están vestidas, respectivamente, con una primorosa blusa campesina bordada y un sarape, y con un overol de terciopelo verde. A Jasper le regala un par de pistolas de agua del tamaño de un cañón.

—Después de la cena —Nic advierte a Jasper— estarás tan mojado que tendrás que nadar de regreso a casa.

—Tú estarás tan mojado que necesitarás una lancha.

—Tú estarás más mojado que un fideo en caldo.

—Tú estarás tan mojado que no necesitarás bañarte durante un año.

Nic ríe.

—Me parece muy bien —responde—. Eso me ahorrará mucho tiempo.

Comemos y después los chicos llenan las pistolas de agua y corren al exterior, a la tarde llena de viento, en direcciones opuestas. Karen y yo los miramos desde la sala. Se acechan entre sí y merodean entre el ciprés italiano y los robles, se arrastran debajo de los muebles de jardín y reptan entre los arbustos. Cuando se tienen en la mira se disparan finos chorros de agua. Oculta detrás de unas macetas de hortensias cercanas a la casa, Daisy los observa. Cuando los chicos corretean cerca de ella, la niña abre el grifo en donde apoya una mano y levanta una manguera que sostiene con la otra. Los empapa. Yo detengo a los chicos antes de que la atrapen.

—No mereces que te rescate —le digo—, pero ya es hora de ir a dormir.

Jasper y Daisy se dan un baño, se ponen sus piyamas y le piden a Nic que lea para ellos.

Él toma asiento en el sofá miniatura que está entre sus camas gemelas, con sus largas piernas extendidas sobre el piso. Lee Las brujas de Roald Dahl. Nosotros escuchamos su voz (sus voces) desde el cuarto contiguo: el niño narrador, todo maravilla y gravedad; la irónica y vacilante abuela y la Bruja Mayor, maléfica y chillante.

—¡Los niños son repulsivos y asquerosos!… ¡Los niños son sucios y apestosos!… ¡Los niños son la peste de la caca de los perros!… ¡Son peores que la caca de los perros! ¡La caca de los perros huele a violetas y a gardenias comparada con los niños!

La actuación de Nic es irresistible y los niños, como siempre, están embelesados con él.

A medianoche, la tormenta que ya se formaba por fin se desata. Llueve con fuerza y ráfagas intermitentes de granizo golpean como disparos de armas de fuego en las tejas de cobre del techo. Es raro que tengamos tormentas eléctricas, pero hoy el cielo se enciende como si miles de cámaras fotográficas dispararan sus flashes aquí y allá.

Entre los truenos escucho el crujido de las ramas de los árboles. También escucho que Nic camina por el pasillo, se prepara un té en la cocina y toca en su guitarra algunos tonos bajos de Björk, temas musicales de películas y el conmovedor consejo de Tom Waits: “Nunca conduzcas un auto cuando estés muerto”. Me preocupa el insomnio de Nic, pero alejo mis sospechas y me recuerdo lo lejos que ha llegado desde el año escolar previo, cuando abandonó Berkeley. Este año, Nic partió hacia el este y terminó su primer año universitario. Dado lo que hemos vivido me parece un milagro. Según mis cuentas, éste es su día número 150 sin metanfetaminas.

Es de mañana; la tormenta ha pasado y el sol se asoma entre las hojas del arce. Me visto y me reúno con Karen y los pequeños en la cocina. Nic, con los pantalones de su piyama de franela, un viejo suéter de lana y anteojos de rayos X, se hace presente. Flota sobre el mostrador de la cocina, toma la cafetera de espresso, la llena con agua y café, la coloca sobre el fuego y se sienta frente a un plato de cereal con Jasper y Daisy.

—Daisy —le dice—, tu ataque con la manguera fue brillante pero haré que lo pagues. Cuídate las espaldas.

Ella gira el cuello hacia un lado y hacia el otro.

—No puedo verlas.

Nic dice:

—Te quiero, tontita.

