CAPÍTULO DOS

Matthew Cuthbert se lleva

una sorpresa

Matthew Cuthbert y la yegua alazana recorrieron lentamente las ocho millas que había hasta Bright River. Era un lindo camino, que corría entre bien dispuestas granjas, con bosquecitos de pino balsámico aquí y allá o una hondonada donde colgaban sus capullos las cerezas salvajes. El aire era perfumado por muchos manzanos y los prados se extendían a la distancia hacia las brumas perlas y púrpuras del horizonte, mientras

«los pajarillos cantaban como si fuera
el único día de verano del año entero».

Matthew gozaba del paseo de acuerdo con su manera de ser, excepto durante los momentos en que se cruzaba con mujeres y tenía que saludarlas con un movimiento de cabeza, pues en la isla del Príncipe Eduardo se supone que hay que saludar así a quienquiera se encuentre en el camino, lo conozca uno o no.

Matthew sentía terror por todas las mujeres, exceptuando a Marilla y Rachel; sentía la incómoda sensación de que aquellas misteriosas criaturas se estaban riendo de él. Hubiera estado bastante acertado en pensarlo, pues era un extraño personaje, de desmañada figura y largos cabellos gris ferroso, que tocaban sus encorvados hombros, y una barba castaña completa, que llevaba desde que había cumplido los veinte años. Es verdad, a los veinte tenía casi el mismo aspecto que a los sesenta, salvo el poquito de gris en los cabellos.

Cuando llegó a Bright River no había signo de tren alguno; pensó que era demasiado temprano, de manera que ató el caballo en el patio del pequeño hotel del lugar y fue a la estación. La larga plataforma hubiera estado desierta, a no ser por una niña sentada sobre una pila de vigas en el extremo más lejano.

Matthew, notando apenas que era una niña, cruzó frente a ella tan rápido como pudo, sin mirarla. De haberlo hecho, no hubiera podido dejar de percibir la tensa rigidez y ansiedad de su actitud y expresión. Estaba allí sentada, esperando algo o a alguien y, ya que sentarse y esperar era lo único que se podía hacer, se había puesto a hacerlo con todos sus sentidos.

Matthew encontró al jefe de estación echando llave a la boletería, preparándose para ir a cenar a su casa, y le preguntó si llegaría pronto el tren de las cinco y treinta.

—El tren de las cinco y media ha llegado y ha partido hace media hora —contestó el rudo funcionario—. Pero dejó un pasajero para ustedes; una niña. Está sentada allí en las vigas. Le pedí que fuera a la sala de espera para damas, pero me informó con gravedad que prefería quedarse afuera. «Hay más campo para la imaginación», dijo. Yo diría que es un caso.

—No estoy esperando a una niña —dijo Matthew con voz hueca—. He venido por un muchacho. Debía estar aquí. La señora de Alexander Spencer debía traérmelo de Nueva Escocia.

El jefe de estación lanzó un silbido.

—Sospecho que hay algún error —dijo—. La señora de Spencer bajó del tren con esa muchacha y la dejó a mi cargo. Dijo que usted y su hermana la recibían de un orfelinato y que usted llegaría a su debido tiempo a buscarla. Eso es cuanto sé a ese respecto y no tengo más huérfanos ocultos por aquí.

—No comprendo —dijo Matthew con tono desvalido, deseando que Marilla estuviese a mano para hacerse cargo de la situación.

—Bueno, mejor que interrogue a la muchacha —dijo descuidadamente el jefe de estación—. Me atrevería a decir que podrá explicarlo; tiene su propio idioma, eso es cierto. Quizá se les habían acabado los muchachos de la clase que ustedes querían.

Se marchó corriendo, pues tenía hambre, y Matthew, incómodo, tuvo que hacer algo más difícil que buscar a un león en su guarida: caminar hasta una muchacha, una extraña, una huérfana, y preguntarle por qué no era un muchacho. Matthew gimió para sus adentros mientras se volvía y recorría lentamente la plataforma hacia ella.

