CAPÍTULO DIECISÉIS
Diana es invitada a tomar el té,
con trágicos resultados
Octubre fue un mes hermoso en Tejados Verdes donde los abedules de la hondonada se tornaron tan dorados como el sol y los arces del huerto se cubrieron de un magnífico escarlata; los cerezos silvestres del sendero vistieron sus más hermosos tonos rojo oscuro y verde broncíneo, mientras en los campos comenzó la cosecha.
Anne soñaba en aquel mundo de colores.
—Oh, Marilla —exclamó un sábado por la mañana, al llegar con los brazos llenos de ramas hermosas—, estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay octubres. Sería terrible que tuviéramos que pasar de septiembre a noviembre, ¿no es así? Mire esas ramas de arce. ¿No la hacen estremecer? Voy a decorar mi habitación con ellas.
—Son cosas molestas —dijo Marilla, cuyo sentido estético no estaba muy desarrollado—. Tú llenas la habitación con demasiadas cosas campestres, Anne; los dormitorios se han hecho nada más que para dormir.
—Y para soñar también, Marilla. Y bien sabe que se puede soñar mejor en una habitación donde hay cosas lindas. Voy a poner estas ramas en el florero azul y lo colocaré sobre mi mesa.
—Ten cuidado de no dejar hojas en las escaleras. Esta tarde voy a la reunión de la Sociedad de Socorros en Carmody, Anne, y es probable que no regrese hasta la noche. Tendrás que preparar la merienda para Matthew y Jerry, de manera que no te olvides de poner el agua para el té, como hiciste la última vez.
—Hice muy mal en olvidarme —dijo Anne disculpándose—, pero ocurrió en la tarde que estaba pensando un nombre para Violeta Vale, y esto turbó todo. Matthew fue muy bueno: nunca me regañó por ello. Él mismo puso el té y dijo que podría esperar. Y mientras esperábamos, le conté un hermoso cuento de hadas, de modo que el tiempo no se hizo nada largo. Fue un cuento hermoso, Marilla. Me había olvidado del final, de manera que tuve que inventar uno, pero Matthew dijo que eso no se notaba.
—Matthew sería capaz de encontrar bien que le sirvieras el almuerzo a medianoche. Pero esta vez debes hacer las cosas como es debido. Y aunque no sé si hago bien, pues quizá te vuelva más descuidada que de costumbre, puedes pedirle a Diana que venga a pasar la tarde contigo.
—¡Oh, Marilla! —Anne golpeó sus manos. —¡Qué hermoso! Después de todo, usted es capaz de imaginar cosas, pues de lo contrario no hubiera comprendido cuánto he ansiado tal cosa. Será tan lindo y tan de persona mayor. No hay temor de que me olvide de poner el té cuando estoy con visitas; Marilla, ¿puedo usar el juego de té floreado?
—¡No! ¡El juego de té floreado! ¿Y luego, qué? Bien sabes que nunca lo uso, excepto para el pastor o la Sociedad de Socorros. Usarás el juego marrón. Pero puedes abrir el pequeño frasco amarillo de cerezas en almíbar. Es hora de que lo comamos; temo que se esté echando a perder. Y puedes cortar algo de la torta de frutas y comer algunos bollitos.
—Me imagino sentada a la cabecera de la mesa, sirviendo el té —dijo Anne, cerrando extasiada los ojos—. ¡Y preguntándole si quiere azúcar! Sé que no le gusta, pero se lo preguntaré como si no lo supiera. Y luego le rogaré que tome otra porción de torta y de confituras. Oh, Marilla, sólo pensar en ello me produce una hermosa sensación. ¿Puedo llevarla a la pieza de huéspedes a que deje su sombrero cuando venga, y luego pasar a charlar a la sala?
—No. El cuarto de estar será bastante. Pero tienes una botella de licor de frambuesas a medio vaciar que quedó de la reunión en la iglesia de la otra noche. Está en el segundo estante del armario del cuarto de estar. Y además unos bollitos para comer durante la tarde, pues temo que Matthew llegue con retraso al té, ya que está embarcando papas.