Poco después de que Jasper y Daisy se marchan a la escuela, media docena de mujeres llegan a casa para ayudar a Karen a hacer un regalo de despedida para una querida maestra. Juntas adornan una pileta de baño para pájaros con conchas marinas, piedras pulidas y tejas hechas a mano por los alumnos. Mientras trabajan, las mujeres conversan y sorben té.

Yo me escondo en mi oficina.

Las mujeres toman un descanso en la cocina abierta. Una de las madres ha traído ensalada china de pollo. Nic, quien se había ido a dormir de nuevo, emerge de su habitación, se sacude la pereza y saluda a las visitas. Con educación responde a sus preguntas, una vez más, acerca de la escuela y sus planes para el verano, y después se disculpa y dice que debe partir a una entrevista de trabajo.

Después de su partida escucho a las madres hablar sobre él.

—Qué chico tan adorable.

—Es encantador.

Una de ellas comenta sus buenas maneras.

—Eres muy afortunada —le dice a Karen—. Nuestro adolescente siempre gruñe. De no ser así, no nos daría ni la hora.

Después de un par de horas, Nic regresa a una casa tranquila: las madres artesanas se han marchado. Obtiene el empleo. Mañana comienza su entrenamiento como mesero en un restaurante italiano. A pesar de que siente repudio por el uniforme reglamentario, que incluye un par de rígidos zapatos negros y un chaleco color borgoña, le dijeron que ganará montones de dinero en propinas.

La siguiente tarde, después de la sesión de entrenamiento, Nic practica con nosotros y extrae su personaje de mesero de una de las películas que se sabe de memoria, La dama y el vagabundo. Estamos sentados para cenar. Con una mano hacia el frente, en la cual balancea una bandeja imaginaria, Nic entra cantando con acusado acento italiano.

Después de la cena Nic pregunta si puede tomar prestado el auto para asistir a una reunión de AA. Después de no cumplir con los horarios de llegada a casa y otro tipo de infracciones, como chocar nuestros dos autos (que logró con eficiencia al estrellar uno contra el otro), desde el verano pasado había perdido sus privilegios de conducir, pero esta solicitud parece razonable pues las reuniones de AA son un componente esencial de su recuperación continua. Accedemos y Nic sale en la camioneta, aún abollada por el desafortunado incidente anterior. Más tarde regresa a casa, después de la reunión, y nos cuenta que le ha pedido a alguien que sea su padrino mientras está en la ciudad.

Al día siguiente pide el auto de nuevo, esta vez para reunirse con su padrino a almorzar. Desde luego que le damos permiso. Me impresiona su asiduidad y su respeto por las reglas que hemos establecido. Nos informa a dónde va y a qué hora regresará a casa. Llega a la hora prometida. Una vez más se marcha durante un par de horas.

La siguiente tarde, el fuego arde en la chimenea de la sala. Sentados en los sofás gemelos, Karen, Nic y yo leemos mientras cerca de nosotros, sobre la vieja alfombra, Jasper y Daisy juegan con las personitas del Lego. Después de levantar la mirada por encima de un gnomo, Daisy le cuenta a Nic acerca de un “chico malo con cabeza de papa” que empujó a su amiga Alana. Nic dice que irá a la escuela y lo convertirá en un “chico malo con cabeza de puré de papa”.

Me sorprende escuchar roncar a Nic un rato después pero, al cuarto para las siete, se despierta con un salto.

—Casi me pierdo la reunión —dice y, una vez más, pide prestado el auto.

Me complace el hecho de que, a pesar de que está exhausto y de que le hubiera encantado seguir dormido toda la noche, Nic está comprometido con el trabajo de recuperarse; lo bastante comprometido como para levantarse, lavarse la cara en el lavabo del baño, cepillarse el cabello, ponerse una camiseta limpia y salir de la casa a la carrera para llegar a tiempo.

