CAPÍTULO QUINCE
Tormenta en el colegio
—¡Qué día espléndido! —dijo Anne exhalando un suspiro—. ¿No es simplemente maravilloso vivir en un día así? Compadezco a las personas que todavía no han nacido. Por supuesto, podrán tener días buenos, pero nunca como éste. ¿Y no es aún más espléndido tener un sendero tan adorable para ir a la escuela?
—Es muchísimo más lindo que ir por el camino; es tan polvoriento y caluroso —dijo Diana mientras espiaba dentro de su cesta y calculaba mentalmente cuantos pedazos le tocarían a cada una si dividía entre diez niñas las tres tortas de frambuesa jugosas y sabrosísimas que llevaba.
Las niñas de la escuela de Avonlea siempre compartían sus comidas, y quien hubiera comido sola tres tortas de frambuesa o simplemente las compartiera con su mejor amiga hubiera merecido para siempre la denominación de «horrible mezquina». Y así, después de que la torta era repartida entre diez, lo que se recibía era tan poco que resultaba un tormento.
El camino que tomaban Anne y Diana para ir a la escuela era muy bonito. Anne pensó que esos viajes de ida y vuelta de la escuela con Diana no podían ser mejorados ni con la imaginación. Ir por el camino principal era muy poco romántico; pero ir por el Sendero de los Amantes y por Willowmere y por el Valle de las Violetas y el Camino de los Abedules sí lo era. El Sendero de los Amantes comenzaba más allá del huerto de Tejados Verdes y se extendía hasta los bosques al terminar la granja de los Cuthbert. Era el camino por donde se llevaban a pastar las vacas y se transportaba la madera en el invierno. Anne lo había denominado el Sendero de los Amantes después de un mes de estada en Tejados Verdes.
—No es que los amantes realmente caminen por allí —le explicó a Marilla—, pero Diana y yo estamos leyendo un libro perfectamente magnífico y en él hay un Sendero de los Amantes. De manera que también nosotras quisimos tener uno. Y es un nombre muy bonito, ¿no le parece? ¡Tan romántico! Podemos imaginarnos amantes paseándose por él. Me gusta ese sendero; por allí se puede pensar en voz alta sin que la gente la llame loca a una.
Anne, poniéndose en marcha por la mañana, descendía por el Sendero de los Amantes hasta el arroyo. Allí se encontraba con Diana, y las dos niñas subían por el sendero bajo el frondoso arco de los abedules —«¡Los abedules son árboles tan sociables!», decía Anne; «siempre están susurrando y murmurándonos cosas»—, hasta que llegaban a un rústico puente. Allí dejaban el sendero y cruzaban el campo del señor Barry por la parte de atrás, pasando por Willowmere. Después de Willowmere venía el Valle de las Violetas, una pequeña hondonada verde a la sombra de los inmensos árboles del señor Andrew Bell.
—Por supuesto, ahora no hay violetas allí —le dijo Anne a Marilla—, pero dice Diana que hay millones en primavera. Oh, Marilla, ¿puede imaginárselas? Realmente quita el aliento. Lo llamé el Valle de las Violetas. Diana dice que nunca vio una capacidad como la mía para hallar lindos nombres para los lugares. Es agradable tener inteligencia para algo ¿no es cierto? Pero Diana inventó el Camino de los Abedules. Quiso hacerlo, de modo que la dejé; pero estoy segura de que yo podría haber hallado algo más poético que eso. Cualquiera puede pensar un nombre así. Pero el Camino de los Abedules es uno de los lugares más hermosos del mundo, Marilla.
