CAPÍTULO VEINTINUEVE

Una época en la vida

de Anne

Anne arreaba las vacas de vuelta al establo por el Sendero de los Amantes. Era un atardecer de septiembre y todos los claros del bosque estaban bordeados por la rojiza luz del atardecer. El sendero estaba salpicado de luces, aunque en su mayor parte ya estaba cubierto por las sombras de los abetos y entre los pinos se extendían las claras sombras violáceas. Los vientos hacían sonar las copas y es sabido que en el mundo no hay música más dulce que la de los vientos sonando en las copas de los pinos al atardecer.

Las vacas bajaban plácidamente por el sendero, y Anne tras ellas, soñando, repitiendo en alta voz el canto guerrero de Marmion, que la señorita Stacy les hiciera aprender de memoria como parte del precedente curso de inglés; transportada por los versos y lo plástico del relato. Cuando llegó a la estrofa: «Los lanceros inquebrantables / formaban cual un bosque impenetrable», se detuvo extasiada, cerrando los ojos para verse mejor formando parte del heroico círculo. Cuando los volvió a abrir, contempló a Diana cruzando el portón que daba al campo de los Barry, con un aspecto tan importante que comprendió inmediatamente que traía noticias trascendentales. Pero no quiso mostrar su curiosidad.

—¿No es esta tarde como un sueño, Diana? Estoy tan contenta de vivir. Por las mañanas, me parece que lo mejor son las mañanas; pero cuando llega el atardecer, me parece que éste es todavía más hermoso.

—Es un atardecer muy hermoso —dijo Diana—, pero tengo unas noticias muy grandes, Anne. Adivina. Te doy tres oportunidades.

—Charlotte Gillis se casará en la iglesia después de todo, y la señora Allan quiere que la decoremos.

—No. El novio de Charlotte no está conforme, porque nadie se ha casado nunca en la iglesia y cree que eso se parecerá mucho a un funeral. Es muy mezquino, porque sería algo muy lindo. Prueba otra vez.

—¿La madre de Jane la dejará hacer una fiesta de cumpleaños?

Diana negó con un movimiento de cabeza, mientras los ojos le brillaban de alegría.

—No puedo pensar qué puede ser —dijo Anne—, a menos que sea que Moody te acompañó a casa anoche después de las oraciones.

—Desde luego que no —exclamó Diana, indignada—. No alardearía de ello si así fuera. ¡Esa criatura horrible! Sabía que no serías capaz de adivinarlo. Mamá recibió carta de tía Josephine, y ésta quiere que tú y yo vayamos a la ciudad el martes próximo y nos quedemos para la exhibición. ¡Ahí tienes!

—Oh, Diana —murmuró Anne, mientras se apoyaba en un arce—, ¿es verdad lo que dices? Pero temo que Marilla no me deje ir. Dirá que no puede alentar el callejeo. Eso fue lo que dijo la semana pasada cuando Jane me invitó a acompañarlos en el coche al concierto del hotel de White Sands. Yo deseaba ir, pero Marilla dijo que mejor estaría en casa estudiando mis lecciones y que Jane también. Me sentí amargamente desilusionada, Diana, y con el corazón tan destrozado que esa noche no recé antes de acostarme. Pero me arrepentí y me levanté a hacerlo a medianoche.

—Conseguiremos que mamá se lo pida. Es probable que así te deje; y si lo hace, pasaremos unos momentos inolvidables, Anne. Nunca he estado en una exhibición y es muy doloroso escuchar a otras niñas contar sus viajes. Jane y Ruby han estado dos veces y vuelven este año.