Pasan las once y Nic no está en casa. Me sentía cansado, pero ahora estoy despierto en la cama y me siento cada vez más inquieto. Existen millones de explicaciones inofensivas. Con frecuencia, la gente de las reuniones de AA sale de ellas en grupos a tomar un café. O podría estar conversando con su nuevo padrino. Me debato entre dos monólogos simultáneos y opuestos; uno me asegura que soy tonto y paranoico y el otro declara que algo va mal, muy mal. Ahora sé que la preocupación es inútil, pero me invade y se apodera de mi cuerpo apenas con el toque de un disparador sutil. No quiero asumir lo peor, pero algunas de las veces en que Nic ignoró la hora obligatoria de llegada a casa fueron presagio de desastres.

En la oscuridad contemplo cómo crece mi ansiedad. Es un estado patético y familiar. He esperado a Nic durante años. En la noche, después de la hora de llegada, esperaba escuchar el motor del auto al estacionarse en la entrada para enseguida quedar en silencio. Por fin, Nic. La portezuela del auto al cerrarse, pasos, el sonido de la puerta principal al abrirse. A pesar de los intentos de Nic por evitarlo, Brutus, nuestro labrador color chocolate, por lo regular emite un ladrido desanimado. O esperaba que sonara el teléfono, nunca con la certeza de que se tratara de él (“Hola, pá, ¿cómo estás?”) o de la policía (“Señor Sheff, tenemos a su hijo”). Cada vez que llegaba tarde o no llamaba, yo asumía que se avecinaba una catástrofe. Estaba muerto. Siempre estaba muerto.

Pero entonces Nic llegaba a casa y subía las escaleras del vestíbulo deslizando la mano a lo largo de la baranda. O sonaba el teléfono. “Lo siento, pá. Estoy en casa de Richard. Me quedé dormido. Creo que me quedaré aquí en lugar de conducir a esta hora. Te veré en la mañana. Te quiero”. Yo me sentía furioso y aliviado al mismo tiempo porque, para entonces, yo ya lo había enterrado.

Más tarde, esa noche, sin señales de él, caigo en un miserable sueño a medias. Después de un rato, Karen me despierta. Escuchó sus sigilosos movimientos al llegar. Una luz de jardín, equipada con detector de movimientos, se enciende e ilumina su blanca silueta a través del patio trasero. Envuelto en mi piyama, deslizo los pies en un par de zapatos y salgo por la puerta trasera para encontrarme con él.

El aire nocturno es helado. Escucho unos crujidos extraños.

Al dar la vuelta a la esquina me encuentro cara a cara con un enorme y sorprendido venado, el cual ejecuta un rápido movimiento para escapar hacia el jardín después de saltar sin esfuerzo la cerca para venados.

De regreso en la cama, Karen y yo yacemos despiertos.

Es la una y media. Ahora son las dos. Reviso de nuevo su habitación.

Ahora son las dos y media.

Por fin, el sonido del auto.

Confronto a Nic en la cocina y él murmura una excusa. Le digo que no utilizará más el auto.

—No importa.

—¿Estás drogado? Contesta.

—Por Dios, no.

—Nic, teníamos un acuerdo. ¿Dónde estabas?

—¿Qué diablos? —Nic baja la mirada—. Varias personas de la reunión nos fuimos a casa de una chica para conversar y después vimos una película.

—¿No había teléfono?

—Lo sé —su ira se intensifica—. Ya dije que lo siento.

Yo recupero la calma.

—Hablaremos de esto por la mañana —digo mientras él se escabulle a su habitación, azota la puerta y coloca el seguro.

Durante el desayuno miro fijamente a Nic y el descuido evidente de su cuerpo, que tiembla como un automóvil descompuesto. Su mandíbula gira y sus ojos son dos ópalos cortantes. Nic hace planes con Jasper y Daisy para cuando regresen de la escuela y los abraza con afecto, pero su voz acusa una evidente irritación.

Cuando Karen y los niños se han marchado, le digo:

—Nic, tenemos que hablar.

Me dirige una mirada beligerante.

—¿De qué?

—Sé que te has drogado de nuevo. Puedo verlo.

