CAPÍTULO VEINTITRÉS

Anne sufre por una cuestión

de honor

Habiendo pasado casi un mes desde el episodio de la torta con linimento, ya era tiempo de que Anne cometiera pequeños errores, nuevas equivocaciones tales como poner distraídamente una cacerola de leche desnatada dentro de una cesta de ovillos de hilo en la despensa en vez de en el balde de los cerdos; y caminar inocentemente sobre el borde del largo puente abstraída en sus sueños.

Diana dio una fiesta una semana después del té en la rectoría.

—Un grupo pequeño y selecto —le aseguró Anne a Marilla—. Sólo las niñas de nuestra clase.

Lo pasaron muy bien, y no ocurrió nada desagradable hasta después del té, cuando se encontraron en el jardín de los Barry, un poco cansadas de todos sus juegos y prontas a cualquier travesura tentadora que se presentara. Repentinamente ésta tomó forma en el «desafío».

El «desafío» era un juego muy de moda para los pequeñuelos de Avonlea. Había comenzado entre los muchachos, y pronto se extendió hasta las niñas, y todas las cosas tontas que sucedieron ese verano en Avonlea porque los actores se «desafiaron» a hacerlas, podrían llenar un libro.

Para comenzar, Carrie Sloane retó a Ruby Gillis a que subiera a una cierta altura en el inmenso sauce que se encontraba ante la puerta del frente, lo que Ruby Gillis, aunque con un miedo horrible por los gordos y verdes gusanos que se decía infestaban el árbol y teniendo presente lo que diría su madre si rompía su vestido nuevo de muselina, cumplió ágilmente para derrota de Carrie. Luego Josie Pye de­sa­fió a Jane Andrews a que sosteniéndose solamente sobre la pierna izquierda recorriera saltando el jardín sin detenerse ni apoyar el pie derecho en el suelo. Jane trató alegremente de ha­cerlo, pero se paró en la tercera esquina y tuvo que declararse vencida.

El triunfo de Josie Pye fue algo más pronunciado de lo que permitía el buen gusto. Anne Shirley la desafió a que caminara a lo largo de la parte superior de la valla que limitaba el jardín por el Este. Ahora bien, «caminar» por el borde de un cerco re­quiere más destreza y estabilidad de las que le parecían necesarias a quien nunca lo ha intentado. Pero Josie Pye, si bien le faltaban otras cualidades que hubieran contribuido a hacerla popular, tenía, por lo menos, una facilidad natural e innata, debidamente cultivada, para caminar sobre vallas. Josie caminó sobre la valla de los Barry con un aire de indiferencia que parecía significar que una cosita así no merecía ser un «desafío». Su hazaña fue recibida con renuente admiración, ya que la mayoría de las otras niñas podían apreciarla dado todos los inconvenientes que habrían sufrido al intentar la hazaña. Josie descendió sonrojada por la satisfacción, y le dirigió a Anne una desafiante mirada.

Anne sacudió sus trenzas rojas.

—No creo que sea una cosa tan maravillosa caminar por una pequeña valla baja —dijo—. Yo conocía una niña en Marysville que podía caminar por la punta de un tejado.

—No lo creo —dijo Josie llanamente—. No creo que nadie pueda caminar por allí. De cualquier modo, no puedes.

—¿Que no puedo? —gritó Anne temerariamente.

—Entonces te reto a que lo hagas —dijo Josie desafiante—. Te desafío a que subas al techo de la cocina del señor Barry y a que camines por el borde.

Anne empalideció, pero había un solo camino que tomar. Se dirigió hacia la casa, hallando una escalera apoyada contra el techo de la cocina. Todas sus compañeras de clase gritaron: «¡Oh!», en parte excitadas, en parte asustadas.

—No lo hagas, Anne —imploró Diana—. Puedes caer y morirte. Qué importa Josie Pye. No es justo desafiar a alguien a hacer algo tan peligroso.

—Debo hacerlo. Está en juego mi honor —dijo Anne solemnemente—. Caminaré por el borde, Diana, o pereceré en mi intento. Si muero, quédate con mi anillo de perla.