La muchacha lo había estado observando desde que se cruzara con ella y lo miraba ahora fijamente. Matthew no la miraba y tampoco hubiera visto cómo era en realidad de haberlo hecho; pero un observador ordinario hubiera percibido esto: una chiquilla de unos once años, con un vestido de lana amarillo grisáceo muy corto, muy ajustado y muy feo. Llevaba un sombrero de marinero de un color castaño desteñido, bajo el que, extendiéndose por sus espaldas, asomaban dos trenzas de un cabello muy grueso, de un agresivo color rojo. Su cara era pequeña, delgada y blanca, muy pecosa; la boca grande y también sus ojos, que según la luz parecían verdes, o de un gris extraño. Eso, para un observador ordinario. Uno extraordinario hubiera notado que el mentón era muy pronunciado; que los grandes ojos estaban llenos de espíritu y vivacidad; que la boca era expresiva y de labios dulces; en suma, nuestro observador perspicaz hubiera deducido que un alma especial habitaba el cuerpo de esa niña extraviada, de quien estaba tan ridículamente temeroso el tímido Matthew Cuthbert.

Éste, sin embargo, se libró de la prueba de tener que hablar primero, pues tan pronto ella dedujo que venía en su busca, se puso de pie, tomando con una mano la manija de la desvencijada y vieja valija y extendiéndole la otra.

—Supongo que usted es Matthew Cuthbert, de Tejados Verdes —dijo con voz dulce y peculiarmente clara—. Me alegro de verlo. Estaba empezando a temer que no viniera por mí e imaginando las cosas que no se lo habrían permitido. Había decidido que si usted no venía por mí esta noche, iría por el camino hasta aquel cerezo silvestre en el codo y me subiría a él para pasar la noche. No tendría nada de miedo y sería hermoso dormir en un cerezo silvestre todo blanco con los capullos a la luz de la luna, ¿no le parece? Uno podría imaginarse que se pasea por salones de mármol, ¿no es cierto? Y estaba segura de que si no lo hacía esta noche, usted vendría por mí por la mañana.

Matthew había tomado desmañadamente en la suya la pequeña mano huesuda y en ese mismo momento decidió qué hacer. No podía decir a esta criatura de ojos brillantes que había habido un error; la llevaría a casa y dejaría esa tarea para Marilla. No importa qué error se había cometido, no la podía dejar en Bright River, de manera que todas las preguntas y explicaciones podían ser diferidas hasta estar de regreso a salvo en Tejados Verdes.

—Siento mucho haber llegado tarde —dijo con timidez—. Venga, el caballo está en el patio. Deme su valija.

—Oh, puedo llevarla —contestó alegremente la niña—. No es pesada. Tengo en ella todos mis bienes terrenales, pero no es pesada. Y si no se la lleva de cierta forma, la manija se sale, de ma­nera que será mejor que me quede con ella, pues le conozco el secreto. Es una valija muy vieja. Oh, estoy contenta de que haya venido, aunque hubiera sido lindo dormir en un cerezo silvestre. ¿Tenemos que recorrer un largo trecho, no es así? La señora Spencer dijo que serían ocho millas. Estoy contenta porque me gusta ir en coche. Oh, parece algo maravilloso ir a vivir con ustedes y ser de la familia. Nunca he tenido familia de verdad. Pero el asilo fue lo peor. No he estado allí más que cuatro meses, pero fue suficiente. No creo que usted haya sido nunca un huérfano en un asilo, de manera que no puede siquiera imaginarse cómo es. Es peor de lo que pueda imaginarse. La señora Spencer dice que hago muy mal al hablar así, pero no tengo mala intención. Es tan fácil hacer mal sin darse cuenta, ¿no es cierto? Era buena, ¿sabe?, la gente del asilo. ¡Pero hay tan poco campo para la imaginación en un asilo!; sólo están los demás asilados. Era algo muy interesante imaginar cosas respecto a ellos; imaginar que la niña a nuestro lado era en verdad la hija de un conde, robada a sus padres en la infancia por una niñera cruel, muerta antes de poder confesar. Y acostumbraba estar despierta por las noches, imaginando cosas así, porque no tenía tiempo durante el día. Sospecho que es por eso que soy tan delgada: soy horriblemente flaca, ¿no es así? No hay carne en mis huesos. Me gusta imaginar que soy linda y gorda, con hoyuelos hasta en los codos.