Lo era. Otras personas aparte de Anne pensaron así al dar con él. Era una estrecha senda de recovecos que bajaba de una larga colina justo entre los bosques del señor Bell, donde la luz llegaba a través de tantas pantallas color esmeralda, que era tan impoluta como el corazón de un diamante. En toda su extensión se hallaba guarnecida por delgados abedules de blancos troncos y flexibles ramas; helechos y estrellas, lirios silvestres y ramilletes escarlatas, y cerezos silvestres crecían densamente a su largo; siempre había en el aire un delicioso aroma, y en lo más alto de los árboles se oía el canto de los pájaros y el murmullo y la risa de los vientos del bosque. De vez en cuando, si uno se quedaba quieto, se podía ver saltar un conejo por el camino, cosa que, en el caso de Anne y Diana, sucedía una vez cada muerte de obispo. Abajo en el valle, la senda desembocaba en el camino principal y desde allí hasta el colegio no quedaba más que la Colina de los Abetos.
La escuela de Avonlea era un edificio blanco de aleros bajos y anchas ventanas, amueblado con pupitres cómodos y antiguos que llevaban esculpidos en las tapas las iniciales y jeroglíficos de escolares de tres generaciones. Las aulas estaban en el fondo, y tras ellas había un oscuro bosque de pinos y un arroyo donde todas las niñas sumergían sus botellas de leche para mantenerlas frescas hasta la hora del almuerzo.
Marilla estaba muy recelosa con el comienzo de las clases de Anne el primer día de septiembre. ¡Anne era una niña tan extraña! ¿Armonizaría con los otros niños? ¿Y cómo iba a arreglárselas para quedarse callada durante las horas de clase? Sin embargo, las cosas fueron mejor de lo que Marilla temió. Anne regresó a su casa esa tarde de muy buen humor.
—Creo que me va a gustar el colegio —anunció—. Aunque el maestro no me parece tan bueno. Se pasa todo el tiempo atusándose el bigote y mirando a Prissy Andrews. Prissy ya es mayor, como usted sabe. Tiene dieciséis años y está estudiando para dar examen de ingreso el año próximo en la Academia de la Reina, en Charlottetown. Tillie Boulter dice que el maestro se muere por ella. Es muy hermosa, tiene cabello castaño rizado y se comporta muy elegantemente. Se sienta en el banco que hay en el fondo del aula, y él también se sienta allí la mayor parte del tiempo, para explicarle sus lecciones, según dice. Pero Ruby Gillis dice que lo vio escribiendo algo en la pizarra de Prissy, y que cuando ella lo leyó se puso tan roja como una remolacha y se rio; y Ruby Gillis dice que no cree que fuera nada relacionado con la lección.
—Anne Shirley, que no te vuelva a oír hablar así de tu maestro —dijo Marilla bruscamente—. No vas a la escuela para criticarlo. Creo que él puede enseñarte algo a ti. Y es tu obligación aprender. Y quiero que comprendas bien que no debes venir a casa contando cosas como ésas. Eso es algo que no puedo aceptar. Espero que hayas sido una buena niña.
—Claro que lo fui —dijo Anne, complacida—. Y tampoco me resultó tan fácil como usted se imaginaba. Me senté junto a Diana. Nuestro banco está al lado de la ventana y podemos ver el Lago de Aguas Refulgentes. Hay un montón de niñas lindas en la escuela, y jugamos magníficamente a la hora de comer. ¡Es tan hermoso tener un grupo de niñas lindas con quienes jugar! Pero, por supuesto, Diana me gusta más que todas, y siempre será así. Adoro a Diana. Estoy muchísimo más atrasada que las otras. Todas están en el quinto texto, y yo apenas en el cuarto. Me siento algo triste por esa razón; pero ninguna de ellas tiene tanta imaginación como yo, como pronto averigüé. Hoy tuvimos lectura, geografía, historia nacional y dictado. El señor Phillips dijo que mi ortografía es horrible, y alzó mi pizarra toda llena de correcciones para que los demás pudieran verla. Me sentí tan mortificada, Marilla; supongo que podría haber tenido mejores modales con una extraña. Ruby Gillis me dio una manzana, y Sophie Sloane me prestó una encantadora postal color rosa con «¿Puedo verte en casa?» escrito en ella. Tengo que devolvérsela mañana. Y Tillie Buolter me dejó usar su anillo toda la tarde. ¿Puedo quedarme con alguno de esos alfileres de perla que hay en el viejo alfiletero del desván, para hacerme un anillo? Y, ¡oh, Marilla!, Jane Andrews me dijo que Minnie Mc Pherson le dijo que había escuchado a Prissy Andrews decirle a Sara Gillis que yo tenía una nariz muy bonita. Marilla, ése es el primer piropo que me han hecho en toda mi vida, y puede imaginarse lo que me hizo sentir. Marilla, ¿tengo realmente una nariz bonita? Sé que usted me dirá la verdad.