Él me mira con enojo.

—¿De qué me hablas? No es así.

Sus ojos quedan fijos en el suelo.

—Entonces no te importará hacerte una prueba.

—Como quieras. Está bien.

—De acuerdo. Quiero que te la hagas ahora mismo.

—¡Muy bien!

—Vístete.

—Sé que debí llamarte. No estoy drogado —casi lanza un gruñido.

—Vámonos.

Él se apresura a dirigirse a su habitación y cierra la puerta. Sale vestido con una camiseta de Sonic Youth y unos jeans negros. Una mano en el bolsillo, la cabeza agachada, su mochila colgada de un hombro. Con la otra mano sostiene su guitarra eléctrica por el mástil.

—Tienes razón —me dice y me avienta mientras pasa—. Me he drogado desde que regresé a casa. Me drogué durante todo el semestre.

Nic sale de la casa y azota la puerta tras de sí.

Corro hacia afuera y lo llamo, pero se ha marchado. Después de unos momentos de desconcierto regreso al interior de la casa, entro a su habitación, me siento en su cama sin tender y recojo un pedazo de papel arrugado debajo del escritorio. Nic escribió:

Soy tan flaco y débil
No importa, quiero un poco más.

Más tarde, Jasper y Daisy irrumpen en la casa y corren de una habitación a otra hasta que por fin se detienen y, con la mirada hacia arriba para verme, preguntan:

—¿Dónde está Nic?

Lo intenté todo para que mi hijo no cayera en la adicción a las metanfetaminas. No hubiera sido más sencillo verlo encadenado a la heroína o a la cocaína pero, como aprende todo padre de un adicto a las metanfetaminas, esta droga tiene una cualidad única y horrenda. En una entrevista, Stephan Jenkins, vocalista de Third Eye Blind, dijo que las metanfetaminas te hacen sentir “brillante y luminoso”. También causa paranoia y alucinaciones, además de hacerte destructivo y autodestructivo. Después cometerás actos inconscientes con el fin de sentirte brillante y luminoso de nuevo. Nic había sido un chico sensible, sagaz, feliz y con inteligencia excepcional, pero con las metanfetaminas se tornó irreconocible.

Nic siempre estaba a la vanguardia en las tendencias populares; en su tiempo, los Ositos Cariñositos, Mi Pequeño Pony, los Transformers, las Tortugas Ninja, La Guerra de las Galaxias, el Nintendo, Guns N’Roses, la moda grunge, Beck y muchas otras. También fue pionero con las metanfetaminas pues fue adicto muchos años antes de que los políticos denunciaran dichas drogas como la peor desgracia que estaba a punto de azotar a la nación. En Estados Unidos al menos doce millones de personas han probado las metanfetaminas y se estima que más de un millón y medio son adictas a ellas. Mundialmente existen más de 35 millones de consumidores; es la droga dura más utilizada. Más que la heroína y la cocaína juntas. Nic declaró que había buscado las metanfetaminas a lo largo de toda su vida.

—Cuando las probé por primera vez —dijo—, supe que eso era.

Nuestra historia familiar es única, desde luego, pero también es universal en el sentido de que cada relato sobre adicciones es semejante cualquier otro. Supe cuán similares somos todos la primera vez que asistí a una reunión de Al-Anón. Me resistí a asistir durante mucho tiempo pero esas reuniones, a pesar de que con frecuencia me hacen llorar, me fortalecieron y aliviaron mi sensación de aislamiento. Me sentí un poco menos atormentado. Además, las otras historias me permitieron prepararme para los desafíos que, de otra manera, me hubieran tomado por sorpresa. No son una panacea, pero me sentí agradecido ante los más modestos alivios y orientaciones.

