CAPÍTULO DIECINUEVE
Un concierto, una catástrofe
y una confesión
—Marilla, ¿puedo ir a ver a Diana un minuto? —preguntó Anne, bajando sin aliento del cuarto del este un atardecer de febrero.
—No veo qué necesidad tienes de salir después de oscurecer —dijo Marilla bruscamente—. Diana y tú regresaron caminando juntas de la escuela y luego se quedaron en la nieve durante media hora más charlando sin cesar. De modo que no veo qué razón tienes para verla otra vez.
—Pero es que ella quiere verme —rogó Anne—. Tiene algo importante que decirme.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me hizo señas desde su ventana. Hemos convenido un sistema de señales valiéndonos de nuestras lámparas y cartón. Ponemos la lámpara en el alféizar y producimos destellos sacudiendo el cartón por detrás. Tantos destellos significan determinada cosa. Fue idea mía, Marilla.
—Garantizaría que sí —dijo Marilla enfáticamente— y lo próximo que conseguirán con sus tontas señales es prender fuego a las cortinas.
—Oh, Marilla, somos muy cuidadosas. ¡Y es tan interesante! Dos destellos significan «¿Estás allí?» Tres quieren decir «sí» y cuatro «no». Cinco, «ven lo antes posible porque tengo algo importante que decirte». Diana justamente hizo cinco señales, y estoy sufriendo por saber de qué se trata.
—Bueno, no necesitas sufrir más tiempo —dijo Marilla sarcásticamente—. Puedes ir, pero debes estar de vuelta exactamente dentro de diez minutos. Recuérdalo.
Anne lo recordó, y regresó dentro del tiempo estipulado, aunque nunca nadie sabrá lo que le costó limitar la discusión de la importante comunicación de Diana dentro de los reducidos límites de diez minutos. Pero por lo menos, los aprovechó bien.
—Oh, Marilla, ¿qué le parece? Usted sabe que mañana es el cumpleaños de Diana. Bueno, su madre le ha dicho que podía invitarme a ir a su casa con ella después de la escuela, y que me quedara a pasar allí la noche. Y sus primos vienen de Newbridge en un gran trineo para ir al concierto que se efectuará en el Club del Debate mañana por la noche. Y van a llevarnos a Diana y a mí al concierto, si usted me deja, claro está. Me dejará, ¿no es cierto Marilla? ¡Oh, me siento tan excitada!
—Puedes calmarte entonces, porque no has de ir. Estás mejor en casa, en tu propia cama, y en cuanto a ese concierto del Club, son todas tonterías y no se debe permitir a las niñas que vayan a lugares así.
—Estoy segura de que el Club del Debate es un lugar de lo más respetable.
—No digo que no lo sea. Pero no es hora de que empieces a andar por conciertos y a pasar fuera de casa toda la noche. ¡Lindas cosas para criaturas! Lo que me sorprende es que la señora Barry la deje ir a Diana.
—Pero es una ocasión tan especial… —gimió Anne al borde de las lágrimas—. Diana cumple años sólo una vez al año. No es como si los cumpleaños fueran cosas comunes, Marilla. Prissy Andrews va a recitar «El toque de queda no debe sonar esta noche». Es una poesía tan moral, Marilla, estoy segura de que me hará muchísimo bien oírla. Y el coro va a cantar cuatro patéticas y maravillosas canciones que son casi tan buenas como himnos. Y, oh Marilla, el pastor va a tomar parte; sí, fuera de duda va a decir un discurso. Será algo así como un sermón. Por favor, Marilla, ¿puedo ir?
—Ya me has oído, Anne. Ahora sácate las botas y ve a acostarte. Son más de las ocho.
—Sólo una cosa más, Marilla —dijo Anne con aires de estar jugándose la última carta—. La señora Barry le dijo a Diana que podríamos dormir en el lecho del cuarto de huéspedes. Piense en el honor que significa para su pequeña Anne dormir en el cuarto de huéspedes.
—Pues tendrás que rechazar ese honor. Vete a la cama, Anne, y que no vuelva a oírte decir una palabra más.