—Tu nariz está bastante bien —dijo Marilla secamente. Secretamente pensó que la nariz de Anne era verdaderamente muy linda, pero no tenía intenciones de decírselo.
De esto hacía ya tres semanas, y hasta entonces todo había ido bien. Y ahora, en esa fresca mañana de septiembre, Anne y Diana corrían alegremente por el Camino de los Abedules, sintiéndose dos de las niñas más felices de Avonlea.
—Espero que Gilbert Blythe esté hoy en la escuela —dijo Diana—. Pasó todo el verano en Nueva Brunswick, de visita en casa de sus primos y recién regresó el sábado a la noche. Es terriblemente buen mozo, Anne. Y molesta a las niñas una barbaridad. Te aseguro que nos atormenta.
La voz de Diana indicaba que prefería ser atormentada antes que no verlo.
—¿Gilbert Blythe? —dijo Anne—. ¿No es el nombre que está escrito en la pared del porche junto al de Julia Bell con un gran letrero que dice «Ojo»?
—Sí —respondió Diana sacudiendo la cabeza—, pero estoy segura de que Julia no le gusta mucho. Le he oído decir a Gilbert que estudiaba la tabla de multiplicar con sus pecas.
—¡Oh, no me hables a mí de pecas! —imploró Anne—. No es de buen gusto teniendo yo tantas. Pero creo que escribir esas cosas en las paredes es lo más tonto del mundo. Me gustaría que alguien se atreviera a escribir mi nombre junto al de un muchacho. Desde luego —se apresuró a agregar— que nadie lo hará.
Anne suspiró. No quería que escribieran su nombre; pero resultaba algo humillante saber que no había ningún peligro de que ello ocurriera.
—Tonterías —dijo Diana, cuyos ojos negros y sus satinadas trenzas habían causado tales estragos en los corazones de los escolares de Avonlea que su nombre aparecía escrito en las paredes del porche una media docena de veces con el consabido «Ojo»—. Es considerado sólo como una broma. Y no estés tan segura de que no escriban tu nombre. Charlie Sloane se muere por ti. Le ha dicho a su madre, ¿entiendes?, que eres la niña más inteligente de la escuela. Eso es mejor que ser bonita.
—No, no lo es —dijo Anne, femenina en el fondo—. Preferiría ser bonita antes que inteligente. Y, además, odio a Charlie Sloane. No puedo soportar a un niño con ojos saltones. Si alguien anota mi nombre junto al de él, nunca lo perdonaría, Diana Barry. Pero es lindo ser la primera en la clase.
—De ahora en adelante tendrás a Gilbert en tu clase. Y te advierto que él está acostumbrado a ser el mejor alumno. Está apenas en el cuarto texto, aunque casi tiene catorce años. Hace cuatro años su padre estuvo muy enfermo y tuvo que ir a Alberta a reponerse, y Gilbert lo acompañó. Estuvieron allí tres años, y Gilbert apenas fue a la escuela hasta que regresaron. No te será muy fácil seguir siendo la mejor de la clase, Anne.
—Me alegro —dijo Anne rápidamente—. No podía sentirme muy orgullosa de ser mejor que niñitos de nueve o diez años. Ayer me distinguí por saber deletrear «ebullición». Josie Pye era la primera de la clase y, fíjate, espió en su libro. El señor Phillips no lo vio, estaba mirando a Prissy Andrews, pero yo sí. Le dirigí una mirada de helado desdén y se puso tan colorada como una cereza, deletreándola mal, de todos modos.