Anne voló por la hondonada, pasó la Burbuja de la Dríada, subió el camino de los abetos hasta la Cuesta del Huerto para pedirle a Diana que fuera a tomar el té. Como resultado, a poco de que Marilla partiera hacia Carmody, Diana llegó, vestida con casi su mejor vestido y con el aspecto exacto de quien ha sido invitada a tomar té. En otras circunstancias, hubiera entrado en la cocina sin llamar, pero esta vez golpeó ceremoniosamente con el llamador de la puerta principal. Y cuando Anne, vestida con sus mejores ropas, abrió la puerta ceremoniosamente, se estrecharon las manos con tanta vaguedad como si no se hubieran visto antes. Esta solemnidad poco natural duró hasta que Diana fue conducida a la habitación del este para que dejara su sombrero, y luego acompañada al cuarto de estar.
—¿Cómo está tu mamá? —dijo Anne gentilmente, como si no hubiera visto a la señora Barry esa misma mañana recogiendo pepinos, en perfecto estado de salud.
—Está muy bien, muchas gracias. Supongo que el señor Cuthbert está cargando papas en el Lily Sands esta tarde —dijo Diana, que había ido hasta la casa del señor Harmon Andrews esa mañana en el cochecillo de Matthew.
—Sí, la cosecha de papas es muy buena este año. Espero que la de tu padre también lo sea.
—Es bastante buena, muchas gracias. ¿Han cosechado ya muchas manzanas?
—¡Como nunca! —dijo Anne, olvidándose del protocolo y poniéndose de pie de un salto—. Salgamos al manzanar y consigamos algunas de las «Dulzuras Rojas», Diana. Marilla dice que podemos tornar todas las que quedan en el árbol. Es una mujer muy generosa. Dijo que podíamos comer torta de frutas y cerezas en almíbar con el té. Pero no es buena educación decirles a las visitas qué le darán con el té, de manera que no te diré qué nos ha dejado para beber. Diré nada más que comienza con una l y una f y que tiene un brillante color rojo. A mí me gustan las bebidas rojo brillante; ¿a ti no? Saben el doble de bien que las de cualquier otro color.
El manzanar, con grandes ramas cargadas de frutas, resultó tan delicioso que ambas niñas pasaron allí la mayor parte de la tarde, en un rincón de césped olvidado por la escarcha, donde vagaba la suave luz del sol otoñal, comiendo cuanto quisieron y charlando mucho. Diana tenía mucho que contar a Anne sobre lo que ocurría en el colegio. Debía sentarse junto a Gertie Pye y no le gustaba; Gertie hacía rechinar el lápiz todo el tiempo, y ello le ponía a Diana los nervios de punta. Ruby Gillis se había sacado todas las verrugas con una piedra mágica que le diera la vieja Mary Joe. Había que frotar las verrugas con la piedra y luego tirarla por encima del hombro izquierdo con luna nueva y las verrugas desaparecían. En el porche alguien había escrito el nombre de Charlie Sloane junto al de Emma White y ésta se había puesto terriblemente furiosa por ello: Sam White le había hecho una broma al señor Phillips en plena clase, éste lo azotó y el padre de Sam fue al colegio y amenazó al señor Phillips con darle su merecido si volvía a ponerle la mano encima a uno de sus hijos; Lizzie Wright no le hablaba a Mamie Wilson, porque la hermana mayor de Mamie Wilson había hecho pelearse a la hermana mayor de Lizzie Wright con su novio, y que todos echaban mucho de menos a Anne y deseaban que volviera al colegio, y que Gilbert Blythe…
Pero Anne no quería que le hablaran de Gilbert Blythe. Se puso de pie y sugirió que tomaran un poco de licor.
Anne miró en el segundo estante, pero allí no había trazas del licor. Una más prolija investigación lo descubrió en el estante superior. Anne lo puso sobre una bandeja y lo colocó sobre la mesa.
—Sírvete tú misma, Diana —dijo ceremoniosamente—. Yo no tengo muchas ganas ahora, después de todas esas manzanas.
Diana se sirvió una copita, miró admirada su color rojo vivo y luego lo sorbió delicadamente.
—Es un riquísimo licor de frambuesas, Anne —dijo—. No creí que esto fuera tan agradable.
—Me alegro de que te guste. Bebe cuanto quieras. Yo iré a avivar el fuego. ¡Un ama de casa tiene tantas responsabilidades!, ¿no es cierto?
Cuando Anne regresó de la cocina, Diana bebía su segunda copa de licor y, ante la insistencia de su compañera, no ofreció mucha resistencia a la tercera. Las raciones eran generosas y el licor de frambuesas era por cierto muy bueno.
—Es el mejor que he probado —dijo Diana—; es superior al de la señora Lynde, aunque ella alardee tanto del suyo.