Cuando Anne hubo subido tristemente con la cara llena de lágrimas, Matthew, que en apariencia había estado profundamente dormido en el sillón durante todo el diálogo, abrió los ojos y dijo con decisión:
—Bueno, Marilla, creo que debías dejar ir a Anne.
—No —respondió Marilla—. ¿Quién está criando a esta criatura, Matthew, tú o yo?
—Bueno, tú —admitió Matthew.
—Entonces no intervengas.
—Bueno, no intervengo. No es intervenir el tener una opinión propia. Y mi opinión es que debes dejar ir a Anne.
—Si a ella se le ocurriera ir a la luna, tú pensarías que debo dejarla ir, no lo dudo —fue la afable respuesta de Marilla—. Podría dejarla ir a pasar la noche con Diana, si eso fuera todo. Pero no apruebo lo del concierto. Irá allí y tomará frío y se llenará la cabeza con tonterías y cosas excitantes. La perturbaría por una semana. Comprendo el carácter de esta niña y lo que le conviene mejor que tú, Matthew.
—Creo que deberías dejarla ir —repitió Matthew firmemente. La argumentación no era su punto fuerte, pero el aferrarse a una opinión, sí.
Marilla dio un bufido de impotencia y se refugió en el silencio. A la mañana siguiente, cuando Anne estaba lavando los platos del desayuno en la despensa, Matthew hizo una pausa en su camino hacia el granero para repetirle a Marilla.
—Creo que debes dejar ir a Anne, Marilla.
Por un momento Marilla pensó en cosas que no se pueden repetir. Luego se rindió ante lo inevitable y dijo agriamente:
—Muy bien, puede ir, ya que nada más parece complacerte.
Anne salió corriendo de la despensa con el repasador chorreando en la mano.
—Oh, Marilla, Marilla, diga otra vez esas benditas palabras.
—Creo que con decirlas una vez es suficiente. Es asunto de Matthew y yo me lavo las manos. Si te enfermas con una pulmonía por dormir en una cama extraña o por salir de ese salón caluroso en medio de la noche, no me culpes: cúlpalo a Matthew. Anne Shirley, estás goteando agua grasienta sobre el piso. Nunca he visto niña más descuidada.
—Oh, sé que soy una molestia terrible para usted, Marilla —dijo Anne, arrepentida—. Cometo muchos errores. Pero piense sólo en las muchas equivocaciones que no hago, aunque podría. Conseguiré un poco de arena y fregaré las manchas antes de ir a la escuela. Oh Marilla, mi corazón está pendiente de ese concierto. Nunca fui a ninguno, y cuando las chicas hablan de conciertos en el colegio, me siento tan fuera de lugar… Usted no sabe cómo me siento, pero ya ha visto que Matthew sí. Matthew me comprende, y es tan lindo ser comprendido, Marilla.
Anne estaba demasiado excitada esa mañana en la escuela como para estar a su altura con sus lecciones. Gilbert Blythe la sobrepasó en ortografía en clase y la dejó fuera de lado en los cálculos mentales. La consecuente humillación de Anne, sin embargo, podría haber sido mayor, pues estaba abstraída por la idea del concierto y del cuarto de huéspedes. Ella y Diana hablaron tanto sobre ello todo el día, que de haber tenido un maestro más estricto que el señor Phillips, hubieran recibido una seria reprimenda.
Anne sintió que de no haber sido por el concierto, no hubiera podido resistir su derrota, pues ese día sólo se hablaba de aquél en el colegio. El Club del Debate de Avonlea, que celebraba reuniones quincenales durante todo el invierno, había tenido algunas pequeñas tertulias sin importancia; pero éste iba a ser un asunto de mucha trascendencia. La entrada costaba diez centavos, a beneficio de la biblioteca. La gente joven de Avonlea había estado ensayando durante varias semanas, y todos los escolares tenían especial interés, ya que tomaban parte en él sus hermanos y hermanas. Todos los alumnos de más de nueve años esperaban ir, excepto Carrie Sloane, cuyo padre compartía las opiniones de Marilla respecto a la concurrencia de los niños a conciertos nocturnos. Carrie Sloane lloró detrás de su libro de gramática toda la tarde, sintiendo que la vida no valía la pena de ser vivida.
