CAPÍTULO VEINTISÉIS

Se crea el club

de cuentos

La juventud de Avonlea halló difícil retornar a la monótona existencia cotidiana. Para Anne en particular, las cosas parecían terriblemente chatas, anticuadas y sin valor, luego de la excitación de que gozara durante tantas semanas. ¿Podría regresar a los tranquilos placeres de los lejanos días anteriores al concierto? Al principio, tal como le dijera a Diana, le pareció que no.

—Estoy completamente segura, Diana, de que la vida no puede ser otra vez exactamente igual a la de aquellos viejos tiempos —dijo tristemente, como refiriéndose a un período de por lo menos cincuenta años atrás—. Quizá después de un tiempo me acostumbre a ello, pero temo que los conciertos inhiben a la gente para la vida diaria. Supongo que es por eso que Marilla no los aprueba. Es una mujer sensata. Debe de ser mucho mejor serlo, pero todavía no creo que me gustaría ser sensata, porque es cosa muy poco romántica. La señora Lynde dice que no hay peligro de que llegue a serlo, pero que uno nunca puede afirmarlo. Siento que quizá crezca y lo sea. Pero se debe a que estoy cansada. Anoche no pude dormir. Imaginaba el concierto una y otra vez. Eso es lo espléndido de cosas así. ¡Es tan bueno recordarlas!

Eventualmente, sin embargo, la escuela de Avonlea volvió a su viejo curso. No obstante, el concierto dejó trazas. Ruby Gillis y Emma White, que habían reñido por los lugares en los asientos de la plataforma, ya no se sentaron en el mismo pupitre y la promisoria amistad de tres años se quebró. Josie Pye y Julia Bell no se hablaron por tres meses, porque Josie le había dicho a Bessie Wright que la reverencia de Julia Bell, antes de recitar, le hizo pensar en un pollo sacudiendo la cabeza, y Bessie se lo contó a Julia. Ninguno de los Sloane tenía trato con los Bell, porque éstos habían declarado que aquéllos tenían demasiada participación en el programa y los Sloane respondieron que los Bell ni siquiera eran capaces de hacer bien lo poco que les tocó. Finalmente, Charlie Sloane se peleó con Moody Spurgeon MacPherson, porque éste dijo que Anne Shirley recitaba mal, y Moo­dy recibió unos buenos golpes. Consecuentemente, la hermana de Moody, Elba May, no le habló a Anne por el resto del invierno. Con excepción de estas pequeñas fricciones, el trabajo continuó con regularidad y suavidad en el pequeño reino de la señorita Stacy.

Pasaron las semanas invernales. Era un invierno tan benigno, con tan poca nieve, que Anne y Diana pudieron ir al colegio casi todos los días por el Camino de los Arces. El día del cumpleaños de Anne venían saltando alegremente por él, con los ojos y oídos alertas en medio de su charla, pues la señorita Stacy les había dicho que pronto debían escribir una composición sobre «El lenguaje invernal de los bosques», y ello las impulsaba a ser observadoras.

—Imagínate, Diana, hoy tengo trece años —comentó Anne con voz aterrada—. Me cuesta comprender que estoy en la adolescencia. Cuando desperté esta mañana, me pareció que todo debía ser distinto. Tú ya hace un mes que los tienes, de manera que no es tanta novedad para ti como para mí. Hace que la vida parezca más interesante. Dentro de dos años seré una verdadera señorita. Es un gran consuelo pensar que entonces podré emplear palabras difíciles sin que se rían de mí.

—Ruby Gillis dice que piensa tener un amorío en cuanto llegue a los quince.

—Ruby Gillis no piensa más que en amoríos —respondió Anne, desdeñosa—. En el fondo, se pone muy contenta cuando alguien escribe su nombre en un llamado de atención, aunque finja enojarse mucho. Pero temo que éste sea un comentario muy poco caritativo. La señora Allan dice que nunca debemos hacer comentarios poco caritativos, pero muy a menudo se escapan sin que uno se dé cuenta. Yo simplemente no puedo hablar sobre Josie Pye sin tener un pensamiento poco caritativo, de manera que nunca la menciono. Debes de haberlo notado. Estoy tratando de parecerme cuanto pueda a la señora Allan, pues pienso que es perfecta. El señor Allan lo piensa también. La señora Lynde dice que él adora el suelo que ella pisa y agrega que le parece que no está bien que un ministro deposite tanto afecto en un ser mortal. Pero es que, Diana, los ministros son también seres humanos y tienen sus pecados que les persiguen como a cualquier otro. El domingo pasado por la tarde mantuve una conversación muy interesante con la señora Allan sobre los pecados acuciantes. Hay sólo unas pocas cosas de las que se puede hablar los domingos por la tarde, y ésa es una de ellas. Mi pecado acuciante es imaginar demasiado y olvidar mis deberes. Estoy tratando de vencerlo con toda mi voluntad y ahora que tengo trece años quizá me vaya mejor.