—Yo pensaría que el licor de frambuesas de Marilla debe ser mucho mejor que el de la señora Lynde —comentó lealmente Anne—. Marilla es una cocinera famosa. Está tratando de enseñarme, pero te aseguro, Diana, que es un trabajo ímprobo. En el arte culinario hay muy poco campo para la imaginación. Uno debe ceñirse a las reglas. La última vez que hice una torta, me olvidé de echarle la harina. Estaba pensando algo muy hermoso sobre tú y yo. Imaginaba que estabas desesperadamente enferma de viruela y que todos te abandonaban, pero yo iba valiente junto a ti y te cuidaba hasta que volvías a la vida y me contagiabas la viruela. Yo moría y me enterraban bajo los álamos del cementerio; tú plantabas un rosal sobre mi tumba y lo regabas con tus lágrimas y nunca, nunca jamás, olvidabas a la amiga de tu juventud que sacrificó su vida. Oh, era una aventura tan patética, Diana. Las lágrimas me corrían por las mejillas mientras mezclaba los ingredientes para la torta. Pero olvidé la harina y la torta fue un terrible fracaso. Ya sabes que la harina es esencial en las tortas. Marilla se enojó y pensó que soy un dolor de cabeza para ella. Se mortificó terriblemente por culpa del dulce para el budín de la semana pasada. El martes comimos budín de ciruela en la cena y quedó media torta y una cantidad de dulce. Marilla dijo que quedaba suficiente para otra comida y me pidió que lo pusiera en el estante de la despensa y lo tapara. Tenía toda la intención de hacerlo, Diana, pero cuando lo llevaba, imaginaba ser una monja —aunque soy protestante, imaginé que era católica— que tomaba los hábitos para enterrar en la clausura un corazón destrozado. Con todo eso, olvidé tapar el dulce. A la mañana siguiente me acordé y corrí a la despensa. ¡Diana, imagina si puedes mi terrible horror al encontrar un ratón ahogado en el dulce! Saqué el animal con una cuchara y lo tiré al jardín, y luego lavé tres veces el cubierto. Como Marilla se hallaba ordeñando, pensé en preguntarle cuando volviera si echaba el dulce a los puercos. Pero cuando regresó, yo soñaba ser el hada de la escarcha, que iba por los bosques volviendo rojos y amarillos los árboles, de manera que no volví a pensar en el dulce y Marilla me mandó a recoger manzanas. Bueno, el señor Chester Ross y su señora, de Spencervale, vinieron esta mañana. Sabes que son gente muy elegante, especialmente la señora. Cuando me llamó Marilla, la comida estaba preparada. Traté de ser lo más educada posible, pues quería que la señora Ross pensara que era muy bonita, aunque no fuera linda. Todo fue bien hasta que vi llegar a Marilla con el budín de ciruela en una mano y el dulce en la otra. Diana, fue un momento terrible. Me acordé de todo, me puse de pie y grité: «Marilla, no debe servir ese dulce. Un ratón se ahogó en él. Me olvidé de decírselo antes». Oh, Diana, nunca olvidaré un momento tan horrible. La señora Ross me miró y me pareció que me tragaba la tierra. Un ama de casa tan perfecta como ella, imagina lo que debe de haber pensado de nosotras. Marilla enrojeció, pero no dijo nada… entonces. Se llevó el budín y el dulce y trajo dulce de fresas, y hasta me ofreció una porción, pero yo no podía tragar bocado. Me ardía la cabeza. Después que se fueron los Ross, Marilla me dio una reprimenda terrible. ¿Qué te pasa, Diana?
Diana se había puesto de pie con dificultad, luego se sentó y se tomó la cabeza con las manos.
—Estoy terriblemente descompuesta —dijo con voz temblorosa—. Debo ir a casa.
—Oh, no debes ni pensar en ir a casa sin tomar el té —dijo Anne, afligida—. En seguida lo traeré.
—Debo ir a casa —repitió Diana, estúpida pero determinadamente.
—Come algo por lo menos —imploró Anne—. Déjame que te dé un trozo de torta y cerezas en almíbar. Acuéstate un rato en el sillón y te sentirás mejor. ¿Donde te duele?
—Debo ir a casa —repetía Diana, y no cambió de idea, por más que rogara Anne.