La verdadera excitación de Anne comenzó a la salida de la escuela, y fue incrementándose hasta alcanzar en el concierto un estado de positivo éxtasis. Tuvieron un té «perfectamente elegante»; y luego llegó la deliciosa tarea de vestirse en el pequeño cuarto de Diana en el piso superior. Diana peinó el flequillo de Anne en nuevo estilo pompadour y Anne ató los lazos de Diana con su peculiar destreza. Y experimentaron por lo menos media docena de peinados diferentes.
Por fin estuvieron listas, sus mejillas rojas y sus ojos brillantes por la excitación.
En verdad, Anne no pudo evitar sentir una pequeña angustia cuando comparó su simple boina negra y su saco hecho en casa de tela gris uniforme y mangas apretadas, con el vistoso gorro de piel de Diana y su elegante saco. Pero recordó a tiempo que tenía una imaginación y podía hacer uso de ella.
Luego los Murray, primos de Diana, llegaron de Newbridge; todos amontonados dentro de un gran trineo entre pajas y mantas adornadas con pieles. Anne disfrutó del viaje hacia el salón, deslizándose por los caminos suaves como el raso con la nieve ondulándose bajo los patines. Era un atardecer magnífico y las nevadas colinas y el agua azul oscuro del golfo D. Lawrence parecían recortarse contra el esplendor como un inmenso vaso de perla y zafiro lleno de vino y fuego. De tanto en tanto llegaba un retintín de cascabeles y risas distantes que parecían ser símbolo de la alegría de los duendes del bosque.
—Oh, Diana —suspiró Anne apretando la enguantada mano de la niña por debajo de la manta de piel—, ¿no es todo esto como un hermoso sueño? ¿Realmente parezco la misma de siempre? Me siento tan diferente que creo que tiene que reflejarse en mi apariencia.
—Estás terriblemente linda —dijo Diana, quien habiendo recibido un piropo de uno de sus primos, se creía en la obligación de pasarlo—. Tienes un color de lo más hermoso.
El programa, aquella noche, fue una serie de «estremecimientos», por lo menos para una de las espectadoras, y, según Anne le aseguró a Diana, cada estremecimiento era mayor que el que lo precediera. Cuando Prissy Andrews, ataviada con una blusa nueva de seda rosa, luciendo un collar de perlas alrededor de su terso y blanco cuello y con claveles dobles en el cabello (corría el rumor de que el maestro había ido hasta la ciudad para traérselos), «subió la resbalosa escalera, oscura, sin un rayo de luz», Anne se sacudió en exuberante simpatía; cuando el coro cantó «Más allá de las gentiles margaritas», Anne miró fijamente al cielo como si allí hubiera habido ángeles pintados. Cuando Sam Sloane procedió a explicar e ilustrar «Cómo Sockery preparó una gallina», Anne rio antes de que también lo hicieran las personas que estaban sentadas cerca de ella, más por simpatía hacia la niña que por lo que les divertía una selección que resultaba algo muy viejo aun en Avonlea; y cuando el señor Phillips recitó la oración de Marco Antonio sobre el cadáver de César en los tonos más patéticos (mirando a Prissy Andrews al terminar cada frase), Anne sintió que se podía poner de pie y amotinarse si sólo encontraba un ciudadano romano que llevara la delantera.
Sólo hubo un número en el programa que no le interesó. Cuando Gilbert Blythe recitó «Bingen en el Rin», Anne tomó el libro de Rhoda Murray y estuvo leyendo hasta que el muchacho terminó y tomó asiento, muy estirado y rígido, mientras Diana aplaudía hasta que las palmas le picaron.
Eran las once cuando regresaron, saciadas de diversión, pero anticipando el aun mayor placer de conversar sobre lo pasado. Todos parecían dormir y la casa estaba oscura y silenciosa. Anne y Diana entraron en puntas de pie a la sala, una habitación larga y angosta que daba al cuarto de huéspedes. Estaba agradablemente caldeada y apenas iluminada por las chispas del fuego del hogar.