—No voy a pensar en ello hasta saber si iré o no —dijo Anne, resuelta—. Si lo hiciera y luego me desilusionara, sería más de lo que pudiera resistir. Pero en caso de que vaya, me gustaría tener listo el nuevo saco para esa época. Marilla no creía que yo necesitara un nuevo saco. Decía que el viejo puede servir otro invierno y que me debo conformar con tener un vestido nuevo. El vestido es muy lindo, Diana, azul marino y muy a la moda. Marilla me hace ahora todos los vestidos a la moda, pues no quiere que Matthew vaya a la señora Lynde para que los cosa. Estoy muy contenta. Es muchísimo más fácil ser buena cuando las ropas están a la moda. Por lo menos, es más fácil para mí. Supongo que esa diferencia no existe para las personas naturalmente buenas. Pero Matthew dijo que yo debía tener un saco nuevo, de manera que Marilla compró un hermoso corte de paño fino azul y me lo está cosiendo una verdadera modista en Carmody. Estará listo para el sábado por la noche y trato de no imaginarme caminando por el atrio de la iglesia con mi nuevo vestido y mi gorro, porque temo que no esté bien imaginar esas cosas; pero se me deslizan en la mente a pesar mío. Mi gorro es muy lindo. Matthew me lo compró el día que fuimos a Carmody. Es uno de esos de terciopelo azul, que hacen furor, con cordones dorados y borlas. Tu nuevo sombrero es muy elegante, Diana, y te queda muy bien. Cuando te vi entrar en la iglesia el domingo pasado, me sentí muy orgullosa de que fueras mi amiga. ¿Crees que está mal esto de pensar tanto en nuestras ropas? Marilla dice que es pecaminoso. Pero es un tema tan interesante, ¿no es así?

Marilla consintió en que Anne fuera a la ciudad y se convino que el señor Barry las llevaría el martes siguiente. Como Charlottetown quedaba a treinta millas y el señor Barry deseaba ir y volver en el día, fue necesario salir muy temprano. Pero para Anne fue una diversión, y antes de amanecer estaba en pie. Una mirada por la ventana le aseguró que el día sería hermoso, pues el cielo oriental tras los pinos del Bosque Embrujado estaba plateado y sin nubes. Por entre los árboles, se veía brillar una luz en la habitación del este de la Cuesta del Huerto, señal de que Diana también se había levantado.

Anne ya estaba vestida cuando Matthew hubo encendido el fuego, y aunque tenía el desayuno servido cuando bajó, por su parte estaba demasiado excitada como para comer. Después del desayuno, con el elegante saco y el gorro nuevo puesto, Anne cruzó apresurada el arroyo hacia la Cuesta del Huerto. El señor Barry y Diana la esperaban y pronto estuvieron en camino.

Era un largo viaje, pero las dos niñas gozaron de cada minuto. Era delicioso marchar por los caminos húmedos a la luz solar temprana y rojiza que cruzaba los campos. El aire era fresco y cortante y ligeras nieblas azuladas se elevaban de los valles y flotaban sobre las colinas. Algunas veces el camino cruzaba bosques donde los arces comenzaban a lucir sus frutos purpúreos; otras, cruzaba ríos sobre puentes que hacían sentir a Anne el viejo y delicioso temor; o seguía la costa de un puerto, pasando junto a un grupo de grises casitas de pescadores, subiendo otra vez a las colinas, desde donde se veía una lejana visión de tierras ascendentes o de cielo azul; pero dondequiera que pasara, había muchas cosas interesantes que comentar. Era casi mediodía cuando llegaron al pueblo y se dirigieron a Beechwood. Era una vieja mansión bastante linda, oculta de la calle por un cerco de verdes olmos y coposas hayas. La señorita Barry las esperó en la puerta con los ojos centelleantes.

—De manera que por fin has venido a verme, Anne —di­jo—. ¡Por Dios, muchacha, como has crecido! Eres más alta que yo. Y tienes muchísimo mejor aspecto que antes, también. Pero me atrevo a decir que eso lo sabías sin que te lo dijeran.

—De verdad que no —dijo Anne, radiante—. Sé que no soy tan pecosa como antes, cosa que agradezco mucho, pero realmente no me había atrevido a tener esperanzas de otros cambios. De manera que me alegra que los haya, señorita Barry.

La casa de la señorita Barry estaba amueblada con «gran magnificencia», según dijo Anne a Marilla después. Las dos pequeñas campesinas quedaron bastante confusas por el esplendor de la sala, donde las dejó la señorita Barry cuando fue a vigilar la cena.

—¿No es un palacio? —susurró Diana—. Nunca había estado antes en casa de tía Josephine y no tenía idea de que fuese tan grande. Me gustaría que Julia Bell pudiera verla; se da tantos aires con la sala de su madre.

—¡Alfombra de terciopelo —suspiró Anne—, y cortinajes de seda! He soñado con cosas así, Diana. Pero sabrás que no me sentiría muy cómoda con ellas, después de todo. Hay tantas cosas en esta habitación y son tan espléndidas, que no queda campo para la imaginación. Ése es un consuelo cuando se es pobre; hay muchísimas cosas que se pueden imaginar.

Su estada en el pueblo fue algo que Anne y Diana recordaron durante años. Del principio al fin fue una serie de delicias.

