CAPÍTULO PRIMERO

La señora Rachel Lynde

se lleva una sorpresa

La señora Rachel Lynde vivía exactamente en el lugar donde el camino real de Avonlea baja a un vallecito, orlado de alisos y enredaderas y cruzado por un arroyo que tiene sus fuentes en los bosques de la vieja posesión de los Cuthbert. El arroyo tenía reputación de ser caudaloso e intrincado en su curso superior, entre esos bosques, con secretos y oscuros remansos y cascadas; pero al llegar a Lynde’s Hollow era una pequeña corriente, tranquila y bien educada, pues ni siquiera un arroyo podría pasar frente a la puerta de la señora Rachel Lynde sin el debido respeto por la decencia y el decoro. Probablemente se daba cuenta de que la señora Rachel estaría sentada junto a su ventana, observando vigilante a todo el que pasaba, desde arroyos y niños para arriba, y si llegaba a reparar en algo extraño o fuera de lugar, no descansaría hasta descubrir el cómo y el porqué de ello.

Existe mucha gente, en Avonlea y fuera de ese lugar, que puede meterse en las cosas de los demás gracias al descuido de las propias. Pero la señora Rachel Lynde era una de esas personas mañosas que son capaces de vigilar al unísono los asuntos propios y los ajenos. Ama de casa notable, su trabajo estaba siempre hecho y bien; «manejaba» el círculo de costura, ayudaba en la escuela dominical y era el más fuerte puntal de la Sociedad de Ayuda de la Iglesia y de Auxilio a las Misiones en el Exterior. Y a pesar de todo eso, la señora Rachel hallaba tiempo suficiente para sentarse horas enteras junto a la ventana de su cocina, tejiendo colchas al crochet —había tejido quince, como se sentían inclinadas a decir las amas de casa de Avonlea en voz reverente—, con la mirada puesta en el camino real que cruzaba el vallecito y subía la empinada colina roja. Debido a que Avonlea ocupaba una pequeña península triangular que entraba en el golfo de St. Lawrence, con agua a ambos lados, todo aquel que entraba o salía de allí debía tomar por el camino de la colina y así pasar por el invisible escrutiño del ojo omnipresente de la señora Rachel.

Allí estaba sentada una tarde a principios de junio. El sol entraba, cálido y brillante, por la ventana; en el huerto de la cuesta, los capullos blancos y rojos eran cubiertos por una zumbante nube de abejas. Thomas Lynde —un manso hombrecito a quien los habitantes de Avonlea llamaban «el marido de Rachel Lynde»— plantaba las semillas de nabo tardío en los campos más allá del establo y Matthew Cuthbert debía haber estado plantando las suyas en el gran campo rojo del arroyo allá lejos, cerca de Tejados Verdes. La señora Rachel sabía tal circunstancia porque lo había oído decirle a Peter Morrison, la noche anterior en la tienda de William J. Blair, que pensaba sembrar sus semillas de nabo durante la tarde siguiente. Peter se lo había preguntado, desde luego, pues no había noticias de que Matthew Cuthbert hubiese dado en su vida, voluntariamente, información alguna.

Y sin embargo, allí iba Matthew Cuthbert, a las tres y media de la tarde de un día de trabajo, cruzando plácidamente el vallecito en su carricoche y subiendo la colina; más aún, vestía cuello blanco y sus mejores ropas, cosa que mostraba a las claras que iba a salir de Avonlea; y guiaba el carruaje, con la yegua alazana, lo que significaba que recorrería una distancia considerable. Ahora bien, ¿adónde iba Matthew Cuthbert y para qué iba?

De haberse tratado de otro hombre en Avonlea, la señora Rachel, atando cabos diestramente, podría haber contestado ambas preguntas con bastante acierto. Pero Matthew salía tan raramente del lugar que el motivo debía ser algo apremiante y poco común; era el hombre más tímido de la creación y odiaba tener que ir donde hubiera extraños o tuviera que hablar. Matthew, con cuello blanco y en coche, era cosa que no se veía a menudo. La señora Rachel, por más que reflexionara, nada pudo sacar en limpio, lo que malogró su diversión de esa tarde.

