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[EL GOBERNADOR]
Otero visitó al Juez Limberg Arandia por la tarde, en su casa en el distrito del Punto Alto, rodeada de palos borrachos de flores rosadas y ramas retorcidas que la escondían de las miradas de la calle. Jamás se le hubiera ocurrido que la afición compartida por los juegos de guerra y estrategia lo llevaría a esa situación de privilegio. Arandia era un asesor informal importante del Prefecto Vilmos, y él se había convertido en su confidente. En esas tardes en que se reunían para enfrentarse en juegos de guerra, Otero se sentía parte importante de la maquinaria de la administración provincial. No decidía nada pero al menos era tomado en cuenta.
El Juez lo condujo a su escritorio; saco y zapatos de charol, elegante incluso para reuniones informales, y en los labios un cigarrillo negro sin filtro que hizo toser a Otero. Pasaron junto a terrarios con dragones barbados, salamandras verdes y varanos de ojos escurridizos. En un terrario con el vidrio manchado por deyecciones había más de diez camaleones enanos. Alguna vez Otero se preguntó por qué el Juez coleccionaba esos reptiles malolientes y de costoso mantenimiento. ¿No podía comprarse un acuario? Arandia le había explicado que de niño su papá lo llevaba a una feria ambulante y que a él no le interesaban los juegos y las suertes sin blanca que fascinaban a sus amiguitos sino un puesto donde vendían camaleones diminutos. Ahorraba para comprarse uno y esperaba la feria con ansias. El vendedor lo ensartaba a un alfiler y lo colocaba en su camisa, con instrucciones para alimentarlo. El Juez llegaba a casa emocionado y seguía las instrucciones pero era inútil, el camaleón no vivía más de tres días. Lloroso, le pedía dinero a su padre y volvía a intentarlo con otro camaleón al día siguiente, y nada. Con los años se enteró de que esos bichos ni siquiera eran camaleones. Tener hoy esos reptiles en terrarios era una forma de hacer lo que no había podido hacer de niño. Preservarlos, cuidarlos, lograr que sobrevivieran.
Mandé requisar todas las efigies de Ma Estrella en el penal, dijo Otero. Santitas incluso. Una forma de adelantarme a lo que sugirió que se viene. Sincérese, ¿decidió el Comité o decidió usted?
Es lo mismo, Arandia dio una pitada a su cigarrillo. Hay novedades.
El Juez procedió a contarle que Vilmos, siguiendo recomendaciones del Comité contra la Superstición, había tomado la decisión de prohibir el culto a la Innombrable en la provincia, y que la haría oficial pronto, quizás hoy mismo o a más tardar mañana. Lucas Otero se acarició la barbilla tratando de asimilar la información.
Esto complicará las cosas, dijo. Al pueblo no le gustará nada.
Es un culto salvaje y usted lo sabe. No se haga el populista. Podrá serlo en su Casona, pero la Casona no es ni la ciudad ni la provincia.
Es un microcosmos representativo. No estoy seguro de lo que se logrará y si se justifica.
La Innombrable ha crecido mucho. La gente siente que ya no necesita depender de la administración. Todo se lo puede pedir directamente a ella. El Prefecto piensa que son formas simbólicas de liberarse del partido. Necesitamos afirmar la intermediación. No está mal ser independiente siempre y cuando eso no se vuelque contra ti.
Es que de eso se puede aprovechar el Presidente. Es en su masa de votantes donde más se extiende el culto. Si se posiciona a favor de la Innombrable descolocará a Vilmos.
No lo creo, el Juez dio una pitada nerviosa. Al Presidente no le importamos. Para él somos una provincia lejanísima dominada por regionalistas recalcitrantes.
La más grande de las que perdió en las elecciones. Querrá ganarla la próxima.
Ya verá que tengo razón. Concéntrese en lo que pasa aquí, no en las reacciones de la capital. Así nos ha ido bien. Pero eso no es todo. Hay otras novedades.
El Juez le contó que el Secretario General Santiesteban, el segundo hombre más importante de la provincia, había sido detenido por un grupo de choque de las juventudes del partido y se hallaba en una casa en las afueras. De eso no debía enterarse el Gobierno nacional. Debía tener todo preparado para que por la noche se dispusiera su traslado a la Casona, al quinto patio. Los guardias sospecharían que se trataba de un prisionero especial, pero no podían saber que era Santiesteban.