—Desnudémonos aquí —dijo Diana—; es tan templado y lindo…
—¿No ha sido una noche maravillosa? —suspiró Anne—. Debe de ser espléndido subir al escenario y recitar. ¿Crees que alguna vez nos pedirán que lo hagamos, Diana?
—Por supuesto, algún día. Siempre quieren que reciten algunos alumnos más grandes. Gilbert Blythe lo hace a menudo y es sólo dos años mayor que nosotras. Oh, Anne, ¿cómo pretendías no escucharlo? Cuando llegó a la frase: «Otra hay, no una hermana», te miró directamente.
—Diana —dijo Anne con dignidad—, eres mi amiga del alma, pero ni aun a ti puedo permitirte que me hables de esa persona. ¿Estás lista para acostarte? Juguemos una carrera hasta la cama.
La sugerencia atrajo a Diana. Las dos figuras pequeñas y blancas cruzaron corriendo la habitación, pasaron la puerta del cuarto de huéspedes y se lanzaron sobre el lecho al mismo tiempo. Y entonces algo se movió debajo de ellas, se oyó un sonido entrecortado y un grito, y alguien dijo con apagado acento:
—¡Dios misericordioso!
Anne y Diana nunca pudieron explicarse como saltaron del lecho y salieron del cuarto. Sólo sabían que después de una frenética carrera se hallaron subiendo la escalera en puntas de pie, muertas de frío.
—¡Oh! ¿Quién era? ¿Qué era eso? —murmuró Anne dando diente con diente de frío y temor.
—Era tía Josephine —dijo Diana ahogándose de risa—. Oh, Anne, era tía Josephine, cualquiera sea el modo como llegó allí. Oh, sé que estará furiosa. Es terrible, realmente terrible, pero ¿has visto alguna vez algo tan gracioso, Anne?
—¿Quién es tu tía Josephine?
—Es tía de papá y vive en Charlottetown. Es horriblemente vieja, debe tener como setenta años, y no creo que nunca haya sido chica. Esperábamos su visita, pero no tan pronto. Es muy estirada y decorosa, y protestará hasta cansarse por esto; la conozco bien. Bueno, tendremos que dormir con Minnie May, y no te imaginas cómo patea.
La señorita Josephine Barry no apareció a tomar el desayuno a la mañana siguiente. La señora Barry sonrió amablemente a las dos niñas.
—¿Han pasado bien la noche? Traté de mantenerme despierta hasta que ustedes regresaran, pues quería decirles que había llegado tía Josephine y que después de todo tendrían que dormir arriba, pero estaba tan cansada que me quedé dormida. Espero que no hayan molestado a tu tía, Diana.
Diana guardó un discreto silencio, pero ella y Anne cambiaron furtivas sonrisas de diversión culpable, a través de la mesa. Anne regresó a su casa inmediatamente después del desayuno y, de esa manera ignoró hasta la tarde el alboroto que se había armado en casa de los Barry, cuando fue a casa de la señora Lynde a llevar un mensaje de Marilla.
—De modo que tú y Diana casi matan de susto anoche a la pobre señorita Barry —dijo la señora Lynde severamente, pero guiñando un ojo—. La señora Barry estuvo aquí hace un rato en viaje hacia Carmody. Realmente está muy preocupada. La vieja señorita Barry estaba de un humor terrible cuando se levantó esta mañana, y el humor de Josephine Barry no es cosa de broma, te lo aseguro. No le dirigirá la palabra a Diana en absoluto.
—No fue culpa de Diana —dijo Anne, contrita—, sino mía. Yo sugerí que corriéramos para ver quién llegaba primero a la cama.
—Lo sabía —dijo la señora Lynde con la exaltación propia de quien todo acierta—. Sabía que esa idea era fruto de tu cerebro. Bueno, ha ocasionado una cantidad de molestias. La señorita Barry vino a quedarse un mes pero ha expresado que no quiere permanecer allí ni un día más y emprenderá el regreso mañana, aunque sea domingo. Se hubiera ido hoy de haber encontrado quien la llevara. Había prometido pagar un trimestre de las lecciones de música de Diana, pero ahora está decidida a no hacer nada por una diablilla como ésa. Oh, supongo que habrán pasado un mal momento esta mañana. Los Barry deben estar afligidísimos. La señorita Barry es rica y quieren mantenerse en buenas relaciones con ella. Por supuesto, esto no me lo dijo la señora Barry, pero comprendo bastante bien la naturaleza humana como para darme cuenta.