—Iré hasta Tejados Verdes después del té y sabré por Marilla adónde ha ido y por qué —decidió por fin la benemérita mujer—. Por lo común no va al pueblo en esta época del año; y nunca hace visitas: si se hubiera quedado sin semillas de nabo, no se habría vestido, ni llevado el coche para ir a buscar más; no demostraba suficiente apuro como para ir a buscar al médico. Y sin embargo, algo debe de haberle pasado desde anoche para hacerlo partir así. Estoy completamente perpleja, eso es, y no tendré un minuto de paz en la conciencia hasta que no sepa qué sacó hoy de Avonlea a Matthew Cuthbert.

En consecuencia, la señora Rachel partió después del té. No tenía que ir muy lejos; la casa con parrales y huerto donde vi­vían los Cuthbert estaba escasamente a un cuarto de milla por el camino desde Lynde’s Hollow. En realidad, el largo sendero aumentaba bastante la distancia. Matthew Cuthbert padre, tan tímido y silencioso como su hijo, al fundar su residencia se había puesto tan lejos como pudo de sus congéneres, sin llegar hasta retirarse a los bosques. Tejados Verdes fue construida en el rincón más alejado de su campo y allí estaba entonces, apenas visible desde el camino real sobre el cual estaban situadas —demostrando un mayor sentido de sociabilidad— todas las otras casas de Avonlea. La señora Rachel no consideraba que vivir en un lugar así pudiera merecer ese calificativo.

—Es un simple techo, nada más —decía mientras avanzaba por el sendero cruzado por profundos surcos y bordeado por rosas silvestres—. No es de extrañarse que Matthew y Marilla sean un poquito raros, viviendo aquí lejos y solos. Los árboles no hacen mucha compañía, aunque quién sabe si habría suficientes si así fuera. Yo prefiero mirar a la gente. Parecen bastante contentos, pero supongo que es porque están habituados. El cuerpo se acostumbra a todo, hasta a que lo cuelguen, como diría un irlandés.

Pensando esto, la señora Rachel dejó el sendero, entrando en el jardín a los fondos de Tejados Verdes. Era un campo muy verde, bien cuidado y preciso, dispuesto con grandes sauces a un lado y primorosas casuarinas del otro. No se podía ver ni una madera ni una piedra, pues de haberlas habido la señora Rachel las hubiera descubierto sin duda alguna. Tenía para sí la opinión de que esa Marilla Cuthbert barría el jardín tan a menudo como ella lo hacía con su casa. Se podría haber comido algo caído al suelo sin necesidad de quitarle la proverbial mota de polvo.

La señora Rachel golpeó la puerta de la cocina y entró en cuanto la invitaron a hacerlo. La cocina de Tejados Verdes era un lugar alegre; o lo hubiera sido de no estar tan dolorosamente limpia. Sus ventanas daban al Este y Oeste. Por la del Oeste, sobre el jardín del fondo, entraba la suave luz de junio; pero la del Este, desde la que se gozaba de la vista de los capullos blancos de los cerezos en el huerto de la izquierda y los abedules esbeltos y cabeceantes de la hondonada del arroyo, estaba reverdecida por una vid. Allí se sentaba, cuando lo hacía, Marilla Cuthbert, siempre ligeramente desconfiada de la luz del sol, que le parecía cosa demasiado danzarina e irresponsable para un mundo destinado a ser tomado en serio; y allí estaba ahora, tejiendo, y la mesa tras ella se hallaba preparada para la cena.

Antes de haber terminado de cerrar la puerta, la señora Rachel ya había tomado nota mentalmente de todo cuanto estaba sobre la mesa. Eran tres platos, de manera que Marilla debía de estar esperando a alguien que vendría con Matthew a cenar; pero los platos eran de diario y con sólo manzanas agrias en almíbar y una especie de torta. Por lo tanto, la visita esperada no debía de ser extraordinaria. Y sin embargo, ¿a qué se debía el cuello blanco de Matthew y la yegua alazana? La señora Rachel se estaba mareando un poco ante este extraño misterio en la tranquila y poco misteriosa Tejados Verdes.

—Buenas tardes, Rachel —dijo Marilla enérgicamente—. Es una tarde verdaderamente linda, ¿no es cierto? ¿No quiere tomar asiento? ¿Cómo están los suyos?