Anne subió por la escalera en medio de un profundo silencio, alcanzó el borde, se balanceó sobre ella, comenzó a caminar con la plena conciencia de que se hallaba muy alta sobre el mundo y de que la imaginación no puede ayudarle a uno mucho al caminar por un tejado. No obstante, se las arregló para dar unos cuantos pasos antes de que aconteciera la catástrofe. Se tambaleó, perdió el equilibrio, tropezó, vaciló y cayó, deslizándose sobre el techo saliente y cayendo a través de las enredaderas, todo antes de que el espantado círculo que se hallaba debajo dejara escapar un simultáneo y aterrorizado chillido. Si Anne se hubiera caído del techo por el mismo lado donde ascendiera, probablemente Diana hubiera heredado el anillo de perla en ese mismo instante. Afortunadamente cayó por el otro lado, donde el tejado se extendía bajando sobre el porche hasta tan cerca del suelo que una caída allí resultaba mucho menos peligrosa. Sin embargo, cuando Diana y las demás niñas hubieron corrido frenéticamente del otro lado de la casa (con excepción de Ruby Gillis, que se quedó como pegada al suelo gritando histéricamente), hallaron a Anne yaciendo muy pálida y floja entre los destrozos y ruinas de la enredadera.

—Anne, ¿te has matado? —gritó Diana cayendo de rodillas junto a su amiga—. Oh, Anne, querida Anne, dime sólo una palabra, dime que no estás muerta.

Para inmenso alivio de todas y especialmente de Josie Pye, quien, a pesar de carecer de imaginación, se había visto asaltada por horribles visiones de un futuro donde se la señalaba como la niña culpable de la trágica y temprana muerte de Anne Shirley, Anne se incorporó y contestó insegura:

—No, Diana, no estoy muerta, pero creo que estoy inconsciente.

—¿Dónde te duele? —sollozó Carrie Sloane—. Oh, ¿dónde, Anne?

Antes de que Anne pudiera responder, apareció en escena la señora Barry. Al verla, Anne trató de ponerse de pie, pero volvió a caer con un pequeño grito de dolor.

—¿Qué sucede? ¿Dónde te has lastimado? —inquirió la señora Barry.

—Mi tobillo —murmuró Anne—. Oh, Diana, por favor busca a tu padre y pídele que me lleve a casa. Sé que no puedo caminar y estoy segura de que no podría llegar tan lejos saltando en una pierna, cuando Jane no pudo dar la vuelta al jardín.

Marilla se encontraba en la huerta recogiendo manzanas de verano en una cacerola, cuando vio al señor Barry que venía cruzando el puente y subiendo la colina junto con la señora Barry y toda una procesión de niñas arrastrándose detrás de él. En su brazos traía a Anne, que llevaba la cabeza recostada sobre su hombro.

En ese momento Marilla tuvo una revelación. El repentino pánico que se apoderó de ella le reveló cuánto Anne había llegado a significar para ella. Hubiera admitido que Anne le gustaba, más aún, que le tenía mucho afecto. Pero mientras corría supo que esa niña era lo que más quería en el mundo.

—Señor Barry, ¿qué le ha sucedido? —murmuró más pálida y temblorosa de lo que lo había estado nunca la reservada y sensata Marilla.

La misma Anne contestó alzando la cabeza.

—No se asuste mucho, Marilla. Estaba caminando por el tejado y me caí. Me parece que me he torcido el tobillo. Pero me podría haber roto el cuello, Marilla. Miremos las cosas por el lado bueno.

—Tendría que haber sabido que harías algo por el estilo cuando te dejé ir a esa fiesta —dijo Marilla, brusca y cortante en medio de su alivio—. Tráigala aquí, señor Barry, y acuéstela en el sillón. ¡Dios mío, la niña se ha desmayado!

Era verdad. Vencida por el dolor, Anne vio cumplido otro de sus deseos: se desmayó.

Matthew, a quien habían mandado buscar rápidamente al campo cosechado, fue directamente a buscar al médico, quien llegó a su debido tiempo para descubrir que el mal de Anne era más serio de lo que ellos suponían. El tobillo estaba roto.

Esa noche, cuando Marilla subió al cuarto del este, donde yacía una niña de rostro muy blanco, una quejumbrosa voz le llegó desde el lecho.

—¿Está usted muy apenada por mí, Marilla?

—Fue culpa tuya —dijo Marilla bajando la persiana nerviosamente y encendiendo una lámpara.

—Precisamente por eso debería tenerme lástima —dijo Anne—, porque el pensamiento de que todo fue culpa mía, es el que torna el asunto tan duro. Si pudiera echarle la culpa a alguien me sentiría muchísimo mejor. Pero ¿qué habría hecho usted, Marilla, si la hubieran desafiado a caminar por el borde del tejado?

—Quedarme en tierra firme y dejar pasar el reto. ¡Tal disparate!

Anne suspiró.