El miércoles, la señorita Barry las llevó a la exhibición y allí pasaron todo el día.

—Era espléndido —contó más tarde Anne a Marilla—. Nunca imaginé nada tan interesante. En realidad, no se cuál departamento era el mejor. Creo que me quedaría con el de los caballos, el de las flores y el de trabajos varios. Josie Pye sacó el primer premio en encaje tejido. Me alegro de veras que así fuera. Y también me alegró haberme alegrado, pues ello muestra que estoy mejorando, ya que me regocijó el éxito de Josie. El señor Harmon se llevó el segundo premio por las manzanas Gravenstein, y el señor Bell, el primer premio con un cerdo. Diana dijo que le parecía ridículo que el superintendente de la escuela dominical sacara un premio por los cerdos, pero yo no veo el porqué. ¿A usted qué le parece? Dice que cada vez que lo viera rezar solemnemente, se acordaría de ello. Clara Louise Mc Pherson sacó un premio para queso y manteca caseros. De manera que Avonlea estuvo bastante bien representada. La señora Lynde estuvo aquel día y nunca supe cuánto la apreciaba hasta que vi su cara familiar entre tantos extraños. Había miles de personas allí, Marilla. Eso me hizo sentir horriblemente insignificante. Y la señorita Barry nos llevó al gran pabellón a ver las carreras de caballos. La señora Lynde no quiso ir; de­cía que las carreras de caballos eran abominables y que siendo religiosa, consideraba un deber sagrado mantenerse apartada. Pero había tanta gente que no creo que se notara la ausencia de la señora Lynde. Sin embargo, no creo que yo debiera ir muy a menudo a las carreras de caballos porque son terriblemente fascinantes. Diana se excitó tanto que ofreció apostar diez centavos a que ganaría el caballo rojo. Yo creía lo contrario, pero me negué a apostar, porque quería contarle todo a la señora Allan y me pareció que contarle eso no sería bueno. Está siempre mal hacer algo que no se le pueda contar a la esposa de un pastor. Es casi poseer una conciencia adicional tener por amiga a una persona así. Y me alegré de no haber apostado, pues el caballo rojo ganó, de manera que hubiera perdido mis diez centavos. Así es como se recompensa a la virtud. Vimos subir a un hombre en un globo. Me gustaría volar en globo, Marilla, sería simplemente estremecedor. Y vimos a un hombre que adivinaba el futuro; le pagaban diez centavos y un pajarito elegía la suerte. La señorita Barry nos dio a Diana y a mi diez centavos para que nos adivinaran el futuro. Me dijo que me casaría con un hombre moreno, muy rico, y que iría a vivir del otro lado del agua.

»Después de eso, miré cuidadosamente a cuanto hombre moreno vi, pero no me preocupé mucho por ellos, porque supongo que es demasiado pronto para buscarlo. Oh, Marilla, fue un día inolvidable. Estaba tan cansada que no pude dormir por la noche. La señorita Barry nos puso en el cuarto de huéspedes, según nos prometieron. Era una habitación elegante, Marilla, pero, sin embargo, dormir en una habitación así no fue como pensé. Ése es el inconveniente de crecer y empiezo a comprenderlo. Las cosas que se desean cuando se es niña no son ni la mitad de hermosas cuando se crece.

El jueves las niñas pasearon en coche por el parque, y por la noche, la señorita Barry las llevó a un concierto en la Academia de Música, donde cantaba una notable prima donna. Para Anne, esa noche fue una visión del paraíso.