Con esas palabras, la compañera de Matthew cesó su charla, parte porque se le había acabado la respiración y parte porque habían llegado al coche. No dijo otra palabra hasta haber dejado el pueblo; bajaban una colina empinada, en la que el camino había sido trazado tan profundamente a su través que los costados de tierra, cubiertos de cerezos silvestres florecidos y abedules, se alzaban a varios pies sobre sus cabezas.

La niña sacó la mano y quebró una rama de ciruelo silvestre que rozaba el costado del coche.

—¿No es hermoso? ¿Qué le hace pensar ese árbol, que se proyecta de la colina, todo blanco y florecido? —preguntó.

—Bueno… no sé… —dijo Matthew.

—En una novia, desde luego; una novia toda de blanco con un hermoso velo vaporoso. Nunca he visto una, pero puedo imaginar cómo puede ser. Yo no espero ser nunca novia. Soy tan fea que nadie querrá jamás casarse conmigo, a menos que sea un misionero. Supongo que un misionero no pretenderá mucho. Pero espero algún día tener un vestido blanco. Ése es mi ideal de felicidad terrenal. Me gusta la ropa linda y aunque nunca la he usado en mi vida, en lo que puedo acordarme; pero, desde luego, es todo lo más que se puede ansiar, ¿no es así? Y entonces me imagino que estoy vestida en forma deslumbrante. Esta mañana, al dejar el asilo, estaba terriblemente avergonzada porque tenía que llevar este horrible vestido viejo de lana. Todas las huérfanas los llevan, ¿sabe? Un comerciante de Hopeton donó el último invierno trescientas yardas de esa tela al asilo. Algunos dijeron que era porque no la pudo vender, pero yo creo que fue por bondad, ¿no le parece? Cuando subimos al tren, sentí como si todos me estuvieran mirando y apiadándose de mí. Pero me puse a soñar e imaginar que tenía el más hermoso vestido de seda celeste —cuando uno se pone a imaginar, hay que hacerlo con algo que valga la pena— y un gran sombrero todo de flores y plumas, y un reloj de oro y guantes de cabritilla y botas. Me sentí inmediatamente alegre y gocé con todas mis ansias del viaje a la isla. No me mareé al venir en el buque, ni tampoco la señora Spencer, aunque tiene costumbre. Me dijo que cuidando de que no me cayera por la borda no tuvo tiempo de sentirse mal. Dijo que nunca vio a nadie que me ganara a ser inquieta. Pero si así evité que se mareara, es una suerte que sea inquieta, ¿no es cierto? Yo quería mirar cuanto se puede ver en un buque, porque no sabía si tendría otra oportunidad para ello. ¡Oh, ahí hay más cerezos florecidos! Esta isla es el lugar con más flores del mundo. Ya me gusta y estoy muy contenta de venir a vivir aquí. Siempre oí que la isla del Príncipe Eduardo era el lugar más hermoso de la Tierra, y acostumbraba imaginar que vivía aquí, pero nunca esperé que se convirtiera en realidad. Es delicioso cuando las ilusiones se hacen realidad, ¿no es así? Pero esos caminos rojos son tan cómicos… Cuando montamos al tren en Charlottetown y los caminos rojos empezaron a pasar, le pregunté a la señora Spencer qué los hacía tan rojos, y ella dijo que no lo sabía y que por el amor de Dios no le hiciera más preguntas. Dijo que ya le había hecho mil. Supongo que tenía razón, pero ¿cómo se han de saber las cosas si no se preguntan? Y ¿qué hace rojos a esos caminos?

—Y… no sé —dijo Matthew.

