“Y AHORA SI no pagai las cuentas de inmediato, te cortan la luz o el gas o el agua los conchas de su madre, maricones culiados. Lo hacen así, rápido, para cobrarte las reposiciones, para cagarte pues. Te cortan todo sin el menor remordimiento estos maricones chuchas de su madre. Llegan abyectos con sus caras congeladas y te cortan lo que sea, impávidos y grises, idénticos los hijos de puta, sin que se les mueva un pelo a los culiados. Te cortan la luz, el agua o el gas con una sonrisa en la boca las mierdas éstas. Te la cortan, diciendo que ellos cumplen órdenes, que están ahí para eso, para cumplir las órdenes de mierda (y) te dicen que ese es su trabajo porque a los recontraculiados éstos les pagan por servicio cortado, les dan un porcentaje a los maricones y estos chuchas de su madre se ríen cuando cortan, se ríen a carcajadas mientras nos dejan a oscuras o sin agua. Y menos mal que alcancé a llenar las ollas y les tengo el balde con agua, porque estos culiados hijos de puta hace poco rato nos cortaron el agua las mierdas éstas”, nos dijo Gloria cuando llegamos en la noche.
Sí. Estábamos sin agua. Antes, ya nos habían cortado la luz. A menudo quedábamos sin gas. Enrique sufría y se desvelaba ante las noticias de los cortes. Sufría por la falta de agua o de luz o de gas. Se ponía pálido. Incluso se enronchaba entero. Dormía mal con los cortes. Se veía rabioso Enrique y lo peor era que se dejaba caer sobre nosotros (su furia). Su furia y su malhumor nos dañaban más que la falta de agua o de luz o de gas. Nos hería Enrique. Nos desesperaba su gesto vencido como si a él le hubieran cortado la luz o el gas o el agua, sin entender Enrique (enojado/ rabioso/ ciego) que todos nos quedábamos a oscuras o sedientos o sin comer. Pero Enrique no pensaba que a cada uno de nosotros nos dolía y nos ofendía la actitud de los cortadores, esa actitud indecente que adquirían cuando se bajaban “corriendo de una camioneta culiada, sí, corriendo y sin una gota de compasión cuando nos dejan completamente indefensos sólo porque uno se atrasa un día”, dijo Gabriel, “un solo día de mierda y llegan estos culiados, abusadores los huevones, felices con sus trabajos estas mierdas porque lo que pasa es que los chuchas de su madre se sienten importantes, se sienten algo los culiados y además les pagan pero en realidad lo harían gratis sin cobrar un cinco porque son ellos los que se ofrecen con júbilo, estas mierdas culiadas se ofrecen a cortar lo que sea, cualquier cosa los culiados”. Tenía razón Gabriel. Era así. Se ofrecían. Lo habrían hecho gratis.
Y ahora estábamos sin agua. Isabel sacó a la guagua de la pieza. Pasó delante de nosotros con la guagua en brazos y atravesó lentamente el pasillo como si fuera necesario exhibirnos su dolor. De esa manera salió a la calle. Nosotros la observamos nerviosos (con el corazón en la mano) ante la sola posibilidad que no volvieran, porque Isabel (que era tan cuidadosa con la plata), (Isabel que detestaba los atrasos y los cortes) podía decidirse a abandonar la casa para siempre y dejarnos solos “porque el culiado de Andrés es un tramposo, no pone la parte que le corresponde el culiado y nos perjudica a todos el irresponsable de mierda”, dijo Gloria con lágrimas en los ojos. Lo expresó así justo en el momento en que Isabel (pálida, ojerosa, envuelta en un silencio aterrador) salía con la guagua al frío de la calle, se iba como una loca, con la guagua, calle abajo, como si huyera de nosotros y de nuestro cariño, como si estuviera cansada (de nosotros), como si nos hubiera perdido la última gota de respeto. Isabel salía con la guagua en brazos a la noche fría. La noche que ponía fin al día más crítico de la historia del súper, el mismo día en que habían despedido al contingente más grande de trabajadores del que se tenía noticias. Ese exacto día en que sacaron a todas las cajeras, a un equipo casi completo de empaquetadores, despidieron a los aseadores y, ese mismo día inconcebible, las pesadoras de frutas fueron expulsadas de sus puestos de trabajo. Removidas en el instante definitivo en que el jefe de los carniceros, famoso por su infamia y la permanente burla que esgrimía, no pudo resistir el impacto y fue arrastrado en el último despido. Y cayó de bruces en la lista. (Nos alegramos, nos reímos.) Pero Isabel (“la huevona, maricona, culiada y egoísta”) (dijo Andrés) pensaba en ella, en ella no más, sin ayudar a Gloria con el balde para que todos juntos nos hubiéramos tomado una taza de té para calentar el cuerpo. Una tacita de té mezclada al agua sucia y pegajosa del balde. Un té porque ese día el miedo había sido infernal y corría vertiginosamente a lo largo de cada uno de nosotros el pavor a la lista, al nombre, al apellido, mientras veíamos cómo entraban los nuevos trabajadores: los empaquetadores, las cajeras, las aseadoras, los pescaderos y el nuevo carnicero jefe. Un número más que considerable de flamantes empleados se encontraba haciendo la larga fila, cabizbajos, sorprendidos, mientras examinaban, asombrados y titubeantes, los delantales que les pasaban los supervisores y luego, con los uniformes puestos, se dirigían, iluminados por las luces, de manera pausada, a sus puestos de trabajo.
Iluminados por las luces del súper, en fila, listos para recibir una paga que no merecía perdón de Dios. En fila, percibiendo que ellos también tenían los días contados, que se trataba de una trampa, pero que, finalmente, era la única posibilidad de la que disponían para sobrevivir un tramo de tiempo. Sobrevivir vestidos con el signo monótono del uniforme y su marca desmesurada brillando bajo las luces de los focos del súper.
Pero nosotros resistimos el increíble despido. Parecíamos indestructibles. Gabriel estaba pálido. Sonia estaba pálida. Sin embargo nuestro sufrimiento parecía no tener fin porque Isabel ahora se iba con la guagua en brazos, enojada, herida, como si el corte la hubiese trastornado. Había salido “sin decir una palabra la concha de su madre. Lo hizo intencionalmente la maricona para hacernos sentir que todo se lo debemos a ella y a sus influencias con los supervisores. Lo que quiere esta huevona es cagarnos”, dijo Sonia con la voz más apagada que nunca. Enrique estuvo de acuerdo y, en medio de una desproporcionada lentitud, se inclinó para encender la tele. Nosotros nos acomodamos y empezamos a mirar el programa.