—Esas Pye son unas tramposas —dijo Diana con indignación mientras subían la cerca del camino real—. Ayer, Gertie Pye fue y puso su botella de leche en mi lugar en el arroyo. ¿Te das cuenta? No le dirijo más la palabra.
Cuando el señor Phillips estaba al fondo de la clase escuchando la lección de latín de Prissy Andrews, Diana le dijo a Anne en voz baja:
—Allí está Gilbert Blythe, Anne. Es el que está sentado en tu misma dirección al otro lado del pasillo. Míralo y fíjate si no es muy buen mozo.
Anne lo miró. Tenía una buena oportunidad para hacerlo, porque el tal Gilbert Blythe se encontraba absorto en la tarea de prender disimuladamente la larga trenza rubia de Ruby Gillis, que se sentaba frente a él, al respaldo del asiento. Era un muchacho alto, de rizados cabellos castaños, ojos picarescos de igual color y una boca que mostraba una sonrisa divertida. Repentinamente Ruby Gillis se puso de pie para mostrarle una suma al maestro; volvió a caer sobre su banco con un grito, creyendo que le arrancaban el cabello de raíz. Todos la miraron, y el señor Phillips lo hizo con tanta severidad que Ruby comenzó a llorar. Gilbert había ocultado el alfiler rápidamente y estaba estudiando su lección de historia con la cara más juiciosa del mundo; pero cuando la conmoción se hubo calmado, miró a Anne y le guiñó el ojo con indecible bufonería.
—Creo que tu Gilbert Blythe es buen mozo —le confió Anne a Diana—, pero es muy atrevido. No es de persona bien educada guiñar el ojo a una niña extraña.
Pero las cosas no empezaron realmente hasta la tarde.
El señor Phillips se hallaba en el rincón de atrás explicándole un problema de álgebra a Prissy Andrews, y los demás alumnos hacían lo que querían, comiendo manzanas verdes, murmurando, trazando dibujos en sus pizarras, y haciendo correr grillos atados con cuerdas por el pasillo. Gilbert Blythe estaba tratando de hacer que Anne lo mirara, y no lo conseguía porque en ese momento Anne estaba ajena, no sólo a la existencia de Gilbert Blythe, sino a la de todos los otros niños de la escuela de Avonlea y a la escuela de Avonlea misma. Con la barbilla apoyada en las manos y los ojos fijos en el azul resplandor del Lago de Aguas Refulgentes que se vislumbraba desde la ventana del oeste, se encontraba muy lejos, en un magnífico mundo de ensueños, sin escuchar ni ver nada más que sus maravillosas visiones.
Gilbert Blythe no estaba acostumbrado a fracasar cuando se empeñaba en que una niña lo mirara. Ella debía mirarlo; esa Shirley de cabello rojo con la pequeña barbilla puntiaguda y esos ojos grandes que no eran como los de las otras niñas de la escuela de Avonlea. Gilbert se inclinó a través del pasillo, alzó la punta de la larga trenza roja de Anne, y dijo con un murmullo agudo:
—¡Zanahorias! ¡Zanahorias!
Entonces Anne lo miró con toda su alma. E hizo más que mirarlo. Saltó sobre sus pies, convertidas en ruinas sus brillantes fantasías. Fulminó a Gilbert con una mirada indignada, cuyo enojado relámpago fue rápidamente apagado por lágrimas igualmente coléricas.
—¡Muchacho mezquino y odioso! —exclamó apasionadamente—. ¡Cómo te atreves…!
Y luego, ¡paf! Anne había dado con su pizarra sobre la cabeza de Gilbert, partiendo la pizarra —no la cabeza— en dos pedazos.
