Tenía frío. El sedante que me habían dado hacía que no me pudiera concentrar en lo que estaba pensando. El hecho de que no pudiera razonar con total claridad era la única explicación a por qué no estaba gritando de terror.
Me habían secuestrado. Me encontraba en otro país. En Irlanda. Y según pequeñas partes de conversaciones que había logrado escuchar, me querían para una especie de ritual.
El vampiro llamado Devon me guio hacia una camioneta negra que aguardaba en el estacionamiento. Su mano nunca dejó mi espalda, abarcando al menos la mitad de esta. Encontraba cada detalle de él sumamente desconcertante. Su contextura maciza, lo varonil y apuesto que era su rostro, la firmeza con la que se movía. ¿Quién era?
Su cabeza bajó en mi dirección, haciéndome reaccionar. Lo había estado observando sin darme cuenta.
Escondí mi rostro, rehusándome a que mis mejillas tomaran color. Devon Windsor era uno de mis secuestradores y eso lo hacía un villano. Y no solo eso. ¡Era un vampiro! O un Antiguo, o lo que fuera que Madi hubiera dicho. Lo que encontraba fascinante al igual que aterrador. Sentía como si hubiera caído dentro de uno de mis libros.
Me crucé de brazos, temblando levemente. Ewan vendría por mí. Estaba segura de ello. Vendría a rescatarme al igual que un príncipe en un cuento de hadas. Un príncipe con una ballesta que pertenecía a una antigua orden de guerreros.
—¿Cómo te sientes?
Un abrigo cayó sobre mis hombros, envolviéndome en calor. Devon se había sacado su sobretodo y lo estaba acomodando en mi espalda, mientras abría la puerta de la camioneta, y me indicaba el asiento del acompañante.
Ignoré su pregunta, decidida a no entablar ningún tipo de conversación. Sus acciones estaban mal y necesitaba saberlo. No podía secuestrarme y luego pretender que le preocupaba mi bienestar.
Me senté en silencio. El vehículo se alejó del aeropuerto, dejando la gran construcción detrás, y entró en un área que se veía más rural.
El paisaje era tan cautivante que acerqué mi rostro al vidrio de la ventanilla. La campiña se extendía a lo largo del camino, tiñendo todo en diferentes tonalidades de verde. Mis ojos se detuvieron en cada detalle. Las pequeñas casitas hechas de piedra distribuidas en las diferentes propiedades. Los árboles saludándonos al pasar. Un grupo de ovejas pastando a unos pocos metros del auto.
—Es tan… Hermoso.
La oveja que iba delante del resto llevaba un lazo rojo con una campanita alrededor de su cuello. Adorable. Y un perro con largo pelaje blanco y negro trotaba alrededor de ella, guiándola.
Una sonrisa creció en mis labios mientras veía la escena.
—Este ha sido el hogar de muchas Gwyllions durante varias generaciones, alguna parte de ti debe añorarlo, aun si no lo sabías —dijo Devon.
Desaceleró la velocidad del auto, permitiéndome una mejor vista.
—Oí que hay una comunidad de Gywllions aquí en Irlanda —dije.
La madre de Michael Darmoon me lo había dicho cuando fui a ver a Madi a uno de sus retos durante el Festival de la Luna.
—¿Por qué me necesitan a mí? ¿Por qué alguien de tan lejos?
Devon permaneció en silencio por unos momentos. Si necesitaba tiempo para pensar su respuesta, de seguro sería una mentira.
—Es cierto que hay una comunidad de Gwyllions viviendo aquí. Han estado por un largo tiempo y son un grupo cerrado. —Hizo una pausa y agregó—: Saben sobre nosotros y conocen acerca del ritual. Han tomado sus precauciones. Si alguna de ella llegara a faltar, sabrían exactamente dónde buscar.
Me pregunté cómo sería crecer en una comunidad así. Consciente de mis habilidades. Por lo que había estado investigando desde que me enteré de lo que era, mi madre no sabía que proveníamos de una línea de Gwyllions. Claramente lo tenía en ella. Lo veía en la forma en que se relacionaba con la naturaleza. Solo que no lo sabía. De no ser por Lyn y Maisy Westwood yo tampoco lo haría.
—¿Qué…? ¿Qué planean hacer conmigo?