—Dentro de cuatro años podremos hacernos peinados altos —dijo Diana—. Alice Bell no tiene más que dieciséis y ya se peina así, pero creo que es ridículo. Yo esperaré hasta los diecisiete.

—Si yo tuviera la nariz ganchuda de Alice Bell —dijo Anne, decidida—, no me atrevería… ¡Otra vez! No podré decirlo porque no es muy caritativo. Además, la comparaba con mi propia nariz y eso es vanidad. Me parece que pienso demasiado en mi nariz desde que escuché hace ya mucho tiempo un piropo sobre ella. En realidad, es gran consuelo para mí. Diana, allí hay un conejo. Es algo que debemos recordar para la composición. Creo que los bosques son tan hermosos en invierno como en verano. Están tan blancos y quedos como si estuvieran durmiendo, soñando hermosos sueños.

—No le temo a la composición cuando llegue el momento —suspiró Diana—; me las puedo arreglar para escribir sobre los bosques, pero la que tenemos que hacer para el lunes es terrible. ¡Qué idea la de la señorita Stacy de hacernos escribir una historia de nuestra propia imaginación!

—¡Pero si es lo más fácil! —dijo Anne.

—Lo es para ti, porque tienes imaginación —respondió Diana—, pero ¿qué harías si hubieras nacido sin ella? Supongo que ya tendrás lista la composición.

Anne asintió, tratando de no parecer virtuosamente complaciente, pero fracasando en su intento.

—La escribí el lunes pasado por la noche. Se llama «La rival celosa, o juntos en la muerte». Se la leía a Marilla y dijo que era pura tontería. Entonces se la leí a Matthew y dijo que era linda. Ésa es la clase de crítica que me agrada. Es una historia triste y dulce. Lloraba como una criatura mientras la escribía. Cuenta sobre dos hermosas doncellas, llamadas Cordelia Montmorency y Geraldine Seymour, que vivían en el mismo pueblo y se profesaban devota amistad. Cordelia era una hermosa trigueña con una guirnalda de cabellos negros y oscuros ojos relampagueantes, Geraldine, una magnífica rubia con el cabello como oro batido y ojos púrpura aterciopelados.

—Nunca vi a nadie con ojos púrpura —dijo Diana, dubitativa.

—Yo tampoco, pero los imagino. Quería algo fuera de lo común. Geraldine también poseía una frente de alabastro. He descubierto qué es una frente de alabastro. Es una de las ventajas de tener trece años. Se sabe mucho más que a los doce.

—Bueno, ¿qué fue de Cordelia y Geraldine? —preguntó Diana, que empezaba a interesarse en su suerte.

—Crecieron juntas y bellas hasta llegar a los dieciséis años. Entonces Bertram de Vere llegó al pueblo y se enamoró de la blonda Geraldine. Salvó su vida cuando se desbocó el caballo del carruaje que la llevaba y ella se desmayó en sus brazos mientras la conducía a casa, porque, sabrás, el carruaje se hizo pedazos. Me costó trabajo encontrar cómo se había declarado él, pues no tengo experiencia al respecto. Le pregunté a Ruby Gillis si sabía algo sobre cómo se declaraban los hombres porque pensé que probablemente fuera una autoridad al respecto teniendo tantas hermanas casadas. Ruby me dijo que estaba escondida en el vestíbulo cuando Malcolm Andrews se le declaró a su hermana Susan. Contó que Malcolm le dijo a Susan que su padre había puesto una granja a su nombre y entonces dijo: «Qué te parece, bomboncito, si nos encadenamos este otoño?» y Susan contestó: «Sí… no… no sé… déjame pensar…», y así están ahora, comprometidos. Pero no me pareció que esa clase de declaraciones fueran muy románticas, de manera que hube de imaginarla lo mejor que pude. La hice muy florida y poética, y Bertram cayó de rodillas, aunque Ruby Gillis dice que eso no se hace en esta época. Geraldine lo acepta con un párrafo de una página. Te aseguro que me costó muchísimo ese párrafo. Lo volví a escribir cinco veces y lo considero como mi obra maestra. Bertram le dio una sortija de diamantes y un collar de rubíes y le dijo que irían a Europa en viaje de bodas, pues era inmensamente rico. Pero, ¡ay!, las sombras empezaron a caer en su camino. Cordelia amaba secretamente a Bertram, y cuando Geraldine le contó lo del compromiso se puso furiosa, especialmente al ver la gargantilla y la sortija. Todo su afecto por Geraldine se trocó en amargo odio y juró que nunca la dejaría casarse con Bertram. Pero fingió ser tan amiga de Geraldine como siempre. Una tarde estaban sobre un puente que cruzaba una corriente turbulenta, y Cordelia, pensando que se hallaban solas, empujó a Geraldine por encima de la barandilla con una carcajada burlona. Pero Bertram lo vio todo y se lanzó de inmediato a la corriente, exclamando: «¡Te salvaré, mi sin par Geraldine!» Pero, ¡ay!, había olvidado que no sabía nadar, y ambos se ahogaron abrazados. Sus cuerpos fueron arrojados a la costa al poco tiempo. Los enterraron en la misma tumba, y el funeral fue muy imponente, Diana. Es mucho más romántico terminar un cuento con un funeral que con una boda. En lo que se refiere a Cordelia, se volvió loca del remordimiento y la encerraron en un loquero. Me pareció que era una retribución poética por su crimen.