Entre Marilla Cuthbert y la señora Rachel existía desde siempre algo que, a falta de mejor nombre, podía llamarse amistad, a pesar —o quizás a causa— de su desemejanza.

Marilla era una mujer alta, con ángulos y sin curvas; su cabello oscuro mostraba algunas hebras grises y siempre estaba tomado hacia arriba en un pequeño moño tras el que había dos horquillas agresivamente clavadas. Tenía el aspecto de una mujer de estrecha experiencia y conciencia rígida, y así era; pero había cierta promesa en sus labios que, de haber sido ligeramente desarrollada, podría llegar a ser una indicación del sentido humorístico.

—Estamos todos bastante bien —dijo la señora Rachel—. Aunque yo tuve algo de temor de que ustedes no lo estuvieran, cuando vi partir a Matthew. Pensé que iría a casa del médico.

Los labios de Marilla hicieron una mueca de comprensión. Había esperado a la señora Rachel; suponía que la vista de la partida intempestiva de Matthew iba a ser demasiado para la curiosidad de su vecina.

—Oh, no, estoy bien aunque ayer tuve un dolor de cabeza bastante malo —dijo—. Matthew fue a Bright River. Vamos a recibir a un chico de un orfelinato de Nueva Escocia y llegan en el tren de esta noche.

La señora Rachel no se hubiera sorprendido más si Marilla le hubiese dicho que Matthew había ido a Bright River a recibir un canguro de Australia. Quedó muda durante cinco segundos. No podía suponer que Marilla se estuviese divirtiendo a su costa, pero la señora Rachel casi se vio obligada a creerlo.

—¿Lo dice usted en serio, Marilla? —preguntó cuando le volvió la voz.

—Sí, desde luego —dijo Marilla, como si recibir chicos del orfelinato de Nueva Escocia fuera parte de la tarea común de primavera en cualquier granja bien administrada de Avonlea, en lugar de una inaudita innovación.

La señora Rachel sintió que había recibido un severo golpe mental. ¡Un niño! ¡Marilla y Matthew Cuthbert adoptando un chico! ¡De un orfelinato! ¡Bueno, por cierto que el mundo andaba patas arriba! ¡Después de esto, nada podría sorprenderla! ¡Nada!

—¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza? —preguntó con desaprobación.

Aquello había sido hecho sin solicitar su consejo y por lo tanto debía ser reprobado.

—Bueno, habíamos pensado en ello durante un tiempo; en realidad todo el invierno —contestó Marilla—. La señora de Alexander Spencer estuvo por aquí un día antes de Navidad, y dijo que recibiría una niña del orfelinato de Hopeton en primavera. Su prima vive aquí, la señora Spencer la ha visitado y sabe cómo es todo. De manera que Matthew y yo hemos conversado sobre eso desde entonces. Pensamos en adoptar un muchacho. Matthew está entrado en años —tiene sesenta, sabe usted—, y ya no es tan activo como antes. Su corazón le molesta bastante. Y usted sabe cuán desesperadamente difícil es encontrar ayuda pagada. No se puede obtener nada fuera de esos estúpidos muchachos franceses a medio desarrollar, y tan pronto se ha conseguido que uno de ellos se acostumbre a nuestra manera de ser y se le ha enseñado algo, parte hacia las fábricas de conservas de langostas o hacia los Estados Unidos. Al principio, Matthew pensó en un muchacho de Inglaterra, pero le dije directamente que no. «Puede que estén muy bien, no digo que no; pero nada de vagabundos londinenses para mí», le dije. «Dame por lo menos un nativo de estos lugares. Habría un riesgo, no importa a quién consigamos. Pero me sentiré más tranquila y dormiré mejor si obtenemos un canadiense.» De manera que al fin decidimos pedir a la señora Spencer que nos eligiera uno cuando fuera a sacar a su niña. La semana pasada supimos que iría y le mandamos decir por los parientes de Richard Spencer en Carmody que nos trajera un muchacho inteligente y bien parecido, de unos diez u once años. Decidimos que ésa sería la mejor edad; lo suficientemente grande como para que preste ayuda en las tareas domésticas y lo suficientemente pequeño como para que se le pueda enseñar en debida forma. Pensamos darle un buen hogar y educación. Recibimos hoy un telegrama de la señora de Alexander Spencer, en el que decía que venía esta tarde en el tren de las cinco y media. De manera que Matthew fue a Bright River a buscarlo. La señora de Spencer lo dejaría allí. Ella va a White Sands.