La escuela de Avonlea siempre gozaba con las escenas. Ésta era una muy especial. Todos dijeron «¡oh!» con horrorizada delicia. Diana emitió sonidos entrecortados; Ruby Gillis, que era algo histérica, comenzó a llorar. Tommy Sloane dejó que se le escapara todo su equipo de grillos, mientras observaba el cuadro con la boca abierta.
El señor Phillips bajó del estrado y colocó su pesada mano sobre el hombro de Anne.
—Anne Shirley, ¿qué significa esto? —dijo encolerizado.
Anne no respondió. Hubiera sido demasiado para cualquiera pretender que reconociera ante todo el colegio que la habían llamado «zanahoria». Fue Gilbert quien habló resueltamente.
—Fue culpa mía, señor Phillips. Me burlé de ella.
El maestro no prestó atención a Gilbert.
—Lamento ver a una alumna mía mostrar ese carácter y tal espíritu de venganza —dijo en tono solemne, como si el hecho de ser alumno suyo desarraigara todas las malas pasiones del corazón de los pequeños e imperfectos mortales—. Anne, vaya frente al pizarrón por el resto de la tarde.
Anne hubiera preferido mucho más ser azotada a recibir este castigo, bajo el cual su sensible espíritu sufría más aún. Obedeció, con la cara pálida y el gesto adusto. El señor Phillips tomó una tiza y escribió en el pizarrón, sobre la cabeza de la niña: «Anne Shirley tiene muy mal carácter. Anne Shirley debe aprender a reprimirse». Y lo dijo en alta voz de manera que hasta los más pequeños, que no sabían leer, lo comprendieran.
Anne estuvo toda la tarde de pie, con la leyenda sobre su cabeza. Ni lloró ni se doblegó. Era tonto el enojo en su corazón, que la sostenía entre el dolor de su humillación. Con ojos llenos de resentimiento y mejillas enrojecidas, enfrentó por igual la consoladora mirada de Diana, los indignados movimientos de cabeza de Charlie Sloane y las maliciosas sonrisas de Josie Pye. En lo referente a Gilbert Blythe, ni siquiera lo miró. ¡Jamás lo volvería a mirar! ¡Nunca más le hablaría!
Cuando terminó la clase, Anne salió con la cabeza alta. Gilbert trató de detenerla en la puerta.
—Siento terriblemente haberme burlado de tu pelo, Anne —murmuró contrito—. De verdad. No te enojes para siempre.
Anne siguió, desdeñosa, sin mirar o dar muestras de haber oído.
—¿Cómo pudiste hacerlo, Anne? —dijo Diana mientras volvían por el camino, mitad con reproche, mitad con admiración. Diana tenía la sensación de que ella no hubiera podido resistir el ruego de Gilbert.
—Nunca perdonaré a Gilbert Blythe —dijo Anne firmemente—. Y el señor Phillips deletreó mal mi nombre. Diana, el hierro ha entrado en mi alma.
Diana no tenía la menor idea de qué quería decir su compañera, pero comprendió que debía de ser algo terrible.
—No debe importarte que Gilbert se burle de tu pelo —dijo conciliadora—. Él se burla de todas. Se ríe del mío porque es muy negro. Me ha llamado cuervo una docena de veces y, además, antes jamás lo escuché disculparse por nada.
—Hay mucha diferencia entre ser llamada cuervo y zanahoria —dijo Anne con dignidad—. Gilbert Blythe ha herido vivísimamente mis sentimientos.
Es posible que el episodio hubiera terminado sin más tormentos, si no hubiera ocurrido otra cosa. Pero cuando los acontecimientos comienzan a sucederse, nada los detiene.
Los colegiales de Avonlea solían pasar el mediodía recolectando miel en el bosque de abetos del señor Bell y en el gran campo de pastoreo. Pero debían tener los ojos puestos en casa de Helen Wright, donde se hospedaba el maestro. Cuando veían emerger de allí al señor Phillips, corrían hacia el colegio; pero como la distancia a recorrer era tres veces mayor que la del sendero del señor Wright, tenían muchas posibilidades de llegar agitados y cansados, con varios minutos de retraso.