—Bueno, ésa es una de las cosas que tendré que averiguar algún día. ¿No es maravilloso pensar en todas las cosas que hay que averiguar? Simplemente me hace sentirme contenta de vivir. ¡Es un mundo tan interesante! Sería la mitad de interesante si supiéramos todas las cosas, ¿no es cierto? No habría campo para la imaginación. Pero ¿estoy hablando demasiado? La gente siempre me dice que es así. ¿Le gustaría más que no hablara? Me callaré si me lo dice. Puedo callarme en cuanto me decido a ello, aunque es cosa difícil.

Matthew, muy a su propia sorpresa, se divertía. Como a la mayoría de los seres callados, le gustaba la gente habladora que deseaba hacer toda la conversación por sí misma y no esperaba que él participara en ella. Pero nunca esperó gozar de la compañía de una chiquilla. Las mujeres eran cosa bastante mala, pero las niñas eran peor. Detestaba la forma que tenían de pasar tímidamente a su lado, con miradas de soslayo, como si temieran que se las engullera de un bocado si se aventuraban a decir una palabra. Ése era el tipo de chiquilla bien educada de Avonlea. Pero esta brujita pecosa era muy distinta y, aunque encontraba algo difícil para su lenta inteligencia mantenerse al nivel de sus ágiles procesos mentales, pensaba que le gustaba su charla. De manera que dijo con la timidez de costumbre:

—Puede hablar cuanto quiera. No me incomoda.

—Oh, me alegro tanto. Sé que usted y yo nos vamos a llevar bien. Es un alivio tan grande hablar cuando se quiere y que no le digan a una que a los niños se los debe ver y no oír. Me lo han dicho un millón de veces. Y la gente se ríe porque uso palabras grandes. Pero si se tienen grandes ideas, deben usarse palabras grandes para expresarlas, ¿no es así?

—Bueno, parece cosa razonable.

—La señora Spencer dijo que debo tener la lengua sujeta por el medio. Pero no es así: sujeta, por un extremo. La señora Spencer dijo que la finca de ustedes se llama Tejados Verdes. Le hice preguntas sobre ella. Y dijo que hay árboles alrededor de la casa. Eso me puso más contenta aún. Me encantan los árboles. Y no había ninguno en el asilo, nada más que unas cosas flacuchas y miserables al frente, de las que colgaban unas jaulas blanqueadas con cal. Esos árboles parecían huérfanos también. Yo acostumbraba decirles: «¡Oh, pobrecitos! Si estuvieran en los grandes bosques con otros árboles en derredor, con alces y ardillas y el arroyo no muy lejos, con pájaros cantando en las ramas, podrían crecer, ¿no es cierto? Pero no lo pueden hacer donde están. Sé exactamente lo que sientes, arbolito». Lamenté dejarlos esta mañana. Uno se siente tan unido a cosas así, ¿no es cierto? ¿Hay algún arroyo cerca de Tejados Verdes? Olvidé preguntárselo a la señora Spencer.

—Bueno, sí. Hay uno al lado de la casa.

—¡Qué hermoso! Siempre ha sido uno de mis sueños vivir cerca de un arroyo. Nunca esperé que así ocurriera, sin embargo. Los sueños no siempre se hacen realidad, ¿no es cierto? ¿No sería lindo que así fuera? Pero ahora me siento bastante cerca de la perfecta felicidad. No me puedo sentir perfectamente feliz porque…, bueno, ¿de qué color diría usted que es esto?

Echó una de sus satinadas trenzas sobre su delgado hombro y la sostuvo frente a los ojos de Matthew. Éste no estaba acostumbrado a decidir sobre el color de los cabellos femeninos, pero sobre éstos no cabían muchas dudas.

—Es rojo, ¿no es cierto? —dijo.

La muchacha dejó caer la trenza con un suspiro que pareció arrancar de lo más profundo de su alma y que expresaba toda la tristeza del mundo.