Me obsesioné en mis intentos por ayudar a Nic, para detener su caída, para salvar a mi hijo. Lo anterior, sumado a mi culpa y preocupación, me consumió. Dado que soy escritor, tal vez no sea sorprendente que escribiera para darle algún sentido a lo que nos ocurría a Nic y a mí, y también para encontrar una solución, una cura que se me escapaba. Me invadió la obsesión por investigar acerca de esta droga, la adicción y los tratamientos. No soy el primer escritor para quien esta labor se convirtió en un enorme mazo con el cual combatir a un enemigo terrible así como en una expurgación, una búsqueda de algo (lo que fuera) comprensible en medio de la calamidad y un agonizante proceso en el cual la mente organiza y regula la experiencia y la emoción y las exacerba. Al final, mis esfuerzos no pudieron rescatar a Nic. La escritura tampoco me alivió; sin embargo, sí resultó de ayuda.

También me ayudaron las obras de otros escritores. Cada vez que sacaba del estante el libro de Thomas Lynch, Bodies in Motion and at Rest: On Metaphor and Mortality (Cuerpos en movimiento y en reposo: Sobre la metáfora y la mortalidad), éste se abría en la página 95, en el ensayo “The Way We Are” (“Nuestra manera de ser”). Lo leí docenas de veces, siempre entre lágrimas. Con su hijo muerto en el sofá, después de arrestos, borracheras y hospitalizaciones, Lynch, el empresario, poeta y ensayista, miró a su querido hijo adicto con triste aunque lúcida resignación y escribió: “Quiero recordarlo como era, ese luminoso y radiante niño de ojos azules y pecas de las fotografías que sostiene en alto un pescado en el muelle de su abuelo, o donde viste su primer traje para asistir a la graduación de su hermana de la escuela de graduados, o el que se chupa el dedo mientras dibuja en el mostrador de la cocina, o el que toca su primera guitarra o posa con sus amigos de la cuadra en su primer día de clases”.

¿Por qué es útil leer historias de otras personas? No es sólo que a la miseria le guste la compañía, porque (según aprendí) la miseria es tan egocéntrica que desea mucha compañía. Las experiencias de otras personas me ayudaron con mi lucha emocional; al leer me sentía un poco menos trastornado. Y, como las historias que escuchaba en las reuniones de Al-Anón, los textos de otras personas me sirvieron como guía en aguas desconocidas. Thomas Lynch me enseñó que es posible amar a un hijo que está perdido, quizá para siempre.

Mi escritura culminó con un artículo acerca de nuestra experiencia familiar que envié a The New York Times Magazine. Me aterrorizaba la idea de invitar a la gente a nuestra pesadilla, pero me sentí obligado a hacerlo. Sentí que valía la pena contar nuestra historia si con ello ayudaba a otras personas de la misma manera que Lynch y otros escritores me habían ayudado a mí. Lo discutí con Nic y con el resto de la familia. A pesar de que ellos me alentaron, me sentía nervioso por exponer a nuestra familia al escrutinio y juicio públicos. Pero la reacción al artículo me dio valor y, de acuerdo con Nic, a él le dio inspiración. Un editor de libros se puso en contacto con él y le preguntó si estaría interesado en escribir una remembranza acerca de su experiencia que inspirara a otros jóvenes en la lucha contra sus adicciones. Nic estaba ansioso por contar su historia. Lo más significativo fue que, al llegar a las reuniones de AA y cuando sus amigos, o incluso desconocidos, descubrían la relación entre él y el chico del artículo, le ofrecían cálidos abrazos y le decían lo orgullosos que estaban de él. Nic dijo que ésta fue una poderosa motivación en su ardua lucha por recuperarse.

También tuve noticias de adictos y de sus familiares, sus hermanos y hermanas, hijos y otros parientes y, más que todo, padres; cientos de ellos. Algunas personas que respondieron a mi artículo eran críticas. Una de ellas me acusaba de explotar a Nic para mi propio beneficio. Otra, ofendida por mi descripción de un periodo durante el cual Nic solía utilizar la ropa al revés, me atacó: “¿Usted le permitía utilizar la ropa al revés? No me extraña que se haya convertido en adicto”. Pero la gran mayoría de las cartas rebosaba compasión, consuelo, consejos y pena compartida. Mucha gente parecía sentir que por fin alguien comprendía lo que vivía. Así es como a la miseria le encanta la compañía: la gente se siente aliviada al saber que no está sola en su sufrimiento y que es parte de algo más grande; en este caso, una plaga social, una epidemia en los hijos, una epidemia en las familias. Por la razón que sea, la historia de un extraño parecía darles permiso a estas personas de contar la propia. La gente sentía que yo comprendería, y así fue.