Al día siguiente, el señor Phillips fue atacado por uno de sus espasmódicos arrebatos de reforma y anunció antes de almorzar que esperaba encontrar a los alumnos en sus asientos al volver. Quien llegara tarde sería castigado.
Todos los muchachos y algunas niñas fueron al bosque, con la sana intención de «tomar un bocado». Pero las nueces y la miel eran seductoras y tentaban; jugando y comiendo, pasaron el tiempo y, como de costumbre, lo que los volvió a la realidad fue el grito de Jimmy Glover desde lo alto de un abeto patriarcal:
—¡Vuelve el maestro!
Las niñas, que estaban en el suelo, corrieron primero y se las arreglaron para llegar a tiempo al colegio. Los varones, que debieron deslizarse presurosos de las copas de los árboles, llegaron más tarde, y Anne, que no hacía otra cosa que vagar por el extremo más alejado del campo, hundida en la hierba hasta la cintura cantando en voz baja, con una corona de flores en la cabeza, cual pagana divinidad de los campos, fue la última en partir. Pero la niña podía correr como una gacela, de manera que sobrepasó a los muchachos en la puerta y entro en el aula entre ellos, en el preciso instante en que el señor Phillips colgaba su sombrero.
El rapto reformista del señor Phillips había pasado; no quería molestarse en castigar a una docena de alumnos. Pero era necesario hacer algo para salvar las apariencias; de manera que buscó un chivo emisario y lo encontró en Anne, que se había dejado caer en su asiento con la respiración alterada y su olvidada corona de flores colgando cómicamente de una oreja, dándole un aspecto particular de disolución y paganismo.
—Anne Shirley, ya que parece usted tan amiga de la compañía de los varones, le daremos el gusto esta tarde —dijo sarcásticamente—. Sáquese esas flores del cabello y siéntese junto a Gilbert Blythe. —Los otros muchachos empezaron a reírse tontamente. Diana, palideciendo de piedad, sacó la guirnalda de los cabellos de Anne y le dio un apretón de manos. La niña contemplaba al maestro como si se hubiera convertido en piedra.
—¿Ha oído lo que le he dicho, Anne? —dijo severamente el señor Phillips.
—Sí, señor —contestó lentamente la niña—, pero no supuse que lo decía seriamente.
—Le aseguro que sí. —Todavía tenía la inflexión sarcástica que todos los niños, y Anne especialmente, odiaban. —Obedezca.
Durante unos instantes, Anne pareció pensar lo contrario. Entonces, comprendiendo que no quedaba escapatoria, se levantó arrogante, cruzó el pasillo, se sentó junto a Gilbert Blythe y hundió el rostro entre los brazos. Ruby Gillis, que la pudo ver mientras lo hacía, comentó con los otros, cuando regresaron a sus casas:
—Nunca he visto cosa así; estaba blanca, con feas manchitas rojas.
Para Anne, eso fue el fin de todo. Era malo que la eligieran para castigarla de entre una docena de alumnos igualmente culpables, era peor que la hicieran sentar con un muchacho; pero que ese muchacho fuera Gilbert Blythe, significaba colocar insulto sobre insulto hasta un grado irresistible. Anne tenía la sensación de ello y de nada servía oponerse. Todo su ser bullía de vergüenza, enojo e indignación.
Al comienzo, los otros escolares miraron, murmuraron, se rieron por lo bajo y se dieron codazos. Pero como Anne no levantaba la cabeza y Gilbert trabajaba en las fracciones como si le absorbieran toda el alma, pronto volvieron a sus tareas y la niña fue olvidada. Cuando el señor Phillips llamó a la clase de historia, Anne debió haberse ido, pero la niña no se movió. Y el señor Phillips, que había estado escribiendo unos versos a Priscilla antes de llamar a la clase, luchaba con una rima rebelde y no se percató de ello. Una vez cuando nadie miraba, Gilbert tomó de su banco un pequeño corazón de caramelo con una leyenda dorada «Eres dulce» y lo deslizó bajo la curva del brazo de Anne. De inmediato, la niña alzó la cabeza, tomó el caramelo cuidadosamente con la punta de los dedos, lo dejó caer al suelo, lo hizo polvo con el taco y reasumió su posición, sin dignarse a echar una mirada a Gilbert.
