GABRIEL ESTÁ VIVO

GABRIEL NOS INFORMÓ que Andrés y Pedro tomaban vino como carretoneros. Nos contó que en las noches se reían y tomaban y se reían y después se iban juntos (“ya están borrachos estos maricones culiados”) a la pieza de Gloria. Nos dijo que Gloria los mandaba a la recontra chucha y trancaba la puerta con una silla. Sabíamos que Pedro tomaba como malo de la cabeza. Y eso podía perjudicarnos. Ya las filas a las puertas del súper se habían convertido en una situación abiertamente definitiva. Hileras de mujeres o de hombres (ahora para controlar el proceso los clasificaban por sexo, por peso, por porte, por salud, por edad, por oficio) parados en medio de un frío inacabable. Una helada que blanqueaba el entorno hasta la confusión. Pero allí estaban, alineados, buscando trabajo por horas, sin anteponer ni las más elementales condiciones. Cada vez más larga la fila de seres albos, que permanecían a la espera del brutal llamado del supervisor, conservando un orden incomprensible. Y entre nosotros, más huraña Sonia, la trozadora de pollos, y más furioso todavía Gabriel que no soportaba las borracheras ni el aterrador espectáculo de las filas. Gabriel, mucho más que iracundo, ensayaba, en las noches, múltiples maneras de envolver. Desplegaba una capacidad manual que nos maravillaba cuando lo observábamos en su absorto empeño por consolidar sus paquetes imaginarios. Unos envoltorios con los que buscaba incrementar su precisión en el súper. Sus manos lo conducían hasta una delicadeza difícil de concebir. Pero su cara, su expresión, la comisura de su boca denunciaban esa parte de su carácter que odiábamos y que nos mantenía en estado de alerta, pues por ese hilo casi invisible de saliva depositado en su torcida comisura, se deslizaba un sentimiento fóbico a las colas, a los supervisores, a las borracheras, a los uniformes y a las casetas de los guardias. Fóbico a los clientes, a los paquetes. Fóbico a sí mismo. Por eso cuando Gabriel nos dijo: “estos culiados empiezan a tomar como carretoneros en cuanto oscurece”, se lo comunicarnos de inmediato a Enrique para que él decidiera y pudiera encontrar una solución definitiva.

Pedro trabajaba como guardia en el súper. Vigilaba los robos que se sucedían a cada instante. Porque segundo a segundo una mano rapaz escondía un chocolate o birlaba un plato o un paquete de pollo o un cosmético o un cuchillo. “Cualquier cosa del súper, incluso la más imbécil, la más mierda de todas la sacan estos chuchas de su madre”, nos decía Pedro destilando una amargura inamovible. Junto a sus compañeros no daba abasto para vigilar a los clientes que se escabullían del seguimiento de las cámaras. Hasta el súper llegaba una horda creciente que aprendía, con una inteligencia sutil, nuevas técnicas para robar lo que parecía imposible. Pedro era quien más capturas conseguía: era un cazador brillante, un experto en pistas, en rostros, en modales, en gestos, en intenciones, en formas. No había nada que se escapara a su visión. Por eso era el último de los guardias que pervivía de los viejos equipos. Sí. Él formaba parte de los nuestros. Era uno de los antiguos.

Lo respetábamos y lo queríamos por sus agudas capacidades. Porque no había nada que lo hiciera desistir. Implacable, no lo conmovían ni los llantos ni las amenazas ni los ruegos ni la fragilidad de los niños o la abyección de las embarazadas. Su paso sigiloso y animalizado por los bordes de los pasillos, conseguía sorprender a los falsos clientes que lo miraban con un brillo pánico en los ojos, mientras los cuerpos se estremecían por un temblor súbito cuando entendían que Pedro los había sorprendido y que ya no contaban con la menor escapatoria. Entonces, el rostro de Pedro gozaba, gozaba, gozaba con la mueca que tan profundamente le conocíamos. Esa mueca que nos impresionaba por su sabiduría enfermizamente oscura. Sí, porque en su cara estaba escrito un placer fanático y vertiginoso, una urgencia por halagar al público afiebrado ante la captura (los supervisores, nosotros mismos, los nuevos, los aspirantes, el círculo completo) un público exigente y fervoroso que se complacía en redoblar los insultos ante el triste intento de fuga del debilitado adolescente. Y después Pedro, con ademanes teatrales, desplegaba un examen deliberado a la mercadería. Un chequeo realizado especialmente para satisfacer la curiosidad malsana del público ante el chocolate chupado o la galleta mordida o el objeto oculto entre la ropa que Pedro había recuperado, a empellones, para exhibirlo a la concurrencia como parte de un trofeo que lo enaltecía.

Y en ese escenario se desencadenaba el minuto feliz (siempre cuando estaba a punto de precipitarse la oscuridad). Una ceremonia que le pertenecía al mismo Pedro porque se trataba de su minuto feliz, su consagración absoluta. Él se encargaba de dirigir el remate de los productos a medio comer que se habían acumulado a lo largo de la jornada. Recibía las ofertas con un entusiasmo histérico, una algarabía secundada por Isabel que lo apoyaba con su sonrisa nueva, limpia, ligeramente desfasada de la expresión de sus ojos, pero que funcionaba como un valor adicional del remate. Porque también Isabel remataba su sonrisa y Pedro remataba sus gritos destemplados, dolorosos, angustiados, salvajes. Esos alaridos insoportables que llenaban de júbilo a los compradores que se precipitaban, se empujaban, atropellando a los niños y a los viejos, mientras Pedro seguía gritando, aullando el precio ascendente de la galleta o el valor del chocolate mordido. “Del chocolate culiado que estos chuchas de su madre sólo pueden comer si está baboseado”, decía Gabriel ostentando una palpitación desagradable y visible en el ojo derecho. Una palpitación que enfurecía a Enrique, a Sonia, a Gloria, a Andrés, a todos nosotros. Nos enfurecía y nos degradaba. Salvo a Isabel que amaba de manera inexplicable esa horrible palpitación y la estimulaba con un tono delicadamente enfático: “Es que el ojo le late a este concha de su madre porque todavía está vivo, respirando”.