“Estoy sentado aquí; lloro y mis manos tiemblan”, escribió un hombre. “Me entregaron su artículo ayer en mi desayuno semanal con padres que han perdido a sus hijos. El hombre que me lo entregó perdió a su hijo de 16 años de edad por las drogas hace tres años”.

“Nuestra historia es su historia”, escribió otro padre. “Diferentes drogas, diferentes ciudades, diferentes tratamientos de rehabilitación, pero la misma historia”.

Otro más: “Al principio me sorprendió que alguien escribiera la historia de mi hijo sin mi permiso. A la mitad del emotivo texto sobre eventos muy familiares y conclusiones manifiestas, me di cuenta de que las fechas de ciertos incidentes significativos eran erróneas y, por tanto, tuve que concluir que otros padres podían experimentar las mismas tragedias y pérdidas inimaginables que yo viví…

“El conocimiento adquirido durante un cuarto de siglo me obliga a reescribir el último párrafo: Después de escapar de su último tratamiento de rehabilitación, mi hijo sufrió una sobredosis y casi muere. Lo enviamos a un programa muy especial en otra ciudad, se mantuvo sobrio durante casi dos años y comenzó a desaparecer de nuevo, a veces por meses, a veces por años. Después de ser uno de los estudiantes más sobresalientes en los rangos más altos de bachillerato del país, le tomó veinte años graduarse en una universidad mediocre. Y a mí me ha tomado el mismo tiempo deshacerme de mi velo de esperanza imposible y admitir que mi hijo no podrá o no dejará de drogarse. Ahora tiene cuarenta años de edad, vive de la beneficencia pública y reside en un hogar para adultos drogadictos”.

Habían incontables más, muchas de ellas con conclusiones incomprensibles y trágicas. “Pero el final de mi historia es distinto. Mi hijo murió el año pasado de una sobredosis. Tenía 17 años de edad”. Otra: “Mi preciosa hija está muerta. Tenía quince años de edad cuando sufrió una sobredosis”. Otra: “Mi hija murió”. Otra: “Mi hijo está muerto”. Cartas y mensajes de correo electrónico irrumpían en mis días con amenazadores recordatorios del costo de la adicción. Mi corazón llora de nuevo con cada uno de ellos.

Continué escribiendo y, a través del doloroso proceso, logré cierto éxito al contemplarla desde una perspectiva que me ha permitido darle sentido; al menos, tanto sentido como es posible en lo que a adicciones se refiere. Aquel artículo me condujo a este libro. Cuando transformé mis palabras azarosas y burdas en frases, las frases en párrafos y los párrafos en capítulos, una semblanza de orden y salud apareció donde antes sólo había caos y enfermedad. Tal como con el artículo del Times, me atemoriza publicar nuestra historia pero, con la motivación continua de los protagonistas, sigo adelante. No hay escasez de memorias de adictos y las mejores de ellas ofrecen revelaciones para cualquier persona que ame a uno. Espero que el libro de Nic se convierta en una aportación importante. Sin embargo, con raras excepciones, como el ensayo de Lynch, poco hemos sabido acerca de las personas que aman a un adicto. Cualquier persona que lo haya vivido o que ahora mismo lo viva, sabe que querer a un adicto es tan complejo, intenso y debilitante como la adicción misma. En mis peores momentos incluso sentí rencor hacia Nic porque un adicto, al menos cuando está “arriba”, tiene un alivio momentáneo de su sufrimiento. No existe alivio semejante para los padres, hijos, esposos, esposas u otras personas que los aman.