Cuando terminó la clase y salieron todos, Anne se dirigió a su asiento, y sacando ostentosamente cuanto allí tenía, papeles y cuadernos, lapiceras y tinta, Biblia y libro de aritmética, los apiló sobre su rota pizarra.
—¿Para qué llevas todas esas cosas a casa, Anne? —quiso saber Diana, tan pronto salieron al camino. No se había atrevido a hacer antes la pregunta.
—No voy a volver más al colegio.
Diana se quedó boquiabierta y miró a Anne para ver si no mentía.
—¿Te dejará Marilla quedarte en casa?
—Tendrá que hacerlo. Nunca iré al colegio con ese hombre.
—¡Oh, Anne! —Diana tenía el aspecto de estar a punto de llorar. —Creo que eres muy mala. El señor Phillips me hará sentar con esa horrible Gertie Pye; sé que lo hará, porque ella ahora se sienta sola. Vuelve, Anne.
—Haría cualquier cosa en el mundo por ti, Diana —dijo Anne tristemente—. Me dejaría quebrar los miembros si fuera necesario. Pero eso no lo puedo hacer. Así que, por favor, no me lo pidas; me atormentas el alma.
—Piensa en la diversión que te pierdes —se quejó Diana—. Vamos a construir la casa más linda cerca del arroyo y jugaremos a la pelota la semana próxima. Tú nunca has jugado a eso, Anne. Es tremendamente excitante. Y vamos a aprender una nueva canción, Jane Andrews la está practicando ahora. Alice Andrews traerá un nuevo libro y lo leeremos en voz alta, junto al arroyo. Y a ti, que te gusta tanto leer en alta voz, Anne.
Nada pudo conmover a Anne. Había tomado su decisión. No iría más a la escuela del señor Phillips. Así le dijo a Marilla cuando volvió a casa.
—Tonterías —dijo Marilla.
—No son tonterías —dijo Anne, mirando a Marilla con ojos solemnes y plenos de reproche—. ¿No comprende, Marilla? He sido insultada.
—¡Insultada, sí, sí! Mañana volverás al colegio como de costumbre.
—Oh, no. —Anne acompañó su negativa con la cabeza. —No volveré, Marilla. Aprenderé mis lecciones en casa, seré tan buena como pueda y me callaré la boca todo el tiempo que sea posible. Pero le aseguro que no iré al colegio.
Marilla vio en la carita de la niña algo muy parecido a una invencible tozudez. Comprendió que le costaría vencerla; pero resolvió inteligentemente no hacer nada por el momento.
—Esta tarde iré a consultarlo con Rachel —pensó—. De nada valdrá razonar ahora con Anne. Está demasiado sensible y tengo la sensación de que es terriblemente testaruda si se empeña. Según puedo deducir por lo que cuenta, el señor Phillips ha llevado muy lejos las cosas. Pero de nada servirá decírselo a ella. Lo conversaré con Rachel. Ella mandó diez niños al colegio y debe de saber algo al respecto. Por otra parte, a estas horas debe de conocer todo el episodio.
Marilla encontró a la señora Lynde tejiendo colchas tan industriosa y tan alegremente como de costumbre.
—Supongo que sabrá a qué he venido —dijo algo avergonzada.
La señora Rachel asintió:
—El escándalo de Anne en el colegio —dijo—. Tillie Boulter, camino de su casa, me lo contó.
—No sé qué hacer con ella —dijo Marilla—. Declara que no volverá al colegio. Nunca he visto a una niña tan herida. Desde que comenzaron las clases estaba esperando algún disgusto. Sabía que las cosas iban demasiado bien para durar. Es excesivamente sensible. ¿Qué me aconseja, Rachel?