—Sí, es rojo —dijo con resignación—. Ahora puede ver usted por qué no puedo ser perfectamente feliz. Nadie que tenga cabellos rojos puede serlo. Las otras cosas no me importan tanto, las pecas, los ojos verdes y la delgadez. Puedo imaginar que no las tengo. Puedo imaginar que poseo una hermosa piel rosada y unos hermosos ojos violáceos. Pero no puedo imaginar que no tengo cabellos rojos. Hago cuanto puedo. Pienso: «Ahora mi cabello es negro glorioso: negro como el ala del cuervo». Pero todo el tiempo que es rojo y eso me parte el corazón. Será una pena de toda la vida. Una vez leí en una novela que una muchacha tenía una pena de toda la vida, pero no tenía cabello rojo. El suyo era oro puro, que caía de sus sienes de alabastro. ¿Qué es una sien de alabastro? Nunca he podido averiguarlo. ¿Puede usted decírmelo?

—Bueno, temo que no —dijo Matthew, que se estaba mareando un poco. Se sentía igual que cuando en su temeraria juventud, otro muchacho lo había invitado a un parque de diversiones.

—Bueno, no importa lo que fuera, debió de haber sido algo lindo, pues ella era divinamente hermosa. ¿Ha imaginado usted alguna vez lo que debe de ser sentirse divinamente hermosa?

—Bueno, no, no lo he hecho —confesó ingenuamente Matthew.

—Yo sí, a menudo. ¿Qué le gustaría ser si le dejaran elegir: divinamente hermoso, deslumbradoramente inteligente o angelicalmente bueno?

—Bueno, no lo sé con exactitud.

—Yo tampoco. Nunca puedo decidirme. Pero no tiene mucha importancia, pues no hay posibilidad de que nunca sea ninguna de esas cosas. Por cierto que nunca seré angelicalmente buena. La señora Spencer dice… ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert! ¡Oh, señor Cuthbert!

Eso no era lo que había dicho la señora Spencer; tampoco la niña se había caído del coche, ni tampoco Matthew había hecho algo sorprendente. Simplemente habían pasado una curva del camino y se encontraban en la Avenida.

Lo que la gente de Newbridge llamaba la Avenida era un tramo de camino de cuatrocientas o quinientas yardas de longitud completamente cubierto por altos y coposos manzanos, plantados años atrás por un viejo granjero excéntrico. Encima había un largo dosel de capullos blancos y fragantes. Bajo las copas, el aire estaba repleto de la luz púrpura del atardecer, y a lo lejos la visión del pintado cielo crepuscular brillaba como una ventana de la torre de una catedral.

Su belleza hizo enmudecer a la niña. Se recostó en el asiento, con las delgadas manos apretadas y la cara embelesada ante el blanco esplendor celeste. Aun después de haber pasado aquello, cuando bajaban la larga cuesta que va a Newbridge, no se movió ni habló. Todavía con cara extasiada miraba el crepúsculo lejano, con ojos que contemplaban visiones que cruzaban sobre ese brillante fondo. Todavía en silencio cruzaron Newbridge, una ruidosa aldea, donde los perros les ladraron, los muchachos los miraron y caras curiosas los contemplaron desde las ventanas. Tres millas habían pasado y la niña no hablaba. Era evidente que podía quedarse callada con tanta energía como cuando hablaba.

—Sospecho que usted debe de sentirse bastante cansada y hambrienta —se aventuró a decir por fin Matthew, achacando el largo silencio a la única razón que se le ocurría—. Pero no tenemos que ir muy lejos; otra milla nada más.

Ella volvió de su sueño con un profundo suspiro y lo miró con los ojos soñolientos de un alma que ha vagado por la lejanía, guiada por una estrella.

—Oh, señor Cuthbert —murmuró—, ese lugar que atravesamos, ese lugar blanco, ¿qué era?

—Bueno, se refiere usted a la Avenida —dijo Matthew des­­pués de una profunda reflexión—. Es un lugar bastante lindo.

—¿Lindo? Oh, lindo no me parece la palabra más adecuada. Ni tampoco hermoso. No van suficientemente lejos. ¡Oh, era maravilloso, maravilloso! Es la primera cosa que he visto que no puede ser mejorada por mi imaginación. Me ha satisfecho aquí —y puso la mano sobre su pecho—, me hizo sentir dolor y fue sin embargo placentero. ¿Tuvo usted alguna vez un dolor así, señor Cuthbert?