Nic consumió drogas de manera intermitente durante más de una década. A lo largo de ese tiempo creo que sentí, pensé e hice casi todo lo que el padre de un adicto siente, piensa y hace. Incluso ahora sé que no existe una sola respuesta correcta, ni siquiera un mapa claro para los familiares de un adicto. Sin embargo, en nuestra historia espero que exista cierto solaz, cierta guía o, si no hay nada más, al menos cierta compañía. También espero que la gente pueda echar un vistazo a algo que parece imposible durante muchas etapas de la adicción de un ser amado. Con frecuencia se cita a Nietzsche por decir: “Lo que no nos mata, nos hace más fuertes”. Ésta es una verdad absoluta en lo que se refiere a los familiares de un adicto. No sólo sigo de pie, sino que sé más y siento más de lo que alguna vez pensé que era posible.

Al contar nuestra historia resistí la tentación de adelantarme porque hubiera resultado calculador y no le hubiera servido a nadie que atraviese por esta situación el hecho de anticipar cómo se desarrollarán los acontecimientos. Yo nunca supe lo que sucedería al día siguiente.

Me he esforzado por incluir los sucesos principales que dieron forma a Nic y a nuestra familia, lo bueno y lo devastador. Muchos de ellos me sobrecogen. Repudio muchas de las cosas que hice y, de la misma manera, muchas de las cosas que no hice. A pesar de que todos los expertos repiten con gentileza a los padres de adictos: “Ustedes no lo causaron”, yo no me he liberado del anzuelo. Con frecuencia siento que le fallé a mi hijo por completo. Al admitir lo anterior no espero simpatía ni absolución; en cambio, sólo establezco una verdad que será reconocida por la mayoría de los padres que han vivido esta experiencia.

Una persona que escuchó mi historia expresó perplejidad ante el hecho de que Nic se convirtiera en adicto al decir: “Pero tu familia no parece ser disfuncional”. Somos disfuncionales, tan disfuncionales como cualquier otra familia que conozco. A veces más, a veces menos. No estoy seguro de conocer ninguna familia “funcional”, si funcional significa una familia sin periodos difíciles y sin miembros que tengan un rango completo de problemas. Como los mismos adictos, las familias de los adictos son todo lo que cabría esperar y todo lo que no cabría esperar. Los adictos provienen tanto de hogares rotos como de hogares intactos. Son perdedores de carrera larga y grandes éxitos. En las reuniones de Al-Anón y de AA es común escuchar acerca de los inteligentes y encantadores hombres y mujeres que sorprendieron a todos a su alrededor al convertirse en escoria. “Eres demasiado bueno para hacerte esto a ti mismo”, le dice un doctor a un alcohólico en una historia de Fitzgerald. Mucha, mucha gente que conoce bien a Nic ha expresado sentimientos similares. Alguien dijo: “Él es la última persona a quien hubiera podido imaginar que le sucedería esto. No a Nic. Él es demasiado sólido e inteligente”.

También sé que los padres tenemos una memoria arbitraria que bloquea cualquier cosa que contradiga nuestros recuerdos editados con tanto cuidado, lo cual es un comprensible intento por escapar a la culpa. Por el contrario, los hijos tienen una fijación indeleble a los recuerdos dolorosos porque han dejado huellas más profundas. Espero no ser indulgente en mi revisión paterna al decir que, a pesar de mi divorcio de la madre de Nic, a pesar de nuestro cruento acuerdo de custodia a larga distancia y a pesar de todas mis carencias y errores, gran parte de los primeros años de Nic fueron encantadores. Nic confirma lo anterior, pero tal vez sólo desea ser amable.