Es quien más lejos ha llevado el culto, dijo Arandia. Lo ha hecho oficial, en cierto modo. Ha dado permiso para que nadie lo vea como algo malo.
Otero se preocupó. Su mujer le hablaba bien de Santiesteban, lo admiraba por dar la cara y aparecer por el templo de la Innombrable y el crematorio durante el día, a la vista de los medios, mientras que otros altos cargos preferían esperar a la medianoche o la madrugada para hacer sus ofrendas. Santiesteban decía que su conversión había ocurrido un par de años atrás, después de la muerte de Delina, su hija menor, en un accidente mientras hacían refacciones en la casa de su exesposa en la capital; para curar su depresión había comenzado a tomar la sustancia violeta, central en el culto de la Innombrable, y eso lo había llevado directamente a abrazar la fe. Otero reconocía el poder de la sustancia para calmar sus ansiedades. Solo por eso me entregaría al culto, pensó.
Parece que lo he dejado mudo, Lucas.
No es para menos. Apenas se sepa será un escándalo.
No se sabrá. Confío en usted.
Otero vislumbró otras razones más terrenas para suspender el culto. Quizás todo solo era una lucha de poder. Santiesteban era un político carismático, un independiente que se había aliado al partido del Prefecto para llegar al poder. Quizás el ataque a la Innombrable era la forma que tenían Vilmos y el Juez de neutralizar a Santiesteban y sus seguidores.
No se preocupe, nadie se enterará. La mayor parte de los guardias ni siquiera conoce de la existencia del quinto patio.
A los presos enviados al quinto patio no se los registraba en la lista. No compartían nada con el resto, se hallaban aislados, en una prisión dentro de la prisión. El quinto patio era un territorio invisible, donde, a través de los años, habían ido a dar, y desaparecer, los prisioneros políticos, los rebeldes al Prefecto Vilmos, los que tenían ambiciones de soliviantar a las masas y, por supuesto, los enemigos personales del Juez Arandia y del Gobernador Otero. Los directivos del Régimen Penitenciario Nacional sabían de la existencia de ese patio y alguna vez habían querido hacerlo cerrar, pero los del Régimen Provincial, aliados de Otero, se habían opuesto.
Otero miraba los diseños ajedrezados de la alfombra, trataba de recomponerse de la noticia. Levantaba la vista y se encontraba con los ojos sibilinos del varano recostado sobre un tronco en el terrario más grande de la sala. Parecía tan pacífico, pero lo había visto devorar ratas en segundos. A veces el Juez congregaba a sus invitados enfrente del terrario y procedía a alimentarlo con ratas diminutas. Algunos se daban la vuelta, escandalizados, pero no tardaban en volver a mirar.
Otero no había tenido problemas en usar antes el quinto patio, pero Santiesteban era otra cosa. Un hombre instalado muy arriba en las estructuras de poder, demasiado riesgo. Audaz lo del Juez. Diminuto, pero qué voluntad. Era a él a quien años atrás se le había ocurrido crear el quinto patio, para encerrar allí a un abogado rival que se entrometía en sus asuntos. Así lo hizo Otero, incapaz de decirle no a Arandia, sin sospechar en qué se convertiría esa sección de la Casona.
Los últimos movimientos de Santiesteban me han llevado a concluir que es verdad su deseo de recomponer el poder aliándose con la Asamblea, el Juez hizo volutas con el humo del cigarrillo. La Asamblea querrá investigarnos y eso no nos conviene. La Innombrable es una excusa para Santiesteban, una forma de aliarse con el pueblo que debe ser combatida. Hasta parece que ha estado con ese panada del Alcalde.
Los medios removerán todo en busca de Santiesteban, dijo Otero confirmando sus sospechas de que la diosa podía ser tan solo una excusa para Vilmos y el Juez. Si alguien habla saldremos perdiendo. Ni qué decir si se entera el Gobierno. Será un búmeran.
Confío en usted. En Hinojosa. En sus guardias.