Mi voz se quebró. No quería que me lastimaran. No quería morir. Mis ojos se pusieron vidriosos y regresé mi mirada a las ovejas.
Devon no respondió.
La camioneta se detuvo frente a una avasallante construcción de piedra. Un castillo. Diferentes cuentos de hadas vinieron a mi mente. «La bella durmiente.» «Cenicienta.» «La Bella y la Bestia.» No coincidía con ninguna de las imágenes que esas historias me habían despertado, y sin embrago, era espléndido.
Un gran cuadrado de piedra con torres a ambos extremos, que se elevaban unos metros sobre la construcción principal. Una imponente puerta en forma de arco. Ventanales con aquella misma forma. Un sueño de jardín envolvía la piedra y se expandía en un río de flores, deteniéndose en los neumáticos de la camioneta.
Abrí la puerta, maravillada de que tal lugar existiera fuera de mi imaginación. Quería corretear por el jardín y recostarme en el césped. Oler las diferentes fragancias y adivinar a qué flores pertenecían.
Aquella alegría repentina desapareció cuando la silueta de Devon se paró a mi lado. La realidad de la situación paralizó mi corazón.
Todo lo que estaba viendo era una pesadilla disfrazada de sueño. El pintoresco castillo frente a mí, una prisión.
—Tu expresión al bajar del auto, no recuerdo haber presenciado algo tan dulce —dijo Devon.
Me volví hacia él.
—Es todo una mentira —repliqué.
Sus ojos grises eran magnéticos. Temí mirarlos por demasiado tiempo y perderme en ellos.
—Veremos —murmuró.
Reposó su mano en mi hombro, guiándome hacia la construcción. Algo en él era tan… primitivo e imponente. Aceleré el paso, con la esperanza de deshacerme de su mano. No me agradaba que se aprovechara de mi pequeño tamaño, guiándome al igual que a una muñeca.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
Acomodé mi falda, que se encontraba arrugada, y levanté el mentón.
—Suficiente como para saber que lo que están haciéndome es terrible. Arrancar a alguien de su vida de esa manera —repliqué.
Sacó un juego de llaves que se veía viejo e introdujo una de las llaves en la gran cerradura. ¿Cuántos años llevaba allí ese castillo? Contuve todas mis preguntas, decidida a esconder mi fascinación.
—Fue construido en 1172 por uno de los condes de Pembroke —dijo Devon en tono casual.
Giré mi cabeza hacia él, con una mezcla de sorpresa y horror. ¿Podía leer mi mente? ¿Sabía lo que pensaba? ¿Lo inquietante que lo encontraba?
—¿Cómo…?
Mis mejillas se volvieron cálidas.
—Lo vi en tu rostro —respondió.
La manera en que sostuvo mi mirada me resultó escandalosa. Tan silencioso e intrigante y a la vez intenso.
Me apresuré por la puerta, buscando una distracción. La extensa sala que nos daba la bienvenida era espaciosa y clásica. Pisos de madera. Tapetes. Cuadros. Una armadura.
Aquel impulso de correr e investigar todo se apoderó de mí de nuevo. Nunca creí que tendría la fortuna de conocer un lugar así.
Devon me guio hacia la sala que le seguía. Una ostentosa habitación con grandes sillones de terciopelo y un magnífico hogar hecho de piedra.
Mis ojos devoraron cada detalle hasta dar con una mesa que exhibía un juego de ajedrez en una de las esquinas. Fui hacia esta, completamente hipnotizada. El tablero y las piezas parecían hechos de mármol.
—¿Qué edad tienes? —preguntó Devon.
—Veintiuno.
Tomé la pieza del caballo blanco, su superficie fría en mis manos. Tan lindo.
—Ya veo.
Su suave risa me alertó de lo que había sucedido.
—Me engañaste —me quejé.
Había tomado ventaja de mi distracción. Regresé el caballo a su lugar y fui a sentarme en uno de los sillones, cruzándome de brazos.
—¿Qué edad tienes tú? —pregunté.
Negó con la cabeza. ¿Tantos? Las posibilidades llevaron mi cabeza en todas direcciones.
—¿Cien? ¿Doscientos? ¿MIL?
Rio de nuevo. Tenía una risa sorprendentemente liviana para alguien de apariencia ruda e intimidante.
—Yo te dije la mía —protesté.
—Aguardaremos aquí, los demás llegarán pronto —respondió.