—Pero usted tiene fuerza de voluntad, Marilla. Yo no. Sólo sentí que no podía soportar el desprecio de Josie Pye. Hubiera alardeado ante mí toda la vida. Y pienso que ya tengo tanto castigo, que usted no necesita estar muy enojada conmigo, Marilla. Después de todo, desmayarse no tiene nada de lindo. Y el doctor me lastimaba terriblemente cuando me arreglaba el tobillo. No podré salir por seis o siete semanas y me perderé a la nueva maestra. Ya no será más nueva cuando yo pueda ir a la escuela. Y Gil… cualquiera me aventajará en clase. Oh, estoy mortalmente afligida. Pero trataré de soportarlo todo valerosamente sólo con que usted no esté enojada conmigo, Marilla.

—Bueno, bueno, no estoy enojada —dijo Marilla—. Eres una niña de mala suerte, de eso no hay duda; pero como tú dices, tendrás que sufrir por ello. Y ahora, trata de tomar un poco de sopa.

—¿No es una suerte que yo tenga una imaginación así? —di­jo Anne—. Me ayuda muchísimo. ¿Se imagina usted, Marilla, lo que haría la gente que no tiene imaginación cuando se rompe un hueso?

Anne tuvo buenas razones para bendecir su imaginación durante las siete tediosas semanas que siguieron. Pero no dependió solamente de ella. Recibió muchas visitas, y no pasaba un día sin que una o más de sus compañeras fueran a llevarle flores, libros, y a contarle todas las noticias relacionadas con la gente joven de Avonlea.

—Todos han sido tan buenos y amables, Marilla —suspiró Anne el día en que por primera vez pudo caminar cojeando—. No es muy agradable guardar cama; pero esto también tiene un lado bueno, Marilla. Uno ve cuántos amigos tiene. Porque hasta el superintendente Bell vino a verme, y es realmente un caballero muy distinguido. No es un alma gemela, por supuesto, pero con todo lo aprecio y estoy terriblemente arrepentida de haber criticado sus oraciones. Ahora creo verdaderamente que las siente, sólo que ha adquirido la costumbre de decirlas como si no lo hiciera. Podría vencer esta dificultad si se preocupara un poquito. Le dije una indirecta. Le dije cuánto me empeñaba en que mis oraciones privadas fueran interesantes. Me contó de la vez que se rompió el tobillo siendo niño. Parece tan extraño pensar que el superintendente Bell haya sido niño alguna vez. Hasta mi imaginación tiene límites, porque no puedo imaginarme eso. Cuando trato de hacerlo, lo veo con patillas grises y anteojos, tal como en la escuela dominical, sólo que pequeño. En cambio es tan fácil imaginar a la señora Allan como una niñita. Ha venido a verme catorce veces. ¿No es como para estar orgullosa, Marilla? ¡La esposa de un ministro tiene tanto que hacer! Y también es una persona muy alegre para hacer una visita. Nunca dice que la culpa es de uno mismo y que espera que sea una niña más buena después de lo ocurrido. La señora Lynde me lo dijo cada vez que vino a verme; y de una manera que me hizo sentir que esperaba que yo fuera una niña buena, pero que no creía realmente que podría serlo. Hasta Josie Pye vino a verme. La recibí tan gentilmente como pude, porque pienso que siente mucho haberme desafiado a caminar por el tejado. Si me hubiera muerto, el remordimiento la habría perseguido toda la vida. Diana ha sido una amiga fiel. Ha venido todos los días a alegrar mi soledad. ¡Pero, oh, estaré muy contenta cuando pueda ir a la escuela, porque he oído cosas tan excitantes sobre la nueva maestra! Todas las chicas piensan que es perfectamente dulce. Diana dice que tiene el cabello rubio y rizado y unos ojos fascinantes. Viste maravillosamente y sus mangas abullonadas son más grandes que las de cualquiera en Avonlea. Todos los viernes por la tarde da declamación, y todos tienen que decir una poesía o intervenir en el diálogo. ¡Oh, es simplemente glorioso pensar en ello! Josie Pye dice que odia la poesía pero es sólo porque Josie tiene muy poca imaginación. Diana y Ruby Gillis y Jane Andrews están preparando un diálogo para el próximo viernes, llamado «Una visita por la mañana». Y los viernes que no tienen declamación la señorita Stacy las lleva al bosque, a pasar un día de campo, y estudian los helechos, las flores y los pájaros. Y todas las mañanas y las tardes hacen ejercicios físicos. La señora Lynde dice que nunca ha visto cosas semejantes y que esto pasa por tener una maestra. Pero yo creo que debe ser espléndido y que hallaré un alma gemela en la señorita Stacy.

—Si hay algo bien claro, Anne —dijo Marilla—, es que la caída del techo de los Barry no ha afectado a tu lengua en absoluto.

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