—Soy una niña muy desgraciada —gimió Anne—. Continuamente me estoy acarreando dificultades, y también se las acarreo a mis mejores amigos, gente por la que daría la vida. ¿Podría usted decirme el porqué, señora Lynde?
—Porque eres demasiado descuidada e impulsiva, chica, eso es. Nunca te detienes a pensar. Cualquier cosa que se te ocurre la dices o la llevas a cabo sin reflexionar.
—¡Pero si eso es lo mejor! —protestó Anne—. Algo surge en la mente, tan excitante, y uno debe hacerlo. Si uno se detiene a pensarlo, lo echa a perder. ¿No ha sentido nunca algo así, señora Lynde?
No, la señora Lynde nunca había sentido algo así. Sacudió la cabeza cuerdamente.
—Debes aprender a pensar un poco, Anne, eso es. El proverbio por el cual debes regirte es «Mira antes de saltar»; especialmente dentro de una cama de un cuarto de huéspedes.
La señora Lynde rio divertida por su ligera broma, pero Anne permaneció pensativa. No veía nada risueño en una situación que a sus ojos se presentaba muy seria. Cuando dejó a la señora Lynde, tomó su camino a través de los campos encostrados de la Cuesta del Huerto. Encontró a Diana en la puerta de la cocina.
—Tú tía Josephine está muy enojada, ¿no es cierto? —murmuró Anne.
—Sí —respondió Diana algo tiesa, dirigiendo una aprensiva mirada por sobre su hombro hacia la puerta cerrada de la estancia—. Estaba temblando de rabia, Anne. Oh, cómo rezongaba. Dijo que yo era la niña más mal educada que había visto y que mis padres debían estar muy avergonzados por haberme criado así. Dice que no quiere quedarse. Y por mí no me importa. Pero a papá y a mamá, sí.
—¿Por qué no les dijiste que fue culpa mía? —demandó Anne.
—No soy persona de hacer esas cosas, ¿no es cierto? —dijo Diana con desdén—. No soy chismosa, Anne Shirley, y además soy tan culpable como tú.
—Bueno, iré a decírselo yo misma —expresó Anne con determinación.
—¡Anne Shirley, no lo harás! ¡Te comerá viva!
—No me asustes más de lo que estoy —imploró Anne—. Preferiría meterme en la boca de un lobo. Pero tengo que hacerlo, Diana. Fue culpa mía y tengo que confesar. Afortunadamente estoy práctica en confesiones.
—Bueno, está en ese cuarto —dijo Diana—. Puedes ir si quieres. Yo no me atrevería, y no creo que consigas nada bueno.
Con este aliento Anne fue a enfrentar al león en su guarida; es decir, se encaminó resueltamente hacia la estancia y golpeó débilmente. Un cortante «adelante» fue la respuesta.
La señorita Josephine Barry, delgada, peripuesta y rígida, estaba tejiendo furiosamente junto al fuego, con su trenza completamente revuelta y los ojos parpadeándole detrás de sus lentes ribeteados de oro. Se volvió en su silla, esperando ver a Diana, y descubrió una pálida niña cuyos grandes ojos reflejaban una mezcla de desesperado coraje y tembloroso terror.
—¿Quién eres tú? —preguntó la señorita Josephine Barry sin ceremonia.
—Soy Anne, la de Tejados Verdes —dijo la pequeña visitante temblorosamente, juntando las manos con su gesto característico—, y tengo que confesar, si usted me lo permite.
—¿Confesar qué?
—Que fue culpa mía el que nos tiráramos sobre usted anoche en la cama. Yo lo sugerí; a Diana nunca se le hubiera ocurrido una cosa así. Estoy segura. Diana es muy señorita, señorita Barry. De manera que vea cuán injusto es culparla a ella.