—Nunca vi que una visita se fuera a su casa sin tomar el té —se quejó—. Oh, Diana, ¿crees que sea posible que estés con viruela? Si es así, iré a cuidarte, puedes estar segura. Nunca te abandonaré. Pero me gustaría que te quedaras a tomar el té. ¿Qué sientes?
—Estoy terriblemente mareada.
Y, en verdad, su andar lo corroboraba, Anne, con los ojos llenos de lágrimas, fue a buscar el sombrero de Diana y la acompañó hasta el cerco del jardín de los Barry. Luego volvió sollozando hasta Tejados Verdes, donde colocó tristemente en su lugar los restos del licor de frambuesas y preparó el té para Matthew y Jerry.
El día siguiente fue domingo y la lluvia cayó a torrentes desde que amaneció hasta el anochecer. Anne no salió de Tejados Verdes. El lunes por la tarde, Marilla la envió con un recado a casa de la señora Lynde. Al poco rato, Anne volvió corriendo por el sendero, con lágrimas en los ojos. Entró en la cocina y se echó de bruces en el sillón.
—¿Qué ha pasado ahora, Anne? —preguntó Marilla—. Espero que no te hayas portado mal otra vez con la señora Lynde.
De Anne no llegó otra respuesta que más lágrimas y sollozos.
—Anne Shirley, cuando hago una pregunta quiero que se me responda. Siéntate bien ahora mismo y dime por qué lloras.
Anne se sentó, personificando la tragedia.
—La señora Lynde fue hoy a ver a la señora Barry y ésta estaba de un humor terrible —dijo entre sollozos—. Dice que yo emborraché a Diana el sábado, y que la mandé a su casa en un estado lastimoso. Y dice que soy muy mala y que nunca dejará que Diana vuelva a jugar conmigo. ¡Oh, Marilla, la pena me envuelve!
Marilla la contemplaba asombrada.
—¡Emborrachar a Diana! —dijo cuando pudo recobrar el habla—. ¿Anne, estás tú loca o lo está la señora Barry? ¿Qué fue lo que le diste?
—Nada más que el licor de frambuesas —lloró Anne—. Nunca sospeché que eso pudiera emborrachar a la gente, ni siquiera si bebían tres copas, como lo hizo Diana. ¡Oh, esto me recuerda tanto, tanto, al marido de la señora Thomas! Pero yo no quise emborracharla.
—¡Emborracharla! —dijo Marilla dirigiéndose al armario de la sala. Allí, en un estante, estaba una botella que en seguida reconoció como de vino casero de tres años, por el cual era celebrada en Avonlea, aunque algunos habitantes muy estrictos, la señora Barry entre ellos, no lo aprobaban mucho. Al mismo tiempo, Marilla recordó que había puesto en el sótano la botella de licor de frambuesas, en lugar de dejarla donde le dijera a Anne.
Volvió a la cocina con la botella de vino. En su cara se dibujaba una mueca que no podía reprimir.
—Anne, por cierto que eres un genio para meterte en camisa de once varas. Diste a Diana vino en lugar de licor de frambuesas. ¿No notaste la diferencia?
—No lo probé. Pensé que era el licor y, además, quería ser hospitalitaria. Diana se puso terriblemente mal y tuvo que irse a casa. La señora Barry le dijo a la señora Lynde que estaba borracha. Se rio como una tonta cuando su madre le preguntó qué le pasaba y durmió muchas horas. Su madre olió el aliento y dijo que estaba beoda. Ayer tuvo un terrible dolor de cabeza durante todo el día. La señora Barry está indignada. Nunca creerá otra cosa excepto que lo hice a propósito.
—Creo que mejor debiera castigar a Diana por haber bebido esas tres copas. Tres de esas copas eran capaces de enfermarla aunque fueran sólo de licor. Bueno, este episodio les vendrá muy bien a los que no aprobaron que yo hiciera vino casero, aunque desde hace tres años, cuando supe que al pastor no le agradaba, no he hecho ninguna. Sólo guardaba esa botella para casos de enfermedad. Bueno, muchacha, no llores. No veo que tengas culpa alguna, aunque siento que ocurriera así.
—Debo llorar —dijo Anne—. Mi corazón está destrozado. Las estrellas están en mi contra, Marilla. Diana y yo estamos separadas para siempre. Oh, Marilla, poco soñé con esto cuando hicimos nuestros juramentos de amistad.