Esta reconstrucción de hechos, cuyo fin es dar sentido a algo que no lo tiene, es común entre los familiares de los adictos, pero eso no es todo lo que hacemos. Negamos la severidad del problema de nuestro ser querido, no porque seamos ingenuos, sino porque no podemos saber. Incluso para las personas que, a diferencia de mí, nunca consumieron drogas, es un hecho innegable que muchos, más de la mitad de los chicos, las probarán. Para muchos de ellos las drogas no tendrán un impacto negativo importante en sus vidas. No obstante, para otros el resultado será catastrófico. Nosotros los padres hacemos todo lo posible y consultamos a todos los expertos, pero a veces no será suficiente. Sólo después del hecho es que sabemos que no hicimos lo suficiente o que lo que sí hicimos estuvo mal. Los adictos se encuentran en estado de negación y sus familiares los acompañan porque con frecuencia la verdad es demasiado inconcebible, dolorosa y aterradora. Pero la negación, a pesar de ser tan común, es peligrosa. Desearía que alguien me hubiera sacudido y me dijera: “Intervén mientras puedas, antes de que sea demasiado tarde”. Tal vez no hubiera hecho la diferencia, aunque lo ignoro. Nadie me sacudió ni me dijo eso. Incluso si alguien lo hubiera hecho, es probable que yo no hubiera sido capaz de escucharlo. Quizás es que yo tenía que aprender de la manera dura.

Como muchas personas en mis circunstancias, yo me hice adicto a la adicción de mi hijo. Cuando me preocupaba, incluso a expensas de mis responsabilidades con mi esposa y mis otros hijos, lo justificaba. Pensaba: ¿cómo es que un padre no se consume ante la lucha de vida o muerte de su hijo? Pero aprendí que mi preocupación por Nic no le ayudó y tal vez lo lastimó. O tal vez fue irrelevante para él. No obstante, lo que sí es seguro es que lastimó al resto de mi familia y a mí. Además de ello, aprendí otra lección que hizo estremecer mi alma: nuestros hijos viven o mueren con o sin nosotros. Sin importar lo que hagamos, sin importar nuestra agonía o nuestra obsesión, no podemos elegir si nuestros hijos vivirán o morirán. Es un aprendizaje devastador, pero también liberador. Al final elegí la vida para mí. Elegí el peligroso pero esencial camino que me permite aceptar el hecho de que Nic decidirá por sí mismo cómo vivirá su vida y si vivirá.

Como ya mencioné, no me perdono a mí mismo y, mientras tanto, aún lucho con la medida en que soy capaz de perdonar a Nic. Él es brillante, maravilloso, carismático y amable cuando está sobrio pero, como cualquier adicto sobre el cual haya escuchado, se convierte en un extraño cuando está drogado: distante, absurdo, autodestructivo, quebrantado y peligroso. Me he esforzado por conciliar a estas dos personas. Sin importar la causa (una predisposición genética, el divorcio, mi historia con las drogas, mi sobreprotección, mis intentos fallidos por cuidarlo, mi indulgencia, mi rudeza, mi inmadurez, todas juntas), la adicción de Nic parece tener vida propia. He intentado revelar el insidioso estilo de la adicción para infiltrarse en una familia e invadirla. Muchas veces, durante la década pasada, cometí errores debidos a la ignorancia, la esperanza o el miedo. He intentado relatarlos todos tal como ocurrieron y en el momento en que ocurrieron con la esperanza de que los lectores reconozcan un camino erróneo antes de tomarlo. No obstante, si no lo reconocen, espero que se den cuenta de que no deben culparse por haberlo tomado.

Cuando mi hijo nació resultaba imposible imaginar que sufriría como ha sufrido. Los padres sólo desean cosas buenas para sus hijos. Yo era el típico padre que pensaba que eso no podría ocurrirnos a nosotros, no a mi hijo. Sin embargo, a pesar de que Nic es único, también es como cualquier hijo. Podría ser el tuyo.

El lector debe saber que he cambiado algunos nombres y detalles en el libro para ocultar la identidad de las personas que aquí aparecen. Comenzaré por el nacimiento de Nic. El nacimiento de un hijo es, para muchas familias si no es que para todas, un suceso transformador pleno de dicha y optimismo. Así lo fue para nosotros.