La señora Rachel se preciaba de decir siempre lo que pensaba; procedió a hacerlo ahora, habiendo ajustado su actitud mental ante estas noticias sorprendentes.

—Bien, Marilla, le diré claramente que pienso que está cometiendo una terrible tontería; una cosa arriesgada, eso es. No sabe usted lo que recibe. Trae a su casa y a su hogar a un niño ex­traño y no sabe una sola cosa sobre él, ni qué carácter tiene, ni qué padres tuvo, ni qué clase de persona resultará. Fíjese que sólo la semana pasada leí en el periódico que una pareja del oeste de la isla adoptó un niño de un orfelinato y éste prendió fuego a la casa esa noche; adrede, Marilla, y casi los hizo cenizas en sus lechos. Y sé de otro caso de un muchacho adoptivo que acostumbraba sorber huevos; no pudieron conseguir que dejara de hacerlo. Si me hubieran pedido consejo sobre el asunto, les hubiera dicho que hicieran la merced de no pensar en tal cosa, eso es.

Este consuelo de Job no pareció ni alarmar ni ofender a Marilla, que siguió tejiendo tranquilamente.

—No niego que hay algo de verdad en lo que dice, Rachel. Yo misma he tenido algunos escrúpulos de conciencia. Pero Matthew estaba firmemente decidido a ello; pude verlo, de manera que cedí. Es tan raro que Matthew se empecine en algo que cuando lo hace, siempre siento que es mi deber ceder. Y en lo que se refiere al riesgo, lo hay en casi todo lo que uno hace en este mundo. Hay riesgos en los niños propios si llega el caso; no siempre resultan buenos. Y además, Nueva Escocia está cerca de la isla. No es como si lo recibiéramos de Inglaterra o de los Estados Unidos. No puede ser muy distinto de nosotros.

—Bueno, espero que resulte bueno —dijo la señora Rachel, con un tono que indicaba claramente sus dubitativos pensamientos—. Pero no diga que no la previne si quema Tejados Verdes o echa estricnina en el pozo; supe de un caso en Nueva Brunswick, donde uno del orfelinato hizo eso, y toda la familia murió con horribles sufrimientos. Sólo que en ese caso era una niña.

—Bueno, no tenemos una niña —dijo Marilla, como si envenenar los pozos fuera una tarea femenina y no se la temiera en el caso de un muchacho—. Ni soñaría en traer una niña para criarla. Me sorprende que la señora de Alexander Spencer lo haga. Pero ella no dudaría en adoptar todo el orfelinato si se lo propusiera.

A la señora Rachel le hubiera gustado quedarse hasta que Matthew volviera a casa con su huérfano importado. Pero reflexionando que pasarían dos buenas horas hasta que llegara, decidió ir a lo de Robert Bell y contarle la novedad. Por cierto que causaría una sensación de primera y a la señora Rachel le gustaba enormemente provocarlas. De manera que partió, para tranquilidad de Marilla, pues ésta sentía revivir sus dudas y temores bajo la influencia del pesimismo de la señora Rachel.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó la señora Rachel cuando estuvo a salvo en el sendero—. Parece como si estuviera soñando. Lo siento por ese joven y no me equivoco. Matthew y Marilla no saben nada de niños y esperan que él sea más inteligente y seguro que ellos. Parece pavoroso pensar en un niño en Tejados Verdes; nunca hubo uno allí, pues Matthew y Marilla eran grandes cuando se construyó la nueva casa, si es que alguna vez fueron niños, cosa que es difícil de creer cuando se los mira. No quisiera por nada hallarme en el lugar del huérfano. Lo compadezco, así es.

Eso dijo la señora Rachel a las rosas silvestres, de todo corazón; pero si hubiera podido ver a la criatura que esperaba pacientemente en la estación de Bright River en ese mismo momento, su piedad habría sido aún más profunda.

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