—Bueno, no puedo acordarme de haberlo tenido.

—Yo lo tengo muchas veces, cada vez que veo algo realmente hermoso. Pero no deberían llamar Avenida a ese hermoso paraje. No hay significado en un nombre así. Deberían llamarlo… Veamos… «El Blanco Camino Encantado.» ¿No es ése un lindo nombre imaginativo? Cuando no me gusta el nombre de un lugar o de una persona, siempre les imagino uno nuevo y siempre me refiero a ellos así. En el asilo había una niña cuyo nombre era Hepzibah Jenkins, pero yo siempre me la imaginaba como Rosalía De Vere. Otros pueden llamar avenida a ese lugar, pero yo siempre le diré el Blanco Camino Encantado. ¿Es verdad que debemos hacer otra milla antes de llegar a casa? Estoy contenta y triste. Estoy triste porque el paseo ha sido agradable y siempre me pongo triste cuando finalizan las cosas agradables. Puede ser que después venga algo aún más agradable, pero uno nunca puede estar seguro. Y muy a menudo ocurre lo contrario; ésa ha sido mi experiencia. Pero estoy contenta de pensar que llego a casa. Verá usted, desde que tengo memoria no he tenido un verdadero hogar. Me da otra vez ese dolor placentero el pensar que voy a un verdadero hogar. Oh, ¿no es hermoso?

Habían llegado a la cuesta de una colina. Debajo había una laguna que parecía casi un río, tan grande e irregular era. Un puente la cruzaba a la mitad y desde allí hasta su extremo inferior, donde el cinturón ambarino de las arenas la separaba del oscuro golfo lejano, el agua era una sinfonía de gloriosos tonos: los más espirituales del azafrán, las rosas y el verde etéreo, mezclados con otros tan irreales que no hay nombre para ellos. Más allá del puente, la laguna llegaba hasta una arboleda de abetos y arces, reflejando sus sombras cambiantes aquí y allá; un ciruelo silvestre sobresalía de la orilla, como una niña en puntas de pie que contemplara su propia imagen. De la espesura en el extremo de la laguna, llegaba el claro y tristemente dulce coro de las ranas. En una cuesta lejana había una casita gris, asomando entre los manzanos y, aunque aún no estaba bastante oscuro, en una de sus ventanas brillaba una luz.

—Ésa es la laguna de Barry —dijo Matthew.

—Oh, tampoco me gusta ese nombre. La llamaré… veamos… «El Lago de las Aguas Refulgentes.» Sí, ése es el nombre correcto. Lo sé por el estremecimiento. Cuando doy con un nombre que ajusta perfectamente, me estremezco. ¿Le hacen estremecer a usted las cosas?

Matthew rumió:

—Bueno, sí. Siempre me da una especie de estremecimiento ver las larvas blancas en los pepinos. Odio verlas.

—Oh, no creo que sea ésa la misma clase de estremecimiento. ¿No cree usted? No parece haber mucha relación entre larvas y agua brillante, ¿no? Pero ¿por qué la llama la gente la laguna de Barry?

—Supongo que porque el señor Barry vive en esa casa. La Cuesta del Huerto es el nombre de la finca. Si no fuera por ese matorral tras ella, usted podría ver Tejados Verdes desde aquí. Pero tenemos que cruzar el puente y dar una vuelta por el camino, de manera que está todavía media milla más allá.

—¿Tiene hijas pequeñas el señor Barry? Bueno, no demasiado pequeñas; ¿de mi tamaño?

—Tiene una de alrededor de once años. Su nombre es Diana.

—¡Oh! —con una larga aspiración—. ¡Qué nombre perfectamente hermoso!

—Bueno, no lo sé. Me parece que hay algo terriblemente pagano en él. Me hubiera gustado más Mary o June o algún nombre sensato por el estilo. Pero cuando ella nació, había un maestro hospedado aquí, le dieron a elegir el nombre y eligió Diana.

—Quisiera que hubiese habido un maestro así cuando nací. Oh, ya estamos en el puente. Voy a cerrar los ojos; siempre tengo miedo de cruzar puentes. No puedo evitar pensar que, justo cuando llegue a la mitad, quizá se le dé por cerrarse como una navaja y quede atrapada. De manera que cierro los ojos. Pero siempre tengo que abrirlos cuando creo que estoy llegando al medio. Porque, verá usted, si se le diera al puente por doblarse, me gustaría verlo. ¡Qué alegre estruendo hace! Siempre me gustó el estruendo. ¿No es espléndido que haya tantas cosas atractivas en este mundo? Bueno, ya pasamos. Ahora miraré hacia atrás. Buenas noches, querido Lago de las Aguas Refulgentes. Siempre le digo buenas noches a las cosas que quiero, igual que lo haría con la gente. Creo que les gusta. Parece que el agua me estuviera sonriendo.

Cuando hubieron llegado a la siguiente colina y dado vuelta a un recodo, Matthew dijo:

—Estamos bastante cerca de casa. Tejados Verdes está…

—Oh, no me lo diga —lo interrumpió, tomando su brazo parcialmente alzado y cerrando los ojos para no ver el gesto—. Déjeme adivinarlo. Estoy segura de acertar.

Abrió los ojos y miró en torno. Estaban en la cresta de una colina. El sol se había puesto hacía rato, pero el paisaje seguía iluminado por el suave resplandor. Al oeste, la aguja de una iglesia se elevaba contra un cielo color caléndula. Abajo estaba el vallecito y, más allá, una larga y suave cuesta ascendente, con granjas bien dispuestas a su largo. Los ojos de la niña saltaban de una a otra, ansiosos y pensativos. Por último se posaron en una a lo lejos, a la izquierda, apenas visible entre el blanco de los capullos de los bosques de los alrededores. Sobre ella, en el inmaculado cielo del sudoeste, una gran estrella cristalina brillaba como una lámpara de guía y promesa.

—Ésa es, ¿no es cierto? —dijo, señalando.

Matthew dio alegremente con las riendas en la grupa de la yegua.

—¡Bueno, lo ha adivinado! Pero sospecho que la señora Spencer se la describió.

—No, le aseguro que no. Todo lo que dijo podía adaptarse a cualquiera de las demás. Yo no tenía una idea real de su apariencia. Pero tan pronto como la vi, sentí que era mi hogar. Oh, me parece como si estuviera soñando. ¿Sabe usted?, debo de tener el brazo amoratado desde el codo hasta el hombro, pues tenía una horrible sensación y temía estar soñando. Entonces me pellizcaba para ver si era verdad, hasta que de pronto recordaba que, aun suponiendo que fuera un sueño, sería mejor seguir soñando cuanto fuera posible; de manera que no me pellizcaba más. Pero esto es verdad, y estamos por llegar a casa.

Con un suspiro de embeleso, se quedó en silencio. Matthew se revolvió incómodo. Estaba contento de que fuera Marilla y no él quien debiera decir a esta huérfana que el hogar que ansiaba no sería suyo. Cruzaron Lynde’s Hollow, donde estaba ya bastante oscuro, pero no lo suficiente como para que la señora Rachel no la viera desde su ventana, y subieron la colina hasta el largo sendero que iba a Tejados Verdes. Al llegar a la casa, Matthew temblaba ante la cercana revelación, con una energía que no comprendía. No pensaba en Marilla ni en sí mismo, ni en las molestias que derivarían de este error, sino en la desilusión de la niña. Cuando pensó que se borraría de sus ojos esa extasiada luz, tuvo la incómoda sensación de tener que asistir a un asesinato; un sentimiento parecido al que le sobrevenía cuando debía matar un carnero, un ternero o cualquier otra criatura inocente.

El patio estaba bastante oscuro cuando entraron, y las hojas de los árboles rumoreaban en derredor.

—Escuche a los árboles hablar en sueños —murmuró la niña mientras él la bajaba—. ¡Qué sueños más hermosos deben de tener!

Entonces, sujetando fuertemente la valija que contenía «todos sus bienes terrenales», lo siguió dentro de la casa.

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