Otero miró a Arandia, molesto consigo mismo por su incapacidad para hacer frente a esa voluntad inexorable. Con razón jamás lo habían considerado para un puesto más importante, por más que se esforzaba. Tantos años ya de Gobernador de la Casona daba para que le ofrecieran hacerse cargo de una prisión de máxima seguridad en otra provincia, o en su defecto algún puesto importante en la Prefectura de Los Confines.
Me haría bien una partida, dijo. A manera de relajar la tensión.
Una cosa más, dijo el Juez. No diga que no se lo advertí. Recomiéndele a su mujer que no haga ostentación de sus creencias por un tiempo.
Celeste es muy independiente. Juguemos.
Usted sabrá. Juguemos.
[EL GOBERNADOR]
Antes de la cena Otero y su esposa Celeste rezaron en la capilla de la casa, rodeados de vitrales luminosos de vírgenes y santos. Un rezo apurado delante de ese hombre sufrido en la cruz, las manos llagadas de estigmas, los pies ensartados con clavos. Según Otero, ese hombre, esas vírgenes y santos, no estaban haciendo un buen trabajo. Debían protegerlos de la Innombrable, pero ella respiraba en todas partes en Los Confines. Así había sido al principio, cuando llegaron. Era diferente hoy. Difícil estar todo el tiempo en contra de la diosa del lugar. Él estaba en paz con esa verdad, pero la administración provincial no.
Otero rezó un padrenuestro en silencio. Leía diez páginas de la Biblia todas las mañanas y se dejaba seducir por cualquier predicador que encontrara en plazas y mercados. El domingo anterior había escuchado a uno de ojos protuberantes gritando sobre el fin del mundo cerca de la estación, y lo contrató para que oficiara una misa a los prisioneros, con la consiguiente molestia de Benítez, el cura oficial. Es que, reverendo, le dijo, su infierno no asusta. Quiero más imágenes de llamas de fuego quemando la piel, demonios extrayendo la lengua de los condenados con un alicate. Benítez le dijo que lo intentaría, quizás sospechando que correría la suerte de tantos otros curas a los que el Gobernador había despedido sin miramientos.
[CELESTE]
Me apoyé en la pared del fondo de la capilla, me mordí las uñas, un santo azulverdoso en un vitral. Al menos disimula, dijo Lucas al salir. Incapaz, muchos santos no míos un Dios no mío. Rogué en silencio un terremoto el fin de Los Confines, ay el momento en que accedí a que Lucas aceptara el puesto, con el argumento de que en la capital, donde llevábamos una vida tranquila, nunca seríamos más que del montón, mientras que en esa provincia lejana seríamos de la realeza al menos por algunos años. Esa que es esta. Sí, cierto, qué días qué meses qué años qué fiestas, tanta tanta libertad. Adquirimos amantes, incluso los compartimos, qué tiempos. Lucas escogía presos para que vinieran a la habitación, nos enamoramos de Volta hasta que en un ataque de celos lo mandó al cuarto patio, apenas quince años. La fiesta se terminó, al menos la mía. Lucas siguió en la suya, su fiesta particular, las noches que se quedaba en el penal, que se queda. No debí aceptar una. Quisiera saber que alguna vez me opuse a sus planes, sería ideal, pero no, de mí también la ambición. Ahora ya no. No quiero ese Dios, quiero el crematorio, la quiero a ella, la única, la Innombrable, Ma Estrella.
[USSE]
Entró a la sala a levantar los platos. Por la tarde se había teñido el pelo (verde y violeta) y maquillado con un tono anaranjado zanahoria en las mejillas que la hacía parecer bronceada. Celeste la miró con sorpresa (no comentó nada). El Gobernador fue el único que dijo algo: cada vez con un look más freak (sonrió).
No podía echarle nada en cara. Hacía un par de semanas ella había presentado su renuncia pero Otero no la dejó ir (te necesitamos, por lo menos hasta fin de año): le subió el sueldo, le dijo que le daría más libertades (es que eres de la casa, no la imagino sin ti).