—No seas tonta, Anne. La señora Barry lo pensará mejor cuando se entere de que no es culpa tuya. Supongo que cree que lo has hecho por broma o cosa por el estilo. Será mejor que vayas esta noche y le digas cómo fue.
—Mi valor me abandona ante el pensamiento de enfrentar a la madre de Diana. Quisiera que fuera usted, Marilla. Usted es muchísimo más digna que yo. Es probable que la escuche antes que a mí.
—Bueno, lo haré —dijo Marilla, pensando que sería el camino más lógico—. No llores más, Anne. Todo irá bien.
Marilla había cambiado de manera de pensar a ese respecto cuando volvió de la Cuesta del Huerto. Anne la vio regresar y corrió a su encuentro.
—Oh, Marilla, por su cara sé que ha sido inútil —dijo tristemente—. ¿La señora Barry no me perdonará?
—¡La señora Barry, sí, sí! —saltó Marilla—. Es la peor de todas las mujeres irrazonables que he conocido. Le dije que todo fue un error, que no era culpa tuya, pero simplemente se negó a creerlo. Y me refregó por las narices lo del vino y que yo había dicho que no hacía efecto alguno a nadie. Yo le dije claramente que el vino no estaba hecho para beber tanto como tres copas llenas y que si una criatura mía fuera tan amiga de beber, yo la hubiera puesto sobria con unos buenos golpes.
Marilla entró en la cocina, muy preocupada, dejando tras sí en el porche a una almita muy triste. De pronto, Anne salió; lenta pero determinadamente tomó por el campo de los tréboles, cruzó el puente de troncos y luego los bosques, alumbrada por una pálida luna colgada sobre los campos. La señora Barry, al acudir a un llamado tímido, halló en el umbral a una suplicante de labios blancos y ojos ansiosos.
Su cara se endureció. La señora Barry era una mujer de fuertes odios y prejuicios y su enojo era de esa clase fría y hosca que es la más difícil de vencer. Para hacerle justicia, diremos que creía sinceramente que Anne había emborrachado a Diana por malicia y quería honestamente preservar a su hijita de la contaminación que significaba una mayor intimidad con una niña así.
—¿Qué quieres? —dijo secamente.
Anne juntó las manos en actitud suplicante.
—Oh, señora Barry, perdóneme, por favor. No tuve intención de… de emborrachar a Diana. ¿Cómo podría hacerlo? Imagínese que usted fuera una pobre huerfanita adoptada por personas caritativas y tuviera una sola amiga del alma en el mundo. ¿Cree que la intoxicaría a propósito? Pensé que era licor de frambuesas. Oh, por favor, no diga que no dejará más a Diana que juegue conmigo. Si lo hace, cubrirá mi vida con una oscura nube de tristeza.
Este discurso, que hubiera ablandado el corazón de la señora Lynde en un abrir y cerrar de ojos, no tuvo otro efecto que enojar más aún a la señora Barry. Sospechaba de los gestos y las palabras de Anne e imaginaba que la niña se burlaba de ella. De manera que dijo, fría y cruelmente:
—No creo que seas una niña adecuada para que Diana trabe amistad. Será mejor que vuelvas a casa y te comportes bien.
Los labios de Anne temblaron.
—¿No me dejará ver a Diana sólo una vez para despedirnos?
—Diana ha ido a Carmody con su padre —dijo la señora Barry entrando y cerrando la puerta.
Anne volvió a Tejados Verdes con una calma desesperación.
—Mi última esperanza se ha esfumado —le dijo a Marilla—. Fui a ver a la señora Barry y ella me trató en forma muy insultante. No me parece que sea una dama muy adecuada. Ya no queda otra cosa que hacer fuera de rezar, aunque no tengo muchas esperanzas de que alivie algo, porque no creo que el propio Dios pueda hacer mucho con una persona tan obstinada como la señora Barry.
—Anne, no debes decir esas cosas —respondió Marilla, tratando de vencer la impía tendencia a reír que, para su escándalo, se estaba apoderando últimamente de ella. Y, por cierto, esa noche, al contarle todo a Matthew, se rio bastante de las tribulaciones de Anne.
Pero cuando se deslizó dentro de la habitación del este, antes de acostarse, y encontró que Anne se había dormido rendida por el llanto, su cara tomó un desconocido gesto de ternura.
—Pobrecita —murmuró, alzando un rizo rebelde de la cara bañada en lágrimas. Luego se inclinó y besó la ardiente mejilla que descansaba sobre la almohada.
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