—¡Cuán perfectamente hermoso! —suspiró Diana, que pertenecía a la misma escuela de críticos que Matthew—. No veo cómo puedes sacar cosas tan estremecedoras de tu cabeza. Quisiera tener una imaginación tan buena como la tuya.

—La tendrías si la cultivaras —dijo Anne—. He pensado un plan, Diana. Fundemos tú y yo un club de cuentos y escribamos para practicar. Te ayudaré hasta que puedas hacerlos sola. Debes cultivar la imaginación. La señorita Stacy lo dice. Lo único que debe hacerse es tomar por el buen camino. Le conté lo del Bosque Embrujado, pero me dijo que nos equivocamos con eso.

Así fue como el club de cuentos empezó a existir. Al principio estuvo limitado a Anne y Diana, pero luego se extendió para incluir a Jane Andrews y Ruby Gillis y a uno o dos más que sentían que sus imaginaciones debían cultivarse. No se permitieron varones, aunque Ruby opinaba que su admisión haría más excitantes las cosas, y cada miembro debía presentar un cuento semanal.

—Es extremadamente interesante —dijo Anne a Matthew—. Cada una debe leer su cuento en alta voz y todas los comentamos. Los vamos a guardar como reliquias y los haremos leer a nuestros descendientes. Cada una escribe con seudónimo. El mío es Rosamund Montmorency. Las niñas se portan bastante bien. Ruby Gillis es algo sentimental. Pone demasiado amor en sus cuentos y usted sabe que eso es preferible que falte y no que sobre. Jane nunca lo pone, porque dice que la hace sentirse muy tonta cuando debe leerlo en alta voz. Los cuentos de Jane son extremadamente sensatos. Diana pone demasiados crímenes en los suyos. Dice que las más de las veces no sabe qué hacer con los personajes, de manera que los mata para librarse de ellos. La mayoría de las veces tengo que decirles sobre qué escribir, pero no me cuesta, pues tengo millones de ideas.

—Creo que ese asunto de los cuentos es la tontería más grande —gruñó Marilla—. Tienen un montón de simplezas en sus cabezas y gastan tiempo que podrían dedicar a las lecciones. Leer cuentos es malo, pero escribirlos es peor.

—Pero tenemos cuidado de que todos contengan una moraleja, Marilla —explicó Anne—. Siempre insisto sobre eso. Todos los buenos son recompensados y los malos adecuadamente castigados. Estoy segura de que debe tener un efecto total. La moral es cosa importante; así lo dice el señor Allan. Le leí uno de los cuentos a él y a su esposa y ambos estuvieron de acuerdo en que la moraleja era excelente. Sólo que rieron donde no debían. Me gusta más cuando la gente llora al llegar a las partes patéticas. Diana escribió a su tía Josephine sobre nuestro club y ésta contestó que debíamos enviarle algunos de nuestros cuentos. De manera que copiamos cuatro de los mejores y se los remitimos. La señorita Josephine Barry escribió que nunca leyó nada tan divertido en su vida. Eso nos sorprendió un poco porque los cuentos eran todos muy trágicos y casi todos morían. Pero estoy contenta de que le gustaran a la señorita Barry. Eso demuestra que nuestro club hace algún bien en el mundo. La señora Allan dice que ése debe ser el objeto de todos nuestros actos. Trato siempre de que así sea, pero muy a menudo lo olvido cuando me divierto. Espero que cuando crezca sea un poco como la señora Allan. ¿Le parece que hay perspectivas, Marilla?

—No diría que muchas —fue la alentadora respuesta—. Estoy segura de que la señora Allan nunca fue una criatura tonta y olvidadiza como tú.

—No, pero tampoco era tan buena como ahora —respondió Anne seriamente—. Me lo dijo; es decir, dijo que era terriblemente traviesa cuando niña y que siempre se metía en camisa de once varas. ¡Me sentí tan alentada cuando la escuché! ¿Es muy malo que me sienta alentada cuando escucho que otros han sido tan malos y traviesos? La señora Lynde dice que sí. Dice que siempre le produce mal efecto escuchar que alguien ha sido malo, no importa cuán pequeño fuera. Contó que una vez supo que un ministro cuando niño robó una torta de frutillas a su tía y desde entonces nunca pudo sentir respeto por él otra vez. Yo no me hubiera sentido así. He pensado que fue noble de su parte confesarlo y también pienso cuán alentador sería para los niños de hoy que hacen cosas malas y lo sienten, saber que cuando crezcan quizá lleguen a pastores a pesar de ello. Así lo siento, Marilla.

—Lo que yo siento en este instante, Anne, es que es hora de que los platos estén lavados. Has tomado media hora más de lo necesario con tu charla. Aprende a trabajar primero y a charlar después.

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