Usse no quería ser más de la casa. No era la primera vez que decidía irse (le costaba mantener su decisión). El sueldo era bueno aunque le pagaran con meses de retraso y mejoraba cada vez que anunciaba partir. Se le pedía menos que antes: le sería difícil conseguir algo del mismo nivel. No lo conseguiría, pero al menos sería diferente (buscaba eso). Ya no quería seguir cocinando y limpiando para otros (igual no era fácil dar el paso).
Usse notó durante la cena que el Gobernador había estado bebiendo nuevamente. Movía las manos con torpeza (hizo caer un vaso al apoyarlo al borde de la mesa). Celeste lo miraba desdeñosa: Marius dormido en su regazo (un sueño eléctrico erizaba sus pelos). La señora también tomaba: a veces más que él (esa noche no). Semanas ya que la señora dormía en uno de los cuartos del corredor que separaba las dos alas de la casa: allí se había llevado incluso su ropa. Usse no sabía por qué había sido la pelea esta vez (tampoco le sorprendía). Su mejor recuerdo de ellos: un domingo las llevaron a ella y a Lya de excursión a la selva negra, donde pasaron las horas caminando por senderos que se perdían entre los árboles. Del Gobernador le quedaban los gestos de payaso cuando aparentaba oficiar de guía, de la señora las lágrimas de risa después de haberse resbalado en un charco y ensuciado su falda. A veces los veía revisando videos antiguos en busca del gesto delator: el instante en que las cosas habían dejado de ser como eran: las cámaras captaban cosas que el ojo no (no encontraba nada).
Tonto lo que estás haciendo en el crematorio, Usse escuchó la voz del Gobernador.
¿Ofrecerme de voluntaria, limpiar el lugar?, dijo la señora.
La gente habla (el tono de quien tiene la última palabra).
Ella: sé quién es la gente para ti.
La señora se levantó sin haber probado nada y se encerró en su cuarto (tiró la puerta tras de ella). Marius la siguió pero se detuvo a medio camino (buscó su lugar preferido en la alfombra). Usse se secó las manos con el mandil: se preparó para los gritos. La señora sabía enfrentarse al Gobernador. Lya también. Ella, en cambio, no (qué decirle, cómo evitar su furia). Era por eso que su hija se había ido: no la culpaba. Podía haber defendido a Lya (no tuvo el coraje). Esa falla le importaba mucho más que el hecho de no poder solucionar su propia situación. Esa falla era la que podía remediarse si tenía el valor de irse: de decir no: de aprender de Lya.
Terminó de levantar la mesa, ordenó el comedor y la cocina. Antes de retirarse dio una vuelta por la casa, asegurándose de que todo estuviera en orden. La puerta del cuarto de la señora estaba entreabierta: se asomó a ver si necesitaba algo. La descubrió recostada en la cama, su rostro iluminado por la luz de la lámpara, las mejillas carentes de firmeza desde que la doctora que le inyectaba líquidos rejuvenecedores hubiera dejado de venir por la casa (quiero volver a ser natural, decía la señora). En una repisa las santitas pintadas de rojo que conseguía de cadáveres de prisioneros en la Enfermería del penal, antes de que fueran enviados al crematorio, y que la Innombrable exigía para llevarle ofrendas a su templo. Velas encendidas en el interior de cada cráneo, un resplandor que danzaba sombras en las paredes.
¿Dónde estaría la señora en ese instante? Cada vez más errática. La semana pasada se había perdido durante tres días y la encontraron durmiendo en una choza en el crematorio al lado del río. El Gobernador le dio un sopapo cuando apareció en la casa. Ella le gritó que sus días estaban contados.
Usse fue a su cuarto (una foto de Lya en el velador, una pintarrajeada cruz de madera en la pared: un regalo que el Gobernador le había traído a la señora de uno de sus viajes: los objetos que a ellos no les gustaban solían terminar con ella). Se echó en la cama esperando que la dejaran tranquila. Estaba libre después de cenar, hasta las seis de la mañana, pero a veces él o la señora la despertaban para que les hiciera un sándwich.
Se puso los audífonos: buscó la música de un grupo que la exaltaba. Rock gutural, lo llamaban. Los tambores comenzaron a atronar. Repercutían en su corazón anhelante, furiosos (las guitarras entraban y salían). La letra era sobre un atardecer en un planeta desierto. Ella hubiera querido vivir en ese planeta.