—¿Ah, sí? De cualquier modo, Diana también saltó. ¡Qué modo de portarse en una casa respetable!
—Sólo lo hicimos por jugar —insistió Anne—. Creo que debe usted perdonarnos, señorita Barry, ahora que nos hemos disculpado. Y de cualquier modo, por favor disculpe a Diana y permítale tomar sus lecciones de música. Diana tiene el corazón puesto en ellas, señorita Barry, y yo sé muy bien lo que significa poner el corazón en una cosa y no conseguirla. Si debe estar usted enojada con alguien, que sea conmigo. He estado tan acostumbrada cuando pequeña a que se enojaran conmigo, que puedo soportarlo mucho mejor que Diana.
El parpadeo de los ojos de la anciana señorita había sido reemplazado por un guiño de divertido interés. Pero aun dijo severamente:
—Creo que no es excusa que sólo lo hicieran por jugar. Las niñitas nunca se entregaban a esos juegos cuando yo era niña. Tú no sabes lo que significa ser despertada de un sueño profundo, después de una larga y ardua jornada, por dos niñas que le saltan a una encima.
—No lo sé, pero puedo imaginármelo —dijo Anne ansiosamente—. Estoy segura de que ha de haber sido terrible. Pero también lo fue para nosotras. ¿Tiene usted imaginación, señorita Barry? Si la tiene, póngase en nuestro lugar. Nosotras no sabíamos que había alguien en esa cama y usted casi nos hizo morir de susto. Lo que sentimos fue simplemente espantoso. Y tampoco pudimos dormir en el cuarto de huéspedes después de que nos lo habían prometido. Supongo que usted estará acostumbrada a dormir en cuartos de huéspedes. Pero imagínese cómo se sentiría si fuera una pobre huérfana que nunca hubiera tenido ese honor.
Para ese entonces había desaparecido todo el parpadeo. La señorita Barry se rio en verdad. Un sonido que hizo que Diana, quien aguardaba silenciosa y ansiosamente fuera de la cocina, suspirara aliviada.
—Temo que mi imaginación está algo herrumbrada, hace tanto tiempo que no la uso —dijo—. Me atrevería a decir que tu parte de razón es de tanto peso como la mía. Todo depende del cristal con que se mire. Siéntate aquí y háblame de ti.
—Temo no poder hacerlo —dijo Anne firmemente—. Me gustaría, porque usted parece una dama muy interesante, y hasta podría ser usted un alma gemela, aunque no tiene mucho aspecto de ello. Pero es mi deber regresar a casa con la señorita Marilla Cuthbert. La señorita Marilla Cuthbert es una dama muy buena que se ha hecho cargo de mí para educarme. Hace lo que puede, pero es una tarea muy ardua. No debe usted culparla porque yo saltara sobre la cama. Pero antes de irme me gustaría que me dijera si perdonará a Diana y si va a quedarse en Avonlea todo el tiempo que había pensado.
—Pienso que quizá lo haré, si tú vienes a visitarme y a conversar conmigo a menudo —dijo la señorita Barry.
Esa noche la señorita Barry le dio a Diana una pulsera de plata e informó a los mayores de la casa que había desempacado su baúl.
—He cambiado de idea y me quedo para conocer mejor a esa niña Anne —dijo francamente—. Me divierte. Y a mi edad una persona que me divierta es una rareza.
El único comentario de Marilla cuando se enteró fue:
—Lo sospechaba.
La señorita Barry se quedó más de un mes. Era una huésped mucho más agradable que de costumbre, pues Anne la mantenía de buen humor. Llegaron a ser grandes amigas.
Cuando partió, dijo:
—Recuerda, Anne, cuando vayas a la ciudad debes visitarme, y te alojaré en mi mejor cuarto de huéspedes.
—La señorita Barry es un alma gemela, después de todo —le confió Anne a Marilla—. No parece al mirarla, pero así es. Uno no puede verlo en seguida como en el caso de Matthew, pero con el tiempo se llega a descubrirlo. Los espíritus gemelos no escasean tanto como yo creía. Es espléndido descubrir que hay tantos en el mundo.
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