—Oh, Marilla, fue algo indescriptible. Estaba tan excitada que ni siquiera pude hablar, de manera que podrá imaginarse lo que era. Me senté en un arrebatado silencio. Madame Selitsky era perfectamente hermosa y llevaba un vestido de raso blanco y diamantes. Pero en cuanto comenzó a cantar, no pude pensar en otra cosa. Oh, no puedo decirle cómo me sentía. Pero me parecía que nunca ya me sería difícil ser buena. Tenía la misma sensación que cuando miro las estrellas. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero, ¡oh!, eran lágrimas de felicidad. Sentí tanto que terminara, que dije a la señorita Barry que no sabía cómo podría volver a la vida común. Ella dijo que creía que si cruzaba la calle hasta el restaurante y tomaba un helado, eso me ayudaría mucho. Sonaba a muy prosaico, pero para mi sorpresa hallé que era verdad. El helado era delicioso, Marilla, y era muy agradable estar sentada allí tomándolo a las once de la noche. Diana dijo que había nacido para la vida en la ciudad. La señorita Barry me preguntó cuál era mi opinión, pero le dije que debía pensarlo seriamente antes de darle una respuesta. De manera que lo pensé después de acostarme. Ése es el mejor momento para ello. Y llegué a la conclusión, Marilla, de que yo no había nacido para la vida de la ciudad y de que me alegraba de ello. Es lindo estar comiendo helado en restaurantes iluminados a las once de la noche una vez cada tanto; pero para todos los días creo que es mejor estar en la habita­ción del este a las once, profundamente dormida, pero sabiendo aun en sueños que las estrellas brillan fuera y que el viento sopla entre los pinos a través del arroyo. Se lo dije a la señorita Barry a la mañana siguiente a la hora del desayuno, y se rio. Se reía por regla general de todo cuanto decía, aun de las cosas más solemnes. No me gustaba mucho, pues no trataba de ser graciosa. Pero es una dama muy hospitalaria y nos trató regiamente.

El viernes marcó el momento del regreso, y el señor Barry fue a buscarlas.

—Bueno, espero que se hayan divertido —dijo la señorita Barry al despedirla.

—De verdad que sí —afirmó Diana.

—¿Y tú, Anne?

—He gozado de cada minuto —dijo Anne, echándole impulsivamente las brazos al cuello y besándole las arrugadas mejillas. Diana nunca se hubiera atrevido a cosa tal y se sintió horrorizada ante el hecho. Pero aquello agradó a la señorita Barry, quien se quedó en el balcón hasta que desapareció el coche. Luego, retornó a su casona con un suspiro. Parecía muy solitaria, sin aquellas vidas frescas y jóvenes. La señorita Barry era una anciana algo egoísta, a decir verdad, y nunca había cuidado de nada excepto de ella misma. Valoraba a las gentes según le fueran útiles o la divirtieran. Anne la había divertido, y consecuentemente gozaba de su estima. Pero la señorita Barry se encontró pensando menos en los curiosos discursos de Anne y más en sus juveniles entusiasmos, sus cándidas emociones, sus modos y sus dulces labios y ojos.

—Pensé que Marilla Cuthbert era una vieja tonta cuando supe que había adoptado una huérfana del asilo —se dijo—, pero sospecho que no cometió ningún error después de todo. Si tuviera en la casa una niña como Anne, sería una mujer más feliz y más buena.

Anne y Diana encontraron el paseo de vuelta a casa tan placentero como el anterior, quizá más placentero, ya que tenían la deliciosa conciencia del hogar esperándolas al final. Había anochecido cuando pasaron por White Sands y entraron en el camino de la costa. A lo lejos, las colinas de Avonlea se destacaban contra el cielo color azafrán. Tras ellas salía la luna del mar, que se transfiguraba a su luz. Cada caleta junto al sinuoso camino era una maravilla de ondas danzarinas. Las ondas rompían con un suave chasquido en las rocas y el sabor del mar se sentía en el aire fresco y fuerte.

—¡Oh, es lindo vivir y estar de regreso en casa! —suspiró Anne.

Cuando cruzó el puente de troncos sobre el arroyo, la luz de la colina de Tejados Verdes parpadeó una bienvenida y a través de la puerta abierta brilló el fuego del hogar, enviando su cálido fulgor en la fría noche otoñal. Anne entró corriendo en la cocina, donde la esperaba la comida caliente.

—¿De manera que ya has vuelto? —dijo Marilla, doblando su tejido.

—Sí, y es tan lindo estar de regreso —respondió Anne alegremente—. Sería capaz de besarlo todo, hasta el reloj. ¡Marilla, pollo a la parrilla! ¡Quiere decir que lo ha preparado especialmente para mí!

—Sí —dijo Marilla—, pensé que estarías hambrienta luego de ese paseo y que necesitarías algo realmente reconfortante. Apresúrate y cámbiate de ropa, pues cenaremos tan pronto regrese Matthew. Estoy contenta de que hayas vuelto. Todo esto estuvo horriblemente solitario sin ti; nunca pasé cuatro días tan largos.

Después de cenar, Anne se sentó ante el fuego entre Marilla y Matthew y les hizo un relato completo de su visita.

—He pasado un momento espléndido —concluyó, feliz—, y siento que eso marca una época en mi vida. Pero lo mejor de todo fue el regreso a casa.

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