—Bueno, ya que me pide consejo, Marilla —dijo la señora Rachel, que adoraba que le pidieran consejo—, yo le daría un poco el gusto al principio. Creo que el señor Phillips estuvo equivocado. Desde luego, no debemos decírselo a los niños, ¿sabe usted? Y también que procedió bien al castigarla ayer por su arrebato de furia. Pero lo de hoy fue distinto. Los demás que llegaron tarde debieron ser castigados con Anne, eso es. Yo no creo en eso de sentar a las niñas junto a los niños como castigo. No está bien. Tillie Boulter estaba verdaderamente indignada. La niña parece ser muy popular entre ellos. Nunca pensé que se pudiera llevar tan bien con los condiscípulos.
—¿Entonces usted piensa que será mejor que la deje quedarse en casa? —dijo Marilla, sorprendida.
—Sí. Así es; no le mencionaría el colegio hasta que no salga de ella misma. Puede estar segura, Marilla, de que dentro de una semana se habrá calmado y estará dispuesta a regresar por su propia voluntad, eso es, mientras que si usted pensara en hacerla ir por la fuerza, Dios sabe qué barahúnda haría luego. Cuanto menos importancia le demos al asunto, mejor. En lo que se refiere al colegio, no sentirá mucho no ir. El señor Phillips no vale mucho como maestro. Guarda un orden escandaloso, eso es, y deja de lado a los más pequeños en favor de los alumnos mayores, que prepara para la Academia de la Reina. Nunca hubiera conseguido dar clase un año más si su tío no hubiese sido uno de los síndicos; el síndico, pues lleva a los demás de la nariz, eso es. No sé para dónde va la educación en esta isla.
Marilla siguió el consejo de la señora Rachel y no le dijo una sola palabra más a Anne respecto a la vuelta al colegio. La niña aprendió sus lecciones en casa y jugó con Diana en los fríos crepúsculos de otoño. Pero cuando se cruzaba con Gilbert Blythe en el camino o lo encontraba en la escuela dominical, pasaba a su lado con helado desprecio, que no quebraban ni un poco sus intentos evidentes de apaciguarla. Ni siquiera los esfuerzos de Diana como pacificadora surtieron efecto. Anne había decidido evidentemente odiar a Gilbert Blythe hasta el fin de sus días.
Tanto como odiaba a Gilbert, sin embargo, amaba a Diana, con toda la fuerza de su corazoncito, igualmente intensa para sus cariños y sus odios. Una tarde, al regresar Marilla del manzanar, la encontró llorando amargamente, sentada sola en la ventana occidental, a la luz del crepúsculo.
—¿Qué ocurre ahora, Anne?
—Se trata de Diana —dijo llorando con todas sus ganas—. La quiero tanto, Marilla. No puedo vivir sin ella. Pero sé muy bien que cuando crezcamos, se casará y se irá. Y ¿qué haré? Odio a su marido; lo odio con toda mi alma. He estado imaginándomelo todo: el casamiento y todo lo demás; Diana ataviada con un vestido blanco con un velo, hermosa como una reina. Y yo como dama de honor, con un hermoso vestido y mangas abullonadas, pero con un corazón destrozado oculto bajo una cara sonriente. Y luego, despidiendo a Diana, diciéndole ad-i-o-ó-s… —Y rompió a llorar.
Marilla se dio vuelta rápidamente para que la niña no viera la sonrisa en su cara, pero no pudo evitarlo. Cayó sobre una silla cercana y rompió a reír en forma tan inusual, que Matthew, que cruzaba el huerto, se detuvo sorprendido. ¿Cuándo había oído antes reír así a Marilla?
—Bueno, Anne Shirley —dijo Marilla cuando pudo hablar—, ya que te gusta preocuparte, por lo menos trata de que sea por algo útil. No se puede negar que tienes imaginación.
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