CAPÍTULO VEINTIDÓS

Anne es invitada a tomar el té

—¿Por qué vienes con los ojos fuera de las órbitas? —preguntó Marilla, cuando Anne entró corriendo desde la oficina de correos—. ¿Has descubierto otra alma gemela?

La excitación envolvía a Anne como una vestidura, brillando en sus ojos, resaltando en cada rasgo. Había llegado bailando por el sendero, como un duende llevado por los vientos, a través de la suave luz y las perezosas sombras de la tarde de agosto.

—No, Marilla, ¿no se imagina qué es? ¡Estoy invitada a tomar el té mañana en la rectoría! La señora Allan me dejó la carta en la oficina de correos. Mírela, Marilla, «Señorita Anne Shirley», Tejados Verdes. Es la primera vez que me llaman «señorita». ¡Me ha dado un estremecimiento! La guardaré entre mis tesoros más preciados.

—La señora Allan me dijo que tenía intención de invitar por turno a todos los miembros de su clase de la escuela dominical —dijo Marilla, considerando muy fríamente el maravilloso acontecimiento—. No necesitas excitarte tanto por ello. Debes aprender a tomar las cosas con calma, muchacha.

Pretender que Anne tomara las cosas con calma hubiera sido querer cambiar su naturaleza. Era «toda fuego y espíritu y rocío», y los placeres y dolores de la vida le llegaban con triple intensidad. Marilla tenía conciencia de ello y se sentía vagamente molesta al comprender que los altibajos de la vida serían mal resistidos por esa alma impulsiva, sin comprender que una capacidad igualmente grande para el deleite podría compensarlo todo. Por lo tanto, Marilla concibió como su deber enseñar a la niña una tranquila uniformidad de espíritu, tan imposible y extraña para ella como para un danzarín rayo del sol en uno de los remansos del arroyo. Pero no hacía muchos progresos, como admitía con tristeza. La destrucción de alguna esperanza o plan hundía a Anne en «abismos de desesperación». Su cumplimiento la exaltaba a los reinos del deleite. Marilla casi empezaba a desesperar de llegar alguna vez a acomodar este duende a su propio modelo de niñita de recatadas maneras y arreglado aspecto. Ni tampoco hubiera creído que en realidad le gustaba Anne mucho más tal como era.

La niña se acostó esa noche muda de dolor porque Matthew había dicho que el viento rotaba al Nordeste y temía que lloviera al día siguiente. El susurro de las hojas de los álamos alrededor de la casa la preocupaba, pues sonaba como las gotas de lluvia, y el bajo y lejano ruido del golfo, que escuchara deleitada otras veces, gozando de un ritmo extraño, sonoro, cautivador, parecía ahora una profecía de tormenta y desastre para una doncellita que deseaba particularmente un buen día. Anne pensó que nunca llegaría la mañana.

Pero todo pasa, hasta las noches anteriores al día en que uno está invitado a tomar el té en la rectoría. Y la mañana fue hermosa, a pesar de las predicciones de Matthew, y el ánimo de Anne llegó a las alturas.

—Oh, Marilla, hay algo hoy en mí que me hace querer a todos cuantos veo —exclamó mientras lavaba la vajilla del desayuno—. ¡No sabe usted cuán buena me siento! ¿No sería hermoso que esto durara siempre? Creo que sería una niña modelo si me invitaran a tomar el té todos los días. Pero, oh Marilla, también es una ocasión solemne. ¡Estoy tan ansiosa! ¿Qué ocurrirá si no me porto como debo? Usted sabe que nunca tomé el té en una rectoría y no estoy segura de saber todas las reglas de urbanidad, aunque he estado estudiando las que ha publicado la sección de urbanidad del Heraldo de las familias desde que llegué aquí. Tengo tanto miedo de cometer una tontería, o de olvidar algo que deba hacer… ¿Será correcto volver a servirse algo que se desea mucho?

—Lo difícil contigo, Anne, es que piensas demasiado en ti. Debes pensar en la señora Allan y en qué será lo más agradable para ella —dijo Marilla, acertando por una vez en su vida con un consejo sensato y meduloso. Anne lo comprendió al instante.

—Tiene razón, Marilla. Trataré de no pensar en mí.

