Y ASÍ, PUES, a Enrique lo destinaron a la sección de licores y refrescos. Nosotros ya estábamos enterados. Incluso sabíamos la hora exacta en que se iba a producir el traslado. Pudimos anticipar que, desde ese instante, Enrique se iba a abocar a desentrañar ese complicado y titilante pasillo. Pobre Enrique, obligado a desplazarse entre una multitud de botellas. (Pobrecito.) Nos parecía tan complicada la responsabilidad que, por una injusta arbitrariedad, debía asumir. Su ocupación consistía en llevar las botellas desde las bodegas hasta los estantes para ordenar, con una exactitud deliberadamente exhibicionista, las cervezas, el vino tinto, el vino blanco, los licores importados, los nacionales. Debía deslizarse, a lo largo de su pasillo, con una extrema pulcritud, para que no se le cayeran de las manos y se produjera una hecatombe con los vidrios. Tenía que concentrarse para que las botellas permanecieran firmes en los estantes y no chocaran entre ellas.
Todo su esfuerzo estaba destinado a que luciera el prestigio de los licores y resaltara el relámpago artificial de los líquidos. Nosotros implorábamos para que no se le confundieran las marcas, los portes, los tipos, las clases, los precios. Rogábamos para que las botellas se destacaran y resplandecieran como Enrique quería. Y (suplicábamos también) para que no se equivocara cuando debía acumular, como si fueran esculturas, los altos de Cocas, las montañas de Pepsis.
Pero él realizaba su trabajo con un rigor y una disciplina que ya se habían vuelto impenetrables. Gabriel lo ayudaba cuando podía. Sin embargo, eran escasas sus posibilidades de acceder a la sección de licores y refrescos porque las cajeras estaban crecientemente inquietas por todo. Nerviosas por lo que hacían, por lo que dejaban de hacer: “El genio de mierda que tienen estas maracas. Parece que el mes entero anduvieran con la regla”, decía Gabriel que no terminaba de aprender a controlarse ni sabía cerrar la boca. Que parecía no entender que jamás, en ningún instante de su permanencia en el súper, debía mirar a nadie a los ojos.
Así era Gabriel. Se sostenía en el trabajo por su habilidad desmesurada con los paquetes. Depositaba la fruta en las bolsas de una manera verdaderamente científica: los plátanos, las naranjas, las manzanas, las peras, las sandías, las frutillas, los melones, las chirimoyas, los pepinos, los caquis. Después, cuando la fruta quedaba enteramente adaptada en el interior de la bolsa, se dedicaba frenético a la carne. Lograba armonizar la posta, el choclillo, el asado de tira, el filete, el asiento de picana, la carne molida, el tapapecho, el lomo vetado, el lomo liso, los riñones, las panitas. Con una habilidad cercana a la magia, convertía a esa carne sanguinolenta en un espectáculo. Y, con una concentración admirable, se volcaba a los tallarines, el arroz, los porotos, las lentejas, las salsas de tomates. Sus manos trazaban una suerte de malabarismo que deshacía la catástrofe que portaban los productos. Su manera de empaquetar causaba conmoción en los clientes del súper. Su don, como decían las cajeras.
De esa manera conseguía el dinero que necesitaba. El súper no le otorgaba sueldo. Su pago consistía en obtener la autorización para envolver. Por eso él trabajaba de esa manera tan deslumbradora. Como un artista popular, como un tragafuego, como un músico, como un malabarista, como un payaso, para conseguir, al final, después de toneladas de paquetes, una propina que inevitablemente le resultaba insignificante, despreciable. Eso nos molestaba. Su tontera. Nos perturbaba esa especie de arrogancia vacía que lo rondaba, un halo interminable de ceguera, como dijo Enrique, como corroboró Gloria cuando afirmó que Gabriel era el que contaba con más posibilidades de todos nosotros, pero que no le servían de nada porque era un amargado, un total insatisfecho “y mal hablado el concha de su madre”, añadió.
Gabriel prácticamente carecía de tiempo para ayudar a Enrique con las botellas. Estaba atrapado en su programa perpetuo y circular, se encontraba atado al mesón como un animal de feria porque su acto insoslayable era celebrado de manera casual por los clientes y esa atención pasajera, animaba a las cajeras. A las tres cajeras que atendían el lugar donde envolvía Gabriel. Las cajeras nuevas (las cambiaban, las despedían, las acosaban) lo necesitaban permanentemente en el mesón para atraer a los clientes y así satisfacer el ceño del supervisor que se paseaba y se paseaba ante las máquinas, vigilando a las cajeras y, especialmente, a Gabriel. Lo rondaba de manera inquisitiva, como esperando un desliz, aguardando que Gabriel rompiera una bolsa, reventara la fruta, exprimiera la sangre de la carne. Sí, el supervisor deseaba que por fin se desplomara la integridad de Gabriel y le dijera a cada uno de ellos lo que pensaba, lo que estaba tan escrito en su mirada frontal, lo que tenía en la punta de la lengua. Aquello que los supervisores sabían que podía expresar en cualquier instante con una ansiedad desesperante, que dijera, para despedirlo de una vez y así expulsar su mirada lúcida que ensombrecía la trasparencia voraz del súper. Una mirada ya larga que envilecía los estantes, la disposición de los precios, la alegría artificial distribuida en leyendas optimistas a lo largo de los pasillos, el incesante incremento y proliferación de los productos.
Que dijera, que dijera lo que las cajeras, los empaquetadores, los carniceros, los cargadores, los vigilantes, los supervisores y los clientes adivinaban. Que Gabriel abriera su boca sucia, contaminada y desobedeciera a Isabel, que se insubordinara frente a los mandatos de Enrique: “Mantén el hocico cerrado ¿entendís culiado?”. Y Gabriel no lo hiciera. Y, por fin, abriera su hocico y mirara a cada uno de los supervisores a los ojos para lanzar al aire ese mordisco suyo cruel y destructivo.