SE LEVANTÓ A LAS CINCO DE LA MAÑANA

ENRIQUE NOS ANUNCIÓ que había que organizar nuevamente la casa. Debíamos restringir los gastos. Nos advirtió (parcamente) que tenía que volver a examinar la repartición de las piezas. Dijo que ya estaba bueno. Que estaba a punto de dejar la media cagada. Comentó (furioso) que había desaparecido su lápiz fosforescente. Que Isabel no podía encontrar la frazada de la guagua. Nos contó que cuando se levantó (Enrique se levantaba al alba) se había percatado que le faltaba la llave del agua caliente al lavamanos.

Nosotros comprendimos, de inmediato, que Enrique estaba alterado. Supimos que decía esas cosas porque ahora sólo iba a trabajar al súper cinco veces a la semana. Lo había dispuesto así el último supervisor de la bodega de fideos. Ese supervisor que nos destinaron desde otra sucursal. Lo trasladaron a nuestro súper porque era un fracasado que no era capaz de hacer bien ninguna cuenta. Enrique dijo que tenía ganas de sacarle la chucha. Que sentía el impulso de darle un rodillazo en los cocos. Que incluso había pensado matar al huevón. Ay, con lo trabajador y bien presentado que era Enrique y tan mala suerte que tenía.

Sí. Enrique era alto. Más alto que cualquiera de nosotros. Su piel era mucho más blanca. Tenía bonita risa. Se peinaba para atrás, se esparcía productos en el pelo. Los productos se los regalaba Isabel. Era muy cariñosa Isabel con nosotros. Siempre nos hacía regalos. Si no era una cosa, era otra. A Enrique lo que más le compraba eran artículos para su pelo. La última vez, le trajo espuma y vitaminas capilares. Es que Enrique mantenía su pelo muy ondulado y esponjoso. Todos pensábamos que valía la pena el gasto que hacía Isabel.

Pero Enrique era malagradecido con ella. Isabel tenía que suplicarle para que le cuidara la guagua. Sin embargo, Isabel era tan buena que siempre nos perdonaba todo. Todo. Cualquier cosa. Claro que Enrique tenía razón: la guagua no era problema de nosotros. Eso también lo dijo Gabriel: “Después nos encariñamos con la guagua y entonces la huevona se va y se la lleva”. Además, dijo Gabriel, “no sé por qué siempre tengo que ser yo el que le mete la mamadera en el hocico”. Nos precipitamos y lo hicimos callar. No queríamos que Isabel oyera sus palabras. Isabel era muy sensible. Nosotros la conocíamos bien. Tanto la conocíamos que sabíamos en lo que ella pensaba. Pero no se lo íbamos a mencionar a nadie. Nunca. No íbamos a contar jamás lo que pensaba Isabel. Noche y día ella pensaba en lo mismo.

Nos quedamos en silencio esperando que Enrique nos dijera lo que tenía en mente. Estaba desencajado. Agotado. Cómo no, si se estaba dando vueltas por la casa desde las cinco de la mañana. Y allí estaba la mirada. Esa mirada que sabíamos hacia cuál tristeza lo arrastraba. La misma mirada que se desencadenaba en el trabajo cuando el supervisor lo mandaba a poner nuevamente los tallarines en el estante porque, según él, estaban en el lugar incorrecto.

Enrique pasaba la mañana entera trasladando los paquetes de tallarines de un lado para otro. El supervisor lo odiaba. De verdad que lo odiaba. Nosotros éramos testigos. “Es que le tiene envidia a Enrique porque el culiado es negro y chico. Un enano culiado y acomplejado”, dijo Gloria.

No podíamos hacer nada al respecto. Ni siquiera Isabel logró ayudarlo a mejorar la situación ni un tantito. A pesar que Enrique había realizado estudios de computación en las noches. Pero no consiguió terminar. Resultaba demasiado pesado para él. Nosotros lo aconsejamos. Le dijimos que ya estaba bueno. Se lo mencionamos porque se había vuelto terriblemente irritable. A tal extremo que nos estaba haciendo la vida imposible. No le gustaba nada de nosotros. No se sentía contento. Llegamos a pensar que nos había perdido el cariño. Desolados, creímos que ya estaba harto. De la casa. De todo.

Pero no era así. Después de abandonar los cursos volvió a ser el de siempre. Hasta ahora que se le ocurría el tema de la nueva organización. Nos causó curiosidad lo que nos iba a informar. Enrique tenía buenas ideas así es que nos sentamos ordenados y lo miramos fijamente aguardando que empezara a hablar. Esperábamos ansiosos que nos comunicara lo que tenía en mente. Contábamos con tiempo. Salvo Isabel y Gabriel, ya ninguno de nosotros asistíamos al súper todos los días. Seguían y seguían reclutando gente nueva para pagar menos. Incluso a Sonia, una de las cajeras, que antes trabajaba alrededor de doce horas seguidas, le habían metido dos compañeras en su turno. Sonia también tenía tiempo. Su sueldo era insuficiente. Vivía con nosotros. (No le alcanzaba.) (No le alcanzaba.) Pero ahora, fascinados y expectantes, veíamos con qué violencia gritaba Enrique. Ah, sí, Enrique nos gritaba mientras su rostro se empequeñecía consumido por una línea de inalterable desasosiego.