Anne realizó evidentemente su visita sin ninguna infracción a las reglas de urbanidad, pues volvió a casa al crepúsculo, bajo un hermoso cielo salpicado por nubes de color rosa y azafrán, en un bea­­tífico estado de ánimo. Le contó todo, feliz, a Marilla, sentada en el gran descanso rojo de la escalera de la cocina, mientras apoyaba su cansada cabecita en la falda de su protectora.

Un viento fresco llegaba por los campos cosechados desde las faldas de las colinas de los pinares y silbaba por entre los álamos. Sobre el manzanar brillaba una estrella y las luciérnagas danzaban sobre el Sendero de los Amantes, volando entre las ramas inquietas. Anne las observaba mientras hablaba y tenía la sensación de que viento, luciérnagas y estrellas formaban un todo hermoso y dulce.

—Oh, Marilla, he pasado unos momentos fascinantes. Siento que no he vivido en vano, y lo seguiré sintiendo aunque jamás me vuelvan a invitar a tomar el té en una rectoría. Cuando llegué allí, la señora Allan me recibió en la puerta. Llevaba un hermosísimo vestido de organdí rosa pálido, con muchos volados y mangas al codo, con el que parecía un ángel. Estoy pensando que me gustaría ser la esposa de un pastor cuando crezca, Marilla. Un pastor no hará hincapié en mis cabellos rojos porque no pensará mucho en cosas terrenales. Pero entonces una debe ser naturalmente bueno y yo nunca podré serlo, de manera que de nada vale pensar en ello. Algunas gentes son naturalmente buenas y otras no, sabe usted. Yo soy una de las otras. La señora Lynde dice que estoy plena del pecado original. No importa cuánto trate de ser buena, nunca podré tener éxito en ello como aquellos que son naturalmente buenos. Eso se parece mucho a la geometría. Pero ¿no le parece que el poseer tanta intención debería tener algún valor? La señora Allan es una de esas personas naturalmente buenas. La quiero con pasión. Usted sabe que hay ciertas personas, como Matthew y la señora Allan, a las que se quiere de inmediato. Y también hay otras, como la señora Lynde, con las que hay que realizar un esfuerzo muy grande para quererlas. Uno sabe que debe quererlas porque son muy sabias y trabajan tan activamente en la iglesia, pero es necesario estar recordándoselo uno mismo constantemente, pues de lo contrario se olvida. Había otra niñita en la rectoría tomando el té, del colegio dominical de White Sands. Se llama Lauretta Bra­dley y es una niña muy linda. No era exactamente un alma gemela, sabe usted, pero a pesar de eso, es muy linda. Tuvimos un té elegante y creo que guardé bastante bien las reglas de urbanidad. Después del té, la señora Allan tocó el piano y cantó y nos hizo cantar también a Lauretta y a mí. La señora Allan dice que tengo buena voz y que debo cantar en el coro de la escuela dominical. No puede usted imaginarse cómo me estremezco con sólo pensarlo. He deseado mucho cantar en ese coro, como Diana, pero temía que fuera un honor al cual no podía nunca aspirar. Lauretta tuvo que retirarse temprano porque hoy hay un gran concierto en el hotel de White Sands y su hermana recita allí. Lauretta dice que los estadounidenses del hotel dan un concierto cada quince días a beneficio del hospital de Charlottetown y piden a mucha gente de White Sands que recite. Yo la contemplaba con reverencia. Después que se fue, la señora Allan y yo tuvimos una conversación de corazón a corazón. Le conté to­do sobre la señora Thomas y los mellizos, Katie Maurice y Violeta, mi venida a Tejados Verdes y mis preocupaciones por la geo­metría. ¿Quiere creerlo, Marilla? La señora Allan me dijo que ella también era terrible en geometría. No se imagina usted cuánto valor me ha dado saberlo. La señora Lynde llegó a la rectoría poco antes de que me fuera ¿y sabe qué dijo? Que los síndicos han tomado una nueva maestra. Su nombre es Muriel Stacy. La señora Lynde dice que nunca hubo una maestra en Avonlea. Pero a mí me parece espléndido que así sea y no sé cómo voy a poder vivir estas semanas que faltan para comenzar las clases, tan